Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
El eclipse
Son de máquina
(Bogotá: Editorial Testimonio, 1967, 80 págs.)
Cuando la madre dijo que a la medianoche se acabaría el mundo, “y todos deben confesarse para quedar en paz con Dios”,
el menor de los hermanos se arrimó a sus faldas y empezó a berrear
con un berrido que solo pararía cinco horas después en el
agotamiento y el cansancio. La vecina, que todavía no sabía la noticia,
vino a decir que le habían dado a su hija una serenata, “se la
dio el muchacho que la molesta desde hace tiempo y que piensa
casarse con ella según me dijo en estos días cuando vino a pedirme
la mano algo tímido él pero muy serio y con mucho porvenir de
una familia muy honesta y de muy buen nombre que yo a mi hija
no la dejaría casarse con cualquiera”, y se ponía feliz de saber que
por fin su última hija, la menor de todas, llegaba a la puerta del
matrimonio, “porque una se siente feliz cuando ve que va dejando
a sus hijas bien casadas y en buenas manos, como debe dejarse a
todo hijo que en realidad se quiera”, y aquí la vecina se frotó las
manos, “dejarlas sin problemas”, y otra vez su voz volvió a tomar
el tono lastimero de antes, quebrándose hasta convertirse un tono
agudo, debilitado poco a poco hasta el silencio. “¿Es que no
sabe la noticia?”, preguntó la madre. “¿Qué noticia?”. Y ahora sí
la madre sintió miedo de decirlo y se sonrió como quien quiere y
no quiere la cosa, mordiéndose los labios. “Dígame qué noticia”
—la miró asustada. “¡No me vaya a decir que le ha pasado algo
grave al novio de mi hija!”, dijo alarmada la vecina llevándose las
manos a la cabeza. “Lo dijo el padre Maldonado en la misa de diez
—pudo decir—: que a las doce de la noche pasaría algo muy feo,
que seguramente se acabaría el mundo pasado un minuto de la
medianoche, que era, seguramente, el juicio final” —anunció tartamudeando
la madre, mientras el hermano menor seguía prendido
de sus faldas, humedeciéndolas con llanto y babas, el llanto y las
babas que le corrían por la cara. “¡Ay vecina, qué noticia esa que
usté acaba de darme, jesúscreoendiospadre!” —exclamó la mujer
con las manos sujetas a la cabeza. “¿Es que Dios me va a castigar
sin dejarme ver el matrimonio de la última de mis hijas”.
No preguntó más: salió inmediatamente de la casa dando gritos
que se escuchaban en todo el vecindario, como si se tratara de
un incendio extendido trágicamente por todas las casas de madera
agrupadas en el barrio. “Se va a volver loca”, pensó la madre.
Desde ese instante no se oyeron sino rezos y plegarias y llantos
de los niños escondidos entre las faldas de sus madres. El monaguillo
salió vestido de blanco y rojo (con su cara barrosa y el buclecito
cayéndole coquetamente en la frente, los ojos humedecidos), dándole
a la campanilla sin cesar, haciendo el anuncio que en la misa
de diez había hecho el padre Maldonado, “y esta catástrofe sin precedentes
tal vez sea la verificación de la profecía, y fuego, fuego será
esta vez, lava hirviendo, ríos de lava hirviendo en el Apocalipsis
que la humanidad no ha querido creer”, con ese tono dramático de
todos sus sermones. Las calles, casi desoladas, tenían un ambiente
como de ceremonia por comenzar.
La madre fue al cuarto, después de llamarnos a todos, y empezó
a rezar el rosario. Me dijo que por ser el mayor yo debía decir
los misterios, que además debía sabérmelos de memoria. “Es que
no me acuerdo”, dije. “Es que debe acordarse”, respondió ella. Entonces
recordé, mientras la madre iniciaba las oraciones, que hace
algunos años el padre Maldonado había dicho que por la noche iba
a comenzar una oscuridad de varios días y que lo único que se debía
comprar eran muchas velas y cirios benditos, que sería lo único
que daría luz, “no valdrán de nada los bombillos ni luz alguna que
venga de la mano del hombre”, anuncio hecho cuando los vecinos
estaban en la misa de ocho, anuncio que luego repitió en la de diez.
Recordé que yo también me había escondido en las faldas de mamá,
llorando todo el día. “Ya compramos las velas y las hicimos bendecir
”, nos dijo ella, pero seguíamos llorando: los hermanos menores
—que eran cuatro— lloraban conmigo. “¡Cállense, mocosos, que
nada les va a pasar!”, dijo entonces papá. Pero no podíamos entender
nada: solo sabíamos que en la noche algo muy terrible pasaría
y nos imaginábamos, bueno, por lo menos yo me imaginaba en la
oscuridad, oyendo voces de fantasmas, sintiendo manos que me
agarraban, lejos de papá, mamá y de todo el mundo, un fantasma
encerrado en un cuarto o en el cielo raso, desde donde todas las
noches oía el correteo de los ratones. El anuncio se propagó por
todo el barrio.
Después de desprenderme de las faldas de mamá, salí a la calle y
vi a Cachito —que era mi vale— haciendo pompas de jabón con un
carrizo. “¿Es que no sabés lo que va a pasar?”, le pregunté. “Mi papá
me dijo que eran mentiras del cura para ganar plata bendiciendo
velas”, dijo Cachito riéndose, haciendo pompas de jabón que se levantaban
mostrando —con la transparencia del sol— colores como
los del arco iris. “Es que tu papá es un ateo que se va a quemar en
una paila de aceite hirviendo cuando se muera”, le dije. Cachito se
rió: en su casa tenían el radio prendido a todo volumen y se oía a la
Sonora Matancera tocando una guaracha, con la voz inconfundible
de Daniel Santos. “Las van a pagar bien caro”, pensé y volví a la
casa a contarle a mamá, porque papá estaba leyendo el periódico
de siempre y secándose el sudor de la barriga con los dedos (¡zuass,
zuasss!, allá iba el agua entre ellos, mugrosa a veces), con la cara
arrugada, el radio prendido en el noticiero que no decía nada del
eclipse, “para no alarmar a la gente”, como explicó mamá. Recuerdo
que mi papá miró sin decir nada cuando me acerqué a mamá
para contarle lo que había dicho Cachito. “No se junte con esa gente,
le hemos dicho”, dijo él. “Se lo hemos dicho una y mil veces”.
Papá dejó el periódico y se metió al inodoro. Tosía, siempre tosía
con el cigarrillo en la boca.
Ese día llovió toda la tarde y mamá decía a cada rato que esta
vez no sería el diluvio sino algo peor, “fu-e-go, puro fu-e-go”,
decía. Y nos dio miedo: los hermanos, que no entendían lo que
se decía, se pusieron a llorar y papá zapateó para que se callaran.
“No es para tanto, apenas es un eclipse”, dijo regañando a
mamá. Yo me fui a la cocina con mamá y la vi hacer sus oficios
como todos los días. Hablaba del eclipse y decía que debíamos
prender las velas temprano y no salir de la casa y rezar para que
no durara. “Gasté todo lo que tenía por la mañana en las velas
—dijo—. El padre Maldonado cobra de-a-peso por cada vela bendita.
¡Pobrecito!”, dijo mamá y colocó las velas sobre las repisas
que estaban en las esquinas de la sala y los dos cuartos. Puso otra
en la cocina. Oí que afuera Cachito gritaba algunas groserías, que
“esta noche se van a mear de miedo todos”. Al rato salía de su
casa con una tumbadora y empezaba a tocar algo de Pérezprado,
“¡mambo, qué rico el mambo!”, mientras los muchachos se
acercaban a él y lo acompañaban con su coro, “mambo, qué rico
el mambo…”. La voz de Cachito se suspendía y quedaba solo el
golpe de la tumba, mientras sus acompañantes hacían ruido con
las bocas, tun-tu-tu-tu, tutu-tun-uff, imaginándose a Pérezprado
con el micrófono agarrado de la mano, con su saco-blanco-largo
y su corbatín, de pie en el centro de la pista, evitando enredar los
pies en el cable del micrófono que se extendía por toda la sala. Las
manos golpeaban sobre latas y botellas y, entonces, el grupo se
convertía en una orquesta de verdad. “Qué clase de papás tendrá
Cachito que lo dejan hacer esas cosas”, me dije y me imaginé a
su papá echando sangre por la boca, muriéndose y luego bajando
a los infiernos por un camino lleno de mujeres desnudas y muy
blancas, luces-rojas-azules-amarillas, mientras resonaban en mi
cabeza estas palabras, “el camino que conduce a Dios es tortuoso
y difícil, mientras el camino del demonio está lleno de tentaciones
” —recordaba que había dicho una vez el padre Maldonado.
Todo esto evocaba mientras mi madre seguía rezando el rosario
y todos —menos papá— respondíamos a los misterios, todos los
hermanos recogidos en un cuarto. Cuando terminó de rezar, mamá
llamó a papá para que rezara el siguiente misterio pero él se
hizo el distraído. Era de los que hacían rezar y daban látigo cuando
no lo hacíamos, pero nunca rezaba solo ni rezaba con nosotros.
Siempre lo veía leyendo su periódico o escuchando el noticiero de
la radio. Si poníamos música se incomodaba (“bájenle el volumen
a ese aparato”, decía).
Esa noche me tocó leer los misterios que estaban escritos en
un cuaderno. Uno de los hermanos se durmió y mamá lo recostó
en sus piernas. No sé cuánto tiempo pasó en el cuarto, después de
haber rezado dos, tres, cuatro y cinco rosarios (bostezamos, no sé
si de hambre, de pereza o de sueño), más rosarios hasta cansarnos.
Yo decía las oraciones sin pensar, porque me acordaba de Cachito
(lo veía en el patio haciendo muecas y dándole a una guaracha con
la tumba, o no, era un bolero, “bájate de esa nube/ y ven aquí a
la realidad”), y me acordaba sobre todo de lo que esperamos toda
la noche con las velas-benditas-prendidas. La luz eléctrica funcionaba
pero esperábamos que se apagaran de un momento a otro:
pop-pop-pop, tendrían que hacer al reventarse los bombillos, antes
de caer en la santa y beatífica iluminación de los cirios comprados
esa tarde. “De un momento a otro se apagan”, decía mamá.
Cachito, afuera, no dejaba de cantar canciones de Pérezprado,
Bennymoré, Danielsantos y Panchito, dándole al cuero de la tumbadora,
solo, porque los demás muchachos se habían ido a sus casas
muertos de miedo. Cachito seguía allí, Cachito le daba-daba-daba
al cuero y cuando se ponía serio, cuando se puso serio dos veces,
gritó hacia mi casa: “No se asuste hermano. ¿Sabe cómo es? Mire
el Bristol (hablaba del almanaque Bristol), mírelo na más y sabrá
cómo es la movida, ¿entiende?, y mi mamá dijo que el Bristol no era
más importante que el padre Maldonado, que aunque ella lo tenía
y había buscado la fecha de los eclipses, allí no decía nada y eso
no importaba, porque lo que valía era la palabra de Dios. Cachito,
entonces, con el cuero entre las piernas, decía que el Bristol era la
última palabra, armando un alboroto que los vecinos, asomados a
la ventana, estaban a punto de mandar a callar, pero Cachito seguía
dándole a los cueros, elegante con su guayabera sin botones,
mostrando sus dientes blancos, como diciendo “el único que no
cree en ese cuento soy yo”.
Me acordé que un día en la escuela echaron a Cachito porque el
profesor dijo que daba mal ejemplo no yendo a misa, “su papá ha
estado en la cárcel varias veces, así que qué ejemplo se puede esperar
en donde no hay sino inmoralidades”, y Cachito, con sus libros
en la mano, se había ido de la clase.
“Usté como que no le para bolas a lo que hace”, me dijo mamá.
“Claro que le estoy parando bolas a lo que hago”, contesté y todos
me miraron con curiosidad. Mamá miraba los dedos que repasaban
las cuentas del rosario, tratando de ver si me saltaba algunas pepas,
“usté se hace el marrullero y no cuenta bien”, pero yo tapaba las
cuentas con los dedos y en verdad me saltaba tres y cuatro en cada
misterio. “Ay mamá, es que el miedo la hace pensar a usté que me
las salto”, y ella torcía la boca, como diciendo “en todo caso usté es
un marrullero” y los misterios, uno tras otro, daban por terminado
otro rosario.
Recordaba que, cuando lo del eclipse, había funcionado la luz eléctrica,
aunque todo el mundo esperaba que se apagara. Las velas se iban
acabando y todos corrían a comprar más y a hacerlas bendecir del
padre Maldonado, “de un momento a otro llegará la hora anunciada”.
Y así pasó toda la noche y la madrugada y el tal eclipse nunca llegó,
pero las velas se agotaron en las tiendas y los dueños, cuando uno iba
a despertarlos a las cinco de la mañana para que nos vendieran unas
más, se levantaban disgustados. “Qué eclipse ni qué diablos va a haber
váyanse a dormir todos que no hay velas que se jodió el negocio díganle
al cura que se tiró el negocio”, decían atropellando las palabras,
y yo pensaba “ojalá se le queme el negocio” y me iba a la casa. Me
imaginaba entonces a todas las tiendas envueltas en un incendio que,
de pronto, me resultaba maravilloso y excitante, tanto que, riéndome,
veía a las gentes que corrían y llamaban a los bomberos, aturdidos por
el crepitar de la madera, imaginaba que primero se volvía roja y luego
más roja y muchos vecinos corrían a auxiliar echando agua, pero el
incendio seguía subiendo por todas las tiendas del barrio, que yo imaginaba
reunidas en fila, muchos hombres entrando en ellas, “nosotros
le salvamos algunas cositas”, y luego corriendo a perderse cargados de
cosas rescatadas y luego robadas mientras los dueños, sentados al pie
de las ruinas, lloraban a mocotendido.
Al llegar a la puerta de mi casa, con la respiración acelerada,
sentía aún el calor del incendio y el ruido de las casas incendiadas.
Volvía la vista atrás y me sentía despertar de un sueño maligno y
perverso. “Ojalá se les queme de verdad un día de estos”, pensé.
Me quedé dormido y desperté al mediodía, cuando todo el mundo
hablaba de lo que habían hecho mientras esperaban el eclipse. El
padre Maldonado dijo que se había aplazado para otro día. “Dios
vio el arrepentimiento general de sus amados hijos…”, pero que
debíamos permanecer en estado de gracia.
Esa mañana se oyó la música de la cantina. Toda la tarde estuvo
sonando y muchos hombres y mujeres empezaron a salir borrachos
a las calles, cantando, celebrando porque el eclipse no había llegado.
Tres días después, todavía las tiendas seguían oliendo a cerveza
derramada y algunos borrachos caminaban zigzagueando, temblorosos,
con botellas en las manos. Otros se habían dormido en
plena calle. El padre Maldonado pasaba cerca de ellos, los miraba
asqueado y seguía con la vista bien alta, musitando una oración.
Los borrachos trataban de decirle algo ofensivo a su paso, pero él se
hacía el que no los oía. “¿Qué pasó con el eclipse? Lo esperé hasta el
último momento, padrecito”, se burlaban.
No fui a la escuela. Iban a declarar día cívico en acción de gracias,
pero fue imposible reunir a la gente, pues la mayor parte de
los hombres seguían borrachos. Cachito, muerto de la risa, recorría
las calles agitando el almanaque Bristol, mostrándoselo a todo el
mundo. “Vean, vean na más lo que decía: que no va a habé eclipse,
caballero, que no va a habé eclipse, caballero” y enseñaba el almanaque,
marcado con el nombre de su padre escrito en la portada
(Isidoro Rodríguez). “¡Qué iba a habé eclipse, caballero, qué iba a
habé eclipse, caballero, ¿eh?”, seguía cantando Cachito.
—Yo vi a muchos meados del susto —decía Cachito.
—Qué vas a ver nada, pajudo.
—¿Pajudo? Pajizo, jejejeje, caballero. Pa-ji-zo con pe.
Recordaba a Cachito: él haciendo gestos, mostrando sus dientes
blancos de negro carabalí, meneándose como si oyera una música
lejana, música de rumba, guaracha, mambo o danzón.
Empezó a darme sueño. Mamá dijo que todo el mundo estaba
yendo a la iglesia, que debíamos ir nosotros también. Cambió a los
muchachos y se paró en la puerta y dijo:
—Nos vamos a misa. Su papá se queda cuidando la casa.
“Nunca va a la iglesia”, pensé y traté de buscar un día, siquiera
un domingo en que papá hubiera dicho “me voy a la iglesia”. “Es
que no le queda tiempo”, explicó mamá. Me fui un poco detrás
de mi mamá y mis hermanos: en el vecindario todos se miraban
raro, se habían echado la culpa de lo que ocurriría a medianoche,
y ahora resultaba que no había pasado nada. “Están que se mueren
de vergüenza, ojalá pensaran en estas cosas antes de pecar”, decía
mamá, y nosotros no entendíamos por qué había música en los
radios. “¿No se acuerdan de la Semana Santa pasada? —preguntó—.
Mientras todas las emisoras ponían música clásica, de la que
debe ponerse por respeto, unas pocas, las de los ateos y masones,
ponían sus cumbias y guarachas para que los descreídos bailaran
y se emborracharan”.
Recordé la Semana Santa y los días en que no comimos carne en
la casa y se oyeron todos los sermones. En el barrio hicimos minga
para conseguir madera y clavos y hacer las estaciones de la Pasión
de Cristo y los altares, pero también recordaba, mientras iba caminando
hacia la iglesia detrás de mamá, que hacía dos días había
hecho marrullerías con la prima Aura, porque ella estuvo todo el
rato pidiéndome que se lo hiciera, “sé que ya sos un machito hecho
y derecho así que tenés que venirte conmigo ya mismo cuando todos
se vayan a la iglesia, decí cualquier cosa, que te duele la barriga
o algo así, seguíme que yo sé dónde nos escondemos”, y mientras lo
recordaba me dio pena, me puse colorado colorado como un camarón
recién cocido y sentí miedo: ella era mayor que yo y era, además, Semana
Santa. “Aquí”, dijo mi prima cuando llegamos a un cuarto en
donde mamá guardaba trastos viejos. Entonces me acercó a su cuerpo
y puso mi cabeza en sus senos, ya grandecitos, y me dijo: “Tocame
despacio como si acariciaras al gato, así, como si sobaras a Chita”,
que así se llamaba el tal gato, “sobame despacio, así”, y yo empecé
a sobarla con miedo, “así, así me gusta”, y luego, agarrándome de
la mano con su mano la llevó hasta sus muslos y dijo, “agarrame
fuerte aquí, subí y bajá la mano”; y yo sentí que el calor me subía por
el cuerpo, que me agarraba como si estuviera al lado de un fogón: vi
que Aura se levantaba las faldas y me agarraba todo el cuerpo y me
decía que la besara en todas partes, la sentía y cuando vi su cara tenía
la boca entreabierta y los ojos húmedos, como si llorara. “Sé que sos
un machito”, me decía, “un machito”, y me acariciaba mientras ya
yo me estaba arrechando de veras, se tiró al suelo y me dijo que me
bajara los pantalones despacio. Fue cuando oí un ruido que venía de
afuera y me sobresalté. “Viene alguien”, dije, y salí corriendo. Oí que
la prima Aura, desesperada, gritaba insultándome, “sos un marica,
no sos un macho, sos un marica cobarde”, y yo buscaba el ruido y no
encontraba a nadie, sentía entonces muchos ojos invisibles que me
miraban e imaginaba que me perseguían.
Después no la volví a ver. Un día regresó a mi casa y agaché la cabeza
al verla. Ya había cumplido veintiún años y le hicieron una fiesta.
“No es para menores”, me dijo cuando la miré. Y me dio rabia.
Ya en la iglesia dejé de acordarme de ella y del eclipse. El padre
Maldonado hablaba y hablaba y tres curas atendían a los que estaban
confesándose, la cola era inmensa, salía de la iglesia y ocupaba
dos cuadras. Desde lejos se olía el incienso que subía y lo envolvía
todo. Yo estaba estrenando pantalones largos y al arrodillarme puse
un pedazo de papel que había traído para no ensuciarlos, pensando
en el polvo del suelo. Mamá me mandó a confesar y yo, con el miedo
de no obedecerla, me fui a hacer cola.
Ella salió de la iglesia y yo, entonces, decidí salir a dar vueltas
por las calles. “Claro que me confesé”, le dije cuando me lo preguntó.
Y ella, muy seria, preguntó si había confesado todos los pecados.
“Todos, hasta los olvidados”. Me miró: “Está bien, cuidado con los
malos pensamientos que así daña la confesión”.
Papá apagó el radio y se metió al cuarto, encendiendo otro cigarrillo.
“Está preocupado”, pensé. La vecina volvió a pedir alguna
cosa y se quedó con mamá conversando en voz alta, como para
que las oyéramos, una conversación sobre las maldades del mundo,
“que figúrese usté lo malvado que se ha vuelto el mundo que
ya nadie respeta a nadie que ya no es como antes cuando los hijos
respetaban a los padres y la autoridad era una cosa muy seria solo
bastaba mirar y ya se obedecía cómo no va a haber razón entonces
para que pasen estas cosas que pasan hoy con tanta frecuencia” (y
luego volvía el largo e incesante discurso de mamá corroborando
lo dicho por la vecina y subían la voz, la subían adrede para que
oyéramos y hablaban del miedo del vecindario, de la espera de la
medianoche anterior).
Alguien llamó a la vecina y le dijo algo al oído. Ella no pudo
contener un grito, una desgarrada y feliz exclamación. “¡No puede
ser!”, y su voz se atrancó. “Uno de sus hijos perdidos acaba de llegar
”, explicó el muchacho que había traído la razón. “¡Qué de buenas!
Por lo menos le va a tocar al lado de uno de sus hijos”, dijo mamá
cuando se metió al cuarto con papá y se pusieron a hablar con la
puerta cerrada. Afuera, en las calles, el pánico crecía y muy pocas
personas andaban ya por las calles, todo el mundo parecía haberse
encerrado mientras yo oía o creía oír el murmullo de oraciones y de
llantos lejanos, y trataba de acordarme de la cara del hijo de la vecina,
el que acababa de llegar, pero no podía concentrarme. Yo estaba entonces
muy chiquito cuando él se fue. Solo recordaba que, al verme,
él siempre me levantaba cogiéndome de la cintura y me tiraba al aire
diciendo: “¿viste las estrellas?” y así una y otra vez hasta marearme.
“¡Ah! Vos como que sos medio flojo”, me decía al bajarme al suelo.
“Recójanse juiciosos en la sala”, dijo mamá y atizó el fuego de
una vasija en la que se quemaban montones de incienso. Me dio
un ataque de tos que no paró sino al rato. Mamá había retomado
la camándula y la sostenía fuerte, como si temiera perderla de sus
dedos, y miraba fijo hacia el sagradocorazóndejesús iluminado por
una veladora. “Rece mentalmente”, me dijo y yo movía los labios
haciéndome el que rezaba, mientras trataba de acordarme de la cara
del hijo de la vecina.
Fue haciéndose oscuro y ya no se veía a nadie por las calles; el
miedo iba creciendo y yo, que estaba haciendo quinto de escuela y
tenía diez años, miraba los cuadros de la casa y veía la cara de los
hermanos y sus cuerpos medio encorvados. Me imaginaba a mucha
gente pendiente de los relojes, midiendo el transcurso de los minutos,
esperando la medianoche.
Me senté en el sillón a repasar mentalmente nombres extraños,
episodios olvidados o en vía de olvidarse (viejos me parecían cuando
empezaban a olvidarse), rostros conocidos, la escuela sumergida
en un humerío desconcertante, ojos acechantes, títulos de los textos
con sus ilustraciones, días en que salía de la escuela y días en
que pereceaba todo el día, cumpleaños sin fiesta y la única fiesta
de cumpleaños con un ponqué partido por mamá y papá tomando
cerveza contento, una de las pocas veces que lo he visto contento, y
de repente me sentía otra vez en la tierra y quedaba un vacío en mi
cabeza, y sentía que mamá me miraba con desconfianza.
Oí a lo lejos una música suave y me acordé de Cachito, del ruido
de maracas y cueros, tocándome, casi tocándome la piel. No sé en qué
momento pasó, pero me empecé a dormir. Papá me levantó y llevó
hasta la cama, “con cuidado para que no se despierte”, decía mamá,
y allí, algo pesado pero que no dolía cayó sobre mí: una nube opaca
y la visión también opaca del cuarto, mis ojos entrecerrados y los recuerdos
que me habían asediado por la tarde, la prima Aura con su
falda levantada (bocaentreabierta, “sos un marica, sos un marica”),
Cachito dándole a la tumbadora, la cola de personas esperando la
confesión, todo borroso como un sueño en el sueño, como una visión
en la visión última de las cosas perdidas, otra vez la prima Aura
diciéndome “sos un marica” y papá leyendo el periódico y oyendo
el radio y las calles y el sol, sol-calles-viento-mareasubida y una
canción, seguramente “deja que suba la marea”, mientras papá salía
de casa y oía que se repetían las amonestaciones y veía al padre
Maldonado sentado en el confesionario, su cara envejecida y su
voz pausada, y lo veía subir al púlpito a hablar del fin del mundo y
me acordaba de cuando hice la primera comunión con él, el padre
Maldonado púlpito reclinatorio confesionario confusionario sermones
salmones colas de confesores colas de vendedoras rabos de
revendedoras, “que vengan los sábados para darles dulces estampas
y gaseosas” y luego “ustedes deben estar en gracia con Dios para
cuando llegue la hora del juicio final”, juicio final y el cuadro de los
ángeles del Señor anunciando con trompetas la llegada del Señor, y
el padre Astete, “que los misterios que vamos a contemplar son los
gozosos”, “hágase el gracioso durante el rezo y verá lo que le pasa,
mugrosos confiésense, ¿a quién habrán salido si en mi familia todos
han sido devotos?” y la correa del pantalón de papá se está desabrochando
y papá con cara de ira viene y dice que “si no le hace caso
a su mamá lo pelo ya mismo” y cómo diablos me va a pelar si no
pelándome (bueno pelándome es desnudándome pero pela es una
muenda con la correa) y mamá parada en la puerta diciendo todo
todo todo todo atropellado cuando en la cama casi desvanecido
des-va-ne-ci-do despertaba con la imagen fija del rosario en mis
manos entre mis dedos, y luego, ahora sí luego, todo un desorden
incomprensible, todo pesado como si viniera de un sitio remoto y
extraño, extrañado ahora al abrir los ojos.
—Deje de perecear y levántese que ya son las diez —dijo mamá,
tocándome el hombro. Al abrir los ojos pude ver la claridad que entraba
por una de las ventanas, apenas cubierta por una tela blanca.
Me estiré fuerte, agitándome debajo de las cobijas. “!Qué sueño!”,
alcancé a decir y mamá jaló las cobijas dejándome descubierto, en
calzoncillos.
—No vaya a preguntar nada, que si esta vez no pasó nada fue por
un milagro de Dios —dijo mamá.
Me acordé de la prima Aura y que tocaba deportes.
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