Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Esta mañana del mundo
Esta mañana del mundo
(Montevideo: Arca, 1968, 108 págs.)



      Ahora que estaba metido bajo la ducha no era el momento de ponerse a pensar en las condiciones que lo habían llevado a decirlo secamente, como si no le importase lo demás. Lo triste era que, al decirlo, daba la impresión de haberse acabado o anulado, por extrañas razones que hoy no quería recordar. Su inmovilidad y abulia, esa especie de abandono repentino, quedaban dentro de él, sin explicaciones. Entonces había levantado los hombros y dicho: “¡Y a mí qué!”. Además, no salía casi nunca de la cama: allí pasaba días enteros, revolcándose entre las cobijas, cambiando la almohada constantemente, de un lugar a otro, cuando le resultaba caliente o insoportable. La luz entraba escasamente, los pocos objetos existentes parecían no tener ninguna consistencia. Por otra parte, para él casi no existían: no estaba ahí realmente. Jamás las tocó, jamás las cambió de su sitio ni le molestó que se empolvaran o enmohecieran o que, dentro de ciertos recipientes, las cucarachas, bichos y moscas muertas se almacenaran cada día en cantidades innombrables. Revolcándose en la cama, al despertarse, prefería dejar que la llave del lavamanos siguiera descompuesta y goteando o que la bomba del inodoro produjera ese ruido persistente de agua derramándose, ese ruido que en su repetición parecía sincronizado cada quince o veinte segundos. Prefería sentir la caída desesperante de cada gota de agua a pararse e ir a cerrar el grifo, a componer la bomba del inodoro, “y a mí qué me importa que se pierda el agua o que de pronto la casa se inunde o el ruido se haga mayor y se convierta en pesadilla”, parecía decirse. Estiraba la mano y tomaba los cigarrillos: los encendía y fumaba hasta quemarse las uñas, pensando que entonces afuera podría hacer mal tiempo o que el sol era quemante en el instante de imaginárselo cayendo verticalmente, mal o buen tiempo, lo mismo le daba. En la habitación y en la cama se estaba bien, las cobijas calentaban y solo había que hacer el esfuerzo de estirarlas cuando rodaban por el suelo. Ya había estado toda una mañana contemplado una rata que se había metido en uno de sus zapatos, abandonados al pie de la cama. Solo le preocupó, entonces, la idea de que —de un momento a otro— saltase y se acomodase a su lado. No era tanto el pavor físico a las ratas: recordaba que con los sapos la cosa sí era para pánico. Cuando vio que la rata se quedaba en el zapato, cómodamente instalada como en su propia casa, qué se va a hacer, para qué molestarla. Se durmió luego y tuvo la impresión, al despertar al mediodía, de que el animal había saltado y reposaba en su cama, pero la verdad es que seguía en el zapato. Luego pudo darse cuenta de que seguía allí por un tiempo anormal, hasta que decidió espantarla. Estaba muerta, había escogido el zapato para morirse. “Siguen poniéndoles veneno en el piso de arriba”, pensó. “Y vienen a morirse aquí, dentro de mis zapatos”. Ya no podía calcular el tiempo que llevaba fumando los Pielroja aplastados entre sus dedos o contra el cenicero, o abriendo latas de sardinas o haciéndose ese Nescafé fuerte que le dejaba un sabor pesado en la lengua y el paladar. Ya no podía calcular cuántos días iban desde el momento en que Matilde salió del cuarto diciéndole que le dejaba su cuarto, que dejaba sus cosas, que un día de estos pasaría por ellos, pero que —eso sí— vendría con los ojos cerrados y las narices tapadas para no ver ni oler lo que allí ya se estaba encerrando y se sentía, esa inmundicia recogida en los trastos de la cocina, ese polvo amontonado debajo de los petates, ese olor a ropas sucias, a medias abandonadas debajo de la cama, a agua de floreros descompuesta y esas rosas secas que se deshacían con tanta crueldad sobre la mesa. “No toco una paja de aquí”, dijo Matilde. “Ese abandono es el colmo”. Y hasta de sus últimas palabras se había olvidado, hasta del timbre de esa voz que había oídos todos los días, durante un año y medio, todos los días por la mañana, rogándole que se levantara a hacer algo, o por las noches, “debes sacudir, siquiera, esas cobijas”, pero no había forma, que era obstinado no había duda, y no podía saberse si lo hacía caprichosamente, si sus propósitos eran los de disgustarla, de nadar contra la corriente como él sabía que solía hacerse entre tantas parejas conocidas, era ese río de réplicas que lo aturdía, ese incansable afluente de réplicas que era ella, máquina de consejos y recomendaciones y censuras que no se detenía jamás. Y ahora, cómo era su voz, uno se puede pasar horas enteras tratando de recordar un rostro y puede llegar, pero una voz, téngase duro, cómo la subía a ratos o cómo se desgreñaba cuando venían los momentos de rabia sucedidos de silencios de impotencia. Bueno, y ahora, qué día se fue Matilde, mañana, madrugada, mediodía, o habría necesidad de decir que había sido una mañana cualquiera del mundo, no sabía decirlo, se había ido con lo que llevaba puesto y un pequeño paquete en sus manos, bueno, no lo sabía, pero no le importaba tal vez saberlo, porque ese sonsonete de la diligencia y de que hay que tener aspiraciones en la vida, él sí no iba a soportarlo más, primero era cuestión de quedarse callado y luego a incomodarse toca, pero luego era el momento de reventar de la incomodidad porque ya no se podía más y no era exageración porque esa cantaleta en soprano sí que no. “Lo más importante es que yo no me entierre contigo”, decía ella, al salir. Y no, pues qué se iba a hacer, él no se estaba enterrando, el resto era asunto de ella, no era para tanto mujer, para decir que se estaba enterrando cuando se estaba bien en la cama y había colillas de cigarrillos aún para tomarlas y encenderlas entre el fuego y el resto de tabaco, quedaba la taza de café caliente y amargo, porque le gustaba el café amargo y una revista para hojear y algunos recuerdos que aún podían acariciarse, darles vueltas, y hasta darles vida con un poco de esfuerzo o de imaginación, el público reventando en aplausos, noches enteras en el entusiasmo de una fiesta que no parecía acabar nunca. Después, uno o dos días, hasta le dolió que se fuera así y de esa forma, porque no era justo faltándole un mes para parir, no era justo que se fuera así. Además, cómo quería su barriga de largos siete meses, sentirla por las mañanas, oír ruidos extraños allá adentro y ese calor que él tanto empezó a gustar desde el cuarto mes. “Ya nadie emplea clarinetistas como yo”, le dijo a Matilde en uno de los momentos en que se sintió capaz de dar una explicación, aunque fuese tan escueta. “Hay por montones en todas partes y, además, no les gusto, no les gusta lo que toco, están las orquestas y otra música: yo no sé tocar sino cuando me oyen”, le explicó. Y ahí seguía el clarinete en un rincón del cuarto, fuera de su estuche. La última vez que lo había tocado, qué iba a saber cuándo había sido, pero la última vez sí que lo había hecho con ganas, como el mismo Dios, una o dos botellas de aguardiente le hacían siempre bien y no era cosa de emborracharse sino de entrar en calor, de que la sala estuviera llena de hombres y mujeres que seguían el compás con los pies o tocando el borde de los vasos con los dedos, tratando de arrancar una melodía o un golpe que acompañara el ritmo que él ahora sí arrancaba de veras con sus soplidos bestiales, sí, esa era la palabra, sumándose al entusiasmo suyo, delirante y soberbio, allí sí que cabían gritos, que las mesas rodaran por el suelo, que los borrachos se dieran a la tarea de golpearse, porque eso era lo que él quería, que toda la fuerza del mundo saliera en el frenesí de los cuerpos y creía, estaba seguro, de que un clima así no lo lograba sino un clarinete como el suyo, “mi mujercita, mi sueño”, le decía a veces dándole palmadas, un instrumento soplado por su boca y solo por su boca y ese ritmo interno que debía sostener, que adivinaba cuando una serie de notas se anticipaba a las siguientes. Ese día hasta las seis de la mañana (¡y cuántos días más!) bailó confundido entre las parejas sin desprenderse de ese instrumento que tocaba tan bien, que ya conocía hasta en sus tonos falsos, tonos que él acomodaba para que resultasen descomposiciones, disonancias buscadas. Después, cuando la sala había quedado vacía, él sentía que no era la gente la que se iba; era él quien quedaba solo y el sueño lo agarraba y no había otra alternativa que sentarse ahí mismo y dormir. “¡Mierda que estoy borracho!”, se decía. Y se dormía.
       Sí, le hizo falta Matilde. Habían pasado ya dos o tres días y recordaba su barriga que pasaba ya de siete meses, y sus piernas haciendo un nudo con las suyas hasta que se despertaban y ella salía de la cama para volver luego con el café, que está hirviendo, pero esto te hace bien para el guayabo. “No me explico por qué tienes que emborracharte cuando tocas”, recordaba que le había reprochado ella. Qué iba a saber ella lo que era eso de tocar en seco, con la garganta hecha fuego, con los labios sin saliva o sin ese olor que se detenía entre su boca y el instrumento, como un narcotizante. Y ahora qué, si se va a caer todo, que se caiga. No hay caso conmigo, ya no quieren mi música, ahora son las orquestas, como si este aparato no sonara como mil instrumentos reunidos. Y bien, pues se había cansado de andar con él por todas partes, no querían porros ni guarachas ni merecumbés, no querían currulaos ni fandangos, y no iba a correr la suerte de muchos que decidían pararse el día entero en el andén, decididos a tocar a quien no se detenía, ni a mirar el sombrero para constatar que el dinero dejado misericordiosamente aumentaba, esa suerte no iba a correrla él, por dignidad, por su música, por... Se había cansado de decir que él sí sabía lo que era sentir la música. Pero, ahora, no más andar ofreciéndose por nada o tocando en una esquina para nadie.
       Cuando Matilde volvió con la noticia, él creyó que hasta allí llegaba, que no podría moverse más, que su pereza, si era pereza, se convertiría en parálisis. “Perdí la criatura —dijo ella—. Con tantas rabietas y preocupaciones no iba a nacer vivo”. Y empezó entonces a buscar en el armario sus cosas, a tirarlas por el suelo, y después a acomodarlas en la maleta. No se había ido del todo, lo había abandonado pero no se había ido del todo. Y él, en la cama, acabando otro cigarrillo, la vio ir y venir por el cuarto: entró dos veces al inodoro, para nada, y desde allá dijo algo: “A ti debe alegrarte pero a mí no”, y él sintió que esta vez sí tenía que reventar, detuvo un torrente de lágrimas y rabia y pensó que podía haberle roto el clarinete en la cabeza o haberle hecho tragar los bichos de los recipientes abandonados, pero en cambio, cuando la vio agachada, haciendo su maleta, comprendió que eso extraño que ahora sentía era ternura por ella, no podría haber nombrado esta sensación, claro, era ternura.
       Cuando vio que ya se iba encaminando hacia la puerta, tragó saliva varias veces. “Bueno, ¿y ahora a dónde vas?”. Y tal vez ella esperaba que él dijera esta frase o tal vez ya la había oído en sus pensamientos cuando venía de la calle hacia su cuarto y quería recordar las cosas suyas e imaginarse que ya no estaría echado en la cama, que posiblemente ensayaría, tocando el clarinete, y entonces creía estar oyendo una de esas melodías lentas que él tocaba para ella seis o siete o más meses atrás, en las madrugadas de su regreso. “Esperaba que lo dijeras”, dijo ella. “Me ha costado trabajo”, fue lo único que pudo explicarle él. La invitaba a quedarse, tal vez cambiaran las cosas.
       Matilde dejó reposar su maletín en el suelo.
       —Hay que arreglar esto para darse cuenta de que vive gente en este chiquero —agregó después.
       Y comenzó a trasladar objetos, de un-lado-para-otro, a sacudir el polvo. Abrió la cortina y la luz fue opaca. “Va a llover”, dijo ella. “Sí, ya está lloviznando”. Y quiso imaginarse la lluvia, que cuando caía afuera no alcanzaba a borrar el resplandor aún vivo del sol. “¡Esto parece el infierno, Dios mío!”. Y él veía que el infierno se desplazaba y se precipitaba sin ruidos, sin palabras, su mujer y él dentro del infierno, sin fuego, infierno que ahora tenía la música de un clarinete tocado suavemente, y ya él estaba sentado sobre el borde de la cama ensayando, sus dedos desplazándose sobre los orificios, tentándolos y Matilde en el cuarto, moviendo objetos y ordenándolos, la luz que a pesar de la lluvia entraba mejor y más clara por la ventana y lo triste era que le hubiese gustado oír también el llanto de un niño, pero no estaba el niño y estaba en cambio una melodía suave, y él en el borde de la cama, “te hago un poco de café”, y en un instante podría estar sorbiendo el café, gustando el olor del humo, y Matilde iba soltando sus palabras, ya veía la intención que el hombre tenía de sonreír, pensaba que iría más allá: esperaba oír su risa, la oía imaginándola y tantas noches juntos se venían sobre ella.
       —Espera te ayudo, que sola no acabarás jamás —dijo él. Y oyó que luego la llamaba “Matilde” y hubiera preferido seguir oyendo la melodía lenta de su clarinete a que hubiese sido interrumpido para llamarla por su nombre.
       No era el momento de pensarlo porque la ducha era fría y él tarareaba “Extraños en la noche”, adaptaría una versión de algún bolero, “María Bonita” no estaría mal, una canción que ahora no sabía tocar pero que estaría en su repertorio, ahora cuando pensaba que podía cambiar de repertorio y tocar a su manera melodías antiguas: todo era proponérselo, darse a la tarea de borrarlo todo, bueno, no hacía falta borrarlo todo: bastaba agregar al repertorio pasado algunas cosas, era cuestión de agregar en una lista nombres y sonidos nuevos, nuevas palabras. La ducha era fría, verdad, pero “Extraños en la noche” era una hermosa canción, también podría decirle algo a la gente, y ahora tendría que volver a la cama, sentarse, limpiar el instrumento, tan abandonado que ha estado toda una semana.




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