Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Amor de madre
Adiós Europa, adiós
(Bogotá: Planeta Colombiana Editorial S.A. (Seix Barral], 2000, 130 págs.)



      Lo primero que pudo ver la madre al llegar fue el increíble desorden de trastos en la sala, no puede ser, reguero de objetos que normalmente ocupaban un lugar inalterable en la casa. Desconcertada, no pudo pensar en un primer momento en otra cosa que no fuese una calamidad, la miserable llegada de los cacos, mientras se llevaba las manos a la cabeza sin saber por dónde empezar.
       Solo cuando recordó que su hijo jugaba en el jardín, ajeno a su llegada y más huraño que de costumbre, tuvo la inquietante certidumbre de que podría haber sido obra suya. En la mañana le había prohibido salir, le había retirado el regalo diario de siempre (una gran barra de chocolate con nueces), lo había amonestado con amabilidad, tienes que terminar los deberes, Sebastián, sabes de sobra cómo se resuelve una regla de tres, debes redactar tú mismo el argumento de La Iliada, dibujar el mapa de América, a lo que el niño había respondido de mala gana encerrándose en su cuarto, fingiendo no poder con aquella tonta operación elemental, con una obra clásica resumida en su texto de estudio, con un hermoso trazado de líneas que empezaba en Alaska y terminaba en la Patagonia, pidiéndole de nuevo que fuese ella quien estuviese a su lado, no ayudándole sino resolviendo lo que su negligencia no quería resolver, de sobra lo sabía capaz de cosas más complicadas.
       —No, Sebastián, si lo sigo haciendo, llegará el día en que hacer sus tareas será obligación mía y no suya —dijo ella con énfasis, no dispuesta ya a transigir.
       No era tanto el reguero de trastos lo que empezó a sublevarla. En las paredes de la sala, rayas y círculos tan incisivos que penetraban la pintura y la cal habían sido trazados con saña, con lápiz rojo si eran rectas, con verde chillante si eran curvas o circunferencias, lo que la hizo pensar que se trataba de una acción premeditada, de un acto rencoroso que ella, en los primeros instantes, no pudo explicarse. Sabía que el niño era fácilmente irascible, que sus rabietas nunca habían sido pasajeras. A veces, debía esperar más de las veinticuatro horas para encontrarlo apaciguado. Lo que desconocía era tal extremo de perversidad, mucho más grave si pensaba que no pasaba de los diez años, que por su parte, ella no había entregado más que mimos y cuidados, quizá desmedidos en ocasiones, cosa que no podía evitar tratándose del niño de su alma, pues siempre dijo que cualquier sacrificio era poco comparado con la enorme felicidad que comportaba saberse segura y satisfecha a su lado.
       Como si se concediera una tregua para evitar la brusquedad de una reprimenda (su fórmula, invariable, le decía que antes de una decisión precipitada era preferible contar pausadamente hasta diez), la madre intentó calmarse barajando las razones que habían llevado a su hijo a una acción semejante. Pero no pudo dominarse del todo y el desconcierto fue mayor cuando advirtió que también los forros de los muebles habían sido destrozados, finas heridas de hoja de afeitar iban de un lado a otro de la cretona de flores, cuchilladas en asientos y respaldar, toda una infamia inexplicable. Se quedó entonces inmóvil en el centro de la sala. Si se trataba de una operación premeditada, el niño había escogido la más violenta de sus venganzas. Quizá, suponía ella, se había dejado arrastrar por la cólera y una vez envuelto en el engranaje decidió que era igual (sus consecuencias serían las mismas y la intensidad del castigo algo imprevisible), igual arrojar trastos hasta el suelo que pintar y rayar las paredes o deshacer a cuchilladas el forro de los sillones, pensó la madre, que se sintió capaz de un momentáneo asomo de cordura.
       Quiso llamar al niño, ir ella misma por él, meterlo a empellones a la casa, obligarle a confesar los motivos de su fechoría. Como si repentinamente hubiese calculado el efecto pasajero de un castigo y difícilmente el remedio de los daños, prefirió ir al cuarto del niño. Con aparente y sosegada frialdad empezó a sacar sus ropas del armario (recordaba que había sido hecho por el padre, su marido, que en paz descanse), a desnudar la habitación de toda clase de trapos, que empezó a guardar en una sábana extendida en la cama. Al final no quedó ni un calcetín en el armario. Se dirigió al gran baúl de la vieja alcoba conyugal y guardó con llave el envoltorio de trapos. Entonces sí salió a la sala, sin poder evitar algo parecido al dolor de sentirse burlada. La escena, vista por sí misma, era conmovedora. “Evítame, Dios mío, cualquier ataque de soberbia”, parecía decirse antes de salir a la calle, más exactamente al jardín donde su hijo se entretenía aceitando piñones y ejes de una bicicleta. Deseó tener toda la paciencia del mundo. No había sido una mujer vengativa, como madre se había prodigado en tolerancia. Un hijo único huérfano de padre, no era una realidad del todo placentera, no lo sería nunca en su vida por mucho que tratase de sobreponerse a la pérdida de su marido, un hombre que a decir verdad había sido todo bondad y amor con ella y con su hijo.
       Llamó al niño con un tono que pese a ser enérgico no podía resultar amenazador. Sin desprenderse de la bicicleta, contestó levantando las cejas, gesto de insolencia tolerable, tic que en más de una ocasión había encontrado atractivo en el padre. El niño había evitado, sin embargo, el “mande señora” con que respondía a sus requerimientos. “Deje esa bicicleta y entre a la casa”, dijo ella.
       El niño pretextó no haber terminado, lo que obligó a la mujer a ser más enfática.
       —Le dije que entrara —gritó.
       El niño rezongó de mala gana y volvió a poner la bicicleta en su sitio, recostada contra la reja del jardín, un espacio sin plantas, lleno de malezas y trastos de barro quebrados, como si durante mucho tiempo hubiese dejado de ser un jardín y hoy fuese algo menos que un agreste campo de juegos a punto de resultar inaccesible, pues la madre solo se cuidaba de mantener limpio el paso de la calle a la casa.
       —Vaya a su cuarto, se desviste y viene a bañarse que ya es tarde —dijo ella.
       El niño no miró las paredes pintadas y arañadas, no reparó en los objetos regados por el suelo, ignoró los muebles rasgados, atravesó sin inmutarse el trecho que iba de la sala a su cuarto, saltando sobre ceniceros rotos y cerámicas astilladas, jarrones y flores artificiales.
       —Rápido, se desviste y se mete al baño —ordenó más severa la madre.
       Minutos después, el niño salía desnudo de la sala, camino del baño, casi desafiante. La madre lo cogió por el brazo, presionándolo con firmeza, y a empellones lo arrastró hasta la puerta que daba a la calle. Desnudo como estaba, el niño era incapaz de oponer resistencia. Ella, como si toda la tensión acumulada antes se desatara en una fuerza incontrolable, lo dejó de pie en las pequeñas escaleras de acceso al jardín, sin emitir un solo reproche. Cuando dejó al niño afuera, entró de nuevo y cerró con llave la puerta. Solo alcanzó a escuchar débiles protestas, el comienzo de un sollozo que derivaría hacia el llanto.
       Se había hecho tarde. La luz crepuscular que había percibido tras las cortinas de la sala era desplazada por la densa oscuridad de las siete, acompañada por el viento frío que soplaba de las montañas. Todavía le llegaban los sollozos del muchacho, a veces violentos golpes de puño y patadas contra la puerta.
       Sin detenerse, fue al cuarto de baño y se tomó tres somníferos, segura de que en menos de una hora harían efecto. Pasó a la cocina, se hizo apresuradamente un sándwich de jamón, que acompañó con un vaso de leche. Tuvo tiempo para lavar los platos, de imaginarse a los vecinos frente al televisor y de saberse justa por encima de la soberbia. Pensó que cuando las pastillas surtieran efecto, podría acostarse tranquila, dormir hasta la mañana siguiente, ya habría tiempo de reparar los daños, de poner de nuevo orden en la casa.




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