Pedro
Conde
(San Francisco de Macorís,
1945-)
http://www.pedrocondesturla.blogspot.com
EL CHIVO DE VARGAS LLOSA:
UNA LECTURA POLÍTICA
¡Rompan
filas, viva el Jefe!
Esta
serie de artículos sobre La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa
comenzó a publicarse en el suplemento sabatino “Cultura” del
periódico El Siglo, después de haber sido rechazada por otros
medios de prensa.
A la altura de la cuarta entrega (“Los
cortesanos de Vargas Llosa”), la libertad de prensa se resintió y dio
por terminada la publicación de la serie. La libertad de prensa en la
República Dominicana todavía no permite que se hable de los crímenes de
Balaguer y de las bellaquerías de los cortesanos de la Era Gloriosa.
Se confirma, pues, lo que planteo en
el segundo de estos artículos: Trujillo vive y manda, su herencia vive y
manda. Sus sucesores han detentado y detentan posiciones de poder y
mandan, influyen, determinan, manipulan, inciden en todos los capítulos
de la sociedad. Hoy como ayer, nos parece escuchar su grito de guerra:
¡Rompan filas, viva el Jefe!
CONVERSACIÓN
EN LA CATEDRAL
Con Mario Vargas Llosa sostuve una
especie de conversación cerca de la catedral de Santo Domingo. Él andaba
de turista en compañía de Soledad Álvarez y yo estaba de juerga en el
Palacio de la Esquizofrenia —Cafetería Restaurante El Conde por más
señas— en compañía de Víctor Villegas y Alfredo Pierre.
De modo que disfrutaba yo de la noche
y unas cervezas cuando los vi llegar: Soledad sonriente, Vargas Llosa
sonriente mucho gusto, apretones de manos mucho gusto, otro apretón de
manos, muchas manos, mucha efusión de palabras y mucho gusto (algo así
como La orgía perpetua). Dos minutos después éramos viejos
amigos.
Claro que el tema de Trujillo vino a
cuento (Trujillo “cae al alma como al pasto el rocío”, diría un
nostálgico). Villegas se destapó, de entrada, con una historia
extraordinaria. La de aquella vez que lo cogieron preso, una de tantas, y
lo llevaron en presencia del tenebroso Johnny Abbes. Lo chivatearon a
Villegas y allí estaba, en presencia del siniestro que le hacía
preguntas sobre política, pero Villegas cambió el tema. Comenzó a
celebrar los méritos de un poema que aquel monstruo había publicado
recientemente y se salvó en telita. Borracho a fuerza de elogios, Johnny
Abbes ordenó soltar al muchacho tremendón. Me salvó la poesía, dijo en
conclusión Villegas y ahí mismo le enmendé la plana. Villegas: te
salvó la crítica literaria.
Yo a Vargas Llosa había jurado
odiarlo, metafóricamente, a raíz de su discurso neoliberal, y sobre todo
–sobre todo— a partir de un artículo contra Robin Hood, el héroe de
mi infancia. Confieso, sin embargo, que el personaje me cautivó por su
simpatía, igual que me había cautivado por su inteligencia. Además, es
difícil odiar al autor de La Casa verde y La ciudad y los
perros. Difícil, incluso, odiar a Borges sin amarlo, aun para un
perfecto idiota latinoamericano.
Mi admiración por Vargas Llosa no
estuvo, por supuesto, exenta de suspicacia, ni me he rendido nunca,
incondicionalmente, a sus encantos. Durante nuestra breve conversación
cerca de la Catedral, ciertos detalles me llenaron de inquietud. Vargas
Llosa hablaba y se reía un poco como Trujillo, con voz y risa de flauta,
exagerando los agudos, y me aterrorizó pensar en aquello de las
afinidades electivas. ¿Qué otra cosa tendrían en común el escribidor y
el tirano? La voz de Vargas Llosa no tiene don de mando, no tiene la
autoridad, ni la intención ni el don de hiena. La risa de Vargas Llosa no
es una risa de hiena, desde luego. Es una risa un poco saltamonte,
cordial, curiosa, agradecida, risa de buenas costumbres, la risa a flor de
piel. El humor y la risa a flor de piel.
Aun así recelaba, me embargaba la
duda. Vargas Llosa estaba aquí para documentarse y escribir un libro
sobre Trujillo. Algunos pormenores habían salido en la prensa. Font
Bernard le había improvisado un despacho en el Archivo General de la
Nación. En lo que queda de Archivo, en el archivo sin ley vislumbraría
Vargas Llosa algunos escenas de La fiesta del chivo. Yo —prejuicioso
como muchos— temía lo peor. De la mano de Vargas Llosa, orientado por
Font Bernard, emergería un Trujillo humanista, o cuanto menos
progresista. El propio Font Bernard emergería como lumbrera de la Era y
la pos Era. Ahora sabemos que a Virgilio le fue mejor con Dante.
MARIO
VARGAS LLOSA
CONTRA LOS MAGOS DEL RITMO
“El
misterio es superior a su realización”, decía Poe, y es cierto.
Parecía cierto hasta ahora. En el caso de la novela de Vargas Llosa, el
misterio fue, incluso, anterior a su realización, pero cuando se realizó
se revelaron otros misterios de orden tan superior que no serán quizás
realizables y seguirán siendo misterios, felizmente misterios. Así la
novela es inagotable como fuente de especulación.
De la novela se habló y se escribió
antes de ser escrita, y antes de ser novela se novelaba sobre ella, pobre
criatura. Se la concibió como infamia antes de ser concebida, y durante
el proceso de gestación corrieron rumores perversos. Antes de nacer
enfrentó resistencia, y el parto, ya se sabe, fue seguido con morbosa
curiosidad. El clímax se produjo con la publicación del segundo
capítulo en el Listín Diario. Fue un acto sádico, de refinado
sadismo, por parte del editor dominicano, que dejó en ascuas a millares
de lectores. (Eso no se hace, por Dios, poner un bocadillo en boca de
hambrientos y demorar el banquete).
Para sorpresa de muchos, el Trujillo
de Vargas Llosa se ajusta perfectamente al esquema del intelectual
arquetípico del perfecto idiota latinoamericano. Es la misma visión del
mismo idiota tan castigado por Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto
Montaner y Álvaro Vargas Llosa en Manual del perfecto idiota
latinoamericano, una joya. Trujillo, por ejemplo, es un tirano made in
usa, impuesto por la gran democracia del norte, y el país que le sirve de
escenario es un país con las venas abiertas. Vargas Llosa no sólo figura
en el Manual del perfecto idiota –esto hay que recordarlo-, sino
que además es reincidente, igual que Bosch, Galeano, Consuelo Despradel.
(¿Habrá líos en familia, Álvaro, por favor, comprende, son cosas de
viejo¡).
El Trujillo de Vargas Llosa es un
monstruo sin legitimación ni justificación posibles. No es el resultado
de la necesidad de la historia, ni de la incapacidad de un pueblo, no es
el tirano que nos merecíamos y ni siquiera es neoliberal. En la
construcción del personaje hay, apenas, errores de diseño, problemas de
léxico. Donde se equivocó de plano el autor fue, quizás, en su
apreciación del trujillismo como fenómeno histórico actual, error de
perspectiva. Vargas Llosa vino al país a documentarse y escribir sobre
Trujillo pensando que Trujillo estaba muerto y enterrado y se desató un
escándalo -tamaño escándalo- porque Trujillo vive y manda, su herencia
vive y manda. Sus sucesores han detentado y detentan posiciones de poder y
mandan, influyen, determinan, manipulan, inciden en todos los capítulos
de la sociedad. De hecho el trujillismo ha permeado y copado durante 39
años principalísimas instancias del poder. Sectores económicos y
militares responden todavía al inquilino de la Máximo Gómez 25.
Personajes de la caverna trujillista ostentan posiciones cimeras en la
dirección de la cosa pública y en la dirección de los tres mayores
partidos que se disputan el poder. Nombres de barrios y calles honran los
nombres de esbirros y limpiasacos. Un hijo de Trujillo, propietario de una
línea áerea, se declaraba recientemente orgulloso de su apellido. En el
país podrido, numerosos paladines de la libertad de prensa provienen de
las filas del trujillismo. Sin ir más lejos, el actual gobierno es
producto de componenda con el trujillismo balaguerismo.
El régimen guarda, por supuesto, las
apariencias. Anualmente se celebra el 30 de mayo como una fiesta patria,
pero el célebre Pechito, uno de los responsables de la masacre de
hacienda María, donde fueron ejecutados los sobrevivientes de la conjura,
comulga religiosamente, impunemente, en una iglesia de Arroyo Hondo.
Anualmente se celebra también, a manera de trágico sainete, el Día
Internacional de la Mujer en conmemoración del sacrificio de las Mirabal,
pero cuando hace unos años vino al país don Alicinio Peña Rivera,
señalado y condenado como el principal asesino –un prófugo de la
justicia- se le concedió el uso de la Biblioteca Nacional para la puesta
en circulación de un libro sobre Porfirio Rubirosa, y a pesar del
escándalo, a pesar de las protestas, a pesar de la indignación, no hubo
fuerza material que lo retuviera, no hubo forma de regresarlo a la cárcel
donde pertenece, no hubo forma de impedir su salida y Alicinio Peña
Rivera sigue viviendo en Puerto Rico, a despecho de la resolución de la
ONU que consagra el Día Internacional de la Mujer en honor de las
Mirabal. En las altas esferas del poder, las hermanas Mirabal tienen menos
simpatía que sus asesinos. En las altas esferas del aparato político
gubernamental, más interesadas en detener que en encauzar la marcha de la
justicia, el asesinado periodista Orlando Martínez tiene menos simpatía
que sus asesinos. El presidente de las manos limpias, Salvador Jorge
Blanco, ascendió a general a uno de sus matarifes en el día que se
cumplía el undécimo aniversario de su muerte.
Una cosa es, pues, la cara y otra la
careta. Trujillo vive y manda. Viva el Jefe. Sus herederos y discípulos
son todavía los dueños del país, son los magos del ritmo. Ellos
controlan el poder, ellos controlan la información, ellos controlan la
historia, hasta cierto punto, pero no controlan la verdad. La corte y sus
cortesanos lo recibieron a Vargas Llosa como a un príncipe, lo mimaron,
trataron de asimilarlo como bufón del rey. Quizás le recordaron
sutilmente aquello de que la mierda no se bate y Vargas Llosa la batió,
muy selectivamente por cierto, y el olor es terrible. Rompan filas.
MARIO
VARGAS LLOSA
Y EL ENMASCARADO DE PLATA
La
reacción contra La fiesta del chivo no se hizo esperar, y más
bien empezó, como se ha visto, antes de la propia fiesta. Desde las filas
del trujillismo, el libro ha sido descalificado por sus inexactitudes, por
sus infundios, por sus calumnias contra personajes tan lánguidos, tan
leves, tan sublimes como el doctor Joaquín Balaguer, el doctor que ha
hecho del cinismo un arte. Esto, por supuesto, hay que celebrarlo. El
mismo Vargas Llosa se declaró contento en la puesta de circulación del
libro por haber irritado a los trujillistas con sus planteamientos.
Los familiares de los héroes del 30
de mayo han reaccionado, por igual, con acritud: acusan al autor de
incurrir en falsedades y, en general se sienten injuriados,
desconsiderados por ciertos hechos descritos en el libro. Esto, desde
luego, es lamentable, pero era, también inevitable. Imposible no herir
susceptibilidades, tratándose de un tema tan espinoso.
Una parte considerable de la crítica
se ha expresado en el mismo sentido: falta de rigor, falta de apego a la
verdad, mezcla de ficción y realidad, deformación de la historia.
Ahora bien, en todos los casos se
olvida lo que es esencial a la naturaleza del texto: La fiesta del
chivo es novela y no es historia, y no se puede descalificar a una
novela por su falta de apego a la realidad. Quienes proceden de esta
manera se sitúan en una perspectiva falsa: analizan o juzgan la obra de
arte por lo que debería ser y no por lo que es.
Algo de esto dije, a propósito de la
novela Enriquillo de Manuel de Jesús Galván, en un ensayo
titulado Notas sobre el Enriquillo, de 1978, (pag. 59). Del ensayo
en cuestión (publicado por la Editora Taller de José Cuello, el mismo
editor de Vargas Llosa, “modestia apártate”), me interesa desempolvar
y rescatar algunas ideas que ahora vienen como anillo al dedo. Cito, pues,
a continuación –y me cito:
“Ciertamente, el contexto de la
novela de Galván es antihistórico. Pero lo importante, en última
instancia, no es que el comportamiento de los personajes y la historia
narrada correspondan estrictamente a la realidad. Si dentro del contexto
general de la obra estos elementos funcionan artísticamente y se
integran, entonces no hay objeción posible en sede literaria. Toda obra
de arte es una respuesta intelectualmente (y altamente) organizada a los
problemas y conflictos históricos de la época. Por eso, el análisis
literario exige que se establezca una relación entre el ámbito socio
cultural y la estructura global de la obra, más no en sus particulares.
¿Qué serían entonces la literatura fantástica y el realismo mágico y
la mitología griega? Seguramente a nadie se le ocurriría cuestionar a
Homero y García Márquez por el hecho de contar mentiras. ¿Quién ha
demostrado que el valor estético de una obra consiste en su apego a la
realidad?
Si un historiador falsea la historia,
producirá un libro poco digno de consideración. Si lo hace un novelista,
esto no significa nada en términos literarios y artísticos, pues el gran
problema del arte no es la verdad, es el verosímil: las cosas deben
parecer ciertas en el contexto de la narración, no en el contexto
histórico” (pag. 61).
Bien mirada, la novela de Vargas Llosa
es un tributo de admiración a nuestros héroes, pero es también un
tributo de rencor y desprecio a torturadores, matones, delatores y
cortesanos. Hay, entre otros, dos tipos de personajes en la obra: unos que
tienen redención y se redimen, y otros para los que no hay redención
posible.
Los conjurados no aparecen como
santos: provienen de las filas del trujillato y eso es un dato histórico.
Pero eso sí, ellos purgaron sus pecados, lavaron y redimieron en sangre
sus pecados. Los lavaron y redimieron con la sangre de Trujillo, con la
sangre propia, con la sangre inocente de familiares ajenos, por completo,
a los hechos. Ninguno de los conjurados cometió quizás una falta
superior a su sacrificio, ninguna sombra de duda, ningún cuestionamiento
pesará más que su hoja de servicios. Así, ningún obstáculo fue
superior a su determinación, nada se compara con su arrojo ni con la
magnitud de esa gesta. Siete hombres al anochecer en el Malecón del 30 de
mayo se jugaron su destino, se jugaron el destino de sus familiares, se
jugaron el destino de la patria. La apuesta la ganaron y la perdieron. La
patria momentáneamente ganó la apuesta y se libró del monstruo. Otro
monstruo, aun más taimado, tomó su lugar y subsiste, influye
perversamente todavía desde la Máximo Gómez 25.
El hecho de no ser santos más bien
los engrandece antes que disminuirlos. La historia enseña que las
conductas torcidas pueden enderezarse y se enderezan, a veces. Ahí está,
por ejemplo, el caso de Caamaño, por no mencionar a San Pablo. Hay menos
mérito, hasta cierto punto, en la conducta del santo que en la conducta
de aquel que se redime por heroísmo. Hay menos mérito, quizás, en la
conducta del santo que sólo arriesga su santidad, que en la conducta de
aquel que se la juega en el terreno donde no tiene nada que ganar y todas
las de perder.
Por otra parte, la figura del santo no
existe en la vida real. El verdadero Santo –el enmascarado de plata- es
un personaje de las tiras cómicas mejicanas con el cual me di banquete en
la infancia –¡vergüenza sea! Nada más falso que el Duarte santo que
aparece en un libro de Balaguer: un Duarte edulcorado, casto y abstracto,
un Duarte imaginario del cual muchos se burlan con razón. Balaguer
inventó un Duarte místico en El Cristo de la libertad, ni más ni
menos, y de paso se inventó a sí mismo como proyección de Duarte y de
Cristo. ¿Por qué no? Como cortesano, al fin, Balaguer es un mago del
desdoblamiento. Si alguna vez declaró que no era hijo de la sangre, pero
sí de la estirpe de Trujillo, ahora se puede imaginar depositario del
más puro pensamiento libertario y cristiano.
En fin, que si resulta cuesta arriba
canonizar a Duarte (y aunque perseveremos en el “mito de los tres Padres
de la Patria”, como decía Jimenes Grullón), mejor es no intentar
canonizar a Mella, ni a Sánchez, y mucho menos a Luperón. Los conjurados
del 30 de mayo tampoco necesitan ser elevados al altar, ni siquiera con la
bendición del Vaticano. De igual manera, Vargas Llosa no merece la
repulsa de familiares y dolientes. Para quien quiera ver y sepa ver, si
algo caracteriza a La fiesta del chivo es el extraordinario
fenómeno de empatía que allí se produce. Es decir, el proceso de
participación afectiva del narrador en las vicisitudes de estos
personajes, su plena disponibilidad. Todo el entramado de la novela vibra
de admiración por el destino de esos héroes. No es hagiografía, como
dijo Vargas Llosa, no es historia de santos. Es historia de gente que
actúa sin vacilación en un clima de terror inaudito y se realiza en la
acción. Se realiza, paradójicamente en aquello que Roque Dalton llamaba
“la plena santidad: la acción”. La santidad del héroe: el heroísmo.
pcs/santo domingo jueves 15 de junio
LOS
CORTESANOS DE VARGAS LLOSA
En
la novela de Vargas Llosa se alude repetidas veces, y no por casualidad, a
un personaje histórico que es, también, un personaje de novela. Es el
Petronio de la Roma imperial, un rico terrateniente, propietario de miles
de esclavos. (Ese Petronio es el autor de Satiricón, una obra con
la cual me identifico por razones de complicidad y de apellido). Pero es,
además, el Petronio de Quo vadis?, el Petronio de la novela de
Enrique Sienkiewicz que alguna vez se vendía como pan caliente. Es el
Petronio árbitro de la elegancia, el arbiter elegantiorum, el
áulico por excelencia. Un personaje emblemático, sin duda.
Petronio, en la novela, es el más
refinado y exasperante de los aduladores de Nerón. Pero Petronio es un
adulador desencantado, uno que está atrapado, que no está allí por
gusto. En la adulonería pone en juego toda su inteligencia y, a veces, la
vida. La adulonería es cuestión de argucia, de agudeza mental, mediante
las cuales implica todo lo contrario de lo que dice. He aquí la escena:
Nerón acaba de declamar unos versos
de su canto al incendio de Troya. El auditorio lo adula a una sola voz.
Petronio disiente. Dice que esos versos son dignos del fuego. Sobreviene
un intervalo de terror. A todos les pareció que había sellado su
sentencia de muerte. El César demanda una explicación y Petronio da un
giro a sus palabras. Castiga la ligereza de los presentes. Ninguno allí
entiende nada de poesía. Esos versos son dignos de Ovidio, de Virgilio,
incluso de Homero, pero no son dignos de ti, Nerón, que estás a mayor
altura. Nerón lo mira con ojos aguados, conmovidos. Sólo tu, Petronio,
me dices la verdad.
A Petronio, en el fondo, todo aquello
le repugnaba y de eso dejó constancia en las pocas páginas del Satiricón
que han llegado hasta nosotros. Del servilismo se redimió en vida,
participando en la conjura de Pisón, por lo cual fue condenado a abrirse
las venas. En la novela de Sienkiewicz se redime, desde la muerte, con una
carta que no tiene desperdicio:
“¡Salud, augusto, y no cantes;
asesina, pero no hagas versos; envenena, pero no bailes; incendia, pero no
toques la cítara!”
El ejemplo de Petronio no abunda entre
los cortesanos de la era de Trujillo, pero se dieron casos parecidos de
intelectuales, sobre todo, que colaboraban con el régimen y pasaron a la
oposición, pluma en ristre, pagando la letra con la sangre (Galíndez,
Almoina, Requena).
Los áulicos de La fiesta del chivo
actúan, en general, de otra manera. Son epígonos, no disidentes, como
sugiere Juan Daniel Balcácer en un artículo reciente. No toman riesgos
(y es casi lo único que no toman), están encantados de estar donde
están y se disputan a codazos los favores de Trujillo. Lo peor que puede
pasarles es caer de la gracia del Jefe, y a veces caen, paradójicamente,
por exceso de celo, exceso de servilismo. El golpe bajo en la novela de
Vargas Llosa va dirigido precisamente contra estos aduladores palaciegos,
los cortesanos. Es un golpe bajo, bajísimo, por la propia naturaleza del
objetivo, una especie de misil de vuelo rasante. El autor condena, sin
duda, a los esbirros, castiga y mortifica la falta de escrúpulos de los
delatores, denuncia la crueldad de los torturadores y presenta a Trujillo
como asesino vesánico, pero son los cortesanos los que reciben la peor
parte, a ellos está reservado el fallo más adverso, la pena máxima en
el último círculo del infierno dantesco. Los cortesanos son la oveja
más negra de la novela y han acusado el golpe: han pegado el grito, o han
disimulado el escozor con palabras sinuosas, pero más les valiera
permanecer callados. La especie abominable de los cortesanos inspira
repugnancia. Son advenedizos a los que “les gustaba ensuciarse”, a los
que parecería que “trujillo les sacó del fondo del alma una vocación
masoquista, de seres que necesitaban ser escupidos, maltratados, que
sintiéndose abyectos se realizaban.” El cortesano, parece decirnos
Vargas Llosa, es tanto más deleznable en cuanto tiene el don de la
inteligencia y ha recibido el beneficio de la cultura. A la bellaquería
el cortesano suma la ausencia de valores morales, incluso la ausencia de
valor personal, la ausencia de ideales. De hecho, el cortesano no aspira
ni tiene voluntad para aspirar a un ideal. El cortesano carece de
heroísmo, para el cortesano no hay redención posible. Es un prostituto.
Si ofrece la mujer o la hija es porque ya se ha ofrecido a sí mismo.
En las páginas de La fiesta del
chivo, que son muchas, hay un despliegue, una parada, todo un glorioso
desfile de personajes del género, de esa subespecie reptante de
cortesanos, palaciegos, áulicos, alcahuetes, celestinos, proxenetas,
limpiasacos, lambones, tumbapolvos, adulones, alabarderos, bufones y
sicofantes que se les quiera llamar. No son todos los que estaban, ni
están todos los que eran: apenas un muestrario representativo. El autor
evidentemente se encariñó con algunos de ellos y no quiso mostrar sus
vergüenzas. De lo contrario habríamos asistido a espectáculos
espeluznantes y espeleznudos, orgías y misas negras, danzas macabras de
cortesanos bailando en trajes de mujer.
A Vargas Llosa se le escapó o dejó
escapar, concretamente, por lo menos uno de los cortesanos más indignos
de la era gloriosa. El hijo de ese cortesano, que medró a la sombra del
poder, ahora es un hombre de poder, con su propia corte de áulicos y
áuliquitos, y eso explica muchas cosas. Las culpas del padre no son las
culpas del hijo, por supuesto, pero el hijo ha sabido fabricarse un
historial siniestro, que es fruto de su esfuerzo y sólo de su esfuerzo, y
carga sobre sus hombros con responsabilidades que no heredó del padre. De
manera que se trata de un personaje abominable por derecho propio: la
personificación de la arrogancia. Es un personaje, más bien,
surrealista, de cara tan dura que se ríe en público de chistes
antitrujillistas y persevera en prácticas trujillistas, con la
complacencia de gobiernos liberales. A su antojo, por ejemplo, ha
manejado, manipulado, depredado el archivo de Trujillo para lavar la honra
de familias patricias, incluyendo la propia.
Algunos cortesanos aparecen en la
novela de Vargas Llosa con nombres y apellidos más o menos deformados y
más y menos reconocibles. Otros, como Henry Chirinos, con nombres y
apellidos inventados, y otros, como Balaguer, con nombres y apellidos
reales. Balaguer, de cualquier manera es inconfundible y de poco o nada le
valía el camuflaje de un nombre ficticio. En la novela de Viriato
Sención se llamaba Doctor Ramos y el azufre era el mismo. El misterio, en
cambio, envuelve a Henry Chirinos. La gente de cierta edad se pregunta por
Chirinos, los conocedores indagan sobre Chirinos y no lo identifican,
porque Chirinos es, a todas luces, un prototipo, el prototipo de varios
cortesanos. Su descripción corresponde probablemente a una mezcla de
físicos y personalidades de cortesanos de la era: gordo como Fulano,
sucio como Zutano, beodo como Mengano, etc. Chirinos es un poco todos, un
menjurje, un cóctel, una batida de cortesanos, batida de indignidad.
Sólo Balaguer es único, inequívoco,
apabullantemente igual a sí mismo. El misterio no radica en su identidad,
sino en su personalidad. Balaguer se lleva en parte la atención, el
morbo, la curiosidad, se lleva un poco la admiración del narrador, y de
seguro la mayoría de adjetivos no laudatorios de la novela. A costa de
Balaguer, el autor ensaya todas las alusiones despectivas que puedan
imaginarse, y Balaguer, por supuesto, se las merece, califica, sin duda,
como objeto de tan cruel y justiciero ejercicio de la inteligencia.
Curtido en el ejercicio demoníaco del poder, Balaguer es, sin duda, la
figura más nefasta de la historia dominicana. Otros gobernantes fueron
producto de circunstancias. Balaguer eligió las circuntancias, él creó
las condiciones para el establecimiento de un régimen basado en la
corrupción, él llevó a la moral pública a un estado de putrefacción
del que no ha podido recuperarse hasta ahora. Pudo haber consagrado por lo
menos una parte de su existencia a una causa decente, medianamente justa,
y la consagró entera a la maldad. Para eso ha vivido casi un siglo. “Nada
conserva tanto como el odio”, ha dicho un autor del que no puedo
acordarme, y ahí está Balaguer para demostrarlo.
pcs/santo domingo 29/6/2000
LOS
IMPOSIBLES DE VARGAS LLOSA
Cuando
un novelista asume el riesgo de escribir sobre un tema ajeno a sus
vivencias y a su cultura, tropieza generalmente contra un muro insalvable,
tanto más si es extranjero. El conocimiento del tema se puede adquirir
mediante el estudio, la lectura, la documentación apropiada, pero la
documentación no sustituye al elemento vivencial. A través del
conocimiento se adquieren, al máximo, vivencias de segunda mano. En
cuanto a la cultura, no se adquiere jamás, no se asimila sino viviéndola
desde adentro: sobre todo un aspecto particular de la cultura, el más
resbaloso y traicionero: el habla.
El escritor debe estar atento al
habla, entre otras cosas, debe vigilar el habla, y no sólo el habla
propia, sino el habla del país, el habla de clases, el habla de barrios y
grupos marginales, el habla generacional. Allí donde el habla ejerce su
domininio, el escritor debe actuar con conocimiento de causa si no desea
andar a tientas. El tema de una novela sobre jevitos y el tema de una
novela sobre campesinos exigen vivencias de primera o segunda mano y un
buen manejo del habla, de la jerga.
Por lo demás, cualquier novelista,
frente a una realidad que no domina, se sitúa como extraño,
independientemente de su lugar de procedencia. Si el escritor no está
familiarizado con el tema, o viceversa, se encuentra en posición de
riesgo, es un extranjero, expuesto a una perspectiva falsa.
Escribe de lo que sabes, dicen los
clásicos, escribe de lo que te rodea, escribe sobre lo que te ha tocado
vivir de cerca. Uno no se imagina a Sartre escribiendo novelas sobre
revolucionarios, como Gorki, ni a Gorki escribiendo novelas filosóficas.
Sartre escribía sobre intelectuales y neuróticos existencialistas, que
es lo mismo, y Gorki escribía sobre los pobres. Kavka, por supuesto,
escribía sobre fracasados, Dovstoieski sobre alienados, Faulkner sobre
degenerados y borrachones, Hemingway sobre aventuras salpicadas con
abundante whisky, y Henry Miller sobre mujeres y sexo. Sólo Tolstoi -el
gigante- podía escribir la historia del mujic y la historia del oficial
de caballería, manejar 559 personajes en una sola novela y escribir la
historia de Rusia durante la campaña napoleónica. Así, tan vastos, eran
su mundo y sus vivencias.
Para escribir Cien años de soledad
había que nacer en Aracataca, había que tener la carga vivencial de
García Márquez, haber vivido en una casa embrujada, creer en muertos y
apariciones, haber tenido una infancia alucinante y, sobre todo, el
talento desbocado y la inspiración genial de García Márquez. Para
escribir La ciudad y los perros, Vargas Llosa tuvo que pasar por la
academia militar Leoncio Prado. Cuatro años en Suiza, en un internado
para burguesitos, no habrían surtido el mismo efecto, no le habrían
proporcionada el mismo material novelable.
La novela por excelencia es vivencial.
La otra novela, cualquier otra novela es intelectual: más cerca de la
inteligencia que del afecto, más cerca de lo imaginado que de lo
intensamente vivido. “Se me están enfriando los mitos”, dijo una vez
García Márquez alarmado, y con razón, queriendo expresar con ello que
se le estaban agotando las vivencias, las vivencias profundas, de primera
mano. Los jefes, La casa verde, Conversación en la catedral son
todavía formidables novelas vivenciales y hasta biográficas, novelas por
excelencia. La fiesta del chivo es una novela intelectual, un mito
frío, una reconstrucción o, mejor, una recreación histórica, un poco
como La guerra del fin del mundo, salvando las distancias.
Vargas Llosa se puso al día con la
crónica, pero no con la cultura de los dominicanos, especialmente con el
habla, y el habla lo delata a ratos, en la voz de la narración, lo
traiciona, lo denuncia como peruano con pasaporte español. Sólo Valle
Inclán pudo atravesar impunemente la barrera del habla, inventándose un
habla. Lo hizo todo de nuevo, en Tirano Banderas, y en lugar de un uso
pasivo del habla, juntó el habla, las hablas latinoamericanas, y creó un
inmenso pastiche, el esperpento literario, quizás la única forma de
aproximarse a una novela hispanoamericana total.
En el habla de los dominicanos, se
alude a la calle Doctor Delgado y no a la calle de Doctor Delgado.
En el habla de los dominicanos, el ambiente no huele a nafta, sino
a gasolina, pibe, a gasolina y frituras. Los dominicanos, por otra parte,
no arrojan baldazos, sino cubos y cubetas de agua. Aún más: a los
dominicanos (y a las feministas dominicanas) las cosas no les salen de los
huevos sino de los cojones. La palabra güevón se aplica al
tamaño del pene y raras veces a la condición de imbécil, holgazán o
pendejo, como en ciertas zonas del español meridional. El güevón,
de hecho, es simplemente un superdotado entre nosotros. Por último, la
iglesia donde monseñor Panal oficiaba misa en La Vega, no fue invadida
por una pandilla de barraganas, sino por prostitutas, todo un
ensarte de cueros, un cuererío.
Hay cosas más graves en la novela,
como señaló Diógenes Céspedes, incluyendo horrores de sintáxis y
otras faltas garrafales. Pero, todas estas, en el fondo, no son más que
minucias, deslices de menor importancia que pudieron corregirse
contratando los servicios de un corrector de estilo (ahí está Rafael
Deprat, por ejemplo, trabajando para el cardenal). Borges, el mismo
Borges, utilizaba los servicios de un corrector de estilo. Por su parte,
García Márquez utiliza como corrector de estilo a su amigo, el brillante
escritor y poeta Alvaro Mutis (¡qué suave!). Tan paranoico es el Gabo,
que cuando describe una luna llena consulta con un astrónomo para
corrobar el dato, y cuando uno de sus personajes come una fruta, se
asesora con un botánico para corroborar la fruta.
Lo peor de la novela de Vargas Llosa
es el exceso de crónica, su apego a la crónica, más bien, especialmente
a la crónica de Diederich y a la de Crassweller. Diederich, para los
profanos, es el autor de The dead of the goat (La muerte del chivo),
que entre nosotros circula con el título de La muerte del dictador:
quizás el mejor libro sobre el atentado del 30 de mayo. Crasswueller, por
otra parte, ha escrito una documentada biografía: Trujillo, la
trágica aventura del poder personal. Del interés por estas obras
hablan sus numerosas tiradas. Ambas comparten, en efecto, el dudoso honor
de haber sido mil veces reeditadas por los piratas del patio.
Si es cierto que Vargas Llosa leyó
unos doscientos libros para documentarse sobre Trujillo y “poder mentir
con propiedad”, como hacen los novelistas, no menos cierto es que toda,
casi toda la información novelada en La fiesta del chivo remite
mayormente a las obras de los mencionados autores.
Tan pesada es la crónica, el exceso
de crónica, y en particular la deuda con Diederich, que a ratos pone en
peligro la narración. A ratos la narración es apenas una versión
novelada de La muerte del chivo, de la cual la separa una palabra
en el título. Numerosos personajes que figuran con títulos, rangos,
apodos, nombres y apellidos provienen directamente de las páginas de
Diederich, arrancadas de cuajo, sin mediación del estro novelesco, para
decirlo así, en forma pedante.
Julio Cortazar, el buenazo de Julio,
en un artículo de antología llamado “La situación de la novela” (el
cual me hizo llegar a Roma, gentilmente, el célebre Enrique Lengüemime,
con dedicatoria y todo), establecía una sutil diferencia entre dos tipos
de novelistas: los que “cuentan explicando, o (los mejores de ellos) los
que explican contando”. Los primeros detienen la marcha de la
narración para explicar –incurren en explicaciones-, y los segundos
explican sobre la marcha, es decir, en la medida en que narran. Es claro
que hay mayor finura, mayor conciencia de oficio en la técnica de los
segundos que en la de los primeros, mayor fluidez narrativa, y quizás en
esto radique un poco la diferencia entre novela y crónica, actualmente.
El cronista narra y explica, mientras que el novelista explica en la misma
medida en que narra.
Vargas Llosa se ubica como cronista en
La fiesta del chivo, no así en La casa verde, por ejemplo,
ni en La ciudad y los perros, que son obras de una técnica muy
depurada. Este error capital imperdonable, o más bien incomprensible en
un escritor de su talla, pone en juego la estructura de la narración. La
novela da tumbos, avanza a trompicones y en general sucumbe, precisamente,
ante el exceso de crónica. La crónica en exceso, el léxico impropio son
los pecados capitales de la obra. Aparte, claro está, del plagio de Lipe.
Plagiar a Lipe Collado sí es algo verdaderamente inexcusable (creo que
hay gente que me entiende). Plagiar el mito del eterno retorno, se
entiende. Plagiar a Ulises, se entiende, pero plagiar a Lipe no, por
favor, es demasiado.
En fin que, en términos literarios,
el valor de La fiesta del chivo es relativo. Felizmente, la
importancia de la literatura no se reduce a lo literario, no es sólo un
hecho de lengua, como se pretende, un hecho de pensamiento, es también un
dato histórico y sociológico: pertenece al ámbito de la ideología, que
es un poco como pertenecer a todos los ámbitos. No se reduce, por lo
tanto, a su excelencia estilística, narrativa. Muchas obras mal escritas
y mal tramadas han ejercido a veces una influencia enorme a través de los
tiempos y han jugado un papel mucho más importante que otras de mejor
factura. La pequeña Harriet Beecher-Stowe, autora de La cabaña del
tío Tom, desató al decir de Lincoln la guerra civil norteamericana,
aunque el famoso libro no brille por su excelencia. Eso es lo que sucede
ahora con la obra de Vargas Llosa. No ha desatado una guerra, por fortuna,
pero ha provocado al menos un conato de incendio, una llamarada de
indignación y reflexión en la conciencia de los dominicanos.
Las obras impecables –muchas de
ellas- suelen nacer muertas y frías. La fiesta del chivo, con
todos sus defectos, es una obra viva, vivísima, tanto que desconcierta a
la crítica puritana. Si en términos literarios su valor es relativo, en
términos sociológicos su valor y su alcance son inmensos. La
publicación de La fiesta del chivo es el acontecimiento
sociológico literario más importante ocurrido en el país desde la
muerte de Trujillo (sin mencionar el plagio de Lipe, desde luego). Vargas
Llosa, entre otras cosas, ha suscitado entre nosotros el resurgimiento de
la lectura de novelas como fenómeno de masas (el que se dio, sobre todo,
en los años sesenta con los autores del boom latinoamericano, y en
el breve intervalo de los noventa, con Viriato Sención y Los que
falsificaron la firma de Dios). Vargas Llosa ha replanteado de alguna
manera un tema (más que la novela es el tema) que hasta ahora supera la
barrera del tiempo y ha calado profundamente en las viejas y nuevas
generaciones. Vargas llosa refresca la memoria del sacrificio de nuestros
héroes, refresca el horror de las torturas a que fueron sometidos, nos
hace ganar por el vómito recordando el episodio en que a Modesto Baéz
Díaz le hacen comer carne del hijo. Vargas llosa, en fin, expone a los
trujillistas a su propio asco, a su propia vergüenza, rememora, actualiza
sus crímenes y cobardías. Por eso gritan algunos –y han gritado- como
chivos.
Hemos de perdonarle, pues, a este
ciudadano de la patria grande iberoafroamericana, sus pecados veniales y
capitales en la redacción de su novela. Si no queremos volver a la época
de la inquisición, hemos de perdonarle incluso a Vargas Llosa su ideario
imperial neoliberal. Con la derecha que tiene, igual pudo haber sido
campeón de boxeo. Por suerte es novelista. Dios se lo pague. Toledo se lo
pague.
pcs/santo domingo 30/7/2000
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