Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
Noticias
Biografía del desarraigo
(Buenos Aires: Siglo XXI, 1974, 143 págs.)
A Marta Lynch
Ahora, en estos minutos penosos, tal vez no fuera el momento
de pensarlo, encerrado en el baño, desvistiéndose rápidamente,
con una prisa grosera y torpe: podría haber otro momento o, de
seguro, no lo habrá jamás, un sitio diferente a este sitio que le va
resultando grosero, un espacio más abierto y la sensación de este
olor (a sitios así no se les puede dejar de asociar con los olores que
producen), no la luz de la bombilla cayendo justo sobre su cabeza
y reflejando oblicua su sombra sobre el suelo de mosaicos, una
hora distinta a esta hora de la noche en la que todo se vuelve pálido
y brillante y dentro del apartamento del quinto piso iluminado
haciéndose mucho más grande y difícil, es posible que menos habitable
solo en estos minutos de sofoco, y usté escucha los carros
pitando una letanía rabiosa afuera en las calles, a veces un silencio
mortuorio que es algo más que el silencio porque encierra una rabia
que nunca podrá ser contenida, los escasos gritos diluidos en
la calle no pueden entrar por la ventana y la voz de su mujer, en
la sala, haciendo preguntas que usté no responde, que no podrá
responder. En el perchero están sus prendas sueltas, las piezas de su
uniforme: el paño verdusco de su pantalón perfectamente alisado,
con una línea incorruptible y disciplinada; la camisa caqui, con trozos
de algodón abotonándole el cuello y los puños; la corbata negra,
tirada con prisa, se ha resbalado de su sitio y reposa arrugada en
el suelo; la chaqueta también verde oscura, mal dispuesta, deja ver
sus galones, no exactamente los que son sino los que siempre ha aspirado
a tener sobre sus hombros, y el quepis, también en el suelo.
“Si me vieran”, pudo haber reflexionado. Siempre dijo que el colmo
de un militar era dejarse ver desnudo, con las prendas en la mano y
ahora no estaban siquiera en las manos: rodaban por el suelo en un
sitio grosero y desprovisto de solemnidad, así estuviese tapizado y
recubierto por porcelanas relucientes, con una flor discretamente
colocada esa mañana por su mujer, siempre de buen gusto y delicada
su mujer, que el colmo de un oficial era dejarse ver desnudo
en una situación como esta, indefenso y grotesco. “Si me vieran,
yo el capitán Gutiérrez”, se dijo esta vez, luchando con todas las
fuerzas contra el malestar de su estómago. “Cada día la cocina del
casino es peor”, fue lo único que dijo a Margarita al llegar al apartamento,
cuando ya estaba oyendo los pasos del desfile silencioso
que se acercaba a su casa, que pasaría hacia el cementerio. Si el
espejo hubiese estado a su alcance, se hubiera usté mirado, capitán
Gutiérrez, y ese instante podría haberle producido la expresión de
dolor, el enrojecimiento de su rostro, ese perfecto momento de sufrimiento
allí en el baño o usté mismo, sentado, hubiese propiciado
el acto de crueldad de mirarse, desprotegido, pero el espejo estaba
arriba, sobre su cabeza y ahora sudaba, cabalgaba casi inmóvil
sobre la silla de porcelana, ajustando las piernas a la loza, tratando
de domar ese potro cerrero de sus intestinos. Se imaginaba las
tardes del colegio militar, la Escuela de Policía General Santander,
los prados del extenso edificio, la inabordable solemnidad de los
saludos, de su cuerpo por los prados del Campestre, las miradas de
los demás jinetes a su lado, envidiando la armonía y destreza
del animal que solo usté podía conducir así, poner en marcha
a un animal con paso perfecta y nostálgicamente prusiano,
tan mi capitán Gutiérrez ese paso. Y aunque ahora el sudor
corre por las piernas y se incendia de desesperación e invoca a
Dios para que venga en su socorro, hasta podría reflexionar, reunir
fragmentos dispersos, porque si el retrato del sacerdote muerto en
la primera página, con las heridas visibles en el pecho, el cabello
alborotado, los dientes asomados por los labios que no se moverían
jamás, porque si aquel retrato lo había hecho palidecer en la
mañana del día anterior, hoy no era su recuerdo, no podía ser su
recuerdo ni la sensación de culpabilidad lo que le molestaba, sino
esta asquerosa sensación de estar encerrado en el inodoro con la
incapacidad física de hacerlo, en un doloroso encierro que ya llevaba
quince minutos sin resultado posible: no hubiese tenido nada en
qué pensar, ni siquiera en la noticia que le heló la sangre y le hizo
pensar que no era para haberlo matado tan miserablemente. Y ya
no tiene más que estas maldiciones sin rango que podían habérsele
ocurrido en voz alta, mientras Margarita, tan paciente afuera, dice
que la manifestación de duelo está pasando por la calle, frente
al edificio. “Por Dios, Arturo, qué diablos hacés encerrado tanto
tiempo en el baño si ellos ni siquiera saben quién sos vos; además,
no es para que te echés la culpa de un muerto que vos no mataste”,
pudo haber dicho su mujer, pero usté no se atreve a responderle,
capitán Gutiérrez, “no puedo hacer nada Márgara y eso es lo más
duro” (se dice sin decirlo): cuántas veces no había sucumbido en el
pudor, en la respetuosa y hasta fría relación de dos cuerpos huyéndose
de cualquier gesto medianamente osado. Si afuera los carros
pitaban y ni una sola voz se atrevía a salir de las miles de bocas con
un rictus de ira y anunciaban una marcha interminable con la efigie
del sacerdote muerto y caricaturas inclementes de militares convertidos
en fieras, Margarita seguía preguntándole, mortificada, no
tanto porque le parecía de mal gusto saber que usté llevaba veinte
minutos sumergido en el baño, sino porque afuera lo necesitaba
para aplacar el temor de tantos gritos ahogados en la indignación,
de tantas banderas negras y rojas y solo una voz que llamaba a lista
a los muertos y un coro respondiendo, “¡presente!”.
—Larrota Antonio.
—¡Presente!
—Garnica Francisco.
—¡Presente!
—Torres Francisco.
—¡Presente!
—Torres Camilo.
—¡Presente!
Ese coro que se hacía seco y más que sinfonía era rito surgiendo
de la cólera y él podría haber dicho algo, pero su silencio ahí
estaba, tan cruel como su sufrimiento. “Arturo, siempre te hacés
el sordo cuando pasa algo serio, por lo menos deberías morirte del
susto a mi lado, no sé dónde diablos tenés los pantalones”, dijo
Márgara y él pudo haber dicho que estaban colgados en el perchero
mientras acababa este acto imposible, orgánicamente imposible
(y más cuando venían ganas de vomitar). Y Gutiérrez siente por
primera vez el movimiento del animal interior y enrojece, siente
el sudor más frío y denso, se remueve en su silla de porcelana, sujeto
a los estribos firmes del piso, haciendo de sus muslos riendas
macizas e inmóviles y las últimas palabras de su mujer sí que son
hirientes, “con que vas a decirme lo que pasa, ¿no?, o si no yo sí
voy a decirte ya mismo lo que estoy pensando”, y Arturo Gutiérrez
siente que se remueve en su silla, por su cabeza pasan veinte años
de ejercicios cumplidos con celo y lealtad y se remueve en su silla
y grita “¡pues decílo de una vez, carajo!”, pero oye en cambio la
risita burlona de Márgara, la misma risa que alguna vez prefirió
cuando estaban en la cama y él era incapaz de responderle a sus
exigencias, a la más pobre exigencia de una erección, ese minuto
que ella reclamaba como si en él viniera concentrada toda su vida
y entonces lo encontró doblegado de impotencia, expuesto a la primera
obscenidad dicha por su mujer en tanto tiempo de tranquila
y púdica intimidad (“¿es que no podés esperar, Arturo?, siempre te
venís dejándome sola, Arturo, sos un maricón, sos un incapaz”) y
usté no se atreve a decirle nada, ahora la risita sigue en la sala y el
“¡presente!” de la calle continúa acompañando más nombres de
asesinados y desaparecidos, entra por el ventanal de la sala, inunda
la casa, se hace audible en el mismo baño alfombrado y el terror
de que en algún momento se den cuenta de que allí vive el capitán
Gutiérrez lo asalta momentáneamente, viene con él el recuerdo de
las noticias del cura arengando en Cali, encerrado en Medellín,
perseguido en Santander, levantado en hombros de la multitud
(“Gaitán —piensa—, solo Gaitán”): usté mismo tiene en su escritorio
un mensaje que leyó con indiferencia, pensando que aquel
hombre con sotana se estaba volviendo loco si pensaba que podía
engrupirlos con palabritas, pero ahora mira su uniforme, inclina
la cabeza, uniformado de pánico vuelve a verse en una linda pista
de grama cabalgando un domingo en el Campestre, rodeado
de muchachas con flores y equitadores civiles amariconados que
desprecia con asco (“no aprenderán a ser hombres, solo les falta el
maquillaje”), brincando a un paso que no pueden sostener como
usté sí sostiene a su antojo, la grama verde podada, los aplausos de
la tribuna, los “bravo mi capitán Gutiérrez”, la joven novia Márgara
preparando ya la boda de seis meses después, las cornetas luego,
los abrazos de la compañía que ha ido expresamente para ver a
micapitángutiérrez compitiendo con los afeminados civiles del
club, relegada allá a las últimas graderías del hipódromo, la compañía
que ha entrado por las puertas de las bestias sin inmutarse,
condenada a sufrir el olor del estiércol, el aire enmierdado de esos
laberintos. Sin embargo, no puede nada, nada más que dejar
de pensar: esos fragmentos de su memoria se disuelven. Mira
hacia el suelo y ve la toalla higiénica de Margarita manchada
de sangre y siente asco: siempre le dio asco calcular la menstruación
de su mujer: como a un ser enfermizo siempre le huía,
se alejaba de su cuerpo durante los días del período, rehusaba
la regla con estupor y ella se consumía en deseos: siempre la
acometían violentos deseos de ser penetrada por su marido, sentirlo
navegando dentro, humedeciéndose con su sangre, nadando
plácida y morbosamente en su sexo ensangrentado, con un olor
tan peculiar, pero entonces su marido estaba lejos, roncaba —de
seguro— envuelto en sus pesadillas de asco, y entonces ella veía
que la tropa entera entraba a su habitación, la chusma maloliente,
muchas veces despreciada en las visitas al casino, la chusma sumisa
ante la figura de micapitángutiérrez venía a su cuarto, la invadía,
festiva y bestializada, le succionaba la sangre de su cuerpo, la penetraba
sin clemencia, la hería, la mordía, la arañaba, la ultrajaba,
la revolcaba en la mierda de sus ropas, cabalgaba sobre ella hasta la
madrugada. El capitán Gutiérrez, al ver la toalla, desvía la vista: a
su lado la bañera, vacía. Más arriba, la jabonera. Después, el triste
espacio reduciéndose a nada. “Después de este trance, un baño”, se
dice, pero justo arriba de su cabeza, el espejo (si lo tuviera enfrente,
si pudiera reproducir, fijar este momento de dolor), y entonces
cierra los ojos para verse y sentirse tan miserable como está: sentado
en su montura blanca, para imaginarse recordando las líneas
del mensaje que leyó dos veces sin atreverse a comentarlo con la
oficialidad, para recordar los espejos del casino devolviéndole la
atildada y armónica figura de su cuerpo pulcramente uniformado.
Sintiéndose incapaz de recordar el retrato de la primera página,
expresivo, o de imaginarse en el desfile que ya había doblado la esquina,
prefiere oír a su mujer, ya no tan exaltada (“pasaron de largo,
Arturo, pasaron de largo”), sentirla maniobrando en el tocadiscos
para poner “Candilejas” o “Bajo las olas” (tanto que le gustan), o
después el radio que anuncia el entierro simbólico del sacerdote
muerto en combate regular con tropas del Ejército, sentirla luego
venir hasta el baño, verla frente-a-frente, desnudo como está,
ridículo y patético, tratando de ponerse los pantalones que ya no
tendrán esos pliegues impecables. “Mirá Arturo: cuando te pasen
esas vainas, avisá, por lo menos podría darte un alka-seltzer”. Y él:
“no tenés por qué espiarme hasta cuando voy a cagar, Márgara”. Y
ella: “No te espío, Arturo, es que me dio miedo cuando oí la manifestación,
vos sabés cómo soy de nerviosa y vaya una a saber de qué
son capaces esos infelices”. Todo este diálogo forzado mientras se
viste y ella sonríe, como si se burlara de verlo en la situación más
triste de su vida. “No te rías, Márgara, que un daño de estómago
le da a cualquiera“. Y esta vez ella sí ríe, y él no se incomoda, de
cierta manera es la mejor forma de defensa que ella tiene contra sus
imposiciones. Por fin tiene la certeza de haber salido del infierno
y le hubiera gustado verse modificado en el espejo, recobrando de
nuevo su verdadero rostro, con el uniforme poco a poco en su sitio,
ajustado a su cuerpo. “Salite que me voy a dar un baño”, le dice
Márgara y él sale sumiso, pensando en las múltiples leyendas sobre
matrimonios que se bañan solos, “esas son invenciones”, pero recuerda
una película vista hace años, quisiera preguntarle el título a
su mujer, trata de recordarlo, sí, era una película francesa prohibida
por la censura, sí, esa era, pero —en fin—, cosas de las películas
porque él, Gutiérrez, nunca lo ha hecho.
—Dime, Arturo —dice Márgara.
—¿Qué pasa?
—¿Lo conocías? —y esto lo pregunta quitándose la ropa, quedando
desnuda frente al marido que baja la vista avergonzado.
—¿A quién?
—A él: ya sabes a quién me refiero.
—Sí, lo había visto varias veces.
—¿Cómo era?
—¡Cómo iba a ser! Era un cura, supongo que habrás visto un
cura, ¿no?
—Bueno, sí, te lo preguntaba para saber cómo era —y, desnuda
frente al capitán, vuelve a reír, esta vez con burla, con una picardía
que lo hiere (se lleva las manos a los senos y los sostiene como si
verificara su dureza), que lo obliga a salir del baño tratando de
acordarse del rostro del sacerdote, era imposible imaginárselo vivo,
solo podía tener fija la expresión de su cuerpo muerto, con el
pecho atragantado de balas.
—Arturo, mi vida…
—¿Qué querés?
—Subile el volumen al radio y pasame el frasco de champú.
Y usté va al radio y gradúa el volumen, lo gradúa hasta el máximo,
hasta aturdirse con esa voz que pasa los comunicados cada
minuto, que los repite con pena, y va al baño y extiende el frasco
desde la puerta y su mujer asoma con el cuerpo desnudo, sonriéndole,
sin cerrar la puerta.
—Arturito, mi amor…
—¿Qué querés? —grita, grita para poder ser superior a la voz
estruendosa del radio.
—¿Cuándo tendremos un hijo?
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