Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)
Knockout técnico
A golpes
(Barcelona: Editorial Lumen, 1974, 98 págs.)
Siento que la pierna izquierda se me cansa, en ocasiones no responde y tengo que agarrarme para no caer. Ahora, el brazo del
mismo lado comienza a fallarme y el olor del maldito alcohol por
todo el cuarto, como si esta fuera la enfermería y yo en camilla solo
esperase una cura aquí, otra más allá, pero, ¡coño!, es el hospital de
Manga y estoy tendido en una cama, simulacro de una lona más terrible,
y las enfermeras no hacen sino decirme: “Tranquilo, Antonio,
que esto no es nada, ya verás”. Y sé que no puedo estar tranquilo, una
fuerza interior me aguijonea y obliga a estar tenso para no darle
salida al movimiento tan deseado de mi cuerpo, mis piernas no dan
más y es que el ring se desfonda y me hundo, chico, me voy hundiendo,
vieja, y los médicos no dicen nada (“no se impaciente, campeón,
ya se lo diremos cuando se sepa”), tengo que esperar el dictamen,
ya me han hecho varias radiografías y tantas y muchas pruebas, una
tras otra, y examinado mi cabeza, vamos a ver si de allí te arranca la
parálisis, total, tantos golpes que uno va recibiendo en la vida, tantas
y tantas zarandeadas en cinco minutos, y vuelven a sacarme líquido,
sí, líquido de la columna para el análisis, y el alcohol y el mercurio
que se respiran en esta sala, esos gritos de un niño en el cuarto vecino,
el pobre, sería lo último que desearía a mis hijos, mi cabeza dando
vueltas enloquecida, un punching-ball golpeado incesantemente, alguien
que le da a la cuerda durante horas y yo a su lado sin poder
moverme, hazlo más rápido que así vas a entumirte, dirigiéndole la
maniobra, controla el cronómetro, no te dejes llevar por el mareo,
novato. Y es raro: oigo a veces un griterío de los infiernos, como si
miles de hinchas me aclamaran y aplaudieran, como si dijeran: “Dale
duro, Toño, acábalo, báilale un mapalé, suénalo con una cumbia,
cógelo de sorpresa con un directo al estómago o mándale un jab
que lo pare en seco”, y escucho campanadas que anuncian el final
del segundo round y lo mantengo a raya, bravo que es este Ismael,
¿quién diría que aguantaría esta pelea con tanto baile y sandunga en
mi cuerpo?, un tigre, una verdadera fiera, un peleador de técnica,
quizá no tan bravo como Ultimio ni tan zorro como Pippermint,
porque los demás, ya tú sabes, ese fanfarrón de Masahiko Harada
(no sé por qué le dicen Fighting si es una penca, una marmota, tanto
como Joe Brown a quien todavía debe estar doliéndole mi paliza),
tantos otros, pero este Laguna sí es un duro, por algo las dos veces
me sentí batallando con los mismos demonios, cruzando el infinito
y sintiendo que mis puños se exponían a una prueba de fuego, a los
corsarios de El Sitio, a los ingleses con sus cañoneras, mi Cartagena
tan linda, la negramenta de Palenque que me aplaude, siempre
conmigo. Sí, oigo la gritería por algunos instantes y este hospital se
llena de gritos, mierda que están gritando por mí, pero no son voces
de las graderías sino voces oídas desde el fondo de mí mismo, desde
el instante en que me dije: no más Antonio, cuelga los guantes, en
esta vida hay que saber sacar la mano, sácala con orgullo, sesentidós
combates son suficientes, ganaste más de cuarenta, empezaste mal
pero luego te fuiste derechito al cielo, solo campeones del mundo a
tu lado, mucho elogio aquí y más allá, mucha aduladera en todos los
lados, este morocho dará lidia por mucho tiempo, es de esperarse
que con mejor preparación y experiencia se convierta en el terror
del ranking, y tanta hedentina a tu alrededor, cuando me dije otra
vez: cuelga los guantes, y desde entonces oigo voces, veo cuadriláteros
en mis pesadillas, salgo a la calle y me dicen “y qué, Antonio,
¿es que no vas a volver?”. ¿A volver? Y yo, tranquilo, nunca perdí la
paciencia, no mi socio, me quedo, hartos puños he repartido en el
mundo, ahora a gozar de la tranquilidad, y volver luego, coger los
guantes y seguir esos buenos consejos porque comprendo que ya
uno no se debe más que a ellos, su público, ¿tranquilidad?, ¿es que
puede llamarse tranquilidad este cuarto, esta cama, este verraco silencio,
porque aquí todo es silencio?
Hablan en voz baja, tienen miedo de despertarnos si dormimos
y temor de que cualquier ruido no nos deje dormir, y eso fastidia,
a veces me voy emputando en silencio, como si los enfermos estuviésemos
preparándonos para morir en silencio. ¿No podríamos
morirnos, si nos vamos a morir, con buena música de fondo? ¿No
nos podríamos ir muriendo con gente que nos hable, que nos pregunte
qué hiciste en la vida y podamos sacar el inventario, decir no
joda que estoy contento, cómo voy a quejarme, hice esto y aquello,
gente que nos hiciese olvidar la llegada de la muerte o de esas otras
muertes que nos sorprenden en tantas y tantas mutilaciones?, ¿gentes
que nos recuerden, cinco minutos antes, que este puto mundo
se parece a un cuadrilátero en donde los puños disparados en el
momento preciso van a inclinar la decisión a nuestro favor?
Porque, eso sí, no habrá bolsa de arena para detener los golpes sino
golpes verdaderos que atajas y ahí verás si eres capaz de una larga
ofensiva. Yo, al menos, quisiera morirme así. Con una gran orquesta
en mi cabecera, con un buen ritmo de fondo, una tumbadora estremeciendo
la pieza, una trompeta aturdiéndome el alma, un saxo
enronquecido bajando como una mapaná por mi espinazo maltrecho,
morirme con cien velas alumbrando la sala y un vallenato de
Calixto recontando mi vida, que mis hijos digan papá Antonio, ¿es
que no vas a bailar?, ¿por qué no sacas a mami al meneo? Pero no:
aquí es el silencio, cárcel iglesia hospital, y Merche —la pobre— que
me mira con esos ojazos de no-te-vas-a-morir-Toñito, esa mirada
que, dicen, le puso Clay a Patterson en su primera salida. Nada saben
de cuanto sufro, pienso esperando que al fin den el veredicto
más lacerante de mi vida, porque no es lo mismo oír el conteo cuando
estás en la lona, sangrando como un marrano, perseguido por el
tiempo que cae sobre ti, así sea en tu derrota. No es lo mismo estar
en una esquina, con una hermosa bata azul y tu nombre cara al
público, masajeado por el entrenador que dice: “Esta no la pierdes,
Toño, los jueces tienen que reconocer que estás peleando como un
toro, tienen que darte los puntos”, o desinflarte cuando los asquerosos
regalan la pelea que te ganaste a güevo partido, como aquella
con el japonesito, el Harada que no alcanzó a darme uno solo en la
cara, que mantuve siempre a raya, y ahí se vinieron con el cuento
de que me había fajado, todo porque estaba en su salsa, porque los
jueces tenían miedo, porque seguro les pasaron sus yenes, y al fin de
cuentas yo era un negro en casa ajena. No es lo mismo, te digo, estar
esperando que griten: “Coraje, Toño, esto no tiene remedio, el cuerpo
se te irá paralizando poco a poco, saca fuerzas de donde puedas
y agradece a Dios que seguirás viviendo”, incertidumbre frente a
una muerte miserable, mucho más tremenda que cualquier triunfo
burlado, que cualquier descuido en la guardia y, ¡tan tan tan!, ahí
tienes un derechazo que no esperabas, para no levantarte más, y te
tambaleas por el cuadrilátero. No saber qué van a decir los médicos
que salen y se secretean, que te miran como si en media hora, pobre
muchacho, fueras a convertirte en un cuerpo mutilado o un paralítico
condenado a una silla, una absurda y siniestra verdad.
He subido algunos quilos, me he engordado imperdonablemente,
tal vez por la vida sabrosa que se lleva cuando no hay más gimnasios
ni dietas, vida de mujer y trabajo, nada de tragos ni puteaderos de
mala muerte, vida de recuerdos alentadores, un paseíto por la ciudad,
un fin de semana en El Rodadero, oyendo que murmuran: “Ahí
va Antonio, ahí va el campeón”, gente que quiere darte la mano, ¿cómo
te sientes, negro?, ¿vas a volver, no es cierto?, hermanos que me
acompañaron en las derrotas y celebraron mis triunfos, hasta desfiles
me hicieron, con carros pitando y reinas de belleza de los barrios
saludándome, mariconerías —claro está—, pero esta negramenta
nunca me ha abandonado, y si tuviera nombre, un solo nombre para
llamarla, lo llevaría estampillado en mi memoria, gente pura y de
una sola pieza, nada de trampitas conmigo, podías haber peleado
mejor, te queremos, nos gustas, estamos orgullosos de ti, y no más
zalamerías, porque aquí te llevamos en hombros, te sacamos del ring
y te paseamos por las calles, te oímos en el radio cuando no estabas
aquí, cuando desde Los Ángeles o desde Tokio seguíamos cada
puño, cada caída, gente buena esta, nada de dobles juegos, nada de
zancadillas de empresario conmigo.
¿Empresarios? Ojalá los tuviera aquí a todos, manada de desvergonzados,
mercachifles muertos de hambre chupándonos la última
gota de sudor y leche, regateando por cualquier cosa, engordándose
como cerdos, coqueteándonos cuando estamos arriba y ni te veo
cuando te caes. ¿Quién de esos está hoy aquí? Y no es que les pida
flores, no son telegramas lo que les pido, sino que así como llenaban
mi casa en los mejores tiempos (que no están lejos, solo un año,
¡cómo pasa el tiempo!) podrían al menos venir un día a dar una voz
de aliento, así se largaran al minuto siguiente a exprimirle el jugo al
primer negro de agallas recogido de Chambacú: ladrones, eso son,
chanchulleros. No les pido recuerdos porque sé muy bien lo que son
y lo que han sido y lo que serán cuando alguien les parta la jeta, lo
que serán cuando alguien les dispare en la esquina por una cuenta
mal saldada, lambones cuando saben que todas las graderías van a
estar llenas y las emisoras “deme a mí la exclusividad del espacio”,
que van a ver el gimnasio atestado, colas imposibles afuera, una
taquilla para decir, ¡qué éxito, Antonio, te volviste famoso!, se taparon
de plata, estamos concertando una próxima, ¿sabes dónde?, en
el mismísimo Madison Square Garden, ¿lo oyes?, Toño, Toñito, una
próxima en Nueva York por el título mundial, y al día siguiente, a
la hora de las cuentas, aquí está lo tuyo, diez mil miserables dólares
del medio millón que, mal contado, les quedaba en caja, diez mil
asquerosos dólares para que adelantes la cuota de tu casita, ya ves,
nunca tuviste nada, alégrate con esto, el paquete con billetes de a
cinco para hacerlo más gordo, y los periodistas: qué bien, campeón,
estás subiendo, tienes el futuro en tus manos, no hay puños como
los tuyos, y, ¡flash flash flash!, tu cara ensangrentada en los diarios,
cuatro columnas con tu nombre, quieren que les cuentes tu vida,
de dónde saliste, morocho, cuál fue tu primera pelea, a cuántos
noqueaste en el barrio, cómo te hiciste a un puesto en el ranking,
pendejadas, ¿eres buen padre?, ¿bebes todos los sábados?, ¿tienes
otras mujeres?, ¿estás ahorrando para la casa?, ¿ya compraste el carrito?,
porque nunca se les ocurrió preguntar cuánto me robaron
por pelea, cuánta hambre antes de los entrenamientos, ¿es que te
quedaron debiendo?, nada de eso: el flash alumbra y se les tapan
los ojos, no ven más allá de los nudillos de los dedos hinchados, no
ven, andan como sanguijuelas sorbiendo noticias, no les importas
sino arriba, porque abajo, ¿qué noticias puedes darles?, una página
roja desde el hospital de Manga, nota necrológica el día que estires
la pata, qué buen peleador era ese morocho, acabado, esperando que
los médicos den el dictamen, Antonio en su lecho de enfermo se
muestra resentido por sus viejos fracasos y pensamos que le faltó
coraje para subir, en el fondo no se sentía seguro de sus victorias,
los complejos lo martirizaban, nada más que eso, una piltrafa —dirán—,
y esperan verme como Joe Louis perseguido por los policías
y recaudadores de impuestos que asaltan su casa, convertido en
una piltrafa porque estás solo y soñaste ser un Sugar Ray Robinson,
un Floyd Patterson salido de cualquier barrizal cartagenero,
Kid Chocolate en sus años dorados, Archie Moore en su gran trono
imperial, uno de esos enormes negros que han hecho la historia
de los puños y puesto a bailar al mundo a su alrededor porque el
mundo empezaba a temerles, porque los empresarios corren a los
periódicos a untar la mano de los cronistas para que digan “despacha
esta gacetilla a ocho columnas, que nos reviente el estadio”, y
sueñan con que algún día esto de darse golpes limpios sea arreglar
combates veinticuatro horas antes, con pistoleros por si les fallas,
por si das un golpe que no estaba previsto, una avalancha de golpes
cortos en un cuerpo a cuerpo, las apuestas y el whisky anegando el
gimnasio, el ringside plagado de gánsteres, una pandilla de matones
entrando a los camerinos y palmaditas aquí, abrazo acá, una picada
de ojo como si dijeran: ya sabes, negro, en el tercero, out, y abren
sus chaquetas cruzadas por cien botones y en la cintura brilla un
colt, por si nos fallas, y nerviosos cuando empieza el tercero con
una ventaja que te cosquillea y no sabes si vas a tener el coraje de
desperdiciar el jab que te pide el adversario, la miserable fuerza
de decidir tu propia caída, ir retrocediendo hasta las cuerdas y con
los brazos abajo esperar que te desinflen de uno dos tres directos en
el estómago.
¿Con cuentos a mí? ¡Zape!, que un poco de malicia se va
aprendiendo en este oficio y no para darle vueltas al adversario
y esperar sus flancos débiles, una guardia abajo, falta de temple
en las piernas, demasiados directos con la derecha y la izquierda
en la retaguardia, ganchos en el aire como espantando mosquitos,
lo que se necesita es malicia para saber dónde están los amigos,
porque confío en Dios que saldré bien, mis hijos me necesitan, he
sido buen padre, de mí no se pueden quejar, yo sé que mi situación
es complicada, recuerdo que muchos boxeadores han sido
afectados por el mismo mal, unos se vuelven locos, otros tullidos,
algunos resultan complicados de la lengua, pero yo no voy a ser
igual: cuando salga de esto seguiré trabajando, ya sé que me dirán:
te faltaron agallas, te acoquinaron los golpes sufridos, allá ellos,
comenzaré otra vida, ya sé quiénes son mis amigos, quién espera
ponerme la zancadilla, adiós al cuadrilátero y sin nostalgias, no les
voy a cantar un tango, adiós a la celebridad y otra vez al montón,
así me repitan que me sobraron buenos sentimientos y me faltó el
temple de los campeones, porque lo que soy yo, no voy a caer en
la trampa de las victorias, en ese orgullo de por qué no buscas la
revancha, y otra vez los médicos y las enfermeras, el alcohol y el
mercurio, el termómetro en las axilas y en la lengua, cargamento
de gasa pasando por mis narices hacia los cuartos vecinos, camillas
con sábanas blancas, lamentos de los moribundos, esos ancianos
que se van diariamente y los restantes que esperan irse de un día al
siguiente y aquellos que esperan cupo para ocupar el lecho de los
desahuciados, flores en la mesa de noche, llantos por alguien que
dijo no puedo más y se largó con su cargamento de esperanzas a
mejor muerte, el griterío otra vez, sácale ventaja, Pippermint noqueándome
en el primero, Isaac Marín en San José de Costa Rica
despachándome en el segundo, hace apenas un año, cuando ya no
podía dar más y algo me estaba fallando, venían los dolores y el pie
se iba paralizando. Fue en Torices: tiraba paso como un condenado,
siempre he sentido la música en las arterias, cuando peleaba
oía que una música lejana me iba dirigiendo los asaltos, ordenando
cada asalto, tres pasos adelante, lo llevas hasta las cuerdas, cuidado
con el clinch que este lo está buscando, lo llevas a paso de conga y,
¡paf paf paf!, fuera chico, música de fondo que solo yo oía, que por
eso me tiré en Torices a la pista, suavecito primero, nada de arrebatos,
suavecito que es la mejor forma de gozar el baile, movimiento
de cintura, qué rico bailas, los pies haciendo sus figuritas y la hembra
dejándose llevar, soñando que la tienes en brazos, brazos de
campeón —le dices—, cuando en esas, ¡coño!, el vacío, como si me
quedara sin piso, el primer síntoma, no es nada grave —me dije—,
debe ser el cansancio, ya habrá otro día, perdóname por hoy, mulata,
debe ser el cansancio, y no podías levantar la pierna, creías que
era la consecuencia del mucho trajín, pero después la cosa seguía y
no era para encogerse de hombros, nunca me encogí de hombros,
debe ser algo grave, y es cuando me llevo las manos al rostro y lo
siento adornado de cicatrices, nada para lamentarme como niña
consentida, cicatrices por haberme dado en cuerpo y alma a este
oficio, por haberlo enfrentado hasta en las peores derrotas, porque
eso sí, limpio sí he sido, todo un caballero, un hombre sencillo que
a nadie ha subestimado, que nunca se llenó de encono contra el
contrincante, así lo tuviera en sus puños y le hiciera morder la lona
sangrando, y si era yo quien la estaba mordiendo, ahí estaban mis
manos para decirle bravo, te la jugaste limpiamente, y lloraba ese
golpe que me daba la vida, lo lloraba en mi camerino, en casa la
Merche no hablaba porque aunque ya no lloraba, por los ojos me
estaba derritiendo de rabia, echaba al preparador, déjeme llorar de
rabia, porque era eso, sabía que podía haber peleado mejor, ser más
cauteloso, no mostrar el cobre en el primer asalto, ser más zorro
que oveja, pero Toño, no es para desconsolarse, diste lo que tenías
que dar, el destino quiso que perdieras esta pelea, y yo, nada del
destino, no meta al destino en estas vainas, fui yo quien perdió la
pelea, viejo, váyase y déjeme en paz.
Vuelvo a sentir que la pierna izquierda se me cansa, de nuevo
Pippermint cae sobre mí y en la lona empiezo a desgarrarme
desconsoladamente, es el fin de un asalto como mi propia muerte:
Marín se me viene encima, ya desde el primero ha estado tentándome
cuerpo a cuerpo, golpes cortos, me ha sacado ventaja y estudio la
forma de zafarme de él cuanto antes, de cambiar el juego porque mi
primera salida fue en falso y el mánager ha dicho que no lo enfrente,
que lo obligue a buscarme con golpes largos, ya será hora de sorprenderlo
con mi un-dos-tres, ¡pum!, atrás, atrás, atrás, baile de
baile de baile, mi jueguito de cabeza y un ojo que bizquea y la goma
entre los dientes como si se saliera, ¡pum!, pero no hay chance, el
hombre es un tigre, ha subido dispuesto a acabarme, se ve que el público
es un motorcito carburado en sus puños y Raúl Rojas, en Los
Ángeles, da una buena pelea, un poco agitada desde el comienzo,
a ver negro tu resistencia, ambos queremos acabar de una vez por
todas, pero es hueso duro de roer, y ese mequetrefe de Pilele, aquí
mismo en Cartagena, ese don nadie que luego andaría por ahí diciendo
que me había dado en la jeta, hoy se acerca a mí y me dice
campeón, eso muy al comienzo, todavía no sabía lo que era manejar
el cuerpo, creía que era cuestión de tirar puños y que mi ángel de
la guarda los pondría en su sitio, no podía disponer de mis puños
como me entrara en gana: sesentidós peleas se vienen sobre mí y
están a punto de desfondar la cama, de acabar con este silencio, de
hacerme olvidar la espera de un estúpido fallo, de gritarme al oído,
“Toño, no estás acabado, la vida te espera en la calle”; sesentidós peleas
que van armando la crónica de un hombre que como yo nunca
subió más allá de sus triunfos ni descendió más abajo de sus derrotas
porque unas y otras eran sorteadas desde el instante mismo en que
la campana sonaba y en esta esquina, y por mi sangre iba escurriéndose
un calorcito de playa cartagenera, un sol ardiente de carnaval
en noviembre, una sacudida de negro curtido en los peores oficios,
lotero muellero albañil, palenquero de bien, nunca ladrón, hombre
honrado siempre, sesentidós peleas, cien peleas que pasan por mi
memoria y ahora esperando la última, la más ardua e impredecible,
pelea contra el mismo Dios en este cuarto: cierro los puños, Merche
repite que me tranquilice, las niñas se abrazan a mí y abren sus ojazos
de mulatas guapachosas, las enfermeras caminan despacio en puntillas,
los médicos blablablá, si no fuera por mis familiares me estaría
muriendo de soledad, aquí nadie ha venido a verme, no me quejo,
afortunadamente supe controlar mi vida y lo poco que ganaba, por
ahí tengo fama de duro y dizque de amarrado, a Herrera le dan un
golpe en el codo y cierra las manos, pero lo que pasa es que no soy
pendejo y supe administrar lo que entraba, algún día te tiran a la
calle y trapo sucio que ni se mira, las enfermeras de nuevo, la gasa
para los vecinos, los llantos del niño enfermo, las lágrimas de las
viejas que pasan por los pasillos, el silencio de siempre, un calorcito
pequeño desmintiendo esta muerte, ganas de arrojarme a la calle,
de echarme agua de mar en los ojos, los médicos tan discretos, Merche
tan resignada, carajo pareces una enfermera, pon cara de mi
mujer, las niñas prendidas a mi cama, mi escolta adormilado en la
puerta, un muchachón que no sabe para qué lo ponen a cuidarme
si a nadie le he quedado debiendo, por toda Bocagrande corre una
fuerte brisa en este diciembre, por mi memoria Frazer y Laguna,
Rojas e Isaac Marín, Caraballo fanfarroneando yo soy el rey, los
médicos el alcohol el mercurio, en Torices la fiesta iba a dar hasta
la madrugada, ¿por qué no hablan más duro, coño?, las gasas los
llantos mis piernas la mano izquierda, un sollozo cortado, no llores
Merche, iremos saliendo, te llevaré a un lindo sitio con un combo
rumbero, toda la noche diremos adiós a cualquier incertidumbre,
pensar que uno hizo su cuerpo para pelear toda la vida y ahora nos
falla, te alzaré en mis brazos y al fin no es para que llores, negra,
seré tu Antonio, tu Toño a secas, con unos recuerdos tan extendidos
que podré gritarte ganamos contra las gasas y contra las enfermeras,
la ganamos, mulata, oye lo que te digo, la ganamos y no habrá
conteo, ahí tienes deshecho el punching-ball, aquí tienes mi cuerpo
y todo gira gira gira en el cuarto, qué diablos les está pasando, por
qué no dicen una palabra, gira gira y se oye en el radio La vida del
Capitán Silver, ¿por qué no la apagan?, las graderías repletas, en esta
esquina, y repitan campeón campeón, las últimas sílabas alargadas,
te sacamos a la calle en dos rounds y al fin lo fajaste como esperábamos,
para no pararse en la vida, vida te he dicho que no más llantos,
no irás a ponerme un tango cuando lo que quiero es rumba, doctor
dígame cualquier vaina no se esté haciendo el misericordioso, dígale
a los jueces que hagan sonar el gong, que paren esa pelea, que no
lo dejen darme de esa manera, saquen a todo el público, échenlos de
aquí a trompadas, qué hacen inundando mi cuarto, por Dios, Merche,
diles que se larguen ya mismo, que hagan sonar la campana,
¿no ven que gané esta puta y horrible pelea?
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