Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
Son de máquina
Son de máquina
(Bogotá: Editorial Testimonio, 1967, 80 págs.)
… pero al cabo es en nosotros donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.
Cita, Álvaro Mutis
Mirando hacia el bar, repasando la hilera de botellas y reparando en las etiquetas pegadas, Ernesto, vestido con traje
gris-claro de pana, trataba de reconocer el sitio mientras esperaba
la llegada de sus amigos, “seguramente siguen viniendo”, hacía
tres años los había dejado, esperando ser reconocido y saludado
con grandes abrazos, así que la espera, ya larga, empezaba a ser
fastidiosa: volaban moscas sobre la mesa y se asentaban en su descuidada
viscosidad, y ya era notorio un malestar que se expresaba
en la manera de subir el vaso a los labios, en la manera de mover
las rodillas en un abaniqueo nervioso, ese movimiento que la
mesera evidenció y siguió, provocada por la suerte de su cliente.
“Otro cuba libre”, ordenó él, y la mesera volvió (vieja, rechoncha,
anchas nalgas bamboleantes y pesadas), sin dejar de mirarle las
piernas nerviosas, fijándose en la pinta que llevaba el cliente, “no
debe ser de aquí: es vaporino”, pensó, y se imaginó uno de los barcos
enormes de la Greislain anclados en la bahía.
Ernesto contempló el vaso vacío y la humedad mantecosa de sus
bordes, recordó que la última vez, en junio del 58, había estado con
los amigos, “todos tesos”, y que el bar entonces se mantenía lleno de
conocidos, “ni los meseros ni el barman son los mismos”, y de ahí
su pregunta curiosa (“¿es que esto cambió de dueño?”) y la respuesta
inmediata de la mesera (“¡uff, hace tiempos!”) y su tranquilidad momentánea
al saberlo.
“¿Ya no vienen los de barrio?”, preguntó. “¿De cuál barrio?”, dijo
la mujer, agitando sus dos brazos en el aire. “Pues los muchachos
que venían antes, no sé, acabo de llegar de los esteits”, dijo tartamudeando.
“No sé”. Y la respuesta lo dejó en silencio. “Aquí vienen
muchos, seguramente ya ni son muchachos: ¿no dice que se fue hace
tiempo?”. (Y entonces el mundo que Ernesto se había hecho antes
de llegar, mirando desde la borda del barco y tratando de reconocer
la ciudad, los pequeños y envejecidos edificios, fue desmoronándose).
“¿Se habrán ido? No puede ser: nunca pensaron irse de aquí,
decían que aquí morirían gozando como siempre habían gozado”.
Insistió en repasar, otra vez, las hileras de botellas y el espejo del
bar, pensando que en verdad las cosas habían cambiado, “entonces
atendían meseras muy buenas: me acuerdo que no hacíamos sino
joderlas todo el tiempo”, y que, incluso, ya no estaban en las paredes
las fotos de Danielsantos, Panchitorrisé ni Celiacruz, sino unos
afiches de toros extraños para él, y detrás del mostrador un hombre
que hablaba con la zeta y la ce, mundo extraño para él, verdaderamente,
lejano de aquel mundo que en Nuevayork se convertía en el
furor del Paladium, que él revivía ahora con nostalgia, en una nostalgia
que lo sobrecogía cuando el sofoco de los cuerpos era de tanta
intensidad como el ritmo de la piernas siguiendo la guaracha o el
danzón, al ritmo de ese “son de máquina, María/ son de máquina”,
o cuando —juntos— todos ellos con el mismo lenguaje, parecían
crear una barrera que los acercaba, que los defendía de ese otro lenguaje
desconocido. Seguro lo compró algún español, pensó Ernesto.
Miró el reloj —subiendo con gesto delicado la manga de la chaqueta
de pana, “meidinusa”—, y vio las siete y media. “Venían a eso de las
seis pasadas”, recordó. Se imaginó la figura delgada de Luisprieto,
con su sonrisa (“¡epa, hermano, qué pinta tienes!”), luego a Efraín
(“coño, hermano, pero mira cómo has venido de chévere”) y a Chavito
con sus mocasines embolados dos veces al día, su peinado a lo
Elvispresley y esa manera de caminar como sobre las nubes, apenas
asentando las suelas de los zapatos (“él tan camaján que ha sido”), sí,
los siente venir, gestos, admiraciones, miradas de envidia, y por un
momento establece un diálogo imaginario con ellos (“Nuevayork,
hermano, hay que verlo, los rascacielos, eso no es nada, hay que
verlos, subirse al Empairesteitsbildin y ver a la gente que camina
abajo como hormiguitas hay que ver la bacanería de Harlem esta
pinta la compré con el sueldo de dos días qué cara va ser hermano
todo es regalado hay que trabajar y todo suave entienden”), diálogos
que luego se van perdiendo en su distorsión, como el volumen de un
radio que va haciéndose escaso hasta quedar en nada, en un vacío, y
luego las preguntas, una tras otra, y él respondiendo, “otro traguito
que yo invito”, sacudiendo la solapa del saco que seguramente se
ha llenado de polvo, “¿cuándo irán a componer este pueblo?”, tosiendo,
tos afectada, concluyendo con una palabra en inglés, “ah,
perdonen, pero es la costumbre”, y otra vez “ai-am-sorry” y las
sonrisas acompañadas a cada instante por otras sonrisas, tímidas
sonrisas de complacencia y ahí su mundo se va haciendo cálido,
dotándose de entusiasmo hasta que vienen las voces más altas y casi
los gritos. Es el golpe de un vaso caído de la bandeja de la mesera
gorda (“putamadre”) lo que hace que Ernesto abandone ese nido
de placidez de sus imágenes. “Será verlos mañana”, piensa y pide
la cuenta (“¿jaumoch?”), en una frase que la mujer entiende perfectamente.
“Dieciocho”. Y ella mira la mano que busca en la cartera,
los dedos que escogen entre los billetes, repasándolos y, finalmente,
uno que sale de la cartera. “Cinco dólares”. Y ella piensa: “Es vaporino
”. “Cámbielos a diez”, y espera que la mujer vuelva con los
vueltos. Ernesto siente la mirada del español detrás del mostrador
y ve una sonrisa amplia, sonrisa amplia salida seguramente del billetico
aquel que se ha extendido, acariciado con las yemas de los
dedos. La mujer vuelve. “Aquí tiene y a sus órdenes, a sus órdenes
jefe”, y Ernesto —al ver de nuevo al español— recuerda al marinero
barcelonés, maricón él, que en la borda le había dicho antes de bajarse:
“Quédate, ricura, quédate y conocerás el mundo”.
Al salir recuerda, de nuevo, los días anteriores a su salida, “se
va Ernesto para los esteits”, y las preguntas, “¿verdad que te vas
a Nuevayork?”, y él, “claro que me voy, ¿qué diablos hace uno
en este moridero?”, riéndose, riéndose cuando no podía detener
el entusiasmo. Recuerda que había conseguido el embarque
de mesero y que después se bajaría en Nuevayork, yéndose en un
barcopirata, de esos que contratan sin compromiso. “Me voy en
segunda del Américovespucci”, dijo entonces. “Bebimos hasta las
seis de la mañana”, recuerda, y es la imagen de Chavito, cantando
un bolero de Daniel, “yo ya me despedí, de los muchachos”, y
la de Efraín haciéndole el dúo, y las horas que pasaron sentados
en la acera cantando y repasando episodios, “cuando íbamos a
las películas de Resortes y de ahí salíamos a tirar paso a la Pilota
”, llegando al entusiasmo dramático de la despedida, llantos
de borrachos cantando tristemente una canción y la corriente de
aire salobre golpeando en sus rostros. “Estaba subiendo la marea”,
piensa. “Aquí a la vuelta vivía Efraín”, se dice y gira el cuerpo para
devolverse y preguntar, “no señor, aquí no vive ningún Efraín”,
y él, “pero si siempre vivió aquí”, y la mujer: “Que no sea terco
jovencito que si viviera aquí nadie se lo negaría ni más faltaba que
se lo fuéramos a negar, seguramente vivió antes pero esta casa la
compramos hace meses y no sabemos quién vivía. ¿Cómo es que
dice que se llama? Ah, no-aquí-no-vive-ningún-Efraín”.
Cuando deja atrás la casa, y queda fija la cara de la vieja haciendo
muecas de cortesía, Ernesto siente varias gotas de agua sobre la nuca.
“¿Qué se habrán hecho esos cabrones?”. En la puerta de la casa
reconoce la voz del padre que grita y el ladrido del perro del vecino.
Al llegar, ayer en la noche, había pensado, viendo la casa y las
mismas cosas en su sitio, que “aspiraciones es lo que les falta para
mejorar la situación”, pero se había guardado su reflexión. “Ernesto
va a dormir solo en la cama suya”, dijo la madre a uno de los
hermanos. “Usted duerme con Juaco”, había dicho luego. Ernesto
había experimentado una especie de resignada incomodidad. “Tendré
que buscarme un apartamento”, pensó. “Qué pena con usted
—le había explicado la madre, siempre con el tono respetuoso—,
tener que dormir en un cuarto con los otros cuatro”. Ernesto había
estado en silencio un rato. “¿Y mi papá sigue en el mismo trabajo?
”, había preguntado. “La misma cosa”. Y él: “Debería cambiar,
buscarse algo mejor”. La madre se había quedado en silencio. Ernesto
había experimentado la pesadez del aire y notado la mirada
curiosa de los hermanos, una pregunta innominada en sus bocas,
tal vez: “¿Bonito Nuevayork?”, o “dicen que hay muchos rascacielos,
tan grandes y altos como las nubes”, y luego sus respuestas,
sus respuestas ponderatorias y entusiastas. Cuando se apagó la luz
volvió el brillo deslumbrante de la ciudad y una pesadumbre que
él hizo mayor al abrir los ojos a la estrechez del cuarto, al recordar
la impresión de las calles, la de los rostros, el Paladium ardiendo
en ritmo en los cientos de cabezas apiñadas y en los cientos
de cuerpos estremecidos, y sentía la impresión de un mundo resquebrajado,
pacientemente resquebrajado en su caída. Fue entonces
cuando pensó volver. “Buscaré la forma de volver, chances no faltan
cada día”. Recordó el invierno de la ciudad y la nieve amontonándose
y se vio con una pala retirándola, abriendo zanjas espaciosas,
resignado a su suerte, a esa suerte de algo que había escogido: la
actitud de su cuerpo, encorvado, tal vez en la mesa de un bar y el
cosquilleo del estómago cuando el hambre se confundía con el frío
y recordó la intensidad del sudor y la interminable y ruidosa fila de
autos replegándose hacia las playas y pensó en La Florida. Su tránsito
mudo, la gran ciudad y ese nostálgico paso acompañado por
las calles de los barrios llenos de arena y lodo y salpicada de mariscos,
en las que lejanamente intuía una necesidad. No pudo soñar,
ni dormir siquiera: escuchó cada golpe del reloj en el cuarto de los
padres y trató de reconstruir su llegada al bar con la vista puesta en
la mesa de los desconocidos. “¿Qué se hicieron Efraín, Luisprieto,
Chavito, los demás?”, había preguntado a la madre al volver a casa.
“¿Luis Prieto? Si supiera: se metió en un negocio de contrabando y
fue a dar derechito a la cárcel. ¡Cuántas lágrimas le costó a la pobre
Clara! —¿Recuerda a Clara, su mamá?— Como que se quedó sin
trabajo y se dedicó a revender unos uisquicitos por ahí hasta que
se enroló con otros que sacaban en grande y acabó —eso dicen al
menos— saqueando una bodega. Y pensar que era un muchacho
de esos que se le veía lo bueno por encima. Un poco vago, pero eso
pasaba”. (La madre había concluido diciendo esto con un bostezo,
haciendo una mueca, seguramente de pena). “¡Pobre Lucho!”, había
dicho Ernesto, “un día de estos lo voy a ver”. (Recuerda que fue
Luisprieto el que más se emborrachó cuando se despidieron, “ojalá
vuelva pronto, hermano, y que se traiga sus dólares, que esos son
los que mandan en todas partes”, lo recuerda y tiene fija su imagen).
“De Chavito supe que estaba en el cuartel y que lo habían llevado
a pelear contra los chusmeros. ¡Ay! Un día vino su hermano a
preguntarme por usted, que quería saber su dirección, pero como
nunca supimos dónde andaba usté, no se la pudimos dar. Fue él que
me contó que Chavito estaba en el monte y que en su casa tenían
mucho miedo de que lo mataran, con lo fácil que es de matar hoy en
día”, dijo la madre, suspirando y mirando a Ernesto, que respondió
al tono apesadumbrado de la madre entrecerrando los ojos y diciendo:
“Bien duro que debe ser eso”. Ernesto seguía interrogándola y
la madre seguía dando cuenta de todas las cosas conocidas. “¡Cómo
cambian los tiempos! —había dicho ella—, y pensar que antes era
más fácil criar una a sus hijos y verlos crecer y darles la educación
que se quería”. Después, Ernesto se había despedido de ella y había
mirado el cuarto que tenía adelante. Ella había reparado en la figura
del hijo con satisfacción. “Se hizo un hombre completo”, pensó.
Al mediodía entró al bar y en la actitud del día anterior, la chaqueta
de pana gris colgando suspendida de un hombro, se mantuvo
de pie junto a la barra, esperando la llegada de alguien. “Es, bueno,
no me acuerdo de su nombre pero me parece conocido”, pensó al
ver llegar al hombre de camisa y pantalones caquis, a quien todos
los días, antes de su salida, encontraba siempre solo bebiendo cerveza
en la barra. “Solo me acuerdo que vino en un barco noruego hace
muchos años y se enamoró de una negra y se quedó aquí, viviendo
con ella, viviendo de las cosas que contrabandeaba. Un día tuvo una
pelea del carajo con tres tipos y los tumbó a todos: desde entonces,
todos empezaron a respetarlo, lo miramos con respeto y queríamos
saludarlo, pero él nunca se dejaba: siempre se mantenía serio.
Míster John, le decía todo el mundo y él respondía “qué hay”, nada
más, y seguía caminando con su negra abrazada, él tan mono, con
los brazos velludos, caminando despacio, siempre con su negra del
brazo, “qué le habrá visto a esa mujer” decían cuando lo veían pasar
las otras mujeres, más claritas ellas, y él —que seguramente había
oído las murmuraciones— se reía y la abrazaba más. Ya se estaba
volviendo viejo cuando me fui pero parece igual que antes, que en
el cincuentiocho”. Ernesto trató de saludarlo, de encontrarse con su
mirada y subir las cejas (solo las cejas), pero el hombre, bebiendo su
cerveza, “¿dónde estará la negra?”, parecía estar ajeno a todo cuanto
sucedía a su alrededor.
Al salir, el sol empezó a picarle en el cuerpo y desabrochó los
dos botones de la chaqueta, sintiendo el descenso del sudor por
sus espaldas. Trajo otra vez —esta vez vagamente— el recuerdo de
Luisprieto, Efraín, Chavito y los demás. Se imaginó a Luisprieto
con el fusil en la mano, posando en una foto que su mamá tendría
en el tocador. Despacio, reparando en la gente, todos desconocidos,
experimentó una alegre vanidad al sentirse mirado. “Aquí en esta
esquina nos pegaron un susto del putas cuando rompimos unos
vidrios. Chavito casi se mea y Luisprieto no hizo sino reírse. Corrimos
muertos de miedo: cuando llegamos a la casa temblábamos”.
“Casi todos se fueron”, dijo El Profesor, a quien Ernesto reconoció
saliendo de la farmacia, “la misma en donde comprábamos
los condones”, con sus lentes enormes y transparentes. “Aquí no
tienen ningún porvenir, solo el de cargar bultos en el muelle y de
tomar trago con las vagabundas”, dijo El Profesor, reparando en la
figura de Ernesto. Inmediatamente, el viejo se instaló en un amplio
salón, frente a un grupo de muchachos, y se imaginó dando una
lección incomprensible, con el ceño arrugado y un tic nervioso, instantáneo,
en el hombro derecho. “¡Ah, qué tiempos!”, pensó cuando
al abrir los ojos que había cerrado, también instantáneamente, se
halló con un rostro que le era conocido, el rostro de Ernesto algo
maduro. “Me acuerdo que usted era de los que no dejaban a nadie
tranquilo”, dijo El Profesor, conservando el mismo tono doctoral
de sus mejores días. Ernesto, al despedirse trató de conservar
una imagen bastante débil, venida de pronto: estaba de pies ante El
Profesor, con pantalón corto y blusa marinera, serio, asustado esperando
que este asentara su enorme regla, en golpes regulares sobre
la palma de las dos manos extendidas pacientemente. Retuvo por
un instante la imagen, pero inmediatamente sintió la presencia de
sus compañeros, en la imagen siguiente que trataba de superponerse
en su memoria. “¿Dónde diablos estarán ahora?”, pensó. Creen
que no soy de aquí.
(Un flash-back o el valor de las obsesiones:)
Allá todo el mundo quería ser alguien. Trabajaba para ser alguien.
Cuando viene el verano muchos trabajan. Se meten todo el
día y trabajan porque quieren ser alguien. No es como aquí: parranda
de perezosos y sinvergüenzas sin aspiraciones. Hay que ver
cómo trabajan allá: de la nada van consiguiendo, por puro sudor,
todo lo que desean. Como Willy: hay que ver que llegó de Puerto
Rico sin cinco en los bolsillos: estuvo aguantando hambre en Nueva
York varios meses. Nadie se fija en nadie, y aguantar hambre es algo
teso: se siente de pronto que algo se le sube a uno a la cabeza, que
se está quedando sin fuerzas. Y siente los olores cercanos: quiere
apropiarse de ellos. Siente todos los sabores y los retiene entre la
lengua y los paladares. Pero luego, Willy, sí, el mismo arrancado,
tal vez me lo contó él mismo sentado en la sala de su casa, frente
al televisor, con los ojos detrás de unos lentes oscuros, “es para el
cansancio”, que el problema fue encontrar chamba y luego dedicarse
con alma, vida y corazón a chambear. Ahorrar lo que quedaba,
conseguirse un apartamentico de una pieza con su cocina, y luego
la nevera y la licuadora y el televisor, “los créditos son botados”, y
así, un día, cuando se enamoró de una gringa (porque Willy, aunque
su nombre parezca de gringo, es que él se llama Guillermo, o
William, como le decían luego), él es un negro de estos lados, de estos
jediondos morideros, Willy, ese Willy que se había ido conmigo de la
escuela consiguió luego casa, cuando se casó con esa gringa de treinta
años que no dejaba de mirarme cuando llegué y me preguntó, en
inglés eso sí, porque decía que le daba pereza hablar español, que si
quería quedarme y conseguir unos dólares. Willy, ese sí es un hombre
de empuje. No como esta manada de muertos de hambre sin
aspiraciones. Pero de dónde van a sacar aspiraciones estos desgraciados
si tienen que bultear todo el día y cuando salen de trabajar se
van a bebérselo todo en cerveza, sí, aspiraciones es lo que les falta
a todos, como si el mundo se fuera a acabar hoy mismo. Allá todo
el mundo quiere ser alguien, tener su casita, dejarles luego algo
a los hijos, vivir con comodidad, comprarse su carrito aunque no
sea exactamente un último modelo. Willy estaba sacando el suyo,
“me voy a comprar un Ford 59”, y su mujer había vendido por viejo
otro la semana anterior, era un modelo horrible, y Willy dentro de
poco, muy dentro de poco, tendría su carro último modelo, y ya
seguramente lo tiene si sigue trabajando para darse la buena vida…
(y mientras el recuerdo de Willy, sentado frente al televisor, volvía
otra vez, Ernesto recordaba Paladium, allí en donde en el más completo
furor y desenfreno, había sudado hasta el desmayo. Paladium,
dejaba de ser un nombre, o un local inmensamente fastuoso, para
convertirse en el centro de una memoria agitada y nostálgica. Muchos
días después, Ernesto estuvo sentado en la barra del mismo
bar, recorriendo las calles del puerto, ya sin su chaqueta de pana,
apenas sus pantalones ajustados y las palabritas en inglés que soltaba
atrevidamente, acompañado de vez en cuando por un John que
ya no paseaba con su negra del brazo, ni enseñaba su agresividad
altiva, sino más bien un John caricaído, que veía a Ernesto y lo saludaba
con amabilidad. Todo el puerto era recorrido pensando en
la ciudad que se había quedado atrás. Era el constante e ineficaz
juego de la memoria tratando de evocar aquellas cosas perdidas. Las
casas arruinadas y el puerto envuelto en ese fuego que la marinería
desafiaba cuando bajaba de los barcos, borracha e insultante, hacia
las zonas de prostitución, le recordaba a la marinería borracha e
internacional de la gran ciudad que seguía clavada en esas largas
y tercas evocaciones). “Nadie tiene aquí aspiraciones —siguió diciendo
mientras bebía su cerveza—: mi papá lleva veinte años en el
mismo trabajo y en el mismo puesto. La misma casa arrendada de
siempre y las mismas incomodidades: tres cuartos para que duerman
diez personas amontonadas, pero a medida que constataba
esa pobreza, lo asaltaba el recuerdo, muy a su pesar, de infinitos
cuartos de miserables hoteles en donde más de diez, quizá veinte
inmigrantes se arrumaban como carga inservible”.
Ernesto, fatigado, volvía de nuevo a la casa paterna y encontraba
las miradas de admiración de los hermanos: las preguntas escaseaban
ya pero seguía el mismo gesto tímido de los hermanos y de la
madre. Su regreso a casa desataba el diligente movimiento de los
hermanos buscando complacerlo, de pronto una frase en inglés
despertaba sus sonrisas y los hermanos decían, apenas balbuceando,
“no speak english”, y él entonces se reía y largaba parrafadas
para que ellos, entre maravillados y silenciosos, pidieran más frases
en ese lenguaje incomprensible que empezaba a significar para
ellos la remota posibilidad de ir algún día a instalarse en el último
piso de ese edificio cuyo nombre seguía resultando un misterio
absoluto, “ampairesteitsbildin”, decía Ernesto, un nombre dotado
de la magia que unía lo remoto con lo inalcanzable. Lo rodeaban:
Ernesto —entonces— se sentaba en medio de ellos y empezaba
a contar y recontar sus historias, a veces las fantásticas historias
de sus héroes: Willy, el barranquillero que empezó sin nada hasta
conseguir casa, auto, televisor, mujer gringa y cocina de gas. Tony,
el jamaiquino que lavando platos hizo una fortuna. Sam, el mexicano
(cuyo nombre era Samuel Sánchez) que luego de salir de la
cárcel se volvió juicioso y, de mesero, en menos de dos años, tuvo
para hacer vida y negocios independientes… Eran héroes distintos
a los que los hermanos habían tenido y seguían queriendo: Tarzán,
Flash Gordon, Supermán, El Zorro, El Santo, estos resultaban todavía
dotados de un poderío que Ernesto parecía haber olvidado
y sustituido por los nombres de Willy, Tony y Sam (Guillermo,
Antonio y Samuel, mejor).
Cuando Ernesto regresó al barrio de putas, se encontró con el
primer conocido: ahí estaba, sentado en la puerta del Shangay, silencioso
e impotente, un rostro amigo. “Es Tito, Tito el cantinero”,
pensó. No pudo evitar un recorrido de la mirada por el cuerpo del
hombre, que lo miró con admiración. “Sí, es Tito el cantinero”. Y
recordó al Tito que había conocido detrás del mostrador, cantando
siempre “son de máquina, María/ son de máquina”, remedando a
Rolandolaserie. Iba con frecuencia al inodoro en donde prendía un
cigarrillo de marihuana que luego ofrecía a sus amigos. “Es Tito”,
le confirmó un muchacho que estaba ocupando el sitio que en el
58 ocupaba el viejo que, tendiendo la mano, pedía ahora limosna a
los visitantes. Volvieron a su memoria Luisprieto, Chavito, Efraín,
y Ernesto se imaginó sentado en una mesa del rincón, al lado del
estrado de madera que, como un minúsculo escenario, albergaba a
los músicos que acompañaban en vivo el ritmo de la canción, a la
clientela entusiasmada que, con la cabeza, con golpes de las manos
sobre la mesa, con el repique de los zapatos en el suelo, festejaban la
grandeza de la música, y al viejo Tito, el mesero que hacía malabares
con la bandeja llena de cervezas.
Ernesto siguió allí, viendo el lugar de otros años. “¿Qué le había
pasado a Tito?”, se preguntaba. “Fue que —empezó diciendo el muchacho
del bar— lo cogió un mal que ningún doctor pudo curar: se
fue quedando tieso por partes. Aquí lo vimos atendiendo con una
mano que no movía nunca, caminando pandiado. Luego usté no
me creerá, Jefe, estuvo trabajando sin manos. Decía que aquí había
crecido y que aquí estaba el único negocio en que podía trabajar.
Entonces el patrón lo puso a vigilar a los que llegaban y que a veces
se iban sin pagar la cuenta. Luego, ya no pudo hacer nada el pobre
Tito. Un día lo fuimos a ver a su casa, digo casa por decir nomás, esa
que queda a la orilla de la marea, y no se podía mover. ¿Ve usté ese
carrito con rodachines que tiene al lado? Se lo mandamos a hacer,
hicimos una colecta y se lo llevamos a su casa. Ahora lo traen a eso
de las siete, a hacer nada, como usté ve. A eso de las tres de la mañana
lo lleva el hijastro a su rancho. Dice que él quiere aunque sea
ver lo que pasa y pedirle a los gringos sus centis”. Pagó la cerveza y
salió.
En los días siguientes, obstinado en el recuerdo, sin la presencia
de Luisprieto ni Chavito ni Efraín, frecuentó el Shangay y vio,
hasta cansarse, hasta llegar al fastidio, vio a Tito el cantinero decir
a la entrada de los marineros borrachos y tatuados, “uanmoni”,
voz lastimera que Ernesto había dejado de escuchar para grabarla
en la memoria como un sonsonete melancólico del pasado que
revivía en otros días, los días del “son de máquina”. Empezó entonces
la resignación, la callada resignación de dormir en el cuarto
con los demás hermanos. El vestido de pana gris fue dejado en el
armario y empezó a vestir, otra vez, las camisas floreadas y los
pantalones de dril que al llegar le resultaron muy extraños y
ásperos.
Un día, sentado en el parque, vio pasar a John, el noruego, manejando
un jeep. Le entró la curiosidad de saber dónde estaba la
negra: lo vio alejarse y no pudo evitar el pensar: “Seguro se volvió
rico”. Recordó luego el cuarto en donde había estado durmiendo y
el rostro de la madre, la pesada humildad de su voz y la indiferencia
del padre leyendo el periódico. Y entonces, ahí estaban el Paladium,
y Willy, un muchacho joven hablando inglés con su mujer que engordaba,
frente al televisor. Fue penetrando de nuevo en la ciudad y,
aunque extraña, la ciudad volvía a ser el blanco de sus ojos aunque
la memoria hacía de nuevo el ejercicio terco de reconstruir siempre
los mismos acontecimientos, melancolía y nostalgia de los días que
quedaron atrás. Después de dos semanas de estarlo pensando, llegó
a la casa: los hermanos habían olvidado o se habían cansado de
preguntar por nuevas frases en inglés. El padre estaba con los pies
sumergidos en un platón de agua caliente y la madre (silenciosa,
arrugada la frente en un esfuerzo nervioso de sus ojos) trataba de
descoser un pantalón. Apenas levantaron la vista, Ernesto se quedó
un rato en silencio.
—¿Qué hubo? ¿Levantó trabajo? —preguntó el padre.
—No; en ninguna parte hay trabajo —respondió Ernesto y dejó
que surgiera la imagen, descompuesta quizá, de Nuevayork, seguida
de muchos rostros conocidos y amigos.
—Pues busque bien que esto está jodido —sugirió el padre.
—La comida está tapada en la mesa —dijo la madre, en voz
baja.
—Bueno —contestó secamente Ernesto y fue a la mesa. Terminó
de comer y el padre se acercó a él. Entonces fue cuando le dijo:
—Me regreso a Nueva York, me están consiguiendo embarque.
El padre no respondió. La madre se quedó muda. En el momento
de entrar al cuarto para recostarse, quitándose la camisa y sintiendo
el sudor que bajaba por las axilas, Ernesto sintió que los ojos le
ardían y, luego, sin poder evitarlo, empezaron a mojarse de lágrimas.
Sintió que la madre volvía al cuarto y, sin más explicaciones,
le decía:
—Su papá se quedó sin trabajo. Dijo que como usted era el mayor,
debía ver la forma de conseguir algo mientras él levantaba algo
que hacer.
Ernesto enfrentó a la madre y recordó lo dicho hace algunos segundos.
“Me regreso a Nuevayork”, y se imaginó subiendo al barco,
entregando el pasaporte y, luego, en alta mar, asomado al sinfín de
la distancia, con los brazos apoyados en la borda del buque.
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