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Óscar Collazos Lo sientes llegar, pisa fuerte en la puerta para hacer más
evidente su presencia. En la cocina, apurada, luchas con los trastos,
el calor de la estufa hace hervir también tu cuerpo y sientes que el
sudor se escurre por la espalda, por el cuello y las axilas. Lo oyes,
afuera, y es mayor la prisa de tus manos en el oficio. Lo sientes. Corres
al otro cuarto porque uno de los muchachos ha llorado. Subes la
voz y se nota la rabia. “Se están tranquilos o les doy una pela, mocosos
de mierda”, dices. Oyes que él dice que tiene hambre y vuelves a
la cocina. Apresuras el oficio. “Ya va a ser la una”, grita él y piensas
“podrían ser las tres y qué culpa tengo yo de estar tan atareada”, y él
va a sentarse cerca del radio, apagado, nervioso, fumando, apenas a
medias, su cigarrillo que aspira para arrojar el humo a bocanadas, en
grandes bocanadas que al subir hacen espirales ensanchadas, debilitadas
en el ascenso hasta perderse, hasta confundirse en el frescor
del aire. “Tengo que regresar al trabajo”, y “yo no tengo la culpa,
así que debes esperarte hasta que esté”, pero prefieres este silencio,
siempre lo has preferido. En el cuarto, el otro muchacho vuelve a
gritar llamándote con sus llantos. “¿Por qué diablos no miras qué le
pasa?”, le dices, pero él sigue en su sitio y tú no sientes sus pasos y
los muchachos ahora hacen coro con sus llantos. Bajas un recipiente
del fogón y se te olvida cerrar la llave del lavaplatos, corres al cuarto,
los muchachos están trenzados en una lucha cuerpo-a-cuerpo: te
ven llegar y se quedan así, juntos, sin agredirse, como una película
que se suspende en un movimiento que no acaba de concluir. Te
agachas, sacas un zapato de tu pie izquierdo y empiezas a darles, a
los dos por igual, y sus gritos y llantos se hacen más agudos, y ahora
es la orquestación mortificante de sus gritos. “¿Por qué diablos no
se están quietos, mugrosos?”, dices, mientras asientas golpes de zapato
en sus cuerpos, en donde caigan. El rostro se te enciende, pero
el verdadero fuego es aquel que arde en tu sangre, en tu respiración
alterada (…tal vez sea la ira, tal vez sea la ira), y afuera el radio
empieza a sonar en el noticiero de la capital y entonces los llantos
de los muchachos se confunden con las noticias y con los anuncios
comerciales. Es otro mundo, nada tiene que ver con el tuyo, y menos
ahora. Solo cuando la misma voz anuncia jabones Palmolive,
asocias inmediatamente el primer capítulo de la nueva radionovela
y recuerdas que empezará hoy a las siete, de siete a siete y media,
de lunes a viernes. Vuelves a la cocina de paso por la salita y lo ves
entretenido con el filo de una navaja, limpiándose las uñas. “Deberías
reprenderlos, se están volviendo insoportables”, le dices. Él se
limita a mirarte. Cuando entras a la cocina oyes que reniega, “nunca
el maldito almuerzo está a la hora”, y piensas que si te demoras más
él va a salir de la casa, y lo imaginas tirando la puerta tras de sí. “No
te olvides de tenerme listas las camisas blancas para mañana”, dice
él cuando llegas junto a la mesa y dejas uno de los platos sobre la
mesa, todavía con la sopa hirviendo. “Esto no se lo toma nadie así”,
rezonga él, en una réplica que no quiere ser violenta. Vuelves con
otros dos platos y los dejas sobre la mesa, “vengan a comer”, para
regresar a la cocina. Tienes el cabello revuelto y sudas. Tu piel deja
ver una especie de salpullido o granitos que el calor ha enrojecido.
Oyes que en el radio registran la muerte de alguien, un nombre que
te es extraño pero que no resultará seguramente extraño al locutor
que pone énfasis doloroso en el tono de su lectura. Agrega una lista,
al final, de personas que se conduelen con su muerte. Tú piensas
en tu muerte y quisieras de pronto poder saber qué cara pondría
en ese momento él, qué dirían los demás de ti. Oyes las palabras
y los nombres, en la cocina te imaginas que él pasa trabajos para
sorber la sopa y a los dos muchachos mirando temerosamente, todavía
con sus caritas sucias de polvo y lágrimas regados en la piel.
“Se acabó lo que había en la despensa”, le dices y él responde algo,
fríamente, “hoy no tengo plata”, y tú, con un trapo, limpias los
restos de grasa que quedan en los bordes de la mesa. Recuerdas la
última vez con él y deseas tirarte en la cama, a esta hora, la hora
del bochorno-modorra, y esperar que se produzca el encuentro de
los dos cuerpos, provocado por ti, y él, sin poder evitarlo, vuelva a
poseerte, a estar dentro de ti: reconstruyes la última vez y por un
instante te olvidas que estás en la mesa, que a tu alrededor esta él
con los dos muchachos. “Apenas acaben, reposan un rato y luego se
meten al baño”, les dices. “No te olvides de las camisas”, insiste él.
“Sí, ya lo sé”. teatro morales Bostezaste: los minutos siguientes fueron una lucha de bostezos, de
ojos cerrados, de brazos estirados: una lucha con el sueño que ganaba
terreno todos los días a la misma hora. Literatura
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