Óscar Collazos
(Bahía Solano, 1942 - Bogotá, 2015)

Testigo presencial
A golpes
(Barcelona: Editorial Lumen, 1974, 98 págs.)



      Estaba decidido a confesarlo. Anoche mismo había pensado que sería miserable cargar con esa culpa, dejarse abrumar tanto tiempo por los remordimientos. Lo había decidido. Alguna vez —se dijo— tendré que salir de esta asquerosa pocilga y ser alguien, ser gente —se repitió, sin hallar más palabras para definirse. Una semana había sido suficiente y anoche, antes de acostarse, estuvo a punto de llorar. Primero, fue el ardor en los ojos. Recordó la escena y el escalofrío llenó parte de su cuerpo, un malestar descomponiendo sus nervios. Él, Martín Llanos, bajaría de su cuarto a la calle, se dirigiría al lugar más conveniente, expresión compungida, y lo diría. ¿Pero, cómo decirlo? Me tomarán por loco —se dijo. Imaginó una pregunta, ¿por qué no vino a decírnoslo inmediatamente? Y en ese momento no pudo responder. Pensó que esgrimir el miedo como excusa y como razón moral el hondo remordimiento de esos días, la sensación de culpa martirizándolo, quizá no resultase convincente. Tenemos cientos de casos cada semana —pensó que se le respondería. Testigos de crímenes que no se han cometido, maniáticos de la justicia —oyó que le decían. Pero no, lo había oído en una película, no reía que en una ciudad tan pequeña pasasen cosas de película, debía cuidarse de caer en las trampas de su imaginación. Hasta la misma imagen del hombre, detrás de su escritorio, mirándolo con curiosidad y arrogancia, provenía de un film, podría ser la imagen del inspector Warren, cínico como cauteloso, soportando la versión de un inventor de crímenes, pero de todas formas bajaría a la calle, se dirigiría al sitio adecuado, una estación de Policía, llegaría evitando el dramatismo y se presentaría como el testigo de un crimen y descargaría sin pausas la corrosiva confesión.
       Testigo presencial —pensó. Esa era la expresión. Había estado buscándola, quería que fuese la exacta y perfecta definición. Testigo presencial de los hechos —concluyó satisfecho. Había dado un rodeo por el cuarto, se había puesto el único traje presentable y sacado del cajón su corbata más sobria, había lustrado sus zapatos. La presencia física influye en estos casos —se dijo. No podía imaginarse con un desaliño inconveniente y, sin llegar a falsas justificaciones, sabía que estaba viviendo en una época sensible a los hábitos del bien o del mal vestir, exigencia que, excepto en los extremos del exhibicionismo, no le era del todo desagradable. Prefería vestirse correctamente y con modesta elegancia. Así que, una vez hubo terminado con el vestido, fue a mirarse al espejo. Tienen que creerme, se repitió, como si él mismo imaginara la expresión escéptica o burlona de la autoridad, ¿por qué no vino esa misma noche a denunciarlo?, y él sin poder decir que el miedo, usted sabe, uno no está acostumbrado a esas cosas, el miedo, compréndame, pero el tipo no aceptaba la infantil excusa del miedo.
       Fue al espejo y, efectivamente, su rostro no podía estar mejor afeitado, la corbata no podía tener un nudo más elegante. Tal vez debiese borrar la teatralidad de su aspecto, la impostada severidad que le daba. Volvió a dar vueltas por el cuarto y repasó el comienzo y final de los hechos: fue a la ventana y calculó. Veinte metros. No, treinta. Treinta metros desde la ventana del segundo piso a la acera opuesta. Con la hora no tenía problemas: eran las diez en punto, acababa de llegar del cine y de este al apartamento, caminando, eran veinticinco minutos. Entonces trató de fijar en su memoria lo más importante del acontecimiento: los cuatro hombres habían bajado del jeep violentamente, y habían hecho. No, obligado, era lo más justo. Habían obligado al muchacho a alzar las manos y recostarse contra la pared, de espaldas, mientras iniciaban la requisa. En esta parte dudó. ¿Lo habían golpeado antes de obligarle a alzar las manos? Solo un empujón —recordó. Un fuerte empujón —corrigió. Cada adjetivo, aunque debía eludirlos al máximo, debía ser el apropiado: ni excesivo ni deficiente. Tenía que evitar el patetismo que suele darse a la narración de estos hechos. Pero, también, evitar las palabras y frases vacilantes, demostrarse seguro y aplomado en el recuerdo y en la exposición. Falsos testimonios —precisó. Evitar cualquier sospecha que lo colocase en la penosa situación de quien profiere falsos testimonios. Recordó que la expresión provenía de alguna vieja lección del catecismo, pero que —estaba seguro— esa era, sin duda, la figura jurídica. Se sorprendió entresacando de un texto, que hoy lo dejaba casi indiferente, la moralidad de los falsos testimonios y, sin hacerse mayores reflexiones, temió estar ligado en su inconsciente a las máximas y mandamientos que durante algún tiempo fueron objeto de su precaria rebeldía. Terminada la requisa —continuó—, vino el primer golpe: una patada en el vientre y el cuerpo del muchacho doblándose hacia el suelo en el momento en que el golpe siguiente, en la nuca, propinado con los puños cerrados, acababa de doblegarlo. Hasta aquí se imaginó una narración coherente, como si recordase la primera escena de un film. El relato exigía una continuidad de tiempo acorde con las secuencias del hecho. Podría evitarse esos espere, déjeme recordar, creo que olvidé decirle, interrupciones dudosas del hilo narrativo, cortes arbitrarios del tiempo y su lenguaje. Nada de retrocesos una vez expuesto un fragmento del episodio.
       Ya en el suelo, el muchacho recibía una verdadera avalancha de golpes, asestados simultáneamente por los cuatro agresores, que se movían como en una danza macabra. ¿Cómo en una danza? —se preguntó. Resultarían peligrosas las comparaciones, tenía que limpiar la confesión de metáforas. Aunque era dado a ellas (una manía que quizá viniese de su frustrada vocación, cosa que no venía ahora a cuento), prefirió desecharlas. El funcionario de Policía, interesado en el transcurso del relato, iba a mostrarse fastidiado por las comparaciones literarias. Ya era bastante haber aceptado oírlo, darle la vacilante confianza que le demostraba al acomodarse en la silla, como si estuviese disponiendo cuerpo y alma para la narración. Una verdadera avalancha de golpes asestados por los cuatro hombres, entregados de lleno a la tarea de acabarlo de una vez por todas.
       Había, en esta parte, un prejuicio. Tarea de acabarlo de una vez por todas —repasó. Aunque la evidencia de esta disposición había sido inmediata, pensó que estaba aportando una cuota de subjetividad un tanto exagerada. Cabía la posibilidad —él no la descartaba— de que los cuatro hombres no tuviesen esa siniestra intención. El relato tendría que eludir, pues, las conclusiones: estas no eran sino una consecuencia final (no previa) de los hechos. No importaba el suspenso: en definitiva, podía ser una inmejorable virtud, así el hombre, incómodo en su silla, se molestase por el suspenso y sugiriese ir, cuanto antes, al grano: él pediría un poco de paciencia, argumentaría su honestidad de testigo, se mostraría sensible a la fidelidad plástica de cada movimiento. Le diría, en tal caso, que ir al grano significaba invertir el orden de los acontecimientos, técnica mediante la cual las cosas suceden de atrás hacia delante y el objetivo del relato no es otro que la descripción de los antecedentes, un largo efecto de causalidad desprovisto de emoción, técnica a la que no estaba habituado. Y si se trataba de abundar en detalles bien podría excusarse diciendo que él era una de esas inteligencias lógicas, definitivamente perdidas para las digresiones, simpatizante, en todos los aspectos, de un orden inmodificable, suma de dos más dos cuatro y al diablo los caprichos de la incoherencia. Era entonces cuando el muchacho parecía restablecerse y se erguía con dificultad y decía algo (seamos sinceros) ininteligible. Comprenda usted —diría—, a treinta metros cualquier voz es inaudible, a menos que se trate de un grito, cosa que no hizo el infeliz, de pies, con el cuerpo doblado, las manos protegiendo los testículos y —por momentos— el rostro ensangrentado. Llegando a esta altura de los acontecimientos Martín Llanos se enfrenta a la parte más conflictiva de la narración: sin haberlo decidido, está parado frente a la ventana, absorto y aunque a esa hora los transeúntes son escasos, no dejan de pasar tres, cuatro, seis personas apresuradas al trabajo, ajenas a su mirada, detenida en el lugar del incidente (esta palabra, aceptó, denotaba generosidad de su parte). Hace dos días tuvo una idea, después descartada: dirigirse a la acera y marcar con una tiza, el lugar del accidente. Así, de presentarse una inspección ocular (conocía esta expresión desde la adolescencia y solo hoy recobraba su exacta significación) iría sin vacilaciones: eso demostraría su interés previo a la confesión, les haría comprender que no era un testigo improvisado sino la envidiable responsabilidad hecha carne. Pero no hacía falta —pensó: recordaba con exactitud la ubicación de ese espacio y, como detalle complementario, estaba la ventana baja, enmarcada por una reja de hierro pintada de un gris plomizo. Había sido contra la reja a donde había ido a golpearse la cabeza del desgraciado muchacho, cuando una nueva tanda de golpes caía sobre su cuerpo. Precisando el tiempo transcurrido hasta entonces (si de más precisiones se trataba), podrían haber pasado cinco minutos. Su desconcierto, aquella noche, no le había permitido (hubiera sido el colmo de la frialdad) cronometrar la duración del episodio. La idea de erigirse en testigo solo vino veinticuatro horas más tarde, cuando entregado a la lectura minuciosa de los periódicos, no halló la más insignificante información sobre la muerte o desaparición del joven. Los registros de muertes eran abundantes y en cada uno de ellos las circunstancias y motivos estaban claramente expuestos, cosas habituales, aquel aborrecible tono de espectacularidad, riñas callejeras, venganzas retroactivas, rencores imprevistos, crónica roja, simple y cotidiano testimonio de la normalidad social, carne de todos los días, la mediocre muerte rondando como siempre sobre esos seres carentes de fortuna, víctimas indefensas del azar —se dijo. Esa misma noche le atacó un insomnio invencible y, por primera vez, se sintió miserable. Se reconoció capaz de una despiadada introspección y él, para quien la justicia había sido una hermosa abstracción, más de un extenso y bien argumentado discurso entre los amigos, hallaba la ocasión de demostrarse que, más allá de cualquier circunstancia y en una de sus infinitas fisuras y variantes, la justicia era una práctica. Estuvo a punto de comunicar a algún amigo (eran tan escasos) esta obsesiva preocupación, pero pensó que los amigos, en casos como este, se mostraban cautelosos, capaces de otra clase de sugerencias, no te busques problemas, deja las cosas como están, una golondrina no hace verano, vive y deja vivir, tonterías de siempre. Prefirió guardarse las preocupaciones, con el inevitable riesgo de su gravedad: era un lugar común creer que los secretos compartidos descongestionan la conciencia, mientras que, guardados, tendían a producir un malestar incisivo y torturante. Habían pasado otras veinticuatro horas (tres días exactos) y descartó la posibilidad de una información periodística, el asunto empezaba a envolverse en un explicable misterio y, como en más de una historia policial, el caso era enterrado ante la carencia de indicios, la ausencia de personas que reclamasen ante las autoridades. No quiso ocuparse en suposiciones y solo llegó a pensar que, además de la privilegiada situación de los atacantes, su acción podría contar con una bien montada red de cómplices y participantes. Esta sospecha era inconfesable, pero no por ello dejaba de convertirse en certeza. Ya en la segunda arremetida de golpes el muchacho se mostraba incapaz del más leve movimiento defensivo. Incluso, podría pensarse en un desmayo provocado por los frecuentes rodillazos en el bajo vientre, o por esos secos y sincronizados golpes, con los puños cerrados, en plena oreja, o lo que para él resultó cabeza sangrante. Recordaba una masa inmóvil, ultrajada absurda y viciosamente. Habiendo dirigido una fugaz mirada hacia el jeep, se había dado cuenta de que un hombre esperaba en el volante y —para mayor precisión— aquel hombre estaba fumando, volteando la vista hacia la acera, fría expectativa de un ser anodino. Solo unos segundos más tarde comprobó que el hombre del volante llevaba un pálido uniforme color caqui, y aunque en su relato incluía este detalle, tenía que exponer una duda al respecto: ¿se trataba de un uniforme o de cierto vestido llevado descuidadamente por el conductor del campero? Pensó que su memoria, ejercitada en el recuerdo del episodio, era de una endiablada frescura: nada parecía escaparse y, al contrario, nuevos elementos convergían por asociación. El que pudiese precisar que el conductor fumaba y llevaba uniforme (se inclinaba hacia la probabilidad de esta hipótesis) y miraba con desgano hacia la acera, le permitía recordar que, segundos más tarde, este mismo hombre bajaba del vehículo dejando la puerta abierta, dando la vuelta por la parte delantera y ayudando a los demás a echar el cuerpo en el interior. Pero, para comprobación de sus sospechas o argumentación de una hipótesis entre otras de menor peso, las botas resultaban visibles y los pantalones, ajustados dentro de ellas, denunciaban algo más que una accidental manera de vestirse. Desconocía manías semejantes; en la curiosidad de sus lecturas no figuraban tendencias que pudiesen probar la existencia en estos tiempos de hombres aficionados a la suntuosidad de estos uniformes y todo parecía indicar que, por el contrario, una avergonzada mueca se escurría en los auténticos portadores de estas prendas, miradas con cierta antipatía por los transeúntes. ¿Tendría que incluir, entonces, este detalle? Si estaba decidido a ser un testigo de incorruptible honradez, era ineludible. Si se dejaba arrastrar por el temor (no sabía hasta qué punto la suma de elementos conduciría a la evidencia de un acto que debía permanecer en el más completo silencio), la omisión de estos detalles podría presentarlo como un testigo indiferente a la identificación profesional de los protagonistas. Es decir, como el desprevenido testigo de un hecho, a quien únicamente la justicia preocupa por razones morales insuperables. Pero, ¿es que la identificación del conductor, el hecho de precisar sin vacilación el detalle de sus ropas, no hacía parte de la verdad? ¿Correría el riesgo? Cabía la posibilidad (tendría que decirlo) de un bien tramado mimetismo, de un disfraz enfundado a última hora como precaución ante la presencia eventual de algún testigo. En ese caso, que las variantes o alternativas fuesen dadas por los investigadores. Entonces diría, con objetividad, que el conductor del vehículo, con matrícula oficial, llevaba algo que podría ser un uniforme, mientras que los cuatro restantes, en el momento de arrojar el cuerpo al interior del jeep, vestían de paisano. Ropas convencionales —dijo para sí.
       Volvió al espejo, se acomodó la corbata y miró la hora: apenas eran las ocho y media de la mañana. No se trataba de llegar el primero a una oficina: entre las nueve y media o diez podría ser la mejor hora. Se estaba felicitando por la detallada reconstrucción del episodio y sintió que los músculos, tensos y fatigados todos estos días, se ablandaban, cedían, que volvía a ser el Martín Llanos de siempre, un hombre para quien toda clase de preocupaciones resultaban lejanas, un hombre de cuarenta años entregado a una vida mediocre, una que otra emoción, un sobresalto, un hombre sin grandes ambiciones, dado al ocio cuando le era posible, a la vida tranquilizante de los diarios leídos en las noches, algún libro gustado y regustado sin prisas (en su cuarto estaban, en una cantidad nada escandalosa, más de cien volúmenes, cuenta aparte los ordenados tomos de la Enciclopedia Británica, que tantos sacrificios había costado adquirir), los tragos de los sábados, un hombre para quien el país, en sus últimos años, vivía en una escandalosa crisis de principios: pensaba que, tal vez, nunca habían existido y hoy no se manifestaba otra cosa que el caos insalvable de una historia de truhanerías y sordidez. Lo discutía con Antonio, el más cercano y entusiasta de sus amigos, quien —al contrario— se mantenía en una sistemática indiferencia, todo alzar de hombros y a mí qué me importa, pero Antonio era un interlocutor ejemplar, sabía escuchar, opinaba con mesura, tenía un extraño respeto por las gentes capaces de exponer ideas y racionalizar experiencias, llegaba a admirarlos y, en el fondo, a envidiarlos. Todo esto producía en Martín un ascendente orgullo personal, y en más de una ocasión llegó a pensar que con un poco de decisión, un barniz de tenacidad y otro tanto de coraje (la eficacia comprobada de su memoria se daba por descontada y, por ello, como virtud alternativa), podía intentar, probar suerte con la literatura. Solo que —se decía— esta le resultaba a ratos imposible: la complejidad de ciertas novelas y relatos (porque a novelas y relatos se inclinaba), leídos con un esfuerzo más parecido a la terquedad y al amor propio que al deseo, la complejidad o, en el extremo opuesto, la trivialidad de historias que nadaban sin riesgo en la superficie, le llevaba a pensar que, en caso de decidirse, más de un obstáculo desalentador se hallaría en su camino: no sabía en dónde terminaba la autenticidad y aparecía, como un pavo arrogante, el artificio, en dónde se almacenaban los jugos gástricos y se amontonaba la mierda (metáfora brutal que nunca pudo referir pero que, orgulloso, acumulaba para sus más íntimas satisfacciones).
       A salir del apartamento, seguro de que su presencia física inspiraba algo más que confianza (respeto —pensó), convencido de que su relato sería escuchado por el hombre a quien podría llamar Juez o Inspector, a quien encontraría sentado en su escritorio, y que así saldría de esa cargante sensación de culpabilidad y de esos indomables remordimientos. Al salir y enfrentarse al aire fresco de la mañana, pasó por la acera, observó la ventana con rejas de hierro (el gris plomizo se desprendía con una ligera presión de las uñas y las laminillas caían al suelo con facilidad), y por una sola ocasión en toda esta semana estuvo a punto de balbucir, porque lo estaba pensando, la palabra asesinato, término que en el momento de su confesión no estaba dispuesto a pronunciar. Recordó que, por ser el día de su cumpleaños (¡quién iba a pensarlo, tanta desolación había en este día y tanto olvido en una fecha que alguna vez significó la reconfortante convicción de haber saltado de nuevo otro escalón en su vida!), la fecha sería doblemente memorable: en escasos minutos intentó bucear en los años perdidos y halló, a duras penas, un arsenal de imágenes inasibles. Lo que no pudo prever, en ese recorrido tan minuciosamente calculado, fue el agudo temblor de sus piernas, ese gusano reptando por su piel, la parálisis del cuerpo, el ardor de los ojos, la confusión de su conciencia enredando y desenredando el episodio, su paulatina entrega a la vacilación y la aparición de tantos y tantos interrogantes, la memoria desfalleciendo y ese sudor alterando la antes encendida coloración de su rostro, ahora pálido y frío, la dificultad de sus pasos y, de pronto, el olvido de ciertos detalles (media hora hacía desde la total y definitiva reconstrucción de los acontecimientos), un sentimiento sorpresivo rondándolo en su celda, Martín Llanos reduciéndose al aborrecido estado de la cobardía, porque esa fue la palabra que, sin clemencia, dejó escurrir en el instante en que decidió volver al apartamento y largar el llanto necesario para que ese cuerpo, de nuevo tenso en sí mismo, aceptara la tranquilizante realidad de un sueño, que quizá no conciliaría jamás.




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