Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

El revés de la trama
Adiós Europa, adiós
(Bogotá: Planeta Colombiana Editorial S.A. (Seix Barral], 2000, 130 págs.)



      De haberse armado de coraje, hubiese sido otra su respuesta. A los dieciséis años es fácil empezar a tirar los techos de la casa o destruir los cimientos como si se tratara de un castillo de arena. Además, se lo impedirían a golpes una vez dado el primer movimiento. Así que, como siempre, guardó silencio.
       Llegar bebido no era un delito que mereciese castigo como el impuesto por su padre, si podía decirse que venía bebido. No había pasado de tres cervezas, las necesarias para animar dos partidas de billar en el café de los turcos. Volvería a jugar y a beber cuando se le antojara, se dijo con el empecinamiento de un muchacho injustamente reprendido. Si se hubiese tratado solo de un sermón, de un duro sermón que no excluía las amenazas hubiese sido lo de menos. Cosas de esas resultan perdonables si uno se acostumbra a oír sin entender, a inclinar la cabeza y fingirse afectado, quizá arrepentido, no lo volveré a hacer, perdóneme papá, aquellas salidas que uno aprende como si formasen parte de un sucio espectáculo de mentiras exigido por el orgullo de los padres, aun a sabiendas de que se trata de un arrepentimiento simulado.
       Pero no. Su padre no solo había sido duro sino, lo que era más grave, imprudente hasta la torpeza. Ninguna necesidad tenía de poner a prueba ante la visita de esa noche su sentido de la autoridad. Pudo haber esperado que se fueran, la cena acababa de terminar y ya estaban en el café, habían visto el programa de televisión y despellejado al vecindario, ya se habían confesado admiración mutua y amistad, conocido la casa, cada uno de sus cuartos, los muebles nuevos, los jarrones de porcelana, la vajilla de los invitados, ustedes saben cuántas cosas se enseñan unos a otros anfitriones y visitantes cuando se trata de una carrera de galgos, tenemos esto, tendremos aquello, también nosotros, un poco más y seremos iguales, festín de envidias que se camuflan en las exclamaciones de admiración.
       Mirando a la visita, aunque dirigiéndose al muchacho, con el ceño fruncido y las manos crispadas, el padre dijo que no estaba en condiciones de perdonar sinvergüencerías, no era esa la clase de educación que había inculcado a sus hijos, dónde se había visto eso de llegar a medianoche y además bebido como cualquiera de la calle, que dijeran sino ellos, los presentes, si tenía o no razón al sentirse defraudado, engañado además porque debía haber estado antes de las nueve, a más tardar, sermones y amonestaciones que había empezado a despachar sin moverse de su asiento y terminado de pie en el centro de la sala, como si ellos esperasen de él una lección de oratoria en el centro mismo de la sala.
       En silencio, el muchacho sintió que se le encendía el rostro. Sentía subir el calor de los pies al cuello, incluyendo una punzada en el estómago. El padre alzaba la voz hasta gritar, ahora mismo se mete en su cuarto y ya hablaremos cuando se vayan estos señores. Y por mucho que la madre intentara con gestos y evidente incomodidad impedir que el padre subiera aún más la voz, para este no existían más que los vecinos y su autoridad, cosa que obligó a la madre a interrumpirlo con firmeza, déjelo para mañana, pero el hombre estaba más allá de cualquier voz mediadora, por encima de la prudente intervención de su mujer, cauta en estas situaciones, que prefirió callarse para evitar un altercado en su contra, más grave en presencia de los invitados que, aunque a punto de largarse, se sentían ya con el derecho de aprobar con movimientos de cabeza, cómo no, hace bien, no se puede perdonar, por pequeños que sean, deslices que pueden llegar a volverse más graves, hace bien.
       Al entrar a su cuarto, el muchacho sintió que nada cuanto le rodeaba tenía ya sentido. Por entrañables que fuesen aquellos objetos, la cama de cedro, los afiches que él mismo había escogido y comprado, los pocos libros que descansaban en dos estanterías, por mucho que allí dentro su vida fuese a veces su propia vida y no la de sus padres, incluyendo ropas deportivas y la promesa de una moto si aprobaba sus exámenes sin suspendidos, por mucho que pudiese empezar a hacer en la clandestinidad, todo aquello no era en aquel momento más que un montón de porquerías —pensó, incapaz de sentarse o echarse en la cama, a la expectativa, como si tras la partida de los visitantes todo prometiese volverse más claro en su cabeza.
       Los visitantes acababan de despedirse después de un prolongado coqueteo en la puerta, lindísimo apartamento, naderías de esas. El muchacho, entonces, intentó tranquilizarse. Lo consiguió, en parte. Miró a su alrededor y pese a sentirse menos agitado compartió con su conciencia la misma sensación de estar rodeado de naderías. Se sintió solo, como quizá se sienta un joven abandonado por el mínimo respeto que puede esperar de sus padres. Solo como si, uno a uno, lo hubiesen repudiado sus compañeros de clase o barrio. O solo y defraudado en la intensidad de un temprano amor de adolescente, convertido de la noche a la mañana en un sentimiento sin objeto.
       Pudo haber llorado y no lo hizo. Es la rabia, más que el dolor, la que permite que el llanto se dibuje en unos párpados jóvenes, la que conduce al cuerpo la nerviosa contracción que de un momento a otro será expulsada en un gesto de violencia. Y el muchacho, cuando ya habían pasado incontables minutos desde la despedida de los visitantes, no pudo favorecerse con una lágrima ni sentirse digno de un gesto de violencia que bien podría haberse descargado sobre los miserables objetos que lo rodeaban y vigilaban en su cuarto. Escuchó, en cambio, sin entender una palabra, la conversación agitada entre el padre y la madre. Solo en contadas ocasiones —pensó— ella se atrevía a disentir. Era entonces cuando la admiraba, cuando el afecto nunca nombrado y pudorosamente expresado, se convertía en una emoción secreta e intransferible, como si por una vez en la vida tener una madre capaz de alzar la voz lo dignificara también a él, furtivo espectador de riñas domésticas.
       —Creo que no fue justo —alcanzó a entender. Era la voz de la madre.
       —Usted es la que no entiende nada de educar a un hijo —cortó el padre con irritación.
       —¡Déjelo, por Dios, tranquilo! —escuchó el muchacho—. A nadie le gusta que lo humillen delante de extraños.
       Haber comprendido cabalmente la frase de su madre le resultó gratificante. Recordó un viejo paseo, solo él y ella, tan remoto que prefirió verse a sí mismo como un niño. Ella lo envolvía en una frazada, lo dejaba recostado en el césped y se dirigía a la orilla de un quieto río. Él la observaba de espaldas y la visión de una silueta, próxima y amada, le producía un regocijo que, recordó, solo podía traducirse en la repentina humedad de sus ojos.
       —Se está haciendo un hombre —alcanzó a escuchar que decía la madre al padre.
       Sintió que la tensión de su cuerpo disminuía, como si estuviese a punto de caer en un estado de relajante serenidad, estado que por lo general anuncia la inminencia de un episodio a punto de ser olvidado.
       Afuera se hizo un largo silencio. Su padre, pensó, había tenido en algo razón, eran más de las doce, había bebido tres cervezas y
       nada de ello estaba convenido. ¿Pero a cuenta de qué tenían que convenirse iniciativas? Supo que ganaba algo de la tranquilidad deseada cuando recordó momentos de la tarde, la salida presurosa del colegio, el encuentro con los amigos, la decisión de jugar una partida de billar, de beberse unas cervezas. Hugo Arroyo tenía dinero suficiente, invitaba espléndidamente, pero el recuerdo de esta velada se veía interrumpido por una imagen intrusa: su padre, de pie en el centro de la sala, intentando imponer a los invitados la severidad de sus amonestaciones.
       ¿Por qué no salía a la sala donde el padre y la madre, seguramente, seguían sentados y silenciosos después de haber roto la monotonía familiar a fuerza de discutir con tanta vehemencia? Decidió salir, como un intruso, con pasos sigilosos. Lo que alcanzó a ver le bastó para recobrar, no la tranquilidad sino la certeza que había tenido desde el comienzo: haber llegado bebido y tarde, como había dicho su padre, no era ninguna vergüenza.
       Recostado en los muslos de su mujer, que le acariciaba los cabellos, el padre parecía estar a punto del sollozo. Un niño, pensó, como un niño. Y regresó, tan cauteloso como había sido al salir al umbral de la sala, regresó a su cuarto.
       —No quería hacerlo… —decía el padre—. Lo siento por él, pero… —fue lo último que alcanzó a escuchar el muchacho antes de internarse en su cuarto, hasta donde llegaban como en un eco los sollozos del padre. Algo parecido a la compasión se apoderó del muchacho. Tal vez por ello no pudo dormirse de inmediato, como hubiera querido.




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