Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Kodak 120
Esta mañana del mundo
(Montevideo: Arca, 1968, 108 págs.)



      Vicente Cabranes pensó que a la semana siguiente llegaría el barco y todo quedaría arreglado. Miró el suelo y vio, con pesar, la vieja cámara de retratar hecha añicos: la había arrojado contra el piso de madera y, luego, ardido en rabia, la había pisado infantilmente, como se pisa un juguete cuyo mecanismo ha dejado de funcionar.
       Andrea Angulo, su mujer, lo vio sin atreverse a abrir la boca: muchas veces había asumido la misma actitud cuando se enfrentaba a las rabias de su marido y solo tenía una réplica silenciosa. “No sé por qué me dejé traer a este moridero”, pensaba. Y recordaba el día de agosto, cuando Vicente Cabranes le dijo: “Nos vamos a la costa del Pacífico” y ella había esperado que acabara la frase interrumpida, “porque aquí no hay nada qué hacer: un día de estos nos pegan un tiro y se acabó la fiesta”.
       Ella, recién casada, había aceptado sumisamente, pensando y convencida de que él era su marido, quien mandaba, quien podía disponer de su vida desde ese mismo instante. Tenía viva la imagen del pequeño barco, de la tempestad en Cabocorrientes y esa sensación prematura de mareo al subir y sentirse en medio de un balanceo débil pero permanente.
       —Ni modo de comprar otra máquina —dijo Vicente Cabranes, dado a la tarea de recoger del suelo los pedazos, algunos minúsculos, que él mismo había contemplado por espacio de media hora.
       Su mujer se atrevió a hablar por fin, “te he dicho que con esas rabias no se saca nada, pero nunca me haces caso”, pero su marido no volteó el rostro: seguía mudo, manoseando los trozos de plástico que mantenía en la mano.
       —Estas son cosas mías y no tuyas. Tus cosas están en la cocina. Tengo hambre y ya va siendo mediodía —dijo en un tono grave, mientras acababa de recoger los pedazos de plástico y metal de su máquina de fotos. Andrea recordó que la última vez, al hablar, él había terminado la conversación diciéndole, una vez más, “no eres capaz ni de parir un hijo”. Esta frase, repetida muchas veces, la enfriaba y sentía que ahí acababa toda conversación, que ya estaba desarmada frente a él.
       Sentado en la mecedora, mirando hacia la bahía despejada y desierta, Vicente Cabranes recordó el día en que llegó el barco americano. Trató de acordarse de la cara de Míster Charles, cuando, en un mal español, le dio la máquina en pago de diez días de alimentación. “Míster Charles”, pareció balbucir, distraído ahora en el juego de sus dedos tratando de acomodar el hilo desprendido de uno de los bordes de su camisa de algodón amarillo. “Ya está lista la comida”, gritó la mujer desde la cocina y él se demoró unos minutos más, fumando en su pipa, obstinado en una idea que, luego, horas más tarde, sería algo incisivo en su cabeza: la llegada del próximo barco a Bahía Solano. Ya la espera se estaba prolongando y dos meses eran un tiempo muy largo como para que toda la población dejara de pensar que, al marchar las cosas tan mal, se trataba de una nueva calamidad. “Es castigo divino”, se llegó a decir. Vicente Cabranes, por su parte, no abrió la boca para comentar la demora del barco. Sin embargo, por las mañanas de todos los días, lo primero que hacía al levantarse era ir al patio de la casa y mirar hacia la bahía, utilizando una mano de visera. “Nada”, decía. “No se ve nada”. Muchas veces la visión de un punto blanco en la distancia o la apariencia de visión de un hilo de humo, hacía pensar en la llegada del vapor esperado en los dos últimos meses. Alguien, detenido con la vista hacia la bahía, era motivo suficiente para producir esa especie de manifestación expectante. Entonces, cientos de ojos se detenían en ese punto blanco o en la apariencia de visión del hilo de humo que, al final, resultaba ser una gaviota o el agua del mar levantada al estrellarse contra los acantilados.
       Vicente Cabranes recordaba las manifestaciones, también silenciosas y expectantes, que empezaban a formarse cuando, en una esquina, una voz gritaba: “Un platillo volador” y todos esperaban que del cielo bajase, envuelto en no se sabe qué misterio espacial, un ser extraño, de colores jamás imaginados, con antenas y radares en su cabeza: de esta espera él ya se había cansado. También había pasado noches enteras asomado a la ventana, siguiendo una luz en el espacio, hasta que en su fugacidad acababa por convertirse en visión demente de muchas luces y cuerpos misteriosos. Cuando se agotó esta fantasía, Vicente Cabranes fue uno de los pocos escépticos del caso, “¿quién dijo que en Marte había vida?”. “¡Esos son cuentos de los periódicos!”.
       —¿Y ahora qué me pongo a hacer? —le dijo a su mujer, que miraba con cierto pesar los restos de la Kodak sobre la mesa. La noche anterior había soñado que, movidos por una mano invisible, los pedazos se disponían, bailando en el aire, siguiendo esa música que solo había oído en una vieja película de aventuras filmada en Bagdad. Y que luego, ya dispuestos en orden, conformaban el cuerpo de su máquina: después era la entrega del aparato en una ceremonia solemne, por gentes desconocidas, una ceremonia cuyo rigor y protocolo jamás había imaginado. “Esperar a que llegue el maldito barco”, dijo ella. “Pero si llevamos dos meses y medio esperándolo: ya no hay nada que comer y a la gente le da pereza ir a pescar todos los días”, respondió él. Dijo que tenía los rollos amontonados y que pronto vendrían los cholos, “precisamente cuando quieren retratarse”.
       —¿Hace cuánto no vas a misa? —preguntó la mujer.
       Y él, entonces enfurecido, creyó que la pregunta era una recriminación, “ya sé lo que andan diciendo”, y mirándola agregó que no le importaban las habladurías, “no me meto en una iglesia ni porque venga el Espíritu Santo ni mi difunto padre Celestino Cabranes: no se lo creería porque él siempre fue un liberal de tiempo completo, de los que se fajaron al lado del general Uribe Uribe”.
       La mujer se paró de la mesa, llevándose los trastos desocupados. Vicente Cabranes se quedó sentado, fumando. Trató de rehacer el rostro de Míster Charles cuando salió de su yate, calafateado en Bahía: agitaban las manos y algunas voces trataban de reproducir el saludo del gringo al partir, “gudbay”, riéndose desde la borda del yate.
       El sol llegó hasta la puerta y se fue apoderando de los espacios semioscuros de los dos cuartos, de las cosas también quietas —instaladas sobre la mesa—, de los cuadros, una reproducción de una antigua estampa romántica: ella asomada a la ventana envuelta en tules, él abajo, al pie de su caballo, vestido de satín, cantando un aria, cuadros que en la pared habían envejecido hasta dar la impresión de estar desvaneciéndose, comidos por el tiempo. El sol llenó todos los espacios y penetró la piel de los transeúntes, produciendo una especie de escozor inquietante.
       Vicente Cabranes sintió un poco de remordimiento: dos meses y medio antes de este instante, mientras accionaba en el mecanismo de su Kodak, trabada por el salitre, había llegado a los excesos de la desesperación. Media hora de insistencia le pareció demasiado: fue cuando decidió tirar la máquina contra el suelo y pisotearla hasta convertirla en fragmentos inservibles. El resto de la tarde, ocupado en pensamientos más dramáticos, “¿y si el barco no viniera más en muchos meses?”, vio pasar infinidad de imágenes brumosas, visiones desgarradas arrebatadas a una memoria febril. Sintió un calor excesivo y no solo fue el calor de un sol aturdidor sino una fiebre honda e inexplicable.
       Andrea Angulo le hizo abrir la boca y dejó, entre sus paladares, el termómetro. Lo llevó luego a sus axilas. “Estás con fiebre de cuarenta ”, le dijo. “Fiebre de cuarenta”, repitió ella. “Eso no es nada; en este infierno cuarenta no es fiebre sino calentura, mujer”.
       Ella lo dejó ahí sentado, y calculó que en una o dos horas empezaría a oir sus ronquidos: cuando ello sucedía iba al cuarto y traía una manta: la echaba sobre el cuerpo de su marido. Pero esa tarde vio llegar la oscuridad y, sigilosa, dando pasos apenas asentados en el suelo, contempló los ojos abiertos de su marido, casi inmóvil, extendido en la mecedora de mimbre, balanceándose con el peso de su cuerpo. “¿En qué andas?”, preguntó él, cuando el viento afuera soplaba con más fuerza y la marea subía y Andrea Angulo veía que el hombre, despierto, con los ojos brillantes, seguía balanceándose en su mecedora. Lo vio llorar silenciosamente.
       —¿No piensas dormir?
       —Eso no te importa —respondió él.
       Y entonces Andrea pensó que su marido había vuelto a tener desvaríos, los mismos de antes, una semana después de su aborto. Y recordó, textualmente, otra de sus frases de reproche: “¡Van tres y nada! Las perras lo hacen mejor: dan hijos por montones”.
       Vicente Cabranes, enmudecido, entró en un sueño largo y pesado, transcurrido en esa vigilia obstinada: vio llegar un barco gigantesco, como uno de esos que alguna vez había visto atracando en Buenaventura. Vio bajar la marinería bulliciosa, llevando máquinas de retratar nuevas, marcas extrañas con flashes relampagueantes que asustaban a los espectadores, entre maravillados y absortos. Los restos de su Kodak eran metidos en una urna y dejados allí como reliquias, reemplazando el sueño muerto de un mecanismo por la nueva máquina y, feliz, riéndose infantilmente. Luego, vio salir el barco y se contempló en la playa balbuceando palabras en inglés, palabras de agradecimiento por el regalo que sostenía en sus dos manos. La última imagen se quedó un rato suspendida: después no tuvo conciencia sino de la madrugada, cuando la lluvia, extendida horizontalmente sobre la bahía, le mojó el rostro.
       Al abrir los ojos, sintió su propia respiración: era también la de Andrea que dormía a su lado, sentada a sus pies, sobre el suelo de madera humedecida.
       —Ni sombra del barco —comentó Andrea, dos semanas después de la noche de la tormenta. Su marido había tomado todas las películas 120, las había amontonado en el patio y les había prendido fuego.
       —Si uno se va a joder, que se joda del todo —fue lo único que alcanzó a decir: sus ojos se estaban poniendo brillantes y húmedos. Su mujer no podía calcular exactamente cuántas horas del sueño eran quitadas cada día por su marido quien, tercamente, decidió trasladar su cama a la pequeña sala, desde donde podía ver el momento en que el humo o el blanco de un barco en la distancia lo hiciera salir de esa espera sin tregua. “Te estás matando vivo”, le dijo un día. “Bueno, y si fuera así, ¿qué perderías?”.
       —Dices eso por una maldita máquina que ni fotos sacaba. ¿Te acuerdas las que sacaste de Francisco Rivera cuando se casó? ¡No se veía ni el velo blanco de su mujer! Hasta Míster Brown se rió de esas cuando las vieron en la Misión. Deberías buscar un empleo: en la Misión misma te lo podrían dar: ellos pagan bien y tendrías chance de ir a Panamá en sus helicópteros.
       En mucho tiempo, Andrea no había hablado con su marido de tal forma. “Si un día de estos amanezco muerto será por tu culpa”.
       Después de oírlo, se limitó a evocar las horas suspendidas en largas noches de vigilia, ni siquiera alumbradas por la lámpara de querosén que su marido había destruido para hacer más pesada la obstinación de su soledad. “¡Y todo por una cámara de mierda!”, le gritó ella un día.
       Afuera se oía un rumor apenas suave, extraño al eco aturdidor de las palabras de su marido. Trataba de imaginarlo en sus sueños: creía verlo esperando un barco en la playa, con ese gesto cansado y afiebrado que parecía haberse petrificado en su rostro: una mano improvisando una visera, los ojos como arrugados, la cara echada hacia adelante. Se imaginaba su inmovilidad en la sala, dando la vista hacia la bahía que de noche era una inconmensurable bóveda negra, apenas iluminada por las intermitencias de luz de las boyas y los faros distantes. Lo imaginaba en incoherentes monólogos o en arranques improvisados de furia, luchando solo contra enemigos imaginarios o contra objetos inexistentes. Lo sentía salir a medianoche, llegar al patio, caminar débilmente y, en la cerrada oscuridad, mirar hacia la bahía en busca de un punto blanco o la silueta del barco esperado. Otra noche lo oyó en un soliloquio que se fue haciendo rápido y desesperado, acompañado de gesticulaciones grotescas: pretendía reconstruir una discusión sobre la inutilidad de seguir esperando platillos voladores y marcianos. Se dio cuenta, al recordarlo, que él mismo la había llevado en un lenguaje común, a la creencia en seres pequeños y deformes: entonces él creía en la posibilidad de sus apariciones: empezaban a ser algo más real que fantasmas de una imaginación infantil. Las narraciones de su marido venían acompañadas de un tono triste, melancólico, muchas veces exasperado. También las narraciones estaban intercaladas con el recuerdo de otras hazañas, las de su padre Celestino Cabranes, en la Guerra de los Mil Días.
       En las mañanas veía sus ojos: parecían más brotados y enrojecidos: un aire de extravío, adquirían el aspecto de maldad que ella solo había podido hallar en sus fantasías alrededor del cielo y de la tierra, del infierno y del paraíso, alimentadas por las leyendas que había oído narrar, incluso en esa especie de liturgia que traían consigo las primeras clases de catequesis, los sermones oídos todos los domingos y toda aquella literatura imprescindible en la vida de entonces. Un día cualquiera, esa sensación de compasión amorosa que le produjo su marido al entrar en el mutismo o en el soliloquio febril de sus insomnios, se transformó en pánico, bastaba ver el rostro o imaginarlo andando en la oscuridad, escrutando la bahía, para sentir el temblor que se extendía por todo su cuerpo, temblor que ella tenía que soportar callada, con la conciencia de estar asistiendo a una incomprensible transmutación física de Vicente Cabranes.
       —¿Qué hiciste con los restos de la cámara?
       —Están en el armario: si los quieres te los traigo —dijo ella.
       —No, solo quería saber dónde estaban. Y tú, deja de mirarme como si me hubiera salido payaso en la nariz.
       —Dicen que la próxima semana viene un barco del norte —dijo ella.
       —¡Y a mí qué me importa un barco del norte si lo quiero del sur! —gritó él.
       —Creo que me estoy volviendo loca, Vicente.
       —¿Loca? —y se quedó pensando en una palabra que parecía desconocer hasta entonces: se le antojaba lejana, como el recuerdo de los platillos voladores.
       Cuando Andrea despertó miró hacia la pared empapelada, buscando las últimas hojas del almanaque (un niño jugando con un perro lanudo blanco, y en medio una gran pelota plástica de colores triangulares encendidos), un almanaque que había colgado en la pared el primero de enero, aturdida aún por el peso de una borrachera que parecía no acabar jamás: halló la pared vacía: solo alcanzó a leer los titulares (ya amarillentos) del periódico cuya fecha se había borrado a las pocas semanas de haber sido pegados con un engrudo que al secarse creó porosidades rugosas sobre el papel. “¿Fuiste tú quien quitó el almanaque de la pared?”, preguntó ella a su marido, distraído en el juego de juntar pedazos de una gran foto que había despedazado esa mañana. “¿Quién más iba a ser?”, y no quitó la vista del suelo, en donde iba conformándose el rostro de un hombre rubio. “¿Qué animal te ha picado que primero te encierras y no sales aunque te tumben la puerta? Luego hablas solo toda la noche o sales con esas noches sin luna a mirar hacia la bahía, y ahora no sé pero veo que es una pendejada quitar el único almanaque que nos quedaba”, y la voz de la mujer se apagaba, se iba debilitando, “no sé qué nos quedamos haciendo como idiotas”.
       —¡Ya está! —gritó Vicente Cabranes.
       —¿Qué es eso, Vicente?
       —¡Mira! Es la foto de Míster Charles cuando se fue: se la tomé yo mismo en la playa: está un poco oscura pero se alcanza a ver el barco, aquí, mira aquí —y señaló con un dedo—: he estado toda la mañana tratando de hacerlo.
       —¡Pero si tú mismo la habías roto dizque porque no servía!
       —¿Y es que uno no se puede arrepentir de lo que dice o qué?
       Salió de la casa mirando la foto, como si detrás de aquella impresión estuviese el fondo de un descubrimiento milagroso. Luego, callada, Andrea lo vio caminar hacia la playa, absorto en su contemplación, tropezándose con algunos troncos del suelo: metió la foto entre su camisa e hizo con las manos un gesto de agrado. Aquella tarde, la mujer estuvo en el corredor de la casa de madera viendo a su marido, hasta que se hizo de noche y su figura encorvada, casi a punto de deshacerse, se transformó en un punto blanco e informe en medio de la cerrada oscuridad de noviembre. “Va a llover”, pensó ella. Luego, varios truenos y un relampagueo hicieron que Vicente Cabranes mirara hacia el cielo y regresara a la casa, ya húmedas sus ropas. “Es una tormenta”, dijo la mujer. “Si viene el barco se va a hundir con este tiempo”, agregó él. “No va a venir barco: anoche dizque vieron la luz de uno que pasó de largo hacia Panamá”.
       No pudo darle la cara a Vicente Cabranes. “No puede ser: ningún barco pasa de largo”, dijo él. “¿Y si pasó esta vez?”.
       Ahora trató de mirar sus ojos afiebrados. “No puede haber pasado de largo, te dije”.
       Ese día, ante la extrañeza de la mujer, Vicente Cabranes se acostó a las dos y media de la madrugada: fue la hora que vio ella al mirar el reloj despertador. En tres meses largos fue la primera vez que durmió a su lado: trató en vano de enlazar sus piernas a las de él. Una vez dormido empezó a removerse en la cama, como si estuviese viviendo pesadillas horrorosas, arrastrado por fantasmas que lo hacían estremecerse y emitir balbuceos ininteligibles. “Viene el barco”, pudo entender Andrea, en medio de tanta palabrería confusa, pronunciada por momentos con un candoroso fervor.
       No pudo dormir en toda la noche: cuando se hizo de madrugada, salió al corredor. Había acabado la tormenta y quedaba en el ambiente una débil llovizna y un viento frío que le hizo erizar la piel. Al volver al cuarto, Vicente Cabranes estaba sentado en la cama, desnudo, viendo las paredes como si fuese esa la primera vez, el momento de su primer reconocimiento: buscaba en ellas (los dedos repasaban la superficie con lentitud enfermiza) signos innominados, secretas figuras, señales que se habían perdido en su último sueño. Detenía los dedos en la rugosidad de la madera y sus ojos, fijos en ella, se brotaban intensos. Andrea lo vio en esa actitud y volvió a sentirse sola en medio del presentimiento y el pánico. “Tómate este café”, le dijo. Él lo bebió, mirando con los ojos llenos de humedad al rostro de su mujer.
       —Hoy viene un barco, alístame la ropa que voy a recibirlo.
       —Está bien, pero apenas son las cinco y media de la madrugada.
       —Alístame la ropa que a las siete menos cinco llega a Bahía.
       Andrea Angulo buscó en el baúl, haciendo una diligencia que creía absurda e inútil, objeto de uno de los tantos caprichos de su marido: nunca quiso decirle, pero lo pensó más de una vez: “Se está volviendo loco”. Porque, además, era lo que empezaba a decirse en Bahía. Luego, la claridad se hizo mayor: todo se fue limpiando. Alistado, en el marco de la puerta, Vicente Cabranes se había vestido con el pantalón blanco de lino que había heredado de su padre. “Él sólo se lo ponía en los días solemnes”. Y al explicarlo recordó que con ese mismo pantalón y una chaqueta perdida, su padre había estado por primera vez en la capital. “Fue cuando les dijeron que fueran a Bogotá para darles la jubilación”. Los últimos días de su padre no habían sido fáciles, recordaba. La pulmonía lo había estado acabando: un día dejó de respirar, después de haber dicho que por todos los santos no le trajeran esos embelecos de curas, ni esas vagabunderías de extremaunciones.
       —Faltan quince minutos —dijo a su mujer. Ella, detrás, miraba la espalda de su marido y el espacio sin cabellos de la parte posterior de su cabeza. Le pareció irreconocible: quedaba flotando todavía la escena de la noche anterior, de toda esa interminable madrugada. Él agitándose en la cama, moviéndose en temblores jamás vistos. Ahora, la anunciación casi profética de su marido le resultaba objeto de un pensamiento más decidido: había acabado de enloquecerse. Se encerró en el cuarto: esa sequedad permanente de sus ojos se rompió y, cosa que no había ocurrido en muchos años, sintió que se le mojaban las mejillas y el rostro antecediendo al sollozo que se vino luego: largo, profundo, preparado remotamente en su vida.
       —¡Maldita sea! —dijo Vicente Cabranes.
       Andrea no oyó la exclamación, a pesar de su tono, pero le pareció ver a su marido, sollozando debajo del marco de la puerta, con el reloj despertador en la mano, mirando hacia la bahía desierta. “La enfermedad de su padre”, pensó ella. Recordó que Celestino Cabranes, en sus últimos días, entre la tisis y la soledad, no había parado de llorar.




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