Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
Puertas abiertas, distancias cerradas
El verano también moja las espaldas
(Medellín: Editorial Papel Sobrante, 1966, 120 págs.)
Estabas tan rodeada de esas cosas que ahora podría escribir y poner ante ti —una a una en sus contornos—, todas las que hacían
parte de tu mundo, aquello que se te había dado al despertar: biombos,
música en penumbra, a veces Bach, casi siempre Vivaldi, tanto
te gustaba, pasos perdidos entre los corredores, temor al gesto que
se escapara de su límite exacto, “¡ah, perdón, excuse usted, señora!”,
disciplina rígida, “ya sabes bien lo que debes hacer esta tarde, ¿verdad
Ángela?”, códigos, reglas, siempre las reglas, severidad, espejos
con marcos barrocos-plateados, alfombras, agasajos, “no olvides
que esta tarde debemos ir donde… sí, claro, hay que ir, siempre han
sido amables con nosotros”, regalos, tarjetas, ecos en las habitaciones
como de voces rescatadas de una muerte indescriptible, ritual
del desayuno, misa de la mañana, ocio de las tardes, última reunión
de la cena —claro está, las oraciones: “Bendice Señor, estos alimentos…
”—, revoloteo de pájaros afuera, en la enredadera del balcón,
consejos, presupuestos, proyectos: un viaje maravilloso a Europa y,
tal vez, un máster de la niña en Yale, amistades no-amistades, odio,
amor enfermizo y posesivo, cálculos para cada cosa, cantidades incontables
rodando y rodando en las conversaciones, “¿sabe usted?,
cerré el negocio en… no podía hacerse de otra forma; usted sabe
que siempre es uno el perjudicado si cede en un solo centavo”, siempre
rodeada de conversaciones de negocios, Ángela Puentes.
También la misa del domingo: todos dispuestos en la banca
reservada con el nombre de la familia en el respaldar, “Familia
Puentes”, y los reclinatorios abullonados y todo aquello que tú
tenías tan cerca, todo eso cerca de ti, casi adherido a tu piel, como
tus ropas, como el color del pintalabios, todo aquello que de un momento
a otro arrojaste, olvidaste como para partir de cero, como se
parte siempre…
Todo pudo haber continuado así si tu decisión hubiese sido otra,
cuando crecías al lado de ellos y oías a tu padre en la sala cuando te
miraba, “te estás haciendo cada día más mujer y más hermosa”, o tu
madre conversando con tus amigas, “esta Ángela va a salir igualita
a su tía Teresa Puentes: tan alta como ella, tan pretenciosa como
ella, ni más ni menos, igualita a ellas”, porque todo estaba dispuesto
y determinado como en una lista que debía verificarse todos los
días para ver si respondía a tu conducta y a los hechos: las visitas,
las clases de piano y de ballet, recuerdas a tu profesor hablando de
tu “grácil figura” o del sentido rítmico de tus desplazamientos, y las
fiestas de los sábados con confetis, años atrás con las canciones que
sonaban en el tocadiscos nuevo, uno de los primeros de lujo llegados
a la ciudad, y los gritos y los regalos amontonados sobre la cama
y luego abiertos en compañía de tu madre con tanta curiosidad, aún
eras la niña de casa y aún no se había producido el llanto trágico
de la madre con tu partida, ese llanto que se repetía todos los días
a partir del día que tomaste la decisión de abandonarlos (“¿qué le
hacía falta a esta niña para que hiciera semejante locura?”), como si
desde ese momento se hubiese roto una pieza en el mecanismo que
los mantenía tan sonrientes y orgullosos (“que no pise otra vez esta
casa, la Familia Puentes nunca se vio en escándalos y no quiero que
se vea por culpa de esta imbécil”) y todo así hasta llegar al desmoronamiento
doloroso de un mundo.
Ciertamente, celebraste tu decisión con dolor. Era como haberse
desprendido de algo a lo cual se ha estado sujeto durante tiempos
inmemoriales. En un comienzo fue el dolor-pánico y hasta los
llantos de cada noche cuando lo pensabas. “¡Tengo que irme, tengo
que irme, irme, irme!”; estaba casi decidido y no podías evitar cierto
rechazo que te venía del fondo (“pero tener que dejarlos, parece
muy cruel”) hasta que lo decidiste, hasta que no volvió a escucharse
el “¿Qué le provoca señorita Ángela?”, ni esos “la mesa está servida
”, ni “como usté mande, sumercé”, ni las respuestas sumisas del
servicio ni las sugerencias comedidas de la vieja cocinera, y las órdenes
que debían cumplirse, determinadas por tu padre…
¿Recuerdas?
Qué duro era irse alejando de esas cosas (medidas en cada hora
transcurrida) y tarde y día sentir que un mundo se iba de ti. Tú,
acostumbrada al respeto más rígido, lo comprendías; adecuada a
la ceremonia, al orden, a la vida de decoro y sobriedad, al punto
marcado sobre cada cosa, a las soluciones tomadas en familia, todo
afirmado y reafirmado en una conducta de años, asentados en
los álbumes de fotografías y en las memorias todavía no escritas
de tus padres, en la misma memoria de las gentes de la pequeña
ciudad (“es Ángela Puentes, hija de don Francisco Puentes, sí, el
de la fábrica”), las murmuraciones a tu paso (“igual a su madre: es
como si la estuviera viendo cuando joven, antes de que se casara
con don Francisco y que empezaran a hacer plata”): ahí estaba todo
recogido en el pasado y era como partir de un punto vacío para
llenar con otros ingredientes tu cuerpo mezclado en los tumultos
de la ciudad abierta al ritmo y a la negramenta agresiva, a un olor
de mar, mariscos y vientos contaminados de sudor… Sin embargo,
empezabas, Ángela Puentes, empezabas a vivir y eso marcaba otro
ritmo a tu vida.
Ahora queda el refinamiento de tus gestos, la preferencia por los
colores sobrios adecuados al color de tu piel, tu gusto en el arreglo
de las cortinas y la disposición de las flores en su sitio, cierto tono
amable en la voz y la manera de quebrarla hasta la delicadeza…
Cerca de él, imagen del amor, todo parece estar borrándose, todo,
hasta la misma conciencia del pasado… Ahora es otra mano, es otro
beso, es otro lecho. No es Bach, ni Vivaldi, ni el revoloteo de los pájaros
afuera, ni la voz complaciente del servicio, ni el cucú a la hora
exacta. Todo se ha roto y estás al lado suyo, y es largo el silencio en
un cuarto pequeño sin corredores y es más larga la ternura (“tu piel
no había sentido tanto el roce de tu piel”), algo distinto, ruido de
autos afuera, tropel en los corredores que dan a la única habitación
de la humilde vivienda, ausencia de la sirvienta-negra-silenciosa.
Las ventanas no se cierran ni te ofrecen la oscuridad que tú decidías
con el gesto de la mano levantando la persiana. Por la mañana llega
el sol y penetra en la pieza y no puedes detenerlo y llegan los ruidos,
llantos de los muchachos del vecino y algún grito de la mujer
que cruza por el pasillo, pero llega también su voz, y de pronto es
la música interrumpida por un anuncio comercial y no el montón
de discos bajando uno a uno por el aparato. Ahora es este existir
de dos, este sufrimiento también, o este gozo que se encierra en el
más absoluto secreto, una nueva libertad y seguramente un nuevo
significado en las palabras: cierta crudeza, cierto tono sin ataduras
y, a veces, hasta la grosería en las personas que frecuentas, el cinismo
que pareces no soportar; frases que chocan de pronto contra ti
(“es tan jarto como burgués”, “no soporto esas porquerías de refinamiento
”) y tú a su lado cuando llega el mediodía, cuando sale en
la mañana, cuando vuelve en la noche, “¿vamos al cine?”, cuando
regresan a casa en donde has aprendido a decir “¿te hago tinto?” o a
recluirte sola cuando demora su llegada.
Y mides el tiempo. Quieres aceptar que todo marcha como lo
deseas. Quieres convencerte de que la elección ha sido justa y que
no hay ni habrá jamás en ti un solo margen para el arrepentimiento.
Luchas por aceptar todo como se viene, por evitar una sugerencia
molesta, por no desear lo que no podrás tener, por conformarte
con lo que se te da y por creer que todo lo sostendrá esa ternura
o el amoroso silencio que aceptas cada noche cuando se escucha
el tecleo de su máquina de escribir, o cuando su sombra es la de
un cuerpo encorvado que fija la vista, durante horas, en un libro.
“Si acabara pronto”, piensas entonces. “Lleva horas leyendo: ojalá
deje eso ya, debe estar cansado”, te dices. “Si no tuviera que trabajar
”, deseas decirte, convencida de que sería justo. Vuelves al sillón
y miras una revista, apenas sin voluntad, o te paseas o te arrojas
pesadamente sobre la cama y miras los papeles amontonados en el
escritorio o piensas, piense que piense, tratando de fijar la atención
en cada momento lleno de una riqueza capaz de sostenerte fortalecida.
Dudas, y no quieres que así sea: significa volver, vacilar, darte
a la tarea del remordimiento. Los meses se han contado y las horas
medido y las experiencias seccionado y fraccionado para constatar
si ha sido, verdaderamente, la gran decisión de tu vida.
Inexplicablemente, pierdes calor. Es como si te estuvieras desprendiendo
de las mejores cosas entrañables y tuyas. No descubres
en ti sino una especie de frialdad resignada: antes te acercabas
mimosa a él, ahora permaneces horas enteras aislada, inmóvil,
escrutando no se sabe qué cosas, viviendo en el vacío. Antes se miraban
y ya estaban fundidos, entregándose. Ahora las miradas se
esquivan con temor, te pierdes, te refugias en el rechazo que significa
aceptar —siempre aceptar sin elegir— y entonces él siente que las
cosas han dejado de marchar, que han torcido su rumbo. Te acercas
a sus cosas: escrutando papeles, el borde de las hojas de los libros y
dejándolo todo al segundo, como desprendiéndote de su valor. Él
empieza a comprender el significado de tu sufrimiento. Lees los periódicos
sola y detienes la vista en las páginas en donde se registran
las fotografías de tus amigas —a veces el nombre de tu padre, de
tus familiares, alguna recepción— y no sabes por qué, Ángela, se
te nota una expresión dolorosa. Andas por la calle y al encuentro
con amigas se te enrojece el rostro o esquivas el encuentro, inventas
una excusa para cambiar de acera. Él entiende que quieres evitarlo
y buscas razones y aquí están, como esas agonías que se sienten sin
sentirse y ante las cuales solo hay una resistencia fría, fingidamente
fría, o el silencio que golpea en el fondo. Tus conversaciones son
cortas y siempre hay un reproche o una evasiva (“ve tú solo, me
siento muy cansada, me duele la cabeza”) o el motivo para un disgusto.
Vas al teléfono, miras en el directorio, tratas de comunicarte
con gente a quien parecías haber olvidado. Te detienes en las vitrinas
y vuelves otra vez la mirada infantil del deseo que no puede
satisfacerse.
Él prefiere su silencio. Hablas de tu padre o de tu madre una y
otra vez y vuelven a ti como una necesidad (“quisiera estar unos
días con ellos, sé que no tienen nada contra mí”) y esto suena extraño,
como sus frases al hojear el periódico (“¡ah, es Pilar que se
casa! Qué elegante su vestido de novia: fuimos juntas al colegio…”),
y contemplas la foto, “debes conocerla: te la presenté en una fiesta
cuando nos conocíamos apenas”, y largo rato una conversación vacía,
sostenida con silencios.
Sales menos. Tus ojos se esconden, mencionas a gentes que él no
ha conocido y los sitios recorridos antes se han olvidado. Comprendes
que se ha roto algo, que te lanzas a un vacío y que él entonces,
como en una pesadilla, trata de correr, sin lograr un solo movimiento
en su cuerpo, siguiendo en su sitio mientras tú agrandas la
distancia y crece su grito. “Te faltan ambiciones: deberías pensar
por lo menos en mejorar tu situación”, le has dicho un día. “Me
harían mucho bien unas vacaciones, sola…”, piensas y lo dices con
seriedad una noche cualquiera. Se transforma todo: hablas, regañas,
objetas, miras a un futuro y te ves sola. Duermes y es como si
realmente vivieras en el sueño lo que quieres eludir despierta. Una y
otra vez mamá y papá durante los sueños: tus palabras de arrepentimiento
y la complacencia al aceptarte otra vez. Te rebelas contra tu
indiferencia y ahora es otra la forma de responder y rechazar que él
tiene que aceptar por temor de perderte. Algunos días te encierras
en el cuarto y cuando él se acuesta finges dormir y, de espaldas,
sientes mortificante la presencia de su cuerpo.
Algún día, lo presiente él ahora, sentirá que todo empieza a derrumbarse:
te sentirá en el estremecimiento de tu descontrol; en la
lucha azarosa de tus futuras decisiones. Empezarás aumentando los
conflictos y te refugiarás en un mutismo desolador, en la falta de
respuestas o en el ritmo vertiginoso y grosero de las respuestas más
insensatas. Él sentirá tu decisión sin atreverse a precipitarla con un
reproche. Empezarás a mirar sus cosas y a quitarles el misterio que
les dabas cuando viniste el primer día a su cuarto. Las dejarás en su
sencillez, en lo que son por sí solas: cama, espejo, habitación, máquina
de escribir, cortapapeles, zapatos, corbatas, ceniceros, libros,
sus cosas que alguna vez tocaste e impregnaste de significado y de
valor porque eran sus cosas. Él, debatiéndose en el pánico, en el
tecleo prolongado, en la música de la radio, en los anuncios comerciales,
siente que partes y que sus cosas solo son naturaleza física.
Él experimentará esta separación: una especie de pánico sin
palabras; una entrega a esa decisión sin más esfuerzo que el de decir
“será como quiere que sea”, hasta ponerse frente a las paredes
vacías y tú otra vez a tus armarios, tus artículos del tocador, las
ramas que cuelgan de la baranda del balcón, la cena transcurrida
entre la rectitud y las miradas tranquilas, los consejos, todo otra
vez a su sitio cuando ya se haya hablado de tu retorno, “Ángela
volvió a su casa”, cuando entres por donde saliste, puerta abierta
siempre para ti, siempre la espera de tu retorno (“siempre pensamos
que volverías, siempre nos pareció una locura”) y todo igual
a tu regreso, hasta los zapatos bajitos y la levantadora en su sitio,
la cama como cuando la dejaste tendida y los cuadros limpios y
brillantes —reproducciones, grabados, retratos, manchas—, tintas
dispersas, sagradoscorazonesdejesús, inmaculadaconcepción,
niñojesúsdepraga, esas cosas que te imaginaste perdidas por el olvido
de tu nombre, están en su sitio. No han podido olvidarte: los
criados pronunciarán tu nombre en alto, será como una elipse que
cae y otra vez en el comienzo todo, como algo extraviado que se
halla en su punto de origen.
Volverás a oír las campanillas, Bach, también a tu Vivaldi y el
canto de los pájaros. Sentirás los pasos de la sirvienta a la hora del
desayuno y los tres golpes en la puerta (“¿Puedo pasar, señorita
Ángela?”), y en la primera mañana de tu regreso creerás haber despertado
y su semblante, sí el suyo, lejos del cuarto que abandonaste,
estará apenas cerca de ti, en la memoria borrosa, reducida a una
cosa más, como las cortinas, o los marcos de los cuadros, y mamá y
papá afuera, esperándote en la sala, rodeados de prudencia, sentados
mirándose, esperando tu salida.
Nada será el tiempo cuando por fin escuches la aprobación esperada,
“olvídalo todo”, y la voz del padre, con la mano sobre tu
hombro y sentados los dos en su despacho (“nada ha pasado, hija: la
familia Puentes siempre supo olvidar y perdonar”). Sí, has escuchado
ya esa voz y sientes que algo muy pesado se va de ti. Finalmente,
días más tarde, estarás sentada en la primera recepción, rodeada de
sonrisas, todos hablan ya de tu regreso.
Volverás a llamarte Ángela y a escuchar el pito del auto que te espera
afuera, en la puerta de tu casa: los jóvenes —siempre atildados
los jóvenes— esperando en la puerta también y tú sonriéndoles,
aceptando sus invitaciones, precisamente cuando la imagen de él ya
esté borrándose y todo quede reducido a un accidente más que papá
y mamá se encargarán de sepultar, todos los días con su “olvídate
de todo, haz de cuenta que comienzas”.
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