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Óscar Collazos Ahora que estaba metido bajo la ducha no era el momento de ponerse a pensar en las condiciones que lo habían llevado a decirlo
secamente, como si no le importase lo demás. Lo triste era que, al decirlo,
daba la impresión de haberse acabado o anulado, por extrañas
razones que hoy no quería recordar. Su inmovilidad y abulia, esa especie
de abandono repentino, quedaban dentro de él, sin explicaciones.
Entonces había levantado los hombros y dicho: “¡Y a mí qué!”. Además,
no salía casi nunca de la cama: allí pasaba días enteros, revolcándose
entre las cobijas, cambiando la almohada constantemente, de un lugar
a otro, cuando le resultaba caliente o insoportable. La luz entraba escasamente,
los pocos objetos existentes parecían no tener ninguna
consistencia. Por otra parte, para él casi no existían: no estaba ahí realmente.
Jamás las tocó, jamás las cambió de su sitio ni le molestó que se
empolvaran o enmohecieran o que, dentro de ciertos recipientes, las
cucarachas, bichos y moscas muertas se almacenaran cada día en cantidades
innombrables. Revolcándose en la cama, al despertarse, prefería
dejar que la llave del lavamanos siguiera descompuesta y goteando o
que la bomba del inodoro produjera ese ruido persistente de agua derramándose,
ese ruido que en su repetición parecía sincronizado cada
quince o veinte segundos. Prefería sentir la caída desesperante de cada
gota de agua a pararse e ir a cerrar el grifo, a componer la bomba del
inodoro, “y a mí qué me importa que se pierda el agua o que de pronto
la casa se inunde o el ruido se haga mayor y se convierta en pesadilla”,
parecía decirse. Estiraba la mano y tomaba los cigarrillos: los encendía
y fumaba hasta quemarse las uñas, pensando que entonces afuera podría
hacer mal tiempo o que el sol era quemante en el instante de
imaginárselo cayendo verticalmente, mal o buen tiempo, lo mismo le
daba. En la habitación y en la cama se estaba bien, las cobijas calentaban
y solo había que hacer el esfuerzo de estirarlas cuando rodaban
por el suelo. Ya había estado toda una mañana contemplado una rata
que se había metido en uno de sus zapatos, abandonados al pie de la
cama. Solo le preocupó, entonces, la idea de que —de un momento a
otro— saltase y se acomodase a su lado. No era tanto el pavor físico a
las ratas: recordaba que con los sapos la cosa sí era para pánico. Cuando
vio que la rata se quedaba en el zapato, cómodamente instalada
como en su propia casa, qué se va a hacer, para qué molestarla. Se durmió
luego y tuvo la impresión, al despertar al mediodía, de que el
animal había saltado y reposaba en su cama, pero la verdad es que seguía
en el zapato. Luego pudo darse cuenta de que seguía allí por un
tiempo anormal, hasta que decidió espantarla. Estaba muerta, había
escogido el zapato para morirse. “Siguen poniéndoles veneno en el piso
de arriba”, pensó. “Y vienen a morirse aquí, dentro de mis zapatos”.
Ya no podía calcular el tiempo que llevaba fumando los Pielroja aplastados
entre sus dedos o contra el cenicero, o abriendo latas de sardinas
o haciéndose ese Nescafé fuerte que le dejaba un sabor pesado en la
lengua y el paladar. Ya no podía calcular cuántos días iban desde el
momento en que Matilde salió del cuarto diciéndole que le dejaba su
cuarto, que dejaba sus cosas, que un día de estos pasaría por ellos, pero
que —eso sí— vendría con los ojos cerrados y las narices tapadas para
no ver ni oler lo que allí ya se estaba encerrando y se sentía, esa inmundicia
recogida en los trastos de la cocina, ese polvo amontonado debajo
de los petates, ese olor a ropas sucias, a medias abandonadas debajo de
la cama, a agua de floreros descompuesta y esas rosas secas que se deshacían
con tanta crueldad sobre la mesa. “No toco una paja de aquí”,
dijo Matilde. “Ese abandono es el colmo”. Y hasta de sus últimas palabras
se había olvidado, hasta del timbre de esa voz que había oídos
todos los días, durante un año y medio, todos los días por la mañana,
rogándole que se levantara a hacer algo, o por las noches, “debes sacudir,
siquiera, esas cobijas”, pero no había forma, que era obstinado
no había duda, y no podía saberse si lo hacía caprichosamente, si sus
propósitos eran los de disgustarla, de nadar contra la corriente como
él sabía que solía hacerse entre tantas parejas conocidas, era ese río de
réplicas que lo aturdía, ese incansable afluente de réplicas que era ella,
máquina de consejos y recomendaciones y censuras que no se detenía
jamás. Y ahora, cómo era su voz, uno se puede pasar horas enteras
tratando de recordar un rostro y puede llegar, pero una voz, téngase
duro, cómo la subía a ratos o cómo se desgreñaba cuando venían los
momentos de rabia sucedidos de silencios de impotencia. Bueno, y
ahora, qué día se fue Matilde, mañana, madrugada, mediodía, o habría
necesidad de decir que había sido una mañana cualquiera del
mundo, no sabía decirlo, se había ido con lo que llevaba puesto y un
pequeño paquete en sus manos, bueno, no lo sabía, pero no le importaba
tal vez saberlo, porque ese sonsonete de la diligencia y de que hay
que tener aspiraciones en la vida, él sí no iba a soportarlo más, primero
era cuestión de quedarse callado y luego a incomodarse toca, pero
luego era el momento de reventar de la incomodidad porque ya no se
podía más y no era exageración porque esa cantaleta en soprano sí
que no. “Lo más importante es que yo no me entierre contigo”, decía
ella, al salir. Y no, pues qué se iba a hacer, él no se estaba
enterrando, el resto era asunto de ella, no era para tanto mujer, para
decir que se estaba enterrando cuando se estaba bien en la cama y
había colillas de cigarrillos aún para tomarlas y encenderlas entre el
fuego y el resto de tabaco, quedaba la taza de café caliente y amargo,
porque le gustaba el café amargo y una revista para hojear y algunos
recuerdos que aún podían acariciarse, darles vueltas, y hasta darles
vida con un poco de esfuerzo o de imaginación, el público reventando
en aplausos, noches enteras en el entusiasmo de una fiesta que no
parecía acabar nunca. Después, uno o dos días, hasta le dolió que se
fuera así y de esa forma, porque no era justo faltándole un mes para
parir, no era justo que se fuera así. Además, cómo quería su barriga de
largos siete meses, sentirla por las mañanas, oír ruidos extraños allá
adentro y ese calor que él tanto empezó a gustar desde el cuarto mes.
“Ya nadie emplea clarinetistas como yo”, le dijo a Matilde en uno de
los momentos en que se sintió capaz de dar una explicación, aunque
fuese tan escueta. “Hay por montones en todas partes y, además, no
les gusto, no les gusta lo que toco, están las orquestas y otra música: yo
no sé tocar sino cuando me oyen”, le explicó. Y ahí seguía el clarinete
en un rincón del cuarto, fuera de su estuche. La última vez que lo había
tocado, qué iba a saber cuándo había sido, pero la última vez sí que
lo había hecho con ganas, como el mismo Dios, una o dos botellas de
aguardiente le hacían siempre bien y no era cosa de emborracharse
sino de entrar en calor, de que la sala estuviera llena de hombres y
mujeres que seguían el compás con los pies o tocando el borde de los
vasos con los dedos, tratando de arrancar una melodía o un golpe que
acompañara el ritmo que él ahora sí arrancaba de veras con sus soplidos
bestiales, sí, esa era la palabra, sumándose al entusiasmo suyo,
delirante y soberbio, allí sí que cabían gritos, que las mesas rodaran
por el suelo, que los borrachos se dieran a la tarea de golpearse, porque
eso era lo que él quería, que toda la fuerza del mundo saliera en el
frenesí de los cuerpos y creía, estaba seguro, de que un clima así no lo
lograba sino un clarinete como el suyo, “mi mujercita, mi sueño”, le
decía a veces dándole palmadas, un instrumento soplado por su boca
y solo por su boca y ese ritmo interno que debía sostener, que adivinaba
cuando una serie de notas se anticipaba a las siguientes. Ese día
hasta las seis de la mañana (¡y cuántos días más!) bailó confundido
entre las parejas sin desprenderse de ese instrumento que tocaba tan
bien, que ya conocía hasta en sus tonos falsos, tonos que él acomodaba
para que resultasen descomposiciones, disonancias buscadas. Después,
cuando la sala había quedado vacía, él sentía que no era la gente
la que se iba; era él quien quedaba solo y el sueño lo agarraba y no
había otra alternativa que sentarse ahí mismo y dormir. “¡Mierda que
estoy borracho!”, se decía. Y se dormía. Literatura
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