Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Las causas perdidas
El verano también moja las espaldas
(Medellín: Editorial Papel Sobrante, 1966, 120 págs.)



      Alberto regresó a casa y se metió en el cuarto sin decir nada, esquivando la mirada de mamá (“¿qué hace en casa si se iba a confesar? ”) y siguiendo sin responder a las preguntas. Entonces pensé: “Algo tiene que haberle pasado”. Preferí seguir con la página deportiva del periódico, haciéndome el distraído, fijando la vista en las fotos y en los titulares, pero sin ninguna concentración, pensando que mamá estaría pensando “usté tiene la culpa por darles mal ejemplo ”. Me levanté del sillón y fui a preguntarle algo a Alberto, tal vez fuera capaz de hacerme confidencias (recordaba que entre nosotros siempre había existido alguna confianza), pero fue inútil. Recordé lo que se había convertido en ley cuando se trataba de juzgar a Alberto: “es un terco” y eso me hizo desistir del intento. Comencé luego —intentando sacarle algo—, comentándole el partido de Millonarios con el Cali, de lo bien que había jugado la delantera de “Millos” y de las fallas de la defensa en el primer tiempo, “claro, solo se arreglaron las cosas cuando sacaron a ese tullido de Flores”, dijo Alberto y yo sentí confianza y pensé que por ahí era la cosa: sería más fácil ganarse su confianza, pues me obstinaba en conocer la causa de su regreso a casa tan pronto, y la terquedad de su silencio.
       Alberto volvió a agachar la cabeza, como si yo fuera papá regañándolo, alzándola a veces, mordiéndose las uñas (“¿cuándo va a dejar de comerse las uñas, cochino vicioso?”), volteando los ojos y dejándolos en blanco, un blanco impresionante, como de vacío. “Déjelo que llore de rabia”, gritó mamá desde su cuarto. “Cuando se le pase veremos qué dice este descreído”, dijo luego y yo sentí un golpe directo contra mí, como si dijera: “usté tiene la culpa de que él sea así”, como si “este descreído” fuera una acusación, ya que siempre decía que yo era el mal ejemplo y el culpable de la conducta de los hermanos. “¡Claro! Como ellos no hacen sino seguirlo”, dijo una noche papá cuando mis hermanos empezaron a llegar después de las nueve de la noche, uno de ellos oliendo a cerveza. “Si esto lo hacen a los trece, ¿qué será luego?”, dijo mamá, entonces, apoyándose en la acusación de papá.
       Recordé un sueño de hace meses: estaba solo, sentado en uno de esos bancos que salen en las historietas y en las cartillas, en donde sientan a un muchacho con gorra de burro mientras los demás se ríen de él. Había mucha gente a mi alrededor, tal vez entre ellos papá y mamá, alzando sus gritos, yo en silencio, todos con la vista puesta en mí, acercándose, señalándome sin desviar sus ojos brotados, crecidos. Era como si estuvieran haciendo de mí el blanco de culpas que yo no podía precisar en ese instante del sueño, cuando la sensación no era otra distinta que la de tener un peso indeseable encima de mi cuerpo. Recuerdo que al día siguiente solo quedaban imágenes aisladas del sueño, de las acusaciones vagas que podía sacar de aquello y que por algunos días se fueron repitiendo con más claridad hasta quedar fijas en mi memoria. Al recordar esto asociaba la idea de mi culpa, la culpa que todos los días parecían fijar en mí con aquello de “esos muchachos siguen su mal ejemplo”.
       “Algo tiene que haberle pasado”, me dije pensando en Alberto, pues era el primero en reconocer su religiosidad, en recordar los días que permanecía con los curas, con eso del fútbol parroquial y las demás cosas que programaban en la parroquia, incluso los paseos de los domingos y los regalos-sorpresas y, años atrás, las estampas y las medallas, cosas que alguna vez me llamaron la atención pero que luego habían dejado de interesarme y ya me eran indiferentes, hasta el punto de crearme un verdadero choque con mamá, la más pendiente de nuestra conducta en esos asuntos. Insistí con Alberto en lo de la goleada de su equipo, poniéndole harta pasión, alimentando su entusiasmo, y conseguí que se interesara con frases de aceptación seguidas de sollozos. “Sí. ¿Y qué querías?”, se limitaba a decir, cortando sus frases y concluyéndolas luego con fingida serenidad. “¿Querías que perdiera?”.
       Preferí entonces dejarlo solo y volver a la sala donde mamá seguía rabiosa, “solo falta que un día de estos les dé por descolgar el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús y echarle candela en mis narices ”, decía mamá mientras hacía el aseo del comedor. Opté por el silencio. Estirado en un sillón, oía la música que pasaba la emisora local, música exclusiva que no podía oírse en otras pues era de contrabando, música movida, los últimos discos conseguidos en Puerto Rico y traídos aquí. Allí estuve alrededor de una hora hasta que se interrumpió la transmisión con los acordes del Himno Nacional. Recordé que, de niño, me ponía firme y saludaba militarmente al oír el Himno. Sonreí mirando a mamá.
       La llegada de papá fue lo que me hizo levantar, “¿qué hubo?”, ir hacia el cuarto y coger un libro, fingir concentración en la lectura con el título bien visible (Álgebra Superior), a veces con el gesto de tomar notas en un papel con el rostro serio y contraído. Oí su voz por un momento y luego más fuerte su tono. Se dirigía a mí: “Cuidadito con meterse en el lío ese de las huelgas. Ya han matado a varios estudiantes, acabo de oírlo en la calle”. Era una amonestación. En el fondo yo rechazaba consejos de esa clase: pensaba que papá era un conformista, que no conocía nuestros problemas y que lo mejor era fingir acuerdo total con cada una de sus cosas. “Cuando los echen del colegio, uno es el jodido pagando colegio privado”, agregaba, siempre en tono dramático. “A nadie van a echar”, decía yo. Muchas veces nos deteníamos a conversar, pero las palabras no fluían, había largos silencios, como si nada hubiera para decirse. Mi silencio era ya una conducta y solo había palabras escasas para aceptar, sugerir o pedir algo. Veía su rostro de amargura y sentía la necesidad de no disgustarlo más; en parte, aceptaba sus razones sin hacerlas mías. “Esto sí que está podrido”, decía, y volvía a su cuarto, a su silencio, a la mesa, comía siempre sin camisa, las gotas de sudor le bajaban por el pecho. Sus carnes empezaban a engordar y ablandarse.
       El sudor era incesante: todos permanecíamos en casa sin camisa y la modorra nos tomaba hasta que llegaba el adormilamiento. Los días se sumaban unos tras de otros, monótonos, siempre la repetición de los mismos acontecimientos, de las mismas frases, del mismo sol y del mismo calor-sudor. Tomábamos el periódico y lo convertíamos en abanico, resoplábamos como si se tratara de expeler aire para estar un poco frescos.
       “No demora en preguntar por los muchachos”, pensé cuando entró en casa papá. Miré hacia la mesa y lo vi sentarse pesadamente. “Mamá debe estar creyendo que si le dice algo a papá agarra a Alberto a palos”, pensé luego. Pero las cosas seguían en la misma tensión: yo esperaba que papá preguntara por los muchachos, pero aumentó el clima de nerviosismo que no me dejaba concentrar en una sola cosa. “Mañana volverán a reunirnos en el colegio”, pensé, desviando la vista. Papá se levantó de la mesa, Alberto seguía en el cuarto, calculando de seguro el momento en que papá preguntara por él. Al rato, papá subió el volumen al radio y escuchó el radioperiódico. ¡Qué vaina! Había caído Rojas Pinilla y las emisoras transmitían declaraciones de todo el mundo. Ayer, cuando se dijo por primera vez que se había salido del gobierno, que al dictador lo había tumbado el pueblo, nos hicieron salir del colegio y nos pusieron a desfilar llevándonos en buses, gritando vivas a la democracia en una contagiosa festividad con banderas y coros patrióticos. “Es la salvación de la patria y el retorno a las libertades ciudadanas”, dijo el locutor gangoso que presentaba el noticiero.
       Papá tosió varias veces y se incomodó en su asiento. Yo no dejé de pensar en Alberto, pero sin quererlo vino a mí la imagen del día anterior en el desfile y el recuerdo de Beatriz, un recuerdo algo molesto, como de culpa, ya que la semana pasada (y desde entonces no la veía) la había besado hasta la locura, le había puesto la mano debajo del vestido y sentido sus pezones mientras sus ojos se cerraban y decía “no, no lo hagas”, sin desprenderse de mí, sentados los dos en un rincón oscuro del parque, y sus ojos abiertos frente a los míos y el movimiento de su cuerpo, el separarse de sus piernas y mi mano resbalándose cuando ya se habían apagado sus protestas y ella era toda sumisión, un respirar volcado sin violencia, un pegarse a mi cuerpo apretando sus dos muslos con mi mano cautiva entre ellos, la otra mano accionando dentro del brasier y la dureza de ese pecho suyo que yo de pronto imaginé crecido más que el otro por la acción de mis caricias, cosa que motivó el cambio de pecho y el movimiento de mi mano en su ropa interior. Este recuerdo me sedujo por un momento y sentí un deleite grande al fijarlo en mí. Trataba de retenerlo más pero parecía escaparse, y efectivamente se iba. ¿Por qué tenía que irse si quería aprisionarlo más? Y quedaba otra vez la imagen del día anterior en el desfile. Solo al rato pude volver al problema de Alberto. “¡Jum! ¿A quién habrá salido este muchacho?”, dijo una vez mamá refiriéndose a mí. Al recordarlo, volvía a tener una especie de culpa por lo de Alberto. Fui un momento al cuarto a hablarle del partido y lo encontré con los ojos rojos, ardidos, sollozando más que antes. “Ha hecho más calor en estos días”, dijo papá antes de entrar al cuarto, una vez terminado el noticiero. “Hay una junta militar”, dijo a mamá en una breve conversación y mamá no supo qué responder. “Ojalá se arregle esto”, contestó mamá, con ese tono de paciencia que solía poner en sus frases cuando se trataba de charlar con papá. Al rato fueron llegando todos los hermanos y empezaron a desvestirse. Comerían y se acostarían, pero esa noche discutían. El tema era una pelea que habían presenciado a dos cuadras: un hombre y una mujer, esta desahogándose contra el hombre, él respondiéndole con violencia. Solían repetirse en el barrio y siempre había una aglomeración creciente cuando comenzaban las peleas de mujeres contra hombres. La voz se corría por todo el vecindario y empezaba el espectáculo de gritos y de vivas. No era extraño saber de un hombre rajado a cuchilladas que insistía en pelear hasta el momento mismo del desfallecimiento. Los muchachos se enfrascaron en la conversación pero la interrumpieron cuando mamá se asomó al cuarto y dijo: “Ya su papá se acostó”. Todos callaron: había un temor enfermizo hacia papá. El respeto, lo comprendía ahora, no era otra cosa que miedo a sus reacciones.
       No me acosté. Por un momento muy breve traté de revivir la imagen de Beatriz pero la evadí dándole mayor importancia a la idea de hablar con Alberto. Me acerqué a su cama y, tratando de leer, decidí dejar la luz encendida: los hermanos, pues todos dormíamos en el mismo cuarto, le dieron la espalda a la luz, tal vez cerrando los ojos para evadirla. “Hiciste bien en no ir a la confesión”, le dije a Alberto, tratando de iniciar la conversación. Él me miró y volvió a embutir la cabeza entre la almohada. Al rato se levantó y fue hasta el inodoro. Al volver me dijo: “Fui a la iglesia pero me devolví”, metiéndose de nuevo en la cama. Comprendí entonces que se abría a la conversación. Dejé que fuera él quien tomara la iniciativa. “Lo que soy yo, no vuelvo a la iglesia”, continuó. Yo traté de estimular la conversación y no le pregunté por qué. “No vuelvo y no vuelvo aunque me den garrote”, insistió, con la evidente rabia contenida.
       Cuando siguió el curso de la conversación entendí claramente sus motivos, uno a uno expuestos con más tranquilidad, ya sin detenerse en pausas ni vacilaciones. Alberto tenía once años y para mí era agradable saber que tenía a otro hermano de mi parte. Mis diecisiete años eran suficientes para que me guardaran respeto: me miraban como el más respetable, como al hermano que veían subir en el colegio, el quinto de bachillerato que cursaba les inspiraba respeto y mucho más las frases de Voltaire que hacía mías en las conversaciones (monólogos, mejor) que tenía con ellos. Habían llegado panfletos a mi poder y yo los leía en voz alta, distraído, para que ellos escucharan. Insisto: me respetaban y cada día, en secreto, veía la transformación de ellos a pesar de que en casa se insistía en el mismo ritmo de respeto. “No le vayas a decir nada a mi papá”, dijo Alberto finalmente. Dijo: “Es un maricón”, y se extendió en la descripción del incidente, su llegada al reclinatorio, el comienzo de la confesión, la soledad de la iglesia, la voz del cura sonando hueca en el fondo y luego su mano apoyada en el muslo de Alberto. Le había agarrado el muslo, sin-ton-ni-son, inesperadamente, le había mandado la mano al sexo, narró el hermano. Dijo entonces que se había levantado bruscamente del confesionario y le había soltado al cura la única frase que se le ocurrió: “¡No sea maricón!”.
       Nos quedamos después en silencio. Oí la tos de papá en el cuarto vecino y me imaginé un cigarrillo encendido, titilando en la oscuridad, su tos otra vez y el movimiento de su cuerpo siempre en el borde de la cama. Sentí un gran alivio, decidí acostarme y dejé que el recuerdo de Beatriz, detenido minutos atrás, volviera a sorprenderme. Sentí que recordarla me producía la misma sensación de gozo, mezclada con la sensación de culpa, aumentada y agravada por la ausencia de varios días. “Le pediré excusas”, pensé. Volví a recordar escenas sueltas de ayer: nosotros en el bus, muchos buses detrás transitando por toda la ciudad, gritando y formando un terrible alboroto, sumándonos al entusiasmo que alguien trató de contagiarnos con una sola frase, cuando la campana del colegio sonó sin detenerse, ese grito de “¡cayó el dictador!” prendió la mecha en todas las aulas del colegio, aunque yo seguía sin entender por qué nos sumábamos a la multitud, por qué repetíamos los vivas a nombres de gentes que desconocíamos, euforia sin sentido que nos envolvía y nos llevaba, arrastrándonos hasta la euforia y el delirio.
       Al sentir el interruptor de la luz en mis dedos, antes de decidirme a apagar la luz, pensé otra vez en Alberto: “¡Ojalá no vuelva!”, me dije. Y asocié la idea de su situación con el padre Gómez a la idea de nuestra situación con don José Francisco Sánchez. Pensaba que era mucho más grave que esas cosas las hiciera un sacerdote. Antes de apagar la luz, pensé que un día de estos contaría lo de mi hermano Alberto en la clase del padre Maldonado, para ver qué cara ponía.
       La oscuridad fue total en un comienzo. Poco después se fue filtrando la claridad de tal manera que podían verse los cuerpos extendidos en las tres camas de cuarto y el brillo de un cuadro que daba al frente de mi cama, una imagen del Ángel de la Guarda que mamá había colocado allí hacía varios años.




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