Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Nuevas para la familia
Son de máquina
(Bogotá: Editorial Testimonio, 1967, 80 págs.)



      El corre-corre por los corredores no vino a parar sino en la tarde, cuando el teléfono dejó de timbrar y todos —la madre, las dos hermanas, el hermano— se sintieron cansados, aunque la madre seguía recostada en la cama, simulando reposo, casi extenuada: a su lado estaban tres periódicos abiertos en la misma página y ella miraba a veces la foto que ocupaba dos columnas, exactamente en el centro, y el rostro sonriente de su hija, los cabellos rubios, la boca un poco disimulada de satisfacción. Cerraba entonces los ojos y se estiraba bocarriba en la cama y oía las voces de las hijas y el hijo comentando aún los incidentes de la mañana.
       “¡Están tan contentos!”, pensó. Volvió la vista hacia los periódicos, y, por espacio de veinte segundos (que podían haberse contado con exactitud) mantuvo clavada la vista en aquel rostro que se le parecía. Ahí estaba, junto a la mesita de noche, una foto suya de joven para establecer la comparación: miraba el retrato y comparaba. Salvo el notorio lunar de la mejilla derecha que ella había pintado levemente de negro, los dos rostros parecían idénticos. Cuando estaba chiquita la niña, todos decían que se parecía a su papá. A medida que fue creciendo y haciéndose mujercita, todo el mundo decía que iba pegando padondemí, que la boca era vaciada, que el pelo, que los ojos, que la nariz, ¡ni se diga!
       Sintió sueño y bostezó largamente. Oyó que una de las hijas llegaba corriendo al cuarto, alarmada, pero sonriente. “Es de larga distancia, llama la tía Tere”, dijo la joven de unos trece años. La madre se levantó de un tirón. “Era la única que faltaba por llamar”, y corrió al teléfono. Las hijas y el hijo, sentados en un sillón, querían seguir el curso de la conversación: pendientes del diálogo, miraban los gestos de satisfacción de la madre, que tuvo que subir la voz hasta gritar. “Si supiera la felicidad que nos dio al levantarnos, hojear el periódico y verla allí, igualita a como ha sido siempre”, dijo, y la conversación se prolongó por varios minutos. “Dile que nos diga cuándo viene para prepararle una fiesta”, sugirió la hija menor, la de los trece años. “Bueno, espero su llamada para el domingo y le agradezco, no sabe usted lo feliz que nos pusimos”, terminó diciendo la madre para luego colgar el auricular. Y se quedó abstraída, mirando no se sabe dónde. “Deberías descansar”, dijo el hijo. “Creo que me hace falta, desde las siete de la mañana estamos en esa andadera y en ese trajín”. (El cucú había dado las dos de la tarde hace algunos minutos). De pronto, como por un gesto de magia, la casa entera se sumió en un silencio absoluto. La hermanas y el hermano salieron a la calle y la madre se tiró sobre la cama, esta vez pesadamente, sin tener tiempo ni fuerzas de mirar los periódicos que seguían abiertos en la misma página. No tuvo tiempo de repasar de nuevo el trajín (como ya lo había hecho por cinco veces consecutivas): todo el trajín de la mañana, cuando al mirar el periódico, pegó un grito que se oyó seguramente en todo el vecindario. “Miren, miren y vean quién acaba de salir en el periódico”, un grito que agitó toda la casa, las hijas se levantaron en ropa de dormir, ropas mínimas de nailon que a duras penas cubrían sus cuerpos. El hijo corrió al cuarto de la madre y, al estar frente a ella y las hermanas se sintió desnudo, apenas en interiores, pero no tuvo tiempo para el pudor: rodearon la cama y los ojos se clavaron en aquella página del periódico, en aquel rostro cubierto casi por unos cabellos largos y rubios, descuidados. “Dígale a la muchacha que corra a comprar unos diez ejemplares antes de que se agoten”, ordenó la madre. “Y pensar que su papá no tuvo tiempo de ver esta oportunidad”, exclamó en tono lastimero la madre, y todos hicieron un gesto de pesar que duró solamente el tiempo que dura una sonrisa obligada, falsamente complaciente. La madre, instantáneamente, tuvo ante ella la imagen del padre, sentado en la mecedora, respirando fuerte, casi con silbidos. Al rato entró la muchacha con un montón casi insostenible de periódicos que fueron abiertos todos a la vez, como si existiese la sospecha de no hallar en algunos de ellos el mismo rostro. “¿Qué le dijeron en la esquina donde compró los periódicos?”, preguntó la madre. “Nada ”, respondió la muchacha. “Pues dentro de unos minutos van a empezar a decir, y mucho que tendrán que decir, pues esta noticia se lo merece”, dijo. Se imaginó a todo el vecindario reunido en la esquina, a las vecinas asomadas en las ventanas, un coro de voces incomprensibles, en todos la admiración dirigida hacia la casa más próspera del vecindario en una ciudad que apenas se permitía el lujo de crecer despaciosamente, como si cada construcción significara un desafío a no-se-sabe-qué-leyes, leyes remotas, respetadas con temor.
       Las hijas y el hijo salieron a la sala y, peleándose, empezaron a buscar en sus libretas de teléfonos. Acosados por el deseo de decirlo a alguien. Cuando la madre salió a la sala, llevando dos periódicos en la mano, los hijos apresuraron sus llamadas. “Déjenme llamar a mí”, pidió. “Quiero que mis amigas compren el periódico”. El corre-corre por los corredores, por las habitaciones inmensas, llegó a la confusión. Afuera, ya todo el vecindario se había enterado de la noticia. “Deben haberse acabado los periódicos”, dijo una de las hijas.
       “Ángela Ángela cómo te ves de bella allí en esa foto quién diría que eres tú si solo hace unos días eras apenas una niña con bucles y vestidos como chorreando sobre tu silueta Ángela Ángela hija mía y pensar que siempre dije que eras una niña un poco lerda un poco retardada y que no creía que llegaras tan lejos Ángela Ángela tu papá que siempre te mimó porque decía que eras una niña un poco debilucha hubiera querido estar vivo en este momento cuando veo tu fotografía en el centro del periódico y una leyenda abajo que no he tenido tiempo de leer y Ángela Ángela si vieras a tus dos hermanas cómo se han puesto de felices parece como si fueran ellas las retratadas en el periódico en esta página que tengo a mi lado que no me canso de mirar que miro y remiro y sigo mirando si vieras a tu hermano el mismo que te jalaba las mechas cómo se sintió yo siempre dije que eso de tenerte rabia él era mentira qué verdad iba a ser pues me gustaría que estuvieras aquí en la casa y no en la capital con ese frío que hace tan lejos de aquí en este pueblo sucio y cochino que nos tiene enterrados en donde tu papá nos dejó clavados como si quisiera hacernos cumplir una condena Ángela Ángela ahora que te veo me acuerdo de cuando crecías de cuando te íbamos a dejar al colegio tus amigas se burlaban de ti porque te llevaba de la mano si no yo tu padre Ángela Ángela es como si fuera ayer mismo te veo ahí toda juiciosa dejándote llevar hasta la puerta del colegio y la mirada de envidia de las demás seguramente no podían tener lo que tú tenías lo que te dábamos lo que tu padre había comprado y lo que había ganado fregándose trabajando como un negro toda la vida trabajando hasta medianoche porque siempre tenía el presentimiento de que algo marchaba mal aunque no fuera así Ángela Ángela quisiera gritar tus hermanos yo los veo les veo sus caras y recuerdo cuando te fuiste solo el año pasado lloramos todos en la estación cuando te subiste al tren y pensamos que tres meses imagínate tres meses ibas a estar lejos de nosotros porque tenías que entrar a la universidad terminar tu carrera a los cuatro años y hacer tu máster es como si hubiera sido ayer y hoy resulta que te veo como te estoy viendo en el periódico más leído del país retratada a dos columnas o qué se yo cómo dijo tu hermano que era eso que saltaba de contento por toda la casa y llamaba y llamaba a sus amigos para que corran a comprar los periódicos Ángel Ángela si supieras en la carta que te escriba dentro de una hora y que no sé cómo encabezar te contaré con todos los detalles el revuelo que has causado ha sido de maravilla de ma-ra-vi-lla el revuelo que ha causado en todo el puerto la noticia y no sé perdóname si mi carta no es tan bonita pero tú sabes que yo no sé decir cosas bonitas como tú tú que nos hacías acrósticos cuando estabas ya en tercero de primaria apenas unos acrósticos hermosísimos que seguramente tengo guardados en el cofre o entre las cartas viejas que tanto quiero ahora es cuando caigo en cuenta y pienso lo inteligente que has sido y no como dijo alguna vez la estúpida maestra que tenías en segundo que eras un poco lerda porque para que salga tu foto en el periódico porque para que salga tu foto en el periódico porque…”, y la madre, agotada, dejó suspendido su largo estar reflexionando, cuando oyó que el hijo anunciaba la visita de algunas amigas. El corre-corre por los corredores fue haciéndose más lento, el cansancio llegaba, las visitas se iban y llegaban de nuevo, se perdían, se renovaban, después de cuatro horas de vueltas y revueltas en toda la casa, que en el momento de conocerse la noticia fue aseada y dispuesta como para una fiesta, “arregle bien, ponga todo en orden que no demoran en llegar visitas”, arreglada escrupulosamente, las matas regadas, los pisos encerados, el olor a cera con lavanda siguió tan penetrante como en el comienzo, las camas tendidas con los ropones más vistosos, todos comprados de contrabando en el muelle, en los barcos italianos, y así el corre-corre-corre por corre-corredores, por las grandes habitaciones, por los recodos menos imaginables de la casa que se convirtió en un verdadero pánico, en un pánico de admiraciones-abrazos-tonos-elocuentes, grandilocuentes. Después de haber visto la fotografía y de imaginar aquel rostro en movimiento, por un extraño efecto de los ojos fijados tanto tiempo en él, la madre, las hijas y el hijo sintieron que los pies pesaban por el cansancio. Fue cuando la madre dijo que debería descansar y cuando los hermanos dejaron que la casa recobrara el silencio que había tenido antes de las siete de la mañana y de la llegada de los periódicos. “Mi hija elegida reina de la universidad”, pensó la madre en el único instante que tuvo para pensar por qué había salido su hija en el periódico. Antes de salir el hermano, dejó la radiola prendida, varios discos en el automático, después de haber mirado el reposo de la madre que, aún en el sopor, reinició sus reflexiones dislocadas, como un ejercicio para el sueño, “como cuando ibas creciendo y venías cada día más bonita a la casa y yo te miraba cuando empezaste a ponerte los primeros sostenes y a pintarte un poco porque no te gustaba sino un rosadito en la mejilla y yo te decía que te estabas poniendo muy hermosa y que definitivamente de no ser por el lunar de mi cara seríamos idénticas cuando…”, y finalmente, la habitación quedó arropada en el sueño de la madre, que dejó suspendido en su imaginación el rostro de Ángela retratado a dos columnas en el periódico. Mi hija, reina de la universidad, fue lo último que dijo en un suspiro antes de dormirse.




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