Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
Soledad al final del coche cama
Adiós Europa, adiós
(Bogotá: Planeta Colombiana Editorial S.A. (Seix Barral], 2000, 130 págs.)
Al despertarse, encendió la lamparilla de la litera, inclinó el cuerpo y quiso saber si su mujer dormía. Había empezado a hacerlo
desde que salieron de Guadalajara, cuando él creyó que ella le
sugería apagar la luz y abandonar el libro que había empezado a leer
en la estación de Chamartín.
Giró el cuerpo y asomó la cabeza hacia la litera inferior del
compartimiento elegido este primer viaje en un coche cama
ponderado repetidas veces en los anuncios de televisión. No se
sobresaltó. Se sintió tal vez un poco sorprendido por la ausencia.
“Debe de haber salido a fumarse un cigarrillo”, pensó. Sin
embargo, no intentó recuperar el sueño. Dejó la lamparilla encendida,
volvió al libro que había abandonado y trató de ordenar
los acontecimientos del capítulo anterior. “Aquella noche, Charles
Anthony Bruno se hallaba tumbado bocarriba en su habitación de
un hotel de El Paso…”, leyó.
Quiso anticiparse a los acontecimientos. ¿Qué malignas pretensiones
movían al fanfarrón de Bruno? La novela de Patricia
High–smith le había interesado desde la primera página. Extraños
en un tren era la clase de libro que atrapaba al lector y no lo abandonaba
hasta la solución final y sorprendente de la trama. Corrió
entonces el riesgo de ganarse un reproche y encendió un cigarrillo,
gesto que creyó necesario para volver a introducirse en el relato.
Si su mujer entrara en ese instante, le diría que lo había puesto
nervioso su ausencia, cualquier cosa que redujera el disgusto
que le produciría verlo fumar después de haber hecho millones de
esfuerzos y haber conseguido abandonar los dos paquetes diarios y
en parte la tos crónica de fumador empedernido. “Es solo un cigarrillo,
el único del día”, le diría.
Abrió un poco la ventanilla, lo suficiente para que el humo se
escapara hacia el exterior. Sintió la fresca brisa nocturna e imaginó
el paisaje de Castilla, tan indiferente a su memoria. Volvió a la lectura
y consumió íntegro el cigarrillo; arrojó la colilla hacia fuera y el
instantáneo resplandor le pareció similar al de una chispa eléctrica
que interrumpe de pronto la armonía de la oscuridad.
En el capítulo siguiente, Guy recibe una carta de Charles,
procedente de Palm Beach. “La patología del criminal —pensó Hernández—
empieza a trabajar sobre la endeble conciencia de Guy”.
Esta reflexión le hizo abandonar el libro. Habrían pasado al menos
quince minutos cuando volvió la inquietud y decidió bajar de la litera.
Salió al pasillo. Menos mal que se había puesto el pijama y que,
colgada al lado de la litera, estaba la vieja bata de seda que su mujer
le había regalado al cumplir cincuenta y cinco años.
Al abrir la puerta del compartimento y asomarse a la ventanilla,
Hernández creyó que la limpia visión de un largo y estrecho
espacio despoblado era apenas una figuración suya, el presentimiento
o el temor dando por un instante la impresión de algo real.
No se veía ni un alma, solo el resplandor proveniente del compartimento
vecino, alguien que aún leía o un grupo de viajeros que
disfrutaba del coloquio y de una buena botella de vino. Decidió
dirigirse hacia un extremo del vagón, pues pensó que tal vez su
mujer se hubiera encontrado indispuesta y aún estuviera lidiando
con sus intestinos. Vaciló antes de llamar a la puerta del wc.
Cuando finalmente se decidió, pronunció el nombre de su mujer
y escuchó al instante una ronca voz de hombre que le respondía
con acritud:
—¿Es que no puede esperarse?
Su mujer no estaba en el lavabo. Miró de nuevo el estrecho espacio
vacío, el chorro de luz que salía del compartimento y le llegó
el rumor de una conversación, al mismo tiempo que la impresión
más acelerada del ritmo cardíaco. Sintió algunas gotas de sudor en
el cuello y la frente.
—¿Dónde se habrá metido? —se preguntó. Y no fue esa,
exactamente, la pregunta que hizo al revisor que acababa de aparecer,
adormilado, negligente y seguramente ajeno al sueño de los
viajeros.
—¿Ha visto usted a una mujer, digamos de unos sesenta y cinco
años?
—¿Qué dice?
—He perdido a mi mujer —dijo Hernández con el temor de estar
haciendo el ridículo.
El revisor debió pensar que le tomaban el pelo.
—Perderse, se pierden —dijo—. Aparecer, aparecen cuando uno
menos lo espera.
—Se lo digo en serio: me desperté y mi mujer no estaba en su
litera. ¿Está abierto el bar?
—Acaban de cerrarlo —dijo—. No quedaban más que dos borrachos
latosos.
Hernández se sintió extraviado entre la guasa del revisor y su
propio desconcierto.
—La última vez que la vi —recordó— fue al salir de Guadalajara.
—¿Viajaban juntos?
—¿Cómo va a viajar un matrimonio? —se enojó—. Juntos y en
un compartimento para dos.
“Charles convencerá finalmente a Guy; de otra forma no tendría
ningún sentido la novela”, pensó absurdamente durante toda la
tarde y parte de la noche. Este fue el pensamiento que se interpuso
cuando se quedó mirando con severidad al revisor.
—Si lo ha dicho en serio, habrá que hacer algo —dijo el revisor—.
Demos una vuelta por los otros vagones. Hay gente que se
aburre en las literas y decide darse un paseo para ver si les viene el
sueño.
—Mi mujer no es insomne —dijo Hernández—. Siempre se
duerme la primera.
—Nunca se sabe —intervino el revisor—. Uno tiene sus vicios
secretos.
Hernández iba a decir: “Mi mujer no”, pero se sintió de nuevo
ridículo.
Era el primer viaje que hacían en coche cama de primera, el
primero ciertamente, pues hasta entonces no habían pasado de
Cuenca, Toledo y Segovia, siempre en coches de segunda. Cuenca.
Entre aquellos paisajes que pasaron instantáneamente por su memoria,
se detuvo en los altos, imponentes, quebrados promontorios
de rocas separados en el fondo por el río Júcar. El recorrido más largo
y ahora remoto había sido de Madrid a Alicante en un sofocante
día de agosto, todo el trayecto en el bar, absortos en el feo, confuso
paisaje humano de turistas. Su mujer se había sentido indispuesta al
comienzo del viaje —recordó. Un mareo pasajero. Su incomprensible
miedo a un grupo de marroquíes vestidos con túnicas o shilabas
de grueso tejido oscuro.
—Si no la encontramos, tendrá que dar el parte a la Policía.
—¿Ante quién voy a dar un parte? ¿Y qué coño quiere que diga?
—En Calatayud hay una comisaría cerca de la estación.
“Charles llevará a Guy a la ruina —pensó Hernández—. Los hay
débiles y todo hombre siempre está, sin saberlo, a las puertas de un
crimen”.
La apariencia convencional que hubiera dado vestido se volvía
casi estrafalaria con el atuendo que llevaba: pijama a cuadritos y
una vieja bata de seda. Había pasado de los setenta y cuatro años y
al revisor no le causó asombro el aspecto del viejo. Estaba acostumbrado
a ver los viajeros más extraños en los recorridos nocturnos.
El Talgo era diferente: un hotel rodante, todo en su sitio, de vez en
cuando algún insomne o la aventura casual de un casanova, todo
dentro de la discreción más deseable. Jóvenes que “se pegaban el
lote” en los pasillos, un espontáneo que cantaba a gritos “¡Que viva
España!”. Un mutilado de guerra que liaba un cigarrillo.
—Nos queda solo un coche —dijo el revisor.
—No lo comprendo —reflexionó Hernández—. No pudo haberse
apeado en Guadalajara y menos en Medinacelli. ¿A santo de qué
iba a hacerlo?
—A lo mejor dormía usted.
—No lo había pensado.
—A veces se apean porque se les ocurre comprar alguna chuchería;
se despistan y ni se enteran de que el tren ha seguido su camino.
Suele suceder.
—Entonces, la ha dejado el tren —aceptó tristemente el viejo.
—Podríamos llamar a las estaciones anteriores, pero primero
hay que saber si bajó del tren.
El último coche, el último antes del furgón del correo, estaba
desierto.
—No lo entiendo —dijo Hernández. Temió que una lágrima resbalara
por sus mejillas y el revisor no entendiera la dimensión de
su pena.
—Pues yo tampoco —dijo el revisor—. Vuelva a su compartimento
y espere. Voy a pedir información a Guadalajara y Medinacelli.
Fumó un cigarrillo tras otro, absorbido por la continuidad inescrutable
del paisaje. Lo adivinó seco y áspero, como el envejecimiento,
como los años a su paso por el cuerpo, inclementes e ineluctables,
preparando el terreno a la única cosa esperanzadora y cierta de los
hombres, la soledad, contra la que se pelea en la juventud y a la que los
seres se acomodan cuando ya la juventud es una fantasía remota.
“Charles es fuerte e imaginativo, Guy un pelele a merced de la
endemoniada voluntad de Charles”, pensó. Aunque era inoportuno
pensar en la novela, no podía separarse de la trama.
Cuando el revisor regresó, Hernández parecía estar entregado a
sus disquisiciones morales.
—Olvidé decirle que mi mujer se llama Asunción Alfonso de
Hernández.
—No importa por ahora el nombre. Dentro de poco llegaremos
a Calatayud y todo se arreglará.
No le gustó la severidad profesional del revisor, aunque agradeció
el tono amable con que le hablaba.
—¿Ha visto si están las maletas?
—Viajamos con una sola, grande —respondió—. Es más cómodo.
—Habrá dejado su neceser, digo yo.
—Solo traía un bolso.
—¿Y está el bolso?
—No, señor. Debió de haberse apeado con el bolso —consintió—.
Si quería comprar algo, se apeó con el bolso.
—Lleva usted razón —dijo el revisor.
Era una pena que no hubiera podido pasar del capítulo 7 de la
novela. El asco que había empezado a sentir por Charles era inferior
a la piedad que le inspiraba Guy. Al fin y al cabo —se decía— la astucia
del criminal no justificaba la pusilanimidad de la víctima.
—No se mueva —pidió el revisor—. Esperamos respuesta.
Se retiró hacia los vagones de cola. Hernández deseó, por una
rara necesidad íntima, comentar con el revisor el asunto de la novela.
Ya se había hecho su propia ecuación: A desea que B cometa un
crimen en su lugar; para comprometer a B, comete un crimen que
B no pensaba cometer pero del que este será el primer sospechoso.
Juego de cómplices y reciprocidad en las culpas, primera instancia
de la impunidad. Pero el revisor había desaparecido y la novela de
Patricia Highsmith se había quedado abierta en el capítulo 7, razón
de más para que Hernández creyera que aquella noche todo
se le estaba quedando suspendido: un argumento, la presencia de
una mujer a la que acaso ya no amaba pero que le era tan próxima
e inevitable como la más inmediata de las necesidades. También
parecían suspenderse, en la inmovilidad, la noche con su cerrazón
inescrutable, el tren a una velocidad acompasada. Calatayud a solo
unos metros. ¿Y si no fuera Calatayud, si solo fueran las barriadas
de Madrid o Alcalá de Henares, por ejemplo, ese Madrid del que
hubiera preferido no salir nunca? Se estaba bien en el pisito de la calle
de Atocha, las prostitutas de la Plaza de Benavente cumplían con
su ritual diario, en la Plaza de Santa Ana volaban las palomas, todo
seguía siendo como había sido siempre, un paisaje repetido, ningún
imprevisto, ¿todos los Charles del mundo imponiéndose sobre los
Guy del mundo?
El tren se detuvo y el vagón de Hernández quedó frente a la estación.
¿Había llegado la hora de la denuncia o el parte? Sintió una
irresistible flojera en las piernas. Todo había ido demasiado lejos,
nada estaba ya bajo su dominio.
—De Guadalajara y Medinacelli informan que ningún viajero
se ha reportado perdido —informó el revisor—. ¡Ah! Me llamo José
Ayllón —dijo por cortesía.
El revisor venía acompañado por el jefe de estación y un grupo.
Sabían ya de la suerte del “pobre hombre de pijama y bata” y Hernández
estuvo de nuevo a punto de llorar. Los curiosos de aquella
noche lo alentaban, no debe preocuparse, solo un despiste, cogerá
el tren siguiente, las mujeres tienen mejor que los hombres los pies
sobre la tierra —le decía el viajante de comercio catalán que resultó
ser vecino, dormía en el compartimiento siguiente. Había escuchado
algo y no le había dado importancia. Era una pérdida temporal y
no debía inquietarse. Lo mejor sería que siguiera hasta Zaragoza o,
por qué no, esperara en Barcelona. Los empleados de la compañía
estarían al tanto, él mismo podía acompañarlos en su coche a buscar
un hotel. ¿Sabía su mujer en qué hotel iban a alojarse?
—Pensábamos en una pensión de las Ramblas —dijo, pero no
sabía cuál. “Una pensión barata frente a la fuente de Canaletas”,
recordó pero no dijo nada al viajante de comercio.
El interlocutor catalán mostró un gesto de sorpresa, dijo algo en
su idioma y se retiró del grupo de curiosos.
—Nunca hemos estado en Barcelona —dijo Hernández sollozando—.
Pensábamos subir en autocar a la Costa Brava —consiguió
decir cuando un par de lágrimas escaparon sin pudor ante la mirada
silenciosa de los viajeros. Unos permanecían indiferentes, otros
le palmeaban la espalda, no se preocupe, hombre, es imposible que
una persona se pierda en un viaje como este. Hernández miraba
a los curiosos que se desdibujaban y se convertían en un mojón
abstracto en movimiento, como una montaña de materia maleable
empujada por una profunda fuerza natural.
—¿Se queda o sigue el viaje? —preguntó el jefe de estación. Yo de
usted continuaría hasta Barcelona.
—Si usted lo dice —aceptó con humildad Hernández—. ¿Cree
que mi mujer podrá coger el tren siguiente?
—¡Claro que podrá! ¿Tiene usted el billete?
—Sí —dijo Hernández y trató de buscar en el bolsillo de la chaqueta
antes de darse cuenta de que iba en pijama—. Sí, lo tengo en
mi chaqueta.
—No importa, su mujer no tendrá ningún problema.
Sonidos de campana alertaron a los viajeros. En uno de los coches,
algunos jovencitos se asomaban a las ventanillas y seguían el
triste episodio del hombre que había perdido a su mujer.
Hernández parecía haber olvidado la novela y la terrible suerte
que esperaba al bueno de Guy. Se olvidaba incluso de sí mismo y
aceptaba con satisfacción que aún quedaban hombres interesados
por el bien de los demás.
—Suba, hombre —le pidió el revisor y le ayudó a subir al coche.
Una vez dentro, lo acompañó al compartimento que seguía con las
luces encendidas y las portezuelas abiertas.
—Debo revisar su billete.
Hernández se vio de pronto encerrado en los límites de su propia
tribulación. Tal vez pasaron minutos antes de que entrara al
compartimento y buscara con torpeza la chaqueta que había colgado
en una percha, antes de que el temblor de sus manos, que el
revisor atribuyó al desamparo de un hombre abocado a una soledad
absurda, pusiera en evidencia la incapacidad de Hernández para
coordinar sus movimientos.
—Déjeme, hombre —insinuó el revisor—. Déjeme le ayudo a
buscarlo.
—No, no se moleste —intervino Hernández con la mano introducida
ya en el bolsillo del saco, inmóvil, como en una foto
extrañamente descompuesta.
—¿No se siente bien?
Hernández sacó por fin el billete, lo mantuvo apretado entre las
manos, sin atreverse a entregarlo. Las lágrimas de antes ya no eran
necesarias. Se había armado de una repentina fortaleza interior y la
presencia del revisor dejó de serle intimidante. Con el billete entre las
manos, se sentó en la litera y miró fugazmente al funcionario. Inclinó
después la cabeza, suavemente, como si se sintiera avergonzado. El
billete cayó al suelo y Hernández cubrió el rostro con sus manos.
—Ella se merecía este viaje, ¿sabe? —dijo sin levantar la cabeza—.
Siempre se lo estuve aplazando, que el próximo verano, que cuando
me jubile y tengamos tiempo, la pobreza siempre esperándonos.
—No le entiendo —alcanzó a decir el revisor y se inclinó a recoger
el billete.
—Y lo que es la vida —continuó Hernández enfrentándose esta
vez a la mirada del revisor—. Cuando estaba dispuesto a darle ese
gusto, la pobre…
No pudo continuar. Los sollozos de aquel hombre, encogido en
sus propios recuerdos, abrieron en la sensatez del revisor la inclasificable
impresión que se tiene frente a un ser inmensamente solo,
alguien que ha querido llenar el vacío de un deseo insatisfecho con
una hermosa fantasía amorosa.
—A mi esposa le hubiera gustado hacer este viaje —dijo con decisión—.
Por eso, cuando llegué a Chamartín y compré el billete
de primera, pensé en ella, en lo que le hubiera gustado este viaje.
Decidí comprar un billete para dos.
Ya no lo dominaba la vergüenza. Se sentía aliviado y de nuevo en el
duro, inflexible terreno de la realidad. El revisor miró el billete en
silencio, lo agujereó y, antes de salir, preguntó a Hernández si quería
que le apagara las luces, debería acostarse y tratar de descansar, él
entendía perfectamente su congoja, no debía sentirse avergonzado,
su mujer, estuviera donde estuviera, sabría agradecérselo, había sido
un bonito gesto de lealtad.
—¿Sabe lo que me dijo en su lecho de muerte?
—No hace falta que lo diga —dijo el revisor al cerrar la portezuela—.
Puedo adivinarlo.
—Por favor —dijo Hernández a manera de ruego—. No le diga
a nadie lo ocurrido. Pensarán que estoy loco; nadie podría
comprenderlo.
El revisor hizo un gesto afirmativo de cabeza y cerró la portezuela
con suavidad, como lo haría al abandonar el cuarto de un
niño que duerme.
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