Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
El lento olvido de tus sueños
Son de máquina
(Bogotá: Editorial Testimonio, 1967, 80 págs.)
En lo real como en tu propia casa
el secreto reside en olvidar los sueños.
Enrique Lihn
… entonces no había día en que no soñara, en que el sueño no fuera el acoso de gentes como fantasmas, de rostros asediándome,
de manos buscando agarrarse a mi cuerpo para estrangularlo en un
instante que no llegaba, milagrosamente, que no llegaba jamás. “Son
cuentos suyos”, decía mamá. Y no eran cuentos míos: eran mis sueños,
sueños que al día siguiente elaboraba y reelaboraba para poder
decir por las mañanas algo, para poder insistir (“volví a soñar con el
negro”), aunque siempre hallaba la misma respuesta (“son cuentos
suyos, déjese de historias, quién diablos se las estará metiendo en la
cabeza”), la respuesta desconsoladora de siempre.
Desconsoladora porque quería que me creyeran, porque alguna
vez tampoco me creyeron cuando fui a ver Sansón y Dalila y llegué
pasadas las nueve y media de la noche, “que usted ya anda por ahí
vagabundeando carajo que sí que me dijeron que lo habían visto saliendo
de una cantina”, era necesario que me creyeran, pues jamás
me habían creído. Cuando venía de la escuela y decía: “mire, mamá,
que vi a un hombre tragándose una culebra así de grande” (y estiraba
los brazos que alcanzaban a dar el tamaño de la culebra), tal
como lo había visto al pasar por la plaza, entonces mamá volvía a
repetirme: “tráguese su culebra, mocoso mentiroso”, y yo tenía que
irme al cuarto en donde estaba Alberto, el mayor de mis hermanos,
y tenía que contarle otra vez lo sucedido. El sí me paraba bolas, pero
sonreía y yo pensaba que se burlaba de mí, que jamás me había
tratado como gente seria. “Qué serio vas a ser —me decía— si tienes
solo doce años” y volvía a mirar la revista de mujeres desnudas que
se levantaba en las bodegas del muelle.
Jamás me quisieron creer y eso era lo que dolía, lo que después
de todo me iba dando rabia hasta que decidí no volver a abrir la
boca para nada, tragarme mis sueños, mis visiones, todas las cosas
que me iban sucediendo, un hombre tragándose una culebra,
metiéndosela por las narices, por las orejas, acariciándole los ojos,
enroscada en sus brazos, perdiéndose en su vientre y resurgiendo
en su espalda. Siempre recordaré a ese hombre; todo el mundo lo
recordará porque él siempre estaba en el centro de la placita con una
cantidad de gente viendo sus juegos con la culebra, oyendo sus palabras,
cuando después empezaba a vender el ungüento (“llévenlo
señoras y señores que este es el milagroso ungüentico contra todas
las dolencias y contiene un secreto que si no fuera secreto señoras y
señores como el secreto de esta culebra que se enrosca en mi cuello
ya se los habría dicho pero no importa el secreto lo que importa es
el milagroso ungüento que tengo sostenido aquí en mi mano contra
todo mordeduras rasguños quemaduras escaldaduras calenturas
travesuras de sus niños el gran remedio que ha curado a infinidad
de pacientes en infinidad de enfermedades y solo lo pueden llevar
por la suma módica que no hará menos ricos a los ricos ni más
pobres a los pobres pero sí más felices a pobres y ricos porque ya
ustedes han de saber que la enfermedad no mira esas cosas de los
abolengos llévenlo llévenlo ya mismo, señoras y señores…”) y todo
el mundo se quedaba entonces con la boca abierta y luego iban metiendo
la mano al bolsillo, tome, deme uno, oiga, deme dos, señor
quiero tres, metiendo la mano a los bolsillos mientras la culebra
seguía en la misma boca del hombre como jadeando y jugaba luego
por su cuerpo.
Recuerdo que un día, al despertarme, solo quedaba la imagen
de una mano que quería agarrarse de algo, y era mi mano, cuando
frente a mí se abría un abismo en el que tenía que arrojarme pues el
negro me perseguía, el negro me había perseguido con su linterna
durante muchas cuadras y yo sentía miedo, tenía pavor, pensaba
que me agarraría en un instante, sentía que el cuerpo se me ponía
blando, blando, blando, que las piernas me temblaban, que se me
ponían húmedas las piernas y bajaba la humedad hasta las rodillas,
que me mojaba, que en el vacío la lluvia era más recia, me lavaba y,
ya precipitado en ese vacío, el grito se hacía más largo. Al despertar
—recuerdo— estaba realmente mojado. Al llevar la mano al pantalón
del pijama me di cuenta de lo mojado que estaba, me había
orinado, sí, me había orinado en los pantalones, seguramente por
el miedo al negro que en sueños me había perseguido; el rostro de
un negro que jamás olvidaré porque siempre era el mismo rostro en
cada sueño.
Recuerdo que la primera vez, al soñar con él, yo iba hacia la casa
y ya estaba doblando la esquina para coger Pueblo Nuevo (¡qué nuevo
ni qué pueblo!), con harta lluvia, cuando sentí una linterna en la
cara: ahí mismo se me heló la sangre, se me enfrió el cuerpo y me
dieron ganas de orinar (no sé por qué siempre que tengo sustos me
dan ganas de orinar; mis amigos dicen que es el puro culillo). Me
quedé parado y mudo. Detrás de mí quedaba un silencio de miedo.
Miré al negro y vi que estaba con una capa brillante que dejaba
escurrir el agua a montones y su cara relucía brillante y grasosa.
Sus ojos se veían blancos, a veces amarillos, dos pepas enormes,
blancas-amarillas. Cuando habló (“hola muchacho, ¿qué son estas
horas de andar en la calle?”), yo sentí que la piel se me encogió, que
el cuerpo todo se me iba poniendo pequeño. El primer impulso, la
primera ocurrencia, fue correr. Corrí: todo el sueño fue-un-estarcorriendo
sintiendo que el negro venía detrás de mí, que la luz de
su linterna estaba a mis espaldas y el chorro de luz traspasaba mis
hombros y se proyectaba más allá marcando el camino que debía
seguir. Sentía perder las fuerzas. Esa noche, a punto ya de caer en
las manos del negro, y él de caerme encima con su cuerpote y sus
botas de gigante y su capa brillante y mojada, desperté.
Estaba asustado. Me quedé sentado en la cama, restregándome
los ojos, encogido, tratando de saber si estaba o no estaba despierto.
Vi a mamá que entraba al cuarto y me decía: “¿Qué le pasa ahora?
No me diga que soñó con el duende”. (Ella había cogido la costumbre
de burlarse de mis sueños y eso también me molestaba).
Yo le dije que había soñado con un negro que me perseguía. Ella
dijo que, seguramente, me había perseguido de veras cuando venía
de la escuela, que recordara lo dicho por papá. Recordé lo que él
había dicho cuando llegamos al puerto, yo apenas con ocho años.
“No se meta con esos negros”, dijo. “Ande con cuidado, sepa con
quién juega”. En esos días entré a la escuela. Las palabras de papá
me seguían sonando. El primer día de clases pensaba que papá tenía
razón, que no debía mezclarme con “esos negros”, como decía
él. Pero no pude obedecerle: en la escuela casi todos eran negros.
También me daba miedo desobedecerlo, así que hice solo el recreo y
escogí en la clase una banca, sentado al lado del único mulatico que
tenía fama de pendejo. “Mariquita”, le decían. “Vean un blanquito
al lado de Mariquita”, dijo ese día un muchacho, señalándome. Todos
los demás rieron. “Un blanquito, véanlo”, decía. “Bien flojo que
debe ser, o seguro muy amigo de Mariquita”. Todos se echaron a
reír. En el recreo estuve con rabia. Pensé que papá tenía razón, que
no debía mezclarme con ellos, que eran verdaderamente malos.
Ese primer sueño fue algo muy pero muy desagradable. Pero lo
más feo fue cuando se repitió. Volví a casa después del primer día de
clases y papá estaba sentado, viendo su periódico, echándole viento
a la barriga descubierta, espantando moscas, las malditas moscas
que se metían en todas partes, hasta en las comidas: una quería
acomodarse en su nariz y hacer allí, con seguridad, sus porquerías.
Papá las espantó. Apenas se calmó le dije lo que me había pasado.
Le dio furia, tiró el periódico al suelo y me dijo: “Vea pendejo, el día
que le hagan algo me lo cuenta, entonces yo ahí mismo lo zurro por
pendejo”. (Estaba tan disgustado que se paró de la silla y prendió
un cigarrillo y se metió a su cuarto). Yo también me metí al mío. No
quería que viéndome se irritara más y empezara a tirarlo todo por
el suelo. “Vean un blanquito”, me habían repetido y lo que me hacía
poner rojo eran esas risas de burla y todos esos dedos negros con
uñas amarillas señalándome mientras el maestro parecía no oírlos:
más bien hasta se sonreía muy socarronamente.
La segunda vez del sueño, decía, tuve que tratar de recordarla:
solo sabía al día siguiente que había vuelto a aparecer la misma cara
del negro con la misma capa y la linterna esta vez enceguecedora.
No dije nada. Me desperté asustado y comí sin ganas. “Cuando llegue
a la escuela se van a dar cuenta del miedo que tengo”, pensé.
“¿Qué le pasa que no come?”, preguntó mamá. “Nada, ¿qué me va a
pasar?”, dije. Nerviosamente. “¡Jum! Algo debe pasarle. Usted con
lo tragón que es…”, dijo ella. Y no respondí nada. Prefería tragarme
las cosas del sueño así como me tragaba los pedazos de pan.
—¿Qué hubo que no peleas? —dijo el muchacho.
—No voy a pelear —le dije. Los demás hacían barra gritando.
—Pues si no peleas eres un marica —dijo el muchacho que estaba
cuadrado con pose de boxeador, los puños apretados, un brazo
cubriendo la cara y el otro el estómago, bien matón él.
—Que no voy a pelear —le repetí.
—Pues voy a tener que fajarte ya mismo —dijo y me tiró un puño
en el ojo. Yo sentí que se me iba la luz, que, como en las películas
de vaqueros, también veía estrellas con el primer puñetazo.
El cuerpo se me puso caliente, tan caliente que parecía estar
incendiándose por todas partes. Oía a los demás muchachos que
gritaban diciendo: “¡Pelea, pelea, no seas marica!” y yo entonces
sentí que algo me empujaba por dentro, ví al muchacho que estaba
sudando y riéndose de mí y tiré, sin que lo esperara, un puño en
la cara y una patada en el estómago. Oí que alguien decía después:
“Lo privaste, qué bruto, lo privaste”, y verdaderamente el muchacho
se estaba encogiendo, llevándose las manos al estómago. “Lo privé
de verdad”, pensé. El muchacho estaba ahí, quieto, antes de que los
demás lo cogieran y empezaran a echarle aire, a levantarle los brazos
como cuando en los partidos de fútbol privan a alguien de una
patada. Estaba pálido. Me dio susto y luego lástima. Era la primera
vez que veía la cara de un negro poniéndose pálida. “Ganaste, ganaste,
lo dejaste privado”, decían los demás. Al sonar la campana —se
había terminado el recreo—, el rector del colegio me llamó aparte, a
su oficina (¡qué oficina ni qué oficina!). “Sepa —dijo— que aquí no
se aguantan camorras, de nadie” (y me quedé en silencio pero luego
me fue entrando la calentura de hablar). “Fue él quien buscó”, dije.
“Silencio”, dijo el maestro. “Pero…”, traté de decir. “Venga mañana
con su padre o acudiente o si no pierde el tiempo presentándose solo
”, dijo, señalándome la puerta de salida.
Al llegar a la casa fue el lío: tenía que decirle a papá que me había
fajado con uno, que era negro y que lo había privado. “Vaya y se
toma una kola”, dijo. “Mañana voy a ver qué pasó”, me dijo al salir.
Oí que le decía a mamá: “Voy a ver cómo fue la vaina: si el negro le
pegó, por mi madre santa que lo muelo a garrote por dejarse joder
de esos mugrosos”. Mamá se quedó callada, como siempre. Pensé
que al día siguiente todos me iban a preguntar que cómo había sido
y que, seguramente, empezarían a respetarme.
Papá, abanicándose con el periódico, me miraba, serio él, mientras
yo trataba de concentrarme en el momento de mi pelea y de
reproducir la voz de los muchachos que me rodearon y felicitaron.
Ahí sentado recordaba que papá, cuando el maestro le contó lo de
mi fajada, me había dicho: “Esta vez se salvó; el maestro me contó
todo, no se olvide de lo que siempre le he dicho: no se deje de ningún
negro”. Luego, sonriendo para sí, me había mandado a estudiar.
Yo pensaba siempre en las cosas que papá me decía, sobre todo las
que repetía al comienzo, en los primeros días de nuestra llegada al
puerto. También me acordaba de las cajas de cartón en que venían
envueltas nuestras cosas, del pito del primer tren y del sudor de la
gente por todas partes, de los brazos desnudos y de los niños que
andaban con sus barrigas como infladas, también desnudos, sentados
o parados en las puertas de las casas de madera. Me gustaba
comprar helados, los mordía. “¿Cómo es que muerdes los helados?
¿No se te destemplan los dientes?”, me preguntaban, pero yo decía
que así era como me gustaba comerlos. “Mira a ese hombre”, les
dije a todos: era un payaso montado en unos zancos gigantescos,
anunciando la llegada de un circo.
Pensaba que mamá pensaba muchas veces cosas que no se atrevía
a decir por miedo a papá. Me fastidiaba que dijera sí o no para
todo. Solo se limitaba a hacer observaciones (“creo que va a llover”)
o a cuidarnos (“lleva la camisa salida por detrás”) o a recomendar a
papá (“no olvide traer lo que falta en la despensa”), recomendaciones
que papá solía recibir en silencio o con sus respuestas generalmente
secas (“ya sé”) que mamá aceptaba sumisamente. No hubo día en que
papá no insistiera en lo de los negros (“juntos pero no revueltos
”) y su insistencia era una cantaleta de toda hora, del regreso a casa, del
antes-de-acostarse, del-antes-de-levantarse, del-irse, del-venirse,
del-quedarse, su cantaleta de siempre, yo viendo cómo los muchachos
de la escuela querían acercarse a mí y ser mis amigos, no sabía
qué hacer. En una ocasión —hacía mucho sol y después de la clase
todos queríamos mandar al diablo las camisas— me invitaron a
jugar: debíamos irnos sin permiso, llegar en grupo a la cancha de
arena que dejaba ver pozos de agua salada, desnudarnos y empezar
el partido de fútbol. Me dio miedo, entonces. Tenía siempre la certeza
de que papá estallaría de un momento a otro, temía sus frases,
sus insistencias, sus recomendaciones, sus palabras que eran como
frenos puestos en mis manos y pies.
Yo sería el único blanco entre ellos y me daba miedo que me cogieran
todos y me dieran garrote por venganza. Iniciaron la pedida
del juego. Wilfrido, el muchacho al que había privado en la pelea,
insistió en que jugara en su equipo. “Puedes ser portero”, dijo. “Eres
el más largo”. Todos insistieron. “¿Qué pensarán hacer?”, reflexioné.
“Vamos”, dije y agarré el balón, pasándoselo luego para que me
entrenaran con tiritos de corta distancia. Diez minutos después
todos estábamos en el centro de la cancha: empezaron a desnudarse,
a mirarse como diciendo: “¿Qué hubo que no te desnudas, eh?”,
mientras yo empezaba a desabrocharme la camisa. “Desnúdate
rápido que aquí siempre se juega sin ropa”, dijo Wilfrido. Me dio
pena. Me imaginaba desnudo ante los demás, con mi cuerpo pálido
y las manchas que me había dejado la viruela. Pero tuve que hacerlo.
Ellos se rieron cuando me vieron sin pantalones. “Cabrones, se
están riendo de mí”. Claro, se reían del color. “Bueno, colócate allá
en la portería”, dijo Wil, que parecía el jefe. “La tiene torcida”, dijo
riéndose uno de los muchachos, señalándome. Me reí, nerviosamente,
pero con rabia, y me tapé con las manos. “La tendrá torcida
tu padre”, dije a uno que seguía riéndose. Jugamos toda la tarde,
hasta que se vino la lluvia y la marea empezó a subir y a inundar
el campo de juego, a penetrar por los manglares cercanos. Soplaba
una brisa húmeda.
Mi equipo ganó el partido. Wilfrido vino a mi arco y me dijo,
con palmaditas: “Tapaste bien, parecías un Chonto Gaviria”. “Jugaste
bien”, dijeron los otros. “Consigue el uniforme y te metemos
al equipo”, propuso Wilfrido.
Al regreso, entrada la noche, Wilfrido dijo: “Cuidado con chivatear
”. Los demás prometieron no hacerlo, “qué chivatos ni qué
nada”, y yo, aparte, le dije: “Tranquilo: palito en boca”. Llegando
a la casa volvió a darme miedo, que si me coge mi papá y me da
una cueriza, que si se da cuenta que estuve jugando con los negros
y entonces saca su correa o coge el primer palo que encuentre y
me mata, que si alguien me chivatea y, “¿dónde estuvo?”, y mis
respuestas, cuando imaginaba que no podría mentir, que cualquier
mentira sería peor, que sería descubierto. Papá estaría, ya no sentado
en su silla con el periódico, sino de pie, mirándome, con el
pelo en la frente y la cara arrugada. “¿Y con quién mugres fue?”,
pensaba viéndolo frente a mí. “A ver, ¿dónde estuvo?”, preguntó
cuando llegué y dije que venía de jugar fútbol. “Con los de la escuela
”, dije. “Claro, con esos jediondos”, dijo. No podía hablar: sabía
que si abría la boca sería peor, estallaría inmediatamente. “Pues va
a saber lo que es obedecer”, dijo amenazándome. Vi que su mano
se dirigía al cinturón, que sus dedos accionaban sin poder dar
con el broche, que se atropellaba buscando la manera de desatar la
correa, que luego, al lograrlo, se escurría por entre los pasadores,
haciendo un ruido raro y que —finalmente—, ya libre del pantalón,
papá enroscaba una punta en su mano y la correa se agitaba
en el aire.
Cerré los ojos. Todavía seguía, como suspendida, una escena del
partido, cuando había tapado un penalti. No recuerdo sino la impresión
física de su primer fustazo y su voz cuando repetía (“para que
siga andando con esos negros jediondos”) y la presencia de mamá
en la puerta, con unos platos en la mano. “Déjelo ya, eso basta”, gritaba
mamá. “Que lo va a deshollejar”, siguió gritando. “¿No ve que
ese muchacho va a echar sangre?”. Y yo contenía el llanto, no quería
llorar aunque me matara, aunque empezara a echar sangre por todas
partes y todo el sueño y el cuarto y la casa y la calle y la ciudad se
inundaran con mi sangre. “No lloraría”, me decía, “no llores”, me
repetía, “no llores no puedes llorar los que lloran son los maricones
y no los hombrecitos que han tapado un penalti y privado a alguien
de una patada y te respetan no llores no llorarás estate quieto quieto
que tu papá se cansará de darte fustazos recuerda a Boy el amigo
de Tarzán lo valiente que es y a Flash Gordon y a Supermán que
ninguno de ellos llora a Chonto Gaviria que seguramente no llora
ni a Wilfrido puedes desconocerlo ya se está cansando el viejo ya
está respirando como con ganas de estallar y dejará de darte darte
ya está cansado estate quieto y no llores como llores de pronto va y
te jodes Boy Supermán Tarzán, Sansón viva Sansón y mueran los
filisteos, Dalila y Sansón Boy sube por una cuerda y baja de la copa
del árbol-casa hasta el suelo y las fieras y no llora y nadie que es guapo
pero lo que se dice guapo va a llorar nadie nadie…”, pensaba sin
poder ordenar mis pensamientos, viendo que mamá estaba sentada
en la banca de la cocina pelando unas papas y examinando, muerta
de rabia, lo que papá me había hecho. Me hizo quitar la ropa (“vea
esos calzoncillos cómo están de mugrosos”) y se quedó mirando mi
cuerpo como buscando cicatrices o huellas. “Ahora se mete en su
cuarto y no sale ni esta noche ni mañana”, dijo mi papá. Mañana sería
domingo y la idea de no salir me ponía triste. “Ojalá se muera”,
pensé cuando me encerré en el cuarto. Al rato oí que papá trancaba
la puerta por fuera. “Para que aprenda a obedecer”, dijo. Solo,
sentado en la cama, sin poder contener el llanto, lo maldije una y
mil veces, pensando que lo que me había hecho no se lo perdonaría
nunca. Al rato fue pasando el llanto. Oí que mi papá sintonizaba el
noticiero: pasaban los pronósticos de las carreras de caballos y me
imaginaba a papá sentado junto al radio, con un lápiz en la mano y
la atención puesta en la voz del locutor que daba nombres que papá
iba poniendo en el formulario. “Ojalá no le salga ni uno”, pensé.
“Es un comemierda”. Y arañaba la paredes raspando la cal y escribiendo
unas letras que se venían sin pensar, unas letras que iba
acomodando en desorden, “hi-ju-e-hi-jue-pu-ta-ta-ta-ta-ta-ta”, y
luego, al escribir las últimas sílabas, se me antojaba como un ruido
de algo, tal vez de una metralleta disparando hacia una colina de
enemigos, y pensaba en Paralelo 48, una de guerra que había visto
la semana pasada, pero volvía inmediatamente a repintar las letras
y sílabas, fuerte, con rabia, como si quisiera atravesar la pared de un
lado a otro con la presión de mis uñas que empezaban a romperse,
llenas de cal.
“Le digo que soñé de nuevo con el negro ese”, le dije a mi hermano
mayor. “¿Qué fue lo que hiciste ayer para que mi papá te diera esa
cueriza?”, preguntó. “Nada; porque me fui a jugar fútbol”, respondí.
“¡Ah! —exclamó—. Mañana jugamos un partido con los de tu
clase”, dijo. “¿Mañana lunes?”. “¡Claro!” (Entonces pensé: “yo seré el
portero”). Salió de mi cuarto mirándome y riéndose, pensé que estaría
diciéndose: “ahí te jodés encerrado todo el día”. Me dio envidia
de Alberto. Sabía que en matiné darían una con Johnny Weismüller
y que a la salida todos los muchachos se meterían a la tienda a comentarla.
Miré las paredes y vi las palabras (¿palabras?) y traté de
borrarlas con la mano: era inútil. Eché saliva a la punta de la camisa
y traté de quitarlas presionando fuerte. Mientras accionaba
en la pared se me vino la imagen del sueño: el negro estaba frente a mí con
una linterna, alumbrándome a la cara, dejando ver lo brillante de su
rostro. Yo, luego, corría y sentía que sus pasos estaban próximos, que
su mano ya estaba sobre mi espalda, que su brazo negro me daba
un golpe y que, corriendo, no aguantaría más y acercándose a mí yo
caería desfallecido. Al final hallaba un barranco y sentía que mi cuerpo
volvía a precipitarse en él, con mi grito, mientras la voz de papá
repetía con insistencia: “No se meta con esos negros”, pausadamente,
y luego la voz, distorsionada y rápida, “nosemetaconesosnegros”.
Al despertar, me sentía caliente. Tenía fiebre. Me daba fiebre
siempre. Mamá se acercó y me preguntó: “¿Qué le pasa?”. “Como que
tengo fiebre”, le dije. “Muéstreme a ver ese cuerpo”, pidió y miró los
fuetazos en la espalda. “Qué feo que está eso”, dijo, lastimeramente.
Al rato volvió con agua tibia y empezó a ponerme paños, de la espalda
hacia abajo. No dejaba de pensar en lo del sueño: resultaba que la
cara del negro era la misma cara de Wilfrido.
—Su papá me dijo que si quería salir, que saliera.
—No, no quiero salir (¡no salgo y no salgo!).
—¿Con quiénes estuvo ayer?
—Pues con los del curso.
—Ah —dijo mamá. Y suspiró hondo. Seguramente, quería llenar
de aire sus pulmones para poder alentarme. “Mañana jugaré
el partido —pensé— tal como está programado y estaré en la delantera
pues no voy a dejar que me pongan en el arco como una
pelota me dirán que claro que puedo hacer lo que me dé la gana que
cómo no claro cómo íbamos a colocarte en la delantera qué quieres
interior izquierdo y entonces estaré en el partido jugando contra mi
hermano Alberto que es también interior izquierdo lo voy a marcar
como una estampilla no lo dejaré hacer ni media ni media ni
med…”, y veía el desarrollo del partido con emoción, ahora con
una fiebre distinta.
Mamá insistió, “¿por qué no va al cine?”, y yo: “No quiero ir,
es que no quiero ir, mamá”, y ella, disimuladamente, dejó dos billetes
sobre la mesita de noche y dijo que en el armario había ropa
planchada.
No volví a acordarme del sueño. A veces, por un rato, volvía
algún recuerdo de los años anteriores. Ahora, lo que más me molestaba
era recordar a papá, saber que me zurraba, que todos los días
decía alguna cosa de los negros asquerosos que me pedían primero
para todo, que me sacaban de apuro en los exámenes. Después de
dar vueltas por la casa (papá había salido), decidí ir a cine. En la
calle, se me empezó a ir la rabia y la tristeza de todo el día y sentía
una alegría rara, como si el aire trajera un extraño roce, como si en
la manera de entrar en el cuerpo trajera esta deliciosa frescura que
me producía ganas de reír.
Parado frente a la cartelera del Teatro Morales, con las manos
en los bolsillos, vi el cartel de una pareja. La mujer tenía al hombre
abrazado y él parecía estar-mordiendo-una-oreja. Era una de Marilyn
Monroe. “Vea el letrero”, dijo la de la taquilla. mayores de
dieciocho. Empecé a dar vueltas, con las manos en los bolsillos.
“Se la vendo, pero si lo sacan es cosa suya”, dijo la taquillera después
de tanto insistirle. Me miró de arriba-a-abajo y se sonrió.
Cuando entré al teatro ya habían apagado las luces y estaba
muy oscuro. Al sentarme, muy al rato, se fue poniendo más claro.
Acomodado en mi banca vi que pasaban los cortos de la próxima
semana. Al volver la vista hacia la izquierda de la fila, alcancé a ver
a don José Francisco Sánchez, “aquí está don Pacho Sánchez”, y sin
pensarlo fui a sentarme a otra fila. Al mirar hacia atrás, don Pacho
seguía tranquilo en su sitio; alcancé a ver a Julián, uno de mi clase,
sentado a su lado.
“No pierde una este viejo maricón”, pensé. Recordé que un día,
cuando pasaba para el colegio, me había llamado y mostrado unas
postales con mujeres desnudas. Me escurrí en la butaca, estirando
los pies y colocándolos en el espaldar del asiento siguiente. Los
inadaptados, vi, y esperé ver, dentro de poco, el tremendo cuerpo
de la Monroe en un baño.
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