Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Los intereses de Cisneros
Originalmente publicado en la revista Eco (Revista de la cultura de occidente)
(enero de 1969);
Biografía del desarraigo
(Buenos Aires: Siglo XXI, 1974, 143 págs.)





Acaso ahora —dije— hasta sabré quién era mi
padre. Tu padre —me dijo— eres tú.
La luna y las fogatas
, Cesare Pavese


      Esta mañana, cuando pasaron a enterrar a Cisneros, recordé que casi todos los días, al levantarme y abrir la cortina de la ventana, él ya estaba sentado en la banca de la casilla o corriendo sobre los rieles de la estación de trenes. Siempre lo había visto, todo el día encorvado, maltratando sus sesenta y ocho años, tosiendo perturbado, con un aire de distracción que parecía seguir el curso de las paralelas, abstraído en ese brillo que con el sol las hacía más lejanas y rectas. Pensaba entonces que en su tos se iba yendo él todo (“yo aquí maromeando sobre los rieles, jovencito”) y este recuerdo me entristecía. Desde la ventana, esta mañana, dejé ir mis ojos detrás de la irrisoria procesión que llevaba a Cisneros y me pareció oír a su mujer en sollozos apagados, hablándole mientras la calle que daba a la estación se hacía más torcida, más irregular y enlodazada y el viento dejaba escapar una letanía incesante. “Cisneros”, me pareció haber susurrado. Y no pensaba exactamente en él, apenas era la sensación de estarlo pensando, pues me quedaba la impresión, solo la impresión, de haber visto su figura en un sueño, tener la idea de haberlo conocido cuando solo había cruzado algunas frases con él, un ligero tropezón por las mañanas, un extraño llevado en procesión al cementerio.
       —Se murió el viejo guardagujas —llegó diciendo el hermano y entonces sí pude haber pensado y dicho con claridad el nombre del viejo: “Cisneros”, pero la cuchilla de afeitar estaba roma y me había herido en la barbilla y veía que la sangre se adhería a la toalla, escandalosa y reciente. Lo del hermano me sonó como si hubiera dicho “está lloviendo, amaneció lloviendo”, simple y fríamente. No sé por qué pero pude escuchar (o recordar, quizá) la voz de la mujer de Cisneros cuando cantaleteaba frente a él, recordándole el tiempo que faltaba para su jubilación, la imaginaba haciendo cuentas mentales, silenciosas, y veía a Cisneros corriendo hacia el teléfono o hacia la palanca de las vías, hacer el cambio de las vías o comprobar que los trenes se alejaban de la estación haciéndolo temblar todo, sacudiendo el mundo entero en el instante en que el peso de sus vagones cortaba el espacio. “Solo te faltan siete meses”, había dicho ella (¿o yo lo había imaginado?), “y podrás dejar este ande-parriba-y-pabajo que te está matando”. Y ahora era junio y había dejado de llover, sorpresivamente.
       Pero no podía dejar de pensar en las cuentas mentales que hacía la mujer de Cisneros, sentía que sus labios se movían como cuando se siguen y repiten las mismas oraciones (continuaba sangrando mi barbilla, por lo menos pude haber comprado cuchillas nuevas), “podríamos hacer algo con la plata”, estaba seguro de haberle escuchado decir a la mujer.
       —¡Jum! —fue la respuesta de Cisneros.
       —Debemos pensarlo y no botarla en chucherías —había dicho la mujer, no sé, era lo que recordaba o lo que creía haber oído, vivíamos tan cerca, todo se escuchaba de una casa a otra.
       “Por favor, qué es ese desorden, tirándolo todo por el suelo”, dijo el hermano tratando de reprocharme la torpeza de esta mañana. Pero yo recordaba que Cisneros se sentaba a esperar que su mujer volviera con la cantaleta de siempre, “tienes que pedir seriamente que te empiecen a hacer el papeleo de la jubilación”, pero su marido seguía más pendiente del teléfono y del pito de los trenes que de la cantaleta, en esos instantes, además, se sentía golpeado por el quemante sol del mediodía.
       Había olvidado el día en que lo vio por primera vez sentado en la casilla, desempeñando el trabajo de guardagujas. Le quedaba fijo, inamovible, casi petrificado, el recuerdo de un acto repetido infinitamente hasta convertirse en mecánica, en disolución de toda conciencia de movimientos y gestos, movimientos de un lado a otro, bajo el frío de la medianoche o el implacable sol del mediodía, los pitos prolongados, la bandera bajando y subiendo y ese sonido creciente o descendente de los trenes aproximándose o alejándose del lugar. Esa era su vida y esa era la vida que evocaba a medida que la visión de la calle convertía en silueta lejana la marcha del funeral.
       —Pobrecito, apenas iban tres personas en el entierro —dijo el hermano, él que jamás había oído la voz de Cisneros, ni lo había visto corriendo con dificultad sobre los rieles, ni a su mujer con el termo de café servido en la escudilla, con los labios apretados y las arrugas mucho más pronunciadas en todo su cuerpo.
       —¿No tenían hijos? —preguntó el hermano.
       Y yo preferí callarme para que comprendiera que era silencio lo que quería y no esas triviales anotaciones salidas de pausas prolongadas, entre su mirada y esa acongojada expresión de fatiga.
       Mientras iba al baño (ya se había perdido de vista el entierro) quería acordarme de la cara del difunto, ¿cómo era su cara?, la había visto todos los días, invariable, siempre con la desolada rigidez de sus sesenta y ocho años.
       —He visto tanto que ya no me queda vista para más —me había dicho un día Cisneros. ¿Me lo había dicho o lo estaba inventando a medida que sentía su ausencia?
       Y sus dientes: los había detallado: los había perdido casi todos y lo que veía eran lugares blanquecinos bajo sus encías. ¿Y sus ojos? Eran oscuros, los párpados siempre se cerraban demasiado y detrás quedaba una cavidad impenetrable. Además, no era difícil recordarlo por sus balanceos, su cuerpo medio torcido, arrastrando los pies sobre las traviesas. Y Cisneros: bueno, detrás de su figura se iba perdiendo su historia, rostros imaginados en su vida, nombres recorridos, pasajeros asomados a las ventanillas de los coches, maquinistas, carbón, algún amor en la memoria, el trueno de una guerra olvidada o fantástica, las fuerzas del general Vargas Santos rondan por Bucaramanga y las del general Próspero Pinzón arremeten y en las montañas de Santander van quedando más de mil muertos en ese 26 de mayo de milnovecientos, al lado de las banderas rojas y azules comidas por el barro.
       —Lo único que esperamos es la jubilación —me dijo dos o tres veces su mujer.
       —Mi mujer dice que le gustaría irse al mar, no lo ha visto nunca, siempre montañas —me dijo, pudo haberme dicho Cisneros.
       Y no podía imaginarme, ahora que estaba en el baño, frente al espejo, luchando con los chorritos de sangre cada diez segundos, no podía imaginarme cuántos días de insomnio vivió Cisneros en la forzosa vigilia que empezaba a las cinco de la mañana y acababa a la medianoche, después del último tren. No tenía sino una lejana conciencia del momento en que comencé a verlo desde mi ventana, andando por la estación, timbrazos de teléfono, pitos e hilos prolongados en el humo de la vía.
       —Parecía que iba a vivir más —dije al hermano desde el baño.
       —No se veía tan viejo —respondió él. Y después volvimos a encerrarnos en el mismo silencio.
       —Se veía viejo, pero no era para que muriera de un día para otro —dijo después.
       Mientras seguía frente al espejo, cepillándome los dientes, pude recordar que a Cisneros siempre le asomaba una sombra blancuzca debajo del mentón, la marca de una barba estancada o alguna extraña coloración de su piel, un hilo de humo detenido e incrustado en el mentón, me imaginé un día.
       —Nadie sabe cuándo le llegará su hora —dijo el hermano antes de salir.
       Luego, afuera, oí que una locomotora pitaba prolongando el ruido de una manera sombría.
       —Cuando muere un ferroviario —había dicho Cisneros— las máquinas lo lloran todo el día. En la vía nadie puede dormir con esos pitos: son tristes como si el muerto pasara en un tren solitario —había agregado cuando le pregunté por la aplastante letanía que solía oírse ciertos días frente a mi ventana, dentro de mi cuarto. Ya a punto de salir, volví a la ventana para cerrarla, haciendo un gesto cansado, imaginándome a Cisneros vivo y corriendo sobre las traviesas, y a su mujer mirándolo a lo lejos, a los dos de pie mirando el paso del último coche que iba cortando el suelo y a mí (imaginándome también) detrás del marco de la ventana, tratando de acordarme cómo era ese Cisneros que esta mañana había visto pasar ya difunto en una procesión irrisoria. Solo entonces sentí que algo me conmovía, que esta mañana era distinta, que el retrato sobre la pared era igual a su rostro, tal vez más joven, pero era él, y a su lado, enmarcado con madera de texturas rugosas y doradas, la mujer, más vieja que él, y esta sala, en donde aún permanecía el olor de ropas que no eran mías ni del hermano, un olor a humo de locomotoras, a carbón quemado, algo especial que, a la vez, me era íntimo y lejano. Fue también cuando supe que el hermano no había dormido en casa y que aún tenía en sus ojos las marcas del sueño, unas ojeras amplias y prolongadas, el sabor del café y los cigarrillos, el llanto de un grupo de mujeres, toda la interminable noche del velorio: las palabras condolidas, los “lo siento mucho”, los pésames acongojados, el vecindario rodeándonos, los hijos vestidos de pantalón negro y camisa blanca, silenciosos, al lado del cadáver, todo recubierto de negro. “Cisneros”, dije, como si hablara con alguien, como si recordara a alguien el nombre de un ser olvidado. Pero ahora lo importante era saber qué había sido Cisneros en mi vida, por qué esta sensación de pesadilla y de culpa que no podía expiar sino en el olvido de un hombre, cuándo su figura y su voz y su nombre habían empezado a ser lejanos y qué hacía en la sala este olor a muerto, las coronas sobre la gran mesa vacía, estas asociaciones tramadas en el desconcierto.
       “Cisneros, Cisneros”, quería repetirme y era apenas un nombre hueco y sin pasado, una figura moviéndose en la estación, alguna vez la palabra padre dicha entre dientes, ninguna frase cercana o entrañable, todo recuerdo sucumbiendo en esta hora en que la tarde se parecía a ciertas noches cerradas, con el pito prolongado de un tren trastornándome el sueño.




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