I
ENRIQUILLO Y EL PROBLEMA DE LA CRÍTICA
Para
juzgar a Enriquillo con un mínimo de objevidad, es necesario
superar la furia iconoclasta que a veces nos embarga y termina sofocando
cualquier asomo de luci dez crítica. A decir verdad, y aunque duela
confesarlo, Enriquillo es la primera novela importante aparecida en
el país, y quizás la única digna de considerarse tal, al menos como
novela; es decir,en cuanto obra literaria, artística. Ahora bien, Enriquillo
no es la gran obra maestra que se nos ha hecho creer en la escuela y fuera
de ella, a pesar de que constituye por su estilo un monumento literario de
primer orden. Enriquillo es sencillamente una buena novela. Mucho
le falta para ser perfecta. Es una obra desigual, abultada, arcaizante,
aunque no carece de respiro y tiene mucha fuerza a ratos. La grandeza y la
importancia de Enriquillo dependen en gran parte de la mediocridad
del género novela cultivado en Santo Domingo. Enriquillo es grande
e importante “por comparación”. Aparte de Enriquillo, es
probable que a ninguna novela dominicana pueda aplicársele una etiqueta
más apropiada que la de “interesante”. Casi toda la producción
novelística dominicana reviste un valor mayormente documental, o por lo
menos muy inferior a su posible valor artístico. Se comprenderá, por lo
tanto, que precisamente el valor relativo de nuestra mejor obra
novelística, arroja un balance desalentador respecto al género novela,
lo cual pesa negativamente sobre la literatura dominicana. Si Enriquillo
perteneciera a la literatura española o francesa, probablemente seria
tomado en cuenta un poco como dato curioso, casi de naturaleza
arqueológica, y no disfrutaría seguramente de tanta estima por parte de
la crítica oficial. Sin embargo, por esa misma razón, al momento de
emitir un juicio de valor debemos recordar siempre que Enriquillo
fue escrito en Santo Domingo y por lo tanto debemos también -o sobre
todo- juzgar su importancia en relación a lo que se ha hecho en Santo
Domingo y no por su valor absoluto (el cual no deja de ser apreciable en
términos generales). Es más, incluso asombra la aparición de una obra
como esa en aquel tiempo (1882) y en un país sin tradición literaria.
Téngase presente que la primera novela latinoamericana, El Periquillo
Sarmiento de José Joaquín Fernández de Lizardi, data apenas del
año 1816, y la primera novela dominicana, El Montero, de Pedro
Francisco Bonó, fue publicada en 1851. En rigor, puede decirse que
Galván partió prácticamente de cero al escribir su obra. Más que
precursor literario, puede considerarse como el “inventor” de nuestra
novela. En la época de Galván, las novelas dominicanas no pasaban de ser
folletines de cien páginas o menos, escritas en el peor de los modos
posibles. El Enriquillo de Galván, en cambio, es una mole poderosa
de cuatrocientas ochenta y tantas páginas; es una construcción
intelectual lúcida, brillante a veces, inteligentísima. Adviértase
precisamente el volumen y el respiro, la amenidad del relato, la magnitud
de la empresa, la liquidez de aquella prosa ágil y sinuosa que emana como
un flujo constante, sin perder intensidad, y que parece capaz de
expresarlo todo, el pensainiento más enmarañado, con una claridad
sorprendente. A pesar de la exagerada dosis de sentimentalismo y
lloriqueísmo, propios de los autores románticos, hay una gran lección
de arte poética en muchas páginas ele Enriquillo. Galván sabe
penetrar e insinuarse en el ánimo de sus personajes, y por esa razón la
obra no carece de capilaridad y profundidad sicológicas. Galván es un
narrador de raza que ha sabido pintar con los colores más intensos de su
paleta un cuadro vivo de la frenética actividad de la colonia y las
intrigas cortesanas. Enriquillo, desde cualquier punto de vista, es
un recuento histórico titánico. No cabe duda que la obra requería
fuerzas intelectuales superiores, y bien puede decirse que Galván
cumplió su cometido. Galván es uno de los pocos novelistas dominicanos
perfectamente dueño de su estilo y de su técnica narrativa.
Además, hay un detalle que no debemos
pasar por alto: Enriquillo es una obra que se lee con avidez, como
demuestran las últimas reimpresiones de la Editora Taller. Es un libro
popular que circula de mano en mano, y no solamente en círculos de
intelectuales. No es una pieza de museo, petrificada como tantas obras
clásicas, sino un libro que se actualiza con el pasar de los años (y ya
veremos por qué); un libro que se disfruta y se recomienda con
sinceridad. Enriquillo es, en definitiva, una obra viva que pudo
haber sido la gran epopeya nacional (y en cierto modo lo es, pero al
revés).
Ahora bien, lo penoso del caso es que Enriquillo
es una obra reaccionaria y negativa como pocas, y mal podríamos
alegrarnos con motivo de sus éxitos.
No basta, sin embargo señalar estos
hechos para descalificar y tratar de demoler el edificio Enriquillo.
Un juicio peyorativo en este sentido equivaldría a obviar el pro blema,
escondiendo la cabeza como el avestruz para no ver los peligros en acecho
ni las cosas desagradables. En primer lugar, no es posible librarse de la
obra de Galván emitiendo un simple juicio negativo, ni descalificándola
por reaccionaria, con lo cual se simplificaría demasiado el trabajo de la
crítica. El problema no estriba en que Enriquillo es una novela
reaccionaria, negativa; el problema es que Enriquillo es una buena
novela reaccionaria que se ha conquistado la atención de un cierto
público, bastante numeroso por cierto. Esa es la diferencia de Enriquillo
con otras novelas dominicanas.
Hace algunos años, en los Estados
Unidos y en Italia se quiso poner en ridículo a los sociólogos que
prestaban excesivo interés a la ideología de los comics o tiras
cómicas, aplicando un instrumental teórico aparentemente digno de mejor
causa. La respuesta contundente de los sociólogos fue que los comics
alcanzaban una tirada que en ocasiones superaba a los cien millones de
ejemplares en la sola patria de Washington y de los escándalos a la
Watergate, y por lo tanto merecían toda la atención del mundo. He aquí
un argumento que viene al caso: ¿Por qué se lee Enriquillo?.
Seguramente es un error pensar que Enriquillo
es la niña mimada de la clase dominante sólo por sus cosas negativas.
Hay que meterse en la cabeza que Enriquillo no se lee por el simple
motivo de ser reaccionaria, sino también —o sobre todo— por sus cosas
positivas. En cuatro palabras: por sus méritos literarios. Está
demostrado que no basta escribir una novela reaccionaria para que la clase
dominante la haga suya con tanto entusiasmo y alboroto. La Sangre,
de Tulio Manuel Cestero, es posiblemente la novela más insidiosa y
truculenta que se ha escrito en el país, y sin embargo no goza como Enriquillo
de tan grande favor por parte del público y de la clase dirigente, ni
recoge tanta cosecha de aplausos en nuestras historias literarias.
No es correcto —a nuestro juicio—
combatir la ideología de Enriquillo (y de la novela dominicana en
general) utilizando clichés y frases cohetes fabricadas especialmente
para la ocasión. Es probable que con el tiempo Enriquillo dejará
de leerse un día con tanto entusiasmo y sincera devoción, y quizás
termine convirtiéndose —como hemos sugerido— en un mero dato curioso,
testimonio providencial de los orígenes de nuestra narrativa; e incluso
es posible que a la larga se limite a desempeñar funciones de hito para
medir en el tiempo la distancia que nos separa de un cierto modo de hacer
literatura y de percibir la realidad, permitiéndonos apreciar en el
futuro la madurez del género novela y sus previsibles puntos de avance.
Si avanzamos.
En resumen, el problema es el
siguiente: hasta que no se escriban en la República Dominicana obras
superiores al Enriquillo de Galván, tendremos que seguir remontán
donos a ella como modelo. Cuando esto no suceda, probablemente habremos
superado en el país la prehistoria del género novela. Por el momento —y
con el permiso de tantos megalómanos recalcitrantes—, Enriquillo
es lo mejor que se ha hecho en este sentido. Las cosas cambiarán cuando
nuestra novela haya alcanzado una altura superior o comparable a la de
nuestra poesía. Esto es, cuando puedan contarse con los dedos de la mano
novelistas del tamaño de nuestros mejores poetas.
Por lo demás, debiera resultar claro
que es necesario combatir la ideología en otra forma, sin limitarse a la
diatriba gratuita. Una actitud semejante equivale en el fondo a una
confesión de impotencia. Si queremos decir algo nuevo de Enriquillo,
es esencial proponer una clave de lectura crítica de la obra para alertar
y proteger a los lectores desprevenidos de los infinitos peligros que se
celan detrás de cualquier lectura inocente. Es necesario, entonces,
desmontar el mecanismo ideológico del libro y mostrarlo pieza por pieza,
explicando cómo funciona, con el fin de sugerir un modo más correcto e
inteligente de participar en la lectura. Este enfoque puede ser válido
sobre todo en la medida en que viene asimilado como regla de lectura y
contribuye a modelar un tipo de lector que realiza una lectura activa de
las obras que le caen entre manos: analizando, sopesando, considerando
atentamente toda la información que recibe. Un análisis crítico que
tienda a lograr estos fines, seguramente dará mejores resultados que
aquel tipo de análisis que pretende liquidar a priori la obra, disparando
ráfagas de frases lapidarias a mansalva.
A nuestro juicio, no es posible
extender un certificado (le defunción a una obra tan viva como Enriquillo;
y en cualquier caso, tampoco sería necesario. Por el contrario, es
sumamente útil recomendar esta obra a todas aquella personas que deseen
entrenarse intelectualmente participando en esa carrera de obstáculos
ideológicos en que se sumerge el lector leyendo Enriquillo (si
realiza, precisamente, una lectura inteligente). No es un descubrimiento
nuevo que toda literatura reaccionaria reproduce los valores de la clase
dominante y del sistema. Ahora bien, el crítico que se limite a señalar
estos datos cuando intente hacer un análisis de una obra, no agotará
nunca la posible riqueza de la obra en sí, ni obtendrá ningún resultado
positivo, ni podrá realizar análisis crítico de algún tipo. Al recoger
únicamente los aspectos ilustrativos de una obra, el crítico se orienta
hacia el más vulgar sociologismo. Un juicio crítico digno de tal nombre
no puede tener como base un simple análisis de contenido que no contemple
una cierta globalidad de aspectos. Es necesario, en cualquier caso, reunir
todos los elementos que componen el ámbito artístico de la obra;
estudiar atentamente (como han sugerido los críticos más lúcidos), “las
relaciones dinámicas y complejas entre obra de arte y realidad”, las
relaciones entre forma y contenido, las relaciones entre la “subjetividad
creativa” y la “objetividad social”, etc. La visión de conjunto que
así se obtiene permite superar precisamente los límites y peligros de
las tendencias o corrientes sociologistas, sicologistas, formalistas,
estructuralistas, etc., pero sin excluir en ningún caso el aporte
indiscutible de cada una de ellas.
Es posible que trabajando en este
sentido se contribuya a la formación de un nuevo tipo de lector con una
mentalidad diferente respecto a la literatura y la cultura en general. Y
es aquí donde la crítica puede jugar un papel importante. No olvidemos
que lo que llamamos arte y literatura no son simples entelequias
abstractas y sublimes, sino fenómenos reales y complejos que tocan muy de
cerca nuestra cotidiana realidad. Nuestro país es un país oprimido y —como
se ha sugerido— uno de los vehículos de opresión es la cultura
dominante que reproduce sin cesar los valores del sistema. Es evidente,
por lo tanto, que la lucha en este frente debe ser orientada a favor de
una nueva cultura, ya que —como decía Gramsci— luchando por
transformar la cultura se contribuye a transformar las estructuras
sociales que son su fundamento.
II
LA HISTORIA DE ENRIQUILLO CONTADA POR GALVÁN
En rigor, Enriquillo no es principalmente la historia de
Enriquillo. El libro se inicia con un vago recuento de la heroica matanza
de Jaragua (1503), a la cual sirve de contrapunto la emocionada
descripción romántica del paisaje. En los primeros capítulos, el joven
cacique aparece en primer plano, desorientado y confuso a raíz de los
hechos de sangre en que pereciera casi toda su familia y gran parte de su
pueblo. Luego el personaje se convierte en un pálido fantasma, opacado
por figuras de mayor relieve como el despiadado Nicolás de Ovando (que en
aquella época estaba construyendo su famoso Hostal) e incluso los
Virreyes católicos, Don Diego Colón y su feliz consorte Doña María de
Toledo, etc. La primera y segunda partes del libro (260 páginas) están
dedicadas fundamentalmente a Diego Velázquez y sus amores infelices con
la bella María de Cuéllar. También surge poderosa la figura del
inverosímil Padre las Casas, verdadero hilo conductor de la obra (con lo
cual se da el caso simpático y curioso de un cronista convertido en
personaje de su propia crónica por obra y gracia de un novelista que,
supuestamente, ha querido interpretarlo con fidelidad). Durante largo
trecho, Enriquillo se mueve un poco por debajo de la narración, entre
bambalinas, de la parte anterior del escenario y sólo al final de la
novela cobra fuerzas y proporciones heroicas (pero en un modo casi
clandestino, porque Galván en ningún momento desea presentárnoslo en
este sentido como modelo a seguir).
Cuando los autores de la matanza de
Jaragua se reparten el botín, Enriquillo queda en calidad de protegido de
Diego Velázquez y más adelante pasa a ser propiedad, en calidad de
encomendado, del magnánimo Francisco de Valenzuela. Sus protectores, en
primer lugar, lo bautizan y le dan su hermoso nombre cristiano (Enrique)
en sustitución de su supuesto nombre taíno (Guarocuya).
Dada su alta alcurnia, se lo mantiene
en una relativa condición de privilegio, mientras los demás indígenas
son brutalmente esclavizados, destinados a los más duros traba jos, a la
extinción, a la muerte. Enriquillo parece aceptar esta situación de buen
grado, o por lo menos con disimulada y cristiana resignación, si no con
indiferencia. Por eso no lo veremos deplorar muchas veces la fatalidad de
su suerte, hasta cuando la suerte se le pone color de hormiga y le toca
sufrir en carne propia. Una vez terminada su educación, Enriquillo se
mueve, se viste y se comporta en el estilo más puro, más cristiano y
más castizo, como un perfecto gentleman español. En ningún momento se
dice o se sugiere en la novela que Enriquillo se dirige a uno de los suyos
en otra lengua que no sea castellano. Todos los personajes indígenas de
Galván emplean al hablar un lenguaraje ruidoso y enciclopédico, y
además es notorio que prefieren llamarse entre ellos por sus nombres
cristianos.
La tutela bienhechora de Don Francisco
de Valenzuela, garantiza al joven cacique una existencia holgada y
apacible. Este disfruta de buen trato y estimación por parte de sus
superiores, así como de abundante tiempo libre para cultivar el
espíritu. Su vida transcurre, en resumen, sin grandes sobresaltos. Pero
la intuición de nuevas fatalidades se hace patente en su ánimo y se
manifiesta a través de su comportamiento grave y solemne, típico del
hombre que se mantiene alerta, esperando siempre una zancadilla del
destino (y aquí Galván luce brillante al sugerir la presencia de esta
situación, dentro del personaje, mediante la simple descripción de su
carácter). Los protectores de Enriquillo le han asignado por esposa a su
prima Mencía, una hermosa y casta mestiza, nieta como él de Anacaona y
heredera de cuantiosos bienes que administra con provecho el pérfido
Mojica. Las intrigas de este personaje le malogran en una ocasión el
matrimonio al cacique; y cuando por fin, un año después, verá realizado
su sueño de oro, nuevas maquinaciones y azares le harán la vida
imposible. Los presagios de mal augurio se adensan en su horizonte
inmediato como nubarrones de tormenta. Al regresar de su viaje de bodas,
Enriquillo encuentra moribundo a su idolatrado protector Don Francisco de
Valenzuela, “benéfico y poderoso colono” (pág. 351). Cuando éste
muere, poco después, Enriquillo y Mencía se instalan cómodamente en los
alrededores del “lindo pueblo de San Juan” (pág. 350), quedando el
primero en una ambigua situación jurídica como administrador y
gobernador de sus propios indios, los cuales eran “formalmente libres de
hecho y de derecho” (pág. 383) de acuerdo con las innovaciones o
reformas introducidas en 1514 por los padres Gerónimos en el régimen de
las encomiendas. (En lecho de muerte, y en vía excepcional, el piadoso
Valenzuela había dado cumplimiento a estas ordenanzas). De esta suerte,
“los indios de Enrique formaban una especie de población o caserío
aislado, en una graciosa llanura, llamada La Higuera, detrás de espeso
bosque, y a orillas de un lindo arroyuelo. Tenían su policía especial
con cabos o mayordomos que mantenían un orden perfecto, sin violencia ni
malos tratamientos de ninguna especie: había un gran campo de labor,
donde trabajaban en común durante algunas horas del día, en provecho del
amo y del cacique; y cada padre de familia, reputándose como tal el
adulto que era solo o no dependía de otro, tenía su área de terreno que
cultivaba para su exclusivo y particular provecho” (pág. 354). Galván
describe todo aquello “como un patriarcado que traducía a la práctica
algunas de las más bellas enseñanzas de la Biblia” (pág. 354). Es
interesante hacer notar que este perfecto modelo de división social
corresponde a la idea del Padre las Casas sobre la colonización correcta,
en sentido capitalista, que Galván hace suya epidérmicamente,
ilustrándola con fervor y lujo de detalles. Galván explica también en
otro lugar que el Padre las Casas “quería combinar la verdadera
utilidad del estado con las más humanharias nociones de derecho natural y
político, tratando de hacer prácticas sus teorías sobre la mejor manera
de fundar establecimientos europeos para regir y civilizar a los indios;
teorías que hoy merecer: el aplauso de los hombres buenos y de los
sabios, por la grande analogía que guardan con los principios más
acreditados de la ciencia económica; pero en aquel siglo y entre la gente
que manejaba y aprovechaba las riquezas de Nuevo Mundo parecían utopías
ridículas y monstruosas” (pág. 341).
Como era previsible, la situación se
deteriora y no tarda en precipitar. Cinco meses después del matrimonio de
Enriquillo se revocan, mediante subterfugios ilegalistas, las
disposiciones testamentarias del santo Valenzuela en favor de sus indios,
los cuales son reducidos de nueva cuenta a la servidumbre sin tapujes. A
Enriquillo lo despojan más adelante de la administración de los bienes
de Mencía y reducen su grado de cacique al de un simple mayoral, entre
cuyas funciones se cuenta la de perseguir, capturar y entregar a los
indios fugitivos o alzados. Además, en varias ocasiones va a dar con sus
huesos a la cárcel por supuestas fallas e incumplimiento de sus funciones
de supervisor. Mientras tanto, el malvadísimo hijo de Valenzuela le
insidia la mujer y trata de inducirla con presiones a divorciarse. Por
último, durante una expedición premonitoria de Enriquillo a las
montañas del Bahoruco, Valenzuela intenta violarla, saliendo por cierto
muy mal parado del lance. Enriquillo se indigna al saber la noticia; pero
no pierde la compostura ni sus buenos modales y sale a buscar Justicia
ante las autori-dades de San Juan de la Maguana, que satisfacen sus
demandas metiéndolo en chirola. Terco y obtuso, aferrado a sus principios
legalistas y virtudes cristianas (asimilados hasta la coronilla por
ósmosis absoluta), una vez libre se marcha a pie a la ciudad capital
donde recurre a sus amigos de la corte. Allí encuentra jueces impotentes
y autoridades decaídas que también sufren humillaciones, y que nada
pueden darle si no consejos y una especie de carta de recomendación,
apelando a los buenos sentimientos de sus verdugos para que le hicieran
justicia. A su regreso a la Maguana, después de un mes de ausencia, el
cacique cumple otra pena detentiva de rigor. En la cárcel, junto con
todos los medios legales a su alcance, agota concienzudamente la enorme
copa de su paciencia.
Finalmente., y al cabo de un magistral
suspenso creado en maravillosos capítulos de antología, a la altura de
la página 423 y en el año de gracia cíe 1519, por estrictos motivos
personales Enriquillo coge la loma y se levanta en armas, abandonando
parcialmente las mejores enseñanzas cristianas de sumisión y
resignación a cualquier costo, pero sin perder en ningún momento las
buenas costumbres europeas que le inculcaron sus educadores para que
fungiera como personaje ejemplarizante. Los capítulos relativos a la
lucha y la vida de los indios en las montañas son como apresurados y
convencionales y se destaca relativamente poco el motivo ideal que anima a
los alzados. Galván describe con mayor atención el romance de Mencía y
Enriquillo, que se desarrolla felizmente a pesar de las privaciones
materiales y los peligros cotidianos que deben ser afrontados. También se
detiene Galván a considerar y condenar los atropellos que cometen ciertos
indios extremistas como Tamayo, en sus frecuentes “saltos de tigre”
contra los pobladores europeos. Enriquillo, en cambio, es un personaje
superior, un ser magnánimo y, sobre todo, razonable. Es, en el fondo, una
oveja descarriada por la fuerza de las circunstancias, hasta cuando viene
felizmente recuperado, al cabo de 13 años de lucha victoriosa en la
Sierra de Bahoruco, y sin motivo aparente se deja mansamente
(supuestamente) embotellar en la reservación de Boyá. El Narrador nos
ofrece en las últimas líneas una visión idílica de la vida de los
aborígenes en esa reservación, y enriquece notablemente nuestra
bibliografía de lugares comunes, aportando con erudicción y desenfado
una serie de datos que corresponden a otros tantos falsos históricos.
Se ha dicho y repetido muchas veces
que al escribir su obra, Galván reproduce fielmente la crónica del Padre
las Casas, sin apartarse un milímetro de la supuesta verdad histórica (y
en esto alguien ha visto un freno a la imaginación del narrador). En
realidad, es más correcto decir que Galván reproduce fielmente la
historia con el propósito de falsearla.
Los manuales de historia literaria,
por otra parte, dan por descontado que Galván es un cantor de la raza
indígena y suponen de alguna manera que su Enriquillo es una
apasionada defensa de nuestros aborígenes, así como una “vibrante
protesta”, a la par que denuncia, contra los malvados que los oprimieron
y finalmente los extinguieron. Esto no deja de ser cierto, en parte, si se
observa únicamente la extrema superficie de la obra. Pero en el fondo las
cosas están de otra manera. En rigor, Enriquillo es una especie de
canto a las glorias de la hispanidad y de la conquista. Sólo
superficialmente es la historia de Enriquillo. Pero la misma historia de
Enriquillo es otra cosa. Vale decir: la historia de un proceso de
aculturación interrumpido y malogrado por falta de tacto (cosa que
Galván deplora en el alma sinceramente).
Si dejamos a un lado la llistoria con
mayúscula y observamos los hechos en detalle, con una lente apropiada
para obtener mayor profundidad de campo, descubriremos enseguida las
falacias que oculta nuestra máxima novela en sus implicaciones
ideológicas relativas a esa peligrosa arma de doble filo que constituye
el “culto indigenista” en Santo Domingo (con su idealización de la
raza desaparecida en función de la negación de la raza actual). La
literatura es “bella” porque habla con sus silencios, y una de las
tareas interesantes del crítico es hacer que la obra hable, incluso
contra sí misma. En este sentido, la obra de Galván es sumamente
elocuente. Galván no se propuso en ningún momento escribir la epopeya de
los indígenas de nuestra isla, y mucho menos condenar a fondo la obra de
conquista y colonización llevada a cabo por los súbditos del
cristianísimo rey Fernando. La cosa es tan notoria que incluso un
crítico tan superficial y poco incisivo como Anderson Imbert se percata
de la situación al reseñar el Enriquillo en su famoso y manoseado
inventario de la literatura hispanoamericana. Sin embargo, no es necesario
recurrir al apoyo de indicaciones bibliográficas para confirmar esta
tesis. Es el mismo Galván quien aporta el argumento más contundente en
este sentido cuando suplica y advierte al lector, en una de las prólijas
notas de su libro, que no lo crea atacado “de la manía INDIOFILA”.
Galván aclara en la nota que no pasará “nunca los límites de la justa
compasión a una raza tan completamente extirpada por la cruel política
de los colonos europeos, que apenas hay rastros de ella entre los
moradores actuales de la isla” (pág. 482). Como puede verse, no tiene
cabida en el pensamiento de Galván el sentimiento épico de admiración
por la lucha de los aborígenes. Se trata, simplemente, de la expresión
de un sentimiento paternalista de “justa compasión”, expresado por un
espíritu cristiano, noblemente compungido en sede literaria por la suerte
de esos hombres inferiores que merecían ser educados pero nunca
maltratados, aprovechados y no exterminados (incluso por aquello de la
escasez de mano de obra, que luego se presenta como problema).
A pesar de haber explicado con lujo de
detalles los motivos y razones ideales de Enriquillo, cuando éste se
subleva y coge el monte Galván traiciona un poco sus senti mientos y se
deja sorprender observándolo con el mismo sentimiento de derrota de un
ama de casa que extrae del horno un pastel arruinado por exceso de calor.
El dolor de Galván es ver destruida parcialmente esa obra maestra de
aculturación que representa Enriquillo, construida con tanta paciencia.
Galván parece sugerir que era necesario seguir haciendo las cosas como al
principio: aplastando con la simple fuerza bruta a los indios de rango
inferior, pero respetando y mimando en lo posible a sus caciques y
líderes naturales domesticados. Sólo así podía tener éxito el proceso
de aculturación, que terminaría convirtiendo a todos los indígenas en
cipayos.
Resulta claro, por lo tanto, que
Galván no ha querido cantar la epopeya de una raza, sino advertir a la
clase dominante sobre los peligros que comporta el exceso de abusos contra
los vasallos en determinadas circunstancias (y adviértase que se trata
cíe una actitud clásica de ciertos autores seudo-sociales, como el
famoso Steimbeck de “Viñas de Ira”). Galván se limita a lanzar en
este sentido un grito de alerta y previene a las autoridades competentes,
sugiriéndoles inteligentemente no convertir por falta de tacto a un
esclavo sumiso en un rebelde.
Dicho de otra manera, la obra de
Galván tiene carácter admonitorio. Es por eso que en la “Reseña
Retrospectiva” de su libro podernos leer que “las conclusiones que en
el ENRIQUILLO se deducen de yerros pasados” deben ser tomadas “como
admoniciones de yerros análogos”...(pág. 11). De aquí se desprende
que el propósito fundamental de Galván es advertir precisamente a las
clases dominantes de no perseverar en el abuso, no cargar dema-siado la
mano, no exagerar los malos tratos. De otra manera, existe la posibilidad
terrorífica de que los humildes se, unan y combatan. Así resulta claro
que Galván se plantea el problema indigenista al revés. Su supuesto
discurso indigenista es de carácter defensivo y paternalista. Su
concepción jerárquica del mundo no le permite pensar u obrar de otra
manera. Galván no es escritor que dice cosas contrarias al sistema, sino
que se ofrece de mediador al sistema, poniendo en juego su propia
inteligencia para remediar o paliar eventuales problemas. Galván se
limita a deplorar genéricamente la violencia dañina de los hombres, sin
condenar el sistema que le da origen. Señala los males, sin indicar sus
causas profundas. He aquí sus límites.
III
LA ESTRUCTURA DEL PERSONAJE
No
es difícil darse cuenta que la admiración de Galván se vierte casi toda
sobre los colonizadores y no sobre los colonizados. Auténticos (aunque
velados) sentimientos de admiración manifiesta nuestro autor a propósito
de feroces exterminadores como Diego Velázquez y Hernán Cortés. Por lo
demás, se tiene la impresión de que Galván nutre por Enriquillo el
mismo sentimiento de un entrenador por su perro amaestrado que responde
automático a todas las señales de obediencia en virtud de sus reflejos
condicionados. Ya vimos que el Enriquillo que describe Galván es un
perfecto modelo de mansedumbre, un ideal de sumisión. Enriquillo pasa de
un amo a otro y soporta su degradación con la amargura resignada de quien
ha descubierto en su miseria un bien superior al mal hallado. Después de
todo, la cultura hispánica es portadora del cristianismo. Con la espada
vino la cruz, y esta última parece compensar todos los horrores de la
conquista (aunque en la práctica los españoles se valieron
indistintamente de una y otra como armas).
Desde este punto de vista, es
sumamente interesante e ilustrativo el modo en que Galván construye el
personaje diseñando su personalidad física y moral con mano firme, en
modo de mostrar paso por paso el entero proceso de desarrollo del héroe.
Hay que decir que Enriquillo es un perso-naje tallado con cincel y
martillo, rígido e inquebrantable. Es tan perfecto como una escultura de
Miguel Angel (hasta el punto de que su misma perfección lo hace lucir
poco verosímil en ocasiones). A Galván no se le escapa un detalle cuando
“reconstruye” en progresión geométrica el desarrollo físico e
intelectual de Enriquillo, mostrando in cres-cendo el proceso de sus
razonamientos en las diversas materias, con sus ocurrencias estereotipadas
y sus múltiples cursilerías (que, sin embargo, no son tales para el el
autor).
Galván describe a Enriquillo tan
serio y mesurado, tan perfectamente dueño de sí mismo (un poco a la
manera del protagonista de El Padrino), que algunas veces resulta
verdaderamente antipático. Enriquillo, por ejemplo, es inalterable: “Estoy
tan acostumbrado á reprimir mis deseos, y á mirar frente a frente r mi
estado y mi condición, que cuantos enojos y contratiempos puedan
sobrevenirme por consecuencia de ellos, ya los tengos previstos, y no me
pueden causar la impresión de lo inesperado” (pág. 299). Su “gravedad
y compostura características” (pág. 302) lo destacan entre todos los
personajes del libro. (A decir verdad hay pocos personajes de carne y
hueso en esta obra). En la página 380 Galván esculpe a Enriquillo a
tamaño heroico: “De pié, algo adelantada la rodilla derecha, y
reposando cl bien formado busto sobre el cuadril izquierdo...” Más
adelante, pocas páginas antes del alzamiento, se regodea describiendo su
actitud de superhombre: “Una impasibilidad severa, una concentración de
espíritu imponente era lo que caracterizaba las facciones y el porte del
agraviado cacique” (pág. 414).
No cabe duda que Galván admira a
Enriquillo únicamente en la medida en que éste trata de ser y parecer
más español y más castizo, más cristiano, más devoto y más sumiso.
El cacique se asimila por entero a la nueva y superior cultura con el
deleite de quien abreva en un manantial precioso. Así Enriquillo trasuda
hispanidad y cristianidad por todos los poros. Se parece como una gota de
agua a sus modelos europeos. En el día de sus bodas (primera y segunda
tentativas), Enriquillo “vestía con gracia y sencillez el traje
castellano dc la época, en el que ya comenzaba a introducir algunas
novedades la moda italiana, sin quitarle su severidad original, que a
expensas del gusto artístico volvió a dominar exclusivamente algunos
años más tarde. En suma, la manera de vestir, el despejo de su porte y
dc sus modales, como la regularidad de las facciones del joven cacique, le
daban el aspecto de uno dc tantos hijos de colonos españoles ricos y
poderosos en la isla; aunque la ausencia dc vello en su rostro, la tez
ligeramente bronceada, y lo sedoso y lacio dc sus cortos cabellos,
acusaban los más señalados atributos de la raza antillana. De aquí
nacía cierto contraste que tenía el privilegio de atraer la atención
general, y que hacía distinguir a Enriquillo entre todos los caciques
cristianos de la Española” (pág. 275).
Al retrato físico de Enriquillo
corresponde un retrato sicológico y moral de igual tamaño. Enriquillo es
una especie de santo que no conoce odios ni rencores. Es perfecta mente
inocuo. “¿Quién consigue de ti que aborrezcas a nadie?”, le reprocha
su amigo Tamayo en una ocasión (pág. 365). En otra oportunidad, es el
mismo cacique quien habla en primera persona de su capacidad de sumisión
y sacrificio, definiéndose explícitamente como un mártir: “—Me
verás sufrir, Mencía—, dijo en tono solemne Enriquillo—, y sufrirás
conmigo todas la pruebas que un ánimo valeroso y cristiano puede
soportar... Hasta que Dios quiera. ¿Estás dispuesta? “(pág. 387).
En alguna ocasión José Martí
comparó con fina ironía al Enriquillo de Galván con Jesús, pero
seguramente Enriquillo le aventajaba en cuanto a mansedumbre y buenos
modales y, sobre todo, en cuanto a castidad; vale decir, en cuanto a
comportamiento social y sexual. Es significativo que las relaciones entre
Enriquillo y Mencía tengan lugar dentro del marco de la más estricta
castidad y templanza, y basta leer un sabroso pasaje de la página 319 (en
el cual Enriquillo responde a las insinuaciones amorosas de Anica con
severo lenguaje, “exhortándola a la honestidad y buenas costumbres como
pudiera hacerlo el más austero predicador”) para darse cuenta de que el
Enriquillo idealizado por Galván probablemente llegó virgen al
matrimonio. Su vocación de castidad no admite dudas. Enriquillo es un
perfecto auto-reprimido sexual. Se diría que Galván ha colocado un
policía en su cabeza para que éste, acostumbrándose a no transgredir el
código burgués de comportamiento sexual, se abstenga del mismo modo de
infrigir las leyes de comportamiento social que garantizan el orden del
sistema. Se pone en evidencia de esta manera el nexo íntimo entre
represión sexual y política, ilustrando la función social de la
represión sexual en contraposición a la función liberadora del orgasmo
(cfr. Wilhen Reich La función social del orgasmo).
Otro punto de interés lo constituye
el agradecimiento irracional que Enriquillo demuestra por sus protectores
(Velázquez, los Virreyes, las Casas, Valenzuela padre). A decir verdad,
el tema del agradecimiento se convierte en estribillo constante en el
libro, un punto fijo de referencia para mostrar la solidez del personaje
en relación a sus principios. (Ya se sabe que Enriquillo está
sólidamente anclado a sus convicciones, al código de honor y de
comportamiento que le ha sido inculcado desde pequeño). Galván insiste
en destacar la extrema bondad de ciertos personajes, y en lo mucho que a
ellos debe el cacique. Valenzuela y las Casas son para él seres
sobrenaturales que le inspiran un sentimiento místico de devoción. Esta
se resume siempre en palabras elogiosas que por sí solas son indicativas
del grado de enajenación del joven cacique. Lo más importante es que
este sentimiento constituye un freno permanente para la acción:”¡
Bondadoso protector; sacerdote santo! —exclamó enternecido Enriquillo—.
Tu virtud por sí sola paraliza en mi corazón los impulsos del odio,
cuanto quiere sublevarse ante las injusticias que los de tu raza...”
(pág. 371). Más significativo o en este sentido es la histérica
perorata que Enriquillo endilga a Tamayo cuando éste lo incita a
rebelarse en una ocasión: “—¡Déjame en paz, demonio! —replicó en
súbito arrebato de cólera Enriquillo; y serenándose inmediatamente
añadió: —¿Qué puedo hacer? ¿He de olvidarme de lo que debo al padre
protector, al señor Almirante y su familia, al mismo Don Diego
Velázquez, mi padrino?” (pág. 389). En otro capítulo, discutiendo
como siempre con el lúcido Tamayo, Enriquillo reafirma sus convicciones
pacifistas en modo contundente; “jamás daré motivo de arrepentimiento
a mis bienhechores, dejándome ir a la violencia, en tanto que haya una
esperanza de obtener justicia” (pág. 404). Incluso cuando las
circunstancias lo han obligado a coger el monte, Enriquillo no puede
librarse de la preocupación ele parecer ingrato a los ojos de sus
protectores; y la cosa le duele y le molesta como una piedrecita en el
zapato. Al rechazar las dudosas proposiciones de paz que le hace el padre
Remigio, en calidad de emisario, siente el deber de pedirle a éste que
explique sus “razones al padre las Casas, al señor almirante, a (su)
padrino Don Diego Velázquez”. Y enseguida añade: “Aseguradles que no
soy ingrato”... (pág. 461).
En resumen, el agradecimiento de
Enriquillo por sus protectores no conoce límites, y llega al colmo en la
escena que, describe la captura de su enemigo, el “soberbio tira no
Andrés de Valenzuela” (pág. 434). Además de perdonarle la vida y
libertarlo (contra los sanos consejos de Tamayo), Enriquillo le regala su
hermosa yegua y le da oportunas recomendaciones matrimoniales (cf. pág.
436). Todo esto naturalmente., en nombre de la gratitud que el cacique
conserva por la memoria del padre de su verdugo.
Casi tan fuerte como su sentimiento de
gratitud es la resignación que demuestra el cacique, su capacidad de
aguante ante las adversidades de la fortuna: “Al inaugu-rar así su vida
de sujeción y vasallaje, el magnánimo cacique ahogaba en lo profundo del
esforzado pecho la angustia y el dolor que lo desgarraban; y en su rostro
grave y varonil solamente se traslucía la serena bondad de aquel noble
carácter, incapaz de flaqueza, que sabía medir el tamaño de su
infortunio, y entraba en la lucha con él, armado de intrépida
resignación” (pág. 390). Enriquillo es lo que el genial caricaturista
mejicano Rius suele definir como un “supermacho”. Por eso no sorprende
que tanto Enriquillo como Mentía “en medio de su pobreza y abatimiento
experimentaron durante algún tiempo aquella serenidad de espíritu que
siempre acompaña al que sabe conformarse con cualquier estado a que lo
reduzca la suerte, cuando tiene limpia la conciencia, manantial único de
la felicidad posible en este mundo” (pág. 398). Después de todo, como
dice Enriquillo, no es pertinente lamentarse demasiado ya que “muchos
otros hay menos afortunados...” (pág. 355).
Es evidente que una actitud semejante
frente a la vida sólo se explica a la luz del tortuoso proceso “educacional”
a que fue sometido el cacique por sus amantes protectores. Se diría que
Enriquillo ha sufrido un tremendo lavado de cerebro o por lo menos ha sido
castrado mentalmente. Este no reproduce un pensamiento que no sea parte de
la ideología del sistema, de ese “falso concepto de la realidad que la
clase dominante elabora para su uso y consumo”. Es un títere que puede
ser manejado por antojo, hasta un cierto límite. Pero lo importante aquí
es hacer notar que estos rasgos característicos de la personalidad del
cacique, junto con otros secundarios que nos ocuparán más adelante,
ilustran claramente el tipo de buen salvaje que idealizaba nuestro autor.
(Sus prédicas de conformismo y sumisión, obediencia etc. denuncian por
otra parte, sus intenciones). Y lo demuestra todavía más el hecho de que
cuando Enriquillo se decide a emplear el supremo recurso de las armas,
pone al cielo por testigo de que sólo a la fuerza de las circunstancias
debe atribuirse el hecho (cfr. pág. 417 y siguientes). El astuto Galván
se vale de éste y otros trucos para presentar la insurrección del
indígena como un hecho providencial, desprovisto de connotaciones
sociales, subversivas. Y al eliminar estos datos, Galván elimina la parte
nociva del mensaje, el mal ejemplo. El Enriquillo de Galván no se rebela,
sino que se entrega, por decirlo así, en brazos de la Justicia Divina. Es
lógico pensar que el personaje Enriquillo necesitaba de esta coartada o
justificación final para no abandonar el camino real que le había
trazado el autor desde el principio. Con este pretexto, ni siquiera puede
afirmarse que Enriquillo se tomó en sus manos la justicia. Simplemente,
“sucedió lo que Dios quiso”. Los mortales, como es sabido, no deben
nunca tomarse este género de iniciativas.
IV
LA FUNCIÓN DEL PERSONAJE
El
alzamiento de Enriquillo se presenta como una especie de “modelo
insurreccional” que sólo en esas precisas circunstancias puede
justificarse o por lo menos explicarse. No deja de ser significativo el
hecho de que Enriquillo haya tomado esta decisión con el ánimo pesaroso
del hombre que lamenta sinceramente tener que realizar una transgresión
del orden establecido. Por esa razón el alzamiento tiene lugar en una
forma tan civilizada y decente (con excepción del episodio en que
participa Tamayo), hasta el punto de poderse inscribir dentro de la rutina
legalista del régimen colonial: “La fuga a las montañas está
decidida; pero se trata de un alzamiento en forma, una redención, mejor
dicho. Enriquillo no quiere matanza, ni crímenes; quiere tan sólo, pero
quiere firme y ardorosamente, su libertad y la de todos los de su raza”
(pág. 421).
Lo interesante del caso es que el
lector siente que Enriquillo, a pesar de haberse marchado con su gente a
las montañas del Bahoruco, no está irremediablemente “perdido”. Por
el contrario, el cacique permanece fiel a la cultura hispánica y su
devoción cristiana, en la cual se revela como un beato sincero. Así
veremos que, al tiempo que se organiza militarmente, Enriquillo se ocupa
de programar las actividades religiosas, imponiendo determinadas
prácticas obligatorias a su gente: “Por la noche, el cacique congregó
ante la puerta de su habitación a todos los circunstantes, y rezó el
rosario de la Virgen; costumbre que desde entonces quedó rigurosamente
establecida, ya que jamás permitió Enriquillo que nadie faltara nunca”
(pág. 427). En este mismo orden de ideas, debe destacarse el hecho de que
Galván atribuye precisamente a la asimilación de la cultura hispánica,
la superior capacidad defensiva y organizativa que demuestran los
indígenas en el Bahoruco: “La civilización europea, que había
arrebatado aquellos infelices a su nativa inocencia, los devolvía a las
selvas con nociones que los hacían aptos para la libertad, por el trabajo
y la industria” (pág. 454). “Lo cierto era que Enriquillo, y por
reflexión sus indios, habían alcanzado ya la plenitud de civilización
indispensable para apreciar las fuerzas de los dominadores europeos, y
medir con ellas las suyas, sin la temerosa superstición del salvaje, tan
favorable al desenvolvimiento de esa prodigiosa conquista de América, en
que entraron de por mitad el valor fabuloso de los vencedores, y la
fabulosa timidez de los vencidos” (pág. 456).
Es claro, sin embargo, que Galván no
contempla la fuga de Enriquillo y sus indios como una solución
permanente, sino como un mal necesario y temporal, en espera de que se
emparejen los entuertos y reveses y pueda triunfar la mano lenta y larga
de la justicia con mayúscula. No en vano Galván hace notar de alguna
manera la necesidad de que este estado de cosas no dure para siempre. Si
Enriquillo hubiese sido un tipo radical dispuesto a luchar y a mantenerse
en la sierra hasta las últimas consecuencias, seguramente no habría
contado con la simpatía de su autor. Lo esencial, para Galván, es que
sus personajes se reintegren al orden establecido, de modo que las cosas
vuelvan a ser un poco como antes, una vez que hayan sido eliminados los
agentes físicos más aparentes que dieron origen al descontento (mala
administración de la justicia, incumplimiento de leyes y reformas, etc.).
Se ha dicho anteriormente que en los
capítulos que describen la vida de los indios insurrectos en la sierra,
la prosa de Galván pierde brillo y se hace lenta y pesada. Se nota
claramente que Galván narra con desgano en ciertos trechos, y en la
página 457 —quizás la más decrépita de todo el libro— escribe
párrafos de increíble cursilería. El júbilo de nuestro autor nunca es
tan grande como cuando Enriquillo claudica y el omnipresente padre las
Casas sube a darle la bienvenida al mundo civilizado. Parecería que el
autor se congratula con sus personajes al celebrar este acontecimiento con
tanto despliegue de bombos y platillos. Y no es para menos, ya que se
trata de la celebración de la fiesta del orden reconstituido. El buen
hijo a su casa vuelve, reza el refrán, y el Enriquillo de Galván es
precisamente un hijo bueno; y más que bueno, ejemplar. Es un tipo
programado como una computadora para que sirva como modelo de buena
conducta y comportamiento social, aún en las circunstancias más
apretadas y en los peores trances.
Es evidente que en pocos momentos
Galván participa del entusiasmo rebelde de los novelistas del tardo
romanticismo. Una vez más queda demostrado que el Enriquillo que Galván
elogia y recomienda no es el héroe que se levanta en armas para obtener
con violencia la justicia escamoteada. Por el contrario, su ideal es el
cacique sumiso y aculturado, devotamente cristianizado, manso y piadoso
para con sus enemigos de raza y de clase; agradecido a sus bienhechores y
malhechores, profundamente temeroso de aquellas penas del infierno que la
Justicia Divina reserva para los transgresores de la Justicia Terrena.
A decir verdad, Enriquillo es una
especie de Tío Tom, con la diferencia de que este último no se rebela
nunca. Seguramente Galván tuvo conocimiento de esta famosísima obra de
Harriet Beecher Stowe (La Cabaña del Tío Tom), que en la segunda
midad del siglo pasado provocó mares de lágrimas, con oleadas de
admiración, entusiasmo e indignación (hasta el punto de que el mismo
Lincoln atribuyó irónicamente a su autora el haber desatado la pavorosa
guerra civil americana).
A pesar de sus merecidas diferencias,
el esquema estructural de ambas obras es prácticamente el mismo. En ambos
casos se trata de historias paternalistas—compasivas, camuflajeadas de
aparente contenido revolucionario. Los personajes son igualmente mansos y
devotos; carecen de una idea general del mundo y sus problemas; ambos
eseapan de las respectivas tiranías de sus amos, etc.
De aquí resulta claro que Enriquillo,
como todos los héroes de su tipo, es un personaje construido ad hoc para
uso y consumo de una determinada práctica ideológica. Sus funciones
precisas, sus deberes y responsabilidades específicos se inscriben dentro
del orden establecido. A pesar de estar recubierto por una aureola
revolucionaria, sus actuaciones no cuestionan el sistema (aún cuando se
rebela). Por el contrario, implican posibilidad de armónica convivencia
entre explotados y explotadores, dando pie a la ilusión de que basta
corregir los defectos más aparentes del sistema para que todo funcione a
la perfección.
V
LA COBERTURA DEL PERSONAJE
Enriquillo
es lo que en sociología de la literatura suele llamarse un personaje “cubierto”,
y no es el único del libro. A su izquierda y a su derecha, Galván ha
colocado dos antagonistas (Tamayo y Camacho) cuyos vicios y defectos
arrojan luz sobre las virtudes de Enriquillo, dando por contraste una
imagen superior de éste. En otras palabras, le sirven de cobertura.
Tamayo es un rebelde intransigente que mal soporta la presencia de los
españoles en su isla, y no ve la hora de combatirlos con las armas en las
manos. Camacho, en cambio, es un perfecto lacayo, feliz y contento de su
suerte; y no hay razón en el mundo que pueda moverlo a luchar contra sus
opresores. En medio de ambos se sitúa Enriquillo, el héroe perfecto.
Galván contempla con no disimulado
horror a Tamayo, porque en éste la voluntad de rebelión se manifiesta
como una enfermedad crónica. Tamayo representa el conflicto entre “civilización
y barbarie”, según la famosa fórmula popularizada por aquel descarado
teórico del racismo que fue Domingo Faustino Sarmiento. La actitud de
Tamayo es, a todas luces, injustificable para el sistema. No es dócil ni
asimilable, y no demuestra pensar que la conquista de la isla trajo algún
beneficio a su raza. En las páginas 402 y 403, Galván lo describe como
insensible a la naturaleza (cosa imperdonable en el romanticismo). En
resumen, el brioso Tamayo es presentado como una especie de “espíritu
malo”, germen dañino que en cualquier momento puede echar a perder la
hermosa labor civilizadora llevada a cabo por los mejores españoles; y en
no pocas ocasiones provoca enredos que ponen en aprietos al prudente
Enriquillo. No en balde se lo define como un tipo que busca siempre la “oportunidad
de repartir palos”. Durante la primera fase del alzamiento, incendia la
casa de uno de los pobladores europeos (cosa que Enriquillo le reprocha
duramente), y en los combates se distingue por su crueldad.
Como se ha visto, Tamayo no es un buen
modelo de cristiano. En ningún momento se muestra dispuesto a ofrecer la
otra mejilla. Es, por el contrario, un personaje de gran lucidez:
inquieto, rebelde, anticonformista. Cuando. Enriquillo perdona la vida al
joven Valenzuela en nombre de los favores que debía al padre de éste,
Tamayo reprocha al cacique con férrea lógica:“Eres un mándria,
Enriquillo(...) A cada cual lo que merece; Don Francisco en el cielo, y
este pícaro que se vaya al infierno” (pág. 431).
En las montañas, las diferencias de
carácter entre Tamayo y Enriquillo no tardan en manifestarse abiertamente
y precipitan al poco tiempo la ruptura. Así, el primero se tras lada a
otra sierra con sus seguidores, donde se dedica a hacer la guerra como la
había aprendido “de los cristianos de España” (pág. 443). A este
grupo se suma luego una parvada de negros “cimarrones” que había
participado en un levantamiento “en una hacienda del mismo Almirante”,
(pág. 459) y que de alguna manera había logrado escapar a la piadosa
represión desencadenada por éste personalmente. A partir de entonces, a
la cabeza de “su horda sanguinaria” (pág. 459), Tamayo sembró el
terror entre los pobladores, extendiendo “sus correrías devastadoras
hasta los términos de Azua” (pág. 459). Es evidente que el propósito
de Galván, en relación a estos hechos, es demostrar que el mal no es
patrimonio exclusivo de la raza de los conquistadores, con lo cual intenta
explicar el históri co enfrentamiento entre colonizados y colonizadores
en base a un principio dual: lucha del bien y del mal en un contexto
abstracto, desprovisto de connotaciones sociales.
Obsérvese, en cambio, cuán
admirable, y cuán amable y precioso —desde su punto de vista— es el
cristianísimo y pío Camacho. ¡Qué modelo de virtudes, que alma tan
resignada, qué buen animal doméstico! El personaje es risible y
caricaturesco, hasta el punto que el lector se pregunta si el preclaro
autor no tuvo conciencia de ello. Camacho es el personaje más
inverosímil del libro. Encarnación de la pura bondad, como Mojica lo es
de la perversidad, transcurre su vida “enseñando a rezar a los niños y
fabricando toscas imágenes de arcilla, que él llamaba santos” (pág.
371). Su mansedumbre lo lleva a justificar en cualquier circunstancia los
peores abusos y atropellos. Y en ocasiones se muestra adolorido porque
teme —¡oh noble criatura! que en el alma de Enriquillo no cabrán “holgadamente
(... ) las humillaciones” (pág. 372).
En la página 388 hay una suculenta
conversación entre Camacho, Tamayo y Enriquillo, en la cual se revelan
los caracteres de estos personajes con riqueza de connotaciones
sicológicas:
“—¡Cuándo hallará el cacique
Enriquillo que la ira cabe en alguna parte! —dijo con acento irónico
Tamayo.
—Dios no permita que llegue el caso;
pero quizá te equivoques figurándote que mi paciencia no tiene límites
—contestó con calma sombría el cacique.
—Si no los tuvieras, Enriquillo, —terció
Camacho— no serías un triste pecador, sino un santo: ojalá fuera tan
grande tu paciencia, para que en ningún caso llegara á faltarte!”
A la luz de los razonamientos del buen
Camacho, se diría que Galván trata de insinuar que Enriquillo no
soportó realmente todo lo que debía soportar como buen cristiano. El
alzamiento lo convirtió en un héroe para su raza; pero al hacerlo
perdió, automáticamente, la oportunidad de convertirse en algo
infinitamente más grande y más útil: un santo y un mártir; es decir:
el mejor de los héroes posibles. Es claro que Galván no se atreve a
decirlo directamente, sino por mediación de tercera persona. De cualquier
manera, deja entrever con malicia y con astucia sus intenciones profundas.
Desde su punto de vista, lo ideal, para el buen funcionamiento de la
colonia habría sido convertir a los indígenas en una perfecta raza de
santos—esclavos, dispuestos a cualquier forma de sumisión o vasallaje
en aras de una improbable vida eterna, a la cual sólo pueden acceder los
oprimidos con un adecuado pasaporte de sacrificios. Galván desliza esta
idea en numerosos pasajes de su libro y a través de varios personajes.
Así, en la página 61, el benemérito padre las Casas trata de conjurar
la desesperación de la hija de Anacaona con estas bellas palabras: “no
perdaís, por la desesperación o la inconformidad, el rico galardón que
vuestros sufrimientos os dan el derecho de prometeros en un mundo mejor, y
esperad tranquilamente a que el Todo—poderoso quiera poner fin a tantas
pruebas”.
Huelga decir que, al darle sentido y
significado al dolor humano, Galván asimila en pleno la herencia más
reaccionaria del cristianismo, y al mismo tiempo pone en evidencia los
vínculos estrechos que median entre religión y opresión.
Lo interesante del caso es que Galván
propone sus ideas con el candor inocente de quien no quiere la cosa,
cubriéndose las espaldas en la medida de lo posible, ya que se vale con
astucia de diferentes portavoces, entre los cuales hay algunos “insospechables”.
Del mismo modo protege a su intachable héroe, asignándole funciones y
misiones que no lo comprometen nunca a fondo con los enemigos del sistema
ni con aquellos personajes cuya devoción al orden constituido podría
inducir a sospechas. Precisamente, haciendo oscilar a Enriquillo entre la
pusilanimidad de Camacho y la rebeldía intransigente de Tamayo, Galván
lo define o califica implícitamente como “el justo medio”, el
término ideal, equidistante de ambos extremos—extremistas.
VI
EL MANIQUEISMO COMO IDEOLOGÍA
La
base ideológica de Enriquillo es la doctrina o filosofía
maniqueísta, que reconoce dos grandes y exclusivos principios creadores:
uno para el bien y otro para el mal. Esto explica en última instancia el
comportamiento y la actitud general de los personajes de la novela frente
a la vida. El maniqueísmo, en efecto, constituye la espina dorsal, la
filosofía política que sostiene todo el edificio intelectual construido
por Galván en torno a la “leyenda” de Enriquillo. Es el andamiaje
fundamental teórico, el Deus ex Machina que permite dar una
explicación “histórica” racional y total de los problemas y, al
mismo tiempo, aportar “soluciones”. En rigor, es una especie de
condimento universal con el cual nuestro autor sazona los más diversos
platos, tratando de hacernos pasar gato por liebre. Así, armado de su
concepción o cosmovisión maniquea, Galván puede hacer abstracción de
los profundos problemas sociales que afectan la vida de la colonia y
reduce la historia a un simple enfrentamiento entre el bien y el mal; es
decir, entre buenos y malos, con el agravante de que estos últimos son
mayoría o son más poderosos. Desde este punto de vista, no existen
problemas de clase, y ni siquiera parecen existir problemas de fondo entre
colonizados y colonizadores, entre explotados y explotadores. Huelga decir
que el maniqueísmo sirve de apoyo a una teoría cómoda y simplista que
permite explicar y justificar las mayores injusticias sociales sin
cuestionar el sistema que las produce. Todos los males son atribuidos a la
simple naturaleza del ser humano, a la eterna pugna entre el bien y el
mal. Por tanto, sólo a la desigual pelea entre buenos y malos debe
acreditarse la facultad de mover el resorte de la historia y producir
cambios. El universo de Galván está poblado por fantasmas metafísicos,
sin cuerpo y casi sin substancia social. Galván descuida el análisis de
la sociedad en que viven sus personajes, esto es, crea una sociedad
utópica en la cual la realidad no es dialéctica sino unidimensional, en
la cual los conflictos son sólo individuales y no de clase, en la cual no
hay algún problema moral o social directamente ligado a la estructura
económica. Galván establece una neta división maniquea entre un
estrecho grupo de personas que ejercita un autoritarismo absoluto
(valiéndose de medios de convencimiento y de constricción que tienen una
eficacia espantosa), y la masa de los desheredados oprimidos, compuesta
por hombres desprovistos de raciocinio y hasta de instinto, dóciles
siervos a quienes la persuación organizada ha negado la capacidad
crítica, y el miedo cualquier perspectiva de salvación (cfr. Franco
Prono, a propósito de un ensayo aparecido en la revista italiana Cinema
Nuovo.
No es casual que los escritores
reaccionarios —al referirse a los problemas de la conquista— pongan
siempre el acento en la contraposición de dos mundos: civilización y
barbarie. Esta típica fórmula maniquea da lugar a una representación
esquemática y aproblemática de la sociedad que viene a constituirse
entonces con el choque entre la cultura española y la aborigen. De este
modo, una vez decidido que la civilización estaba de la parte de los
españoles, hay poco que decir a favor de los aborígenes (representantes
de la barbarie), en tanto éstos no se asimilen o se sometan a los
primeros. El razonamiento implícito en esta fórmula (A es igual a B,
igual a C), permite establecer a priori la identidad entre cultura
aborigen, barbarie y presencia del mal. Es por ello que a Galván no se le
ocurre sospechar en buena fe que la cultura indígena tenga algún tipo de
valor. Es, sencillamente, algo que debe desaparecer, preferiblemente sin
dejar huellas, para dar cabida al más perfecto modelo de civilización.
¿Cómo, si no, podría justificarse la obra de conquista? Galván no pone
en duda los inmensos beneficios que a la larga recibirán los aborígenes
de la cultura española, a pesar de los maltratos a que se ven sometidos.
En fin de cuentas, sólo a través de la obra de conquista lograrán
éstos superar la barbarie e incorporarse a la civilización. Es cierto
que entre los hispanos aparecen malos elementos que hacen pagar a los
conquistados una cuota excesiva de sacrificios a cambio del premio que van
a recibir, ¿pero qué otra cosa puede hacerse? El mundo es así desde
siempre y nadie podrá arreglarlo. El hombre mismo es un lobo para el
hombre. Nada sorprendente si en la lucha decisiva entre el bien y el mal,
es el mal precisamente que parece tener la ventaja. ¡He aquí un modelo
de razonamiento aparentemente impecable! Sólo que desde este punto de
vista —como se ha sugerido anteriormente— los grandes problemas
históricos se reducen a categorías abstractas, independientes de la
realidad concreta, desprovistos de connotaciones económicas y sociales.
Siguiendo este modelo de razonamiento,
Galván divide a los personajes de su libro en dos bandos: santos y
pecadores (y lo curioso es que sólo en vía excepcional contempla la
posibilidad de medias tintas: casi todos son “muy malos” o “muy
buenos”). En un lado figuran las Casas, Camacho, Valenzuela padre, el
Virrey(¡?); en el otro encontramos a Mojica, Badillo, Ovando, Valenzuela
hijo, etc. Como es natural, esta galería de héroes y antihéroes se
presta a elaborar un esquema consecuente de interpretación histórica o,
mejor dicho, ahistórica: ¡Cuán diferentes habrían sido las cosas si
hubiesen existido en aquella época al menos cien hombres como los del
primer grupo! Por ejemplo, cien hombres como el dinámico y bondadoso
padre Las Casas. Pero ya se sabe que el “si” condicional es
antihistórico. Y entonces sucedió lo que tenía que suceder.
El lector inteligente comprenderá que
Galván se representa el mundo en forma elemental, esquemática. Su
visión de conjunto de la historia es precisamente eso: un esquema, un
simplismo. Es obvio, sin embargo, que todo esquema tiene sus ventajas, y
éste le permite a Galván escamotear datos fundamentales, y manipular en
consecuencia la realidad a su antojo.
Galván explica, a su modo, que la
lucha entre buenos y malos se materializó en la (supuesta) formación de
dos facciones en la isla: realistas y autonomistas, si así pueden lla
marse. Los autonomistas fueron aquellos jueces y funcionarios corruptos
que no acataban la voluntad de los Reyes Católicos, y mucho menos la de
sus representantes, comenzando por los Virreyes. Fueron ellos los que,,
desobedeciendo o interpretando a su antojo las humanísimas reformas de
1914 en favor de los indios, provocaron en fin de cuentas el descontento y
la insurrección de Enriquillo, con todas sus gravísimas consecuencias.
Fueron sus ambiciones desmedidas y sus actuaciones abusivas la causa
única o directa de los sufrimientos que padecieron los indígenas. Es
más, el deterioro que provocaron afectó incluso a las autoridades a las
cuales, formal y legalmente, debían estar sometidos. Por eso escucharemos
al resignado Enriquillo pronunciar con voz compungida estas palabras
cristianas: “Nuestros protectores nada pueden; ellos mismos padecen
injurias...” (pág. 417). En otras palabras, Galván quiere demostrar
con este argumento que la maldad está fuera del poder legítimo. El poder
y sus leyes, a su juicio, están al margen de las interpretaciones
erróneas o interesadas de los funcionarios encargados del mantenimiento
del “orden” y de hacer cumplir esas leyes. ¡Galván pretende ignorar
que no hay poder aislado del “mundo”; que no hay funcionario que no
cumpla una determinada función de clase; que no hay ley, ni arte, ni
filosofía, ni religión que no respondan a una determinada concepción
clasista!
En realidad, Galván no hace más que
traducir o aplicar sutilmente su concepción de la historia y de las
relaciones sociales al ámbito de la realeza y la justicia, reduciendo
ambos términos a principios maniqueos típicos. Es claro que Galván no
se permite a sí mismo dudar en ningún momento de la Justicia y de la
Realeza con mayúscula (es decir, del poder y del orden establecidos por
voluntad divina). Una y otra obedecen o están sometidas al gran principio
creador del bien. Las malas interpretaciones son obra de su contrario y no
de su esencia, ni de las reales situaciones sociales que se crean. Por eso
Galván insiste en culpar a determinados malos funcionarios y nunca al
estado de cosas. Imposible exigir a Galván que comprenda que las cosas no
podían ser de otra manera, que nunca se ha llevado a cabo una conquista
con buenas maneras, que abuso y conquista son la misma cosa porque se
originan en los mismos intereses. Para Galván la justicia y la realeza
están por encima de los problemas económicos y sociales. Galván
idealiza las leyes y los reyes como instrumentos divinos y providenciales
al servicio de la “humanidad” en general. A su juicio, el poder tiene
siempre la razón. No percibe —o no destaca— su carácter de clase,
esencialmente represivo, ni reconoce que los funcionarios públicos son
simples servidores del sistema que actúan de acuerdo a las necesidades de
las clases dominantes, y no de acuerdo a las necesidades de la “humanidad”.
Es más, para Galván, el problema de
la injusticia es en cierto sentido un simple problema de autoridad. Basta
que los reyes, además de justos y sabios, sean potentes, y todo queda
arreglado en el mejor de los modos posibles. Así, cuando Carlos V
(sucesor de su abuelo Fernando) se decide a hacer valer su autoridad en la
remota colonia, las cosas cambian por encanto y mejoran a la carrera. El
rey Fernando era relativamente bueno —de acuerdo con los datos que
ofrece Galván—, pero desgraciadamente se dejaba llevar de malos
consejos y no lograba imponer su autoridad. Entonces los funcionarios se
convertían en “pillos autorizados” que cometían “todas sus
maldades sin riesgo alguno, y en nombre del Rey y de las leyes”. (pág.
301). En cambio Carlos V no tiene el carácter débil e influenciable de
su abuelo: es un rey fuerte y magnánimo que sabe hacer cumplir las leyes
en todos sus dominios, sometiendo a sus vasallos por las fuerzas de las
armas o por la fuerza de la razón, según sea posible o necesario. Un
buen día, su graciosa majestad “se dignó dirigir una bondadosa carta”
(pág. 470) al cacique Enriquillo. Este se deja seducir de inmediato por
los argumentos y al poco tiempo se decide a deponer las armas, sin que
intervengan, en apariencia, razones de mayor peso. En consecuencia, los
indígenas sublevados se reintegran al orden y al mismo tiempo parece
restablecerse el control de los grupos realistas sobre los desobedientes
autonomistas. A partir de ese momento, Enriquillo se pone “en contacto
definitivo y regular con las autoridades del bondadoso Monarca que se le
mostraba tan clemente y munífico” (pág. 472). Incluso el indómito
Tamayo, a instancias de Enriquillo, se somete al orden y recibe “el
bautismo de manos del padre las Casas” (pág. 472). Para no dejar cabos
sueltos, Galván explica enseguida (en el colmo del cinismo y sin asomo
visible de pudor) que este “Esforzado teniente de Enriquillo se había
convertido de una vez (a la fe cristiana), cuando vio que los mejores
soldados españoles eran humanos y benévolos; y (...) que los potentados
cristianos verdaderamente grandes, eran verdaderamente buenos” (pág.
472). Por esta razón “prevaleció entonces verdaderamente en la colonia
la sana política del gobierno de España, y las voluntades del gran
Carlos V tuvieron cumplido efecto” (pág. 473). De esta suerte, la
historia de Enriquillo termina tan felizmente que podría traducirse sin
perjuicio al estilo de los cuentos de hadas: había una vez un rey al cual
sucedió otro rey más fuerte y sabio que emparejó los entuertos y
colorín colorado.
Lo curioso del caso es que en algunas
ocasiones Galván se demuestra tan lúcido y despierto frente a ciertos
problemas, que parece capaz de darse una respuesta más ajustada a la
circunstancias. Así, en la página 337, dispara una sorprendente
parrafada que hace recordar un famoso pasaje de La Ideología Alemana:
“La facilidad con que el espíritu de lucro, puesto como base
fundamental a la creación de colonias, degenera en desenfrenada codicia,
y se engríe convencido de que todos los sentimientos del hombre deben
estar subordinados a la sórdida utilidad, es causa de que se difunda en
la atmósfera moral de las sociedades así constituidas una especie de
niebla mefitica que ofusca la razón, y la convierte en cámara oscura,
donde los objetos se reflejan falazmente, en sentido inverso del que
realmente tienen: de esta especie de fascinación sólo pueden librarse
las conciencias privilegiadas por un temple exquisito, cuya rectitud
resiste sin torcerse a todas las aberraciones, a todas las sugerencias del
interés o del temor. Rara Avis.”
La Ideología Alemana fue
escrita por Marx y Engels entre 1845 y 1846, y no fue publicada por entero
en vida de los autores. La primera edición completa salió en Berlín en
1932 (cfr. La concezione materialistica della storia, pág. 7 y
44). Además es poco probable que Galván tuviera algún tipo de contacto
con la obra de Marx y Engels. Lo importante, en verdad, es señalar
precisamente el hecho de que ciertos razonamientos de Galván hacen pensar
que éste tiene cogidos por el mango todos los elementos necesarios para
llegar a una conclusión más apegada a la realidad de los hechos; en
otras palabras, para responder en términos concretos, sin rodeos
metafísicos. Naturalmente, Galván no lleva nunca sus razonamientos a su
extremo lógico. En algunas ocasiones lo escucharemos hablando de “intereses
creados” (pág. 337) y presiones sociales deformantes, etc., pero al
final cerrará distraídamente el paréntesis de lucidez y llegará a una
de sus típicas conclusiones simplistas, coherentes con su visión
maniquea.
Por lo demás, ya lo dice el refrán
que no debemos pedir peras al olmo. Para el marxismo no existe el mal y el
bien (en sentido maniqueo), sino la dialéctica: hechos concretos
dependientes de una determinada realidad económica y social. En cambio,
Galván es coherente consigo mismo cuando interpreta la historia en
términos maniqueos, deformando la realidad concreta y presentando los
problemas sociales como simple resultado de una lucha entre los dos
grandes principios creadores: el bien y el mal. A pesar de todo, resulta
chocante que precisamente el proclive Galván tuviera la cachaza de
erigirse en teórico del bien y del mal. ¡Cuál no habrá sido su
sufrimiento al tener que mortificar tan a fondo su propia experiencia!
Quizás por está razón es necesario pensar en él con cierto afecto y
ternura, pasando un poco por alto su cinismo y hasta sus múltiples
bellaquerías en el plano político.
* *
*
En
el mismo orden de ideas es importante señalar otros aspectos en que la
ideología maniquea de Galván se mani—festa, un poco veladamente,
dejándonos comprender más a fondo su pensamiento sobre las relaciones
humanas y sociales. Se trata, en particular, de su concepto del amor y el
matrimonio, la belleza, la castidad, el ideal femenino y otras materias
afines. Lo paradójico del caso es que al tocar estos temas, Galván se
muestra púdico y discreto como una señorita de provincia. Sin embargo, a
pesar de sus efusivas demostraciones de ingenuidad y espiritualidad, a
pesar de sublimar las relaciones amorosas de sus personajes, a pesar del
voluminoso despliegue de idealismo quijotesco, Galván se rige en esencia
por un criterio mercantilista. Es decir, en su escala de valores éticos y
morales, el amor y el matrimonio se reducen a un simple tráfico. Galván
identifica en el fondo el amor y el cálculo, sin manifestar el menor
disgusto ni advertir las profundas contradicciones implícitas en sus
discursos.
Por lo demás, esta visión es
coherente con toda la producción romántica novelesca del 1800. No en
balde los sociólogos de la literatura han demostrado que los famosos
matrimonios de “amor” de las heroínas románticas del siglo pasado
son simples relaciones de intercambio. En la mayoría de estas historias
de amor, el matrimonio oculta algo menos espiritual de lo que se supone
corrientemente. Por lo general se trata de casos en que la mujer dona el
sexo a cambio de la seguridad económica que le ofrece el apasionado
consorte. Naturalmente, también puede suceder lo contrario, y hay
múltiples variantes, pero en el fondo existe casi siempre algún motivo
visible de cálculo económico.
No es casual que Galván defina la
pasión de Diego Velázquez por María de Cuéllar como “un negocio”
(pág. 123). En virtud de ese negocio —según las palabras del astuto y
travieso Mojica— Velázquez debía entrar en “posesión de la criatura
más bella y agraciada de toda la colonia”, estableciendo
automáticamente una alianza con una familia cuyas riquezas, unidas a las
suyas, lo convertirían en “el más poderoso de todos los pobladores de
las indias” (pág. 122).
En los capítulos XXIII—XXIV de la
primera parte de la obra, Galván describe los vanos esfuerzos de Diego
colón ante el Rey Fernando para que éste le hiciera justicia,
reconociéndo le las “dignidades y prerrogativas legítimamente
heredadas de su glorioso padre”, entre las cuales se contaban el título
de Almirante, así como “los cargos de Virrey y Gobernador de la Isla
Española y de las otras tierras del Océano” (pág. 83). A pesar de sus
esfuerzos, el joven Diego termina defraudado al ver derrumbarse
momentáneamente sus esperanzas. Pero he aquí que un buen día el fogoso
mancebo tiene la dicha de ser presentado a la encantadora María de
Toledo, hija del Comendador Fernando y sobrina del Duque de Alba, quienes
a su vez son parientes próximos del Rey. Entonces Diego se enamora
locamente y consagra a la bella “todos los altos pensamientos, los
sueños de oro y los castos deseos de su ardiente fantasía”, (pág.
91). El Joven se da tan buenas mañas que en pocos días logra concertar
un matrimonio relámpago y la convierte en su esposa. Poco tiempo
después, y al cabo de un nuevo regateo apadrinado por sus nuevos
parientes, le son concedidos los cargos y títulos a que aspiraba
legítimamente, como hijo meritorio del gran descubridor.
Extrañamente parecido es el caso de
Enriquillo, “que aunque estimado y protegido desde la infancia, no
dejaba de ser un pobre cacique, perteneciente a la raza infortunada que
entre los conquistadores era tratada de un modo peor que los más viles
animales” (pág. 279). Sin embargo, ya sabemos que Enriquillo logró
entrar al fin y al cabo en posesión de la “incomparable hermosura” de
Mencía y “en la posesión y administración directa” de sus bienes
(pág. 279).
De todo lo anterior se deduce que los
matrimonios idealizados por nuestro autor merecen un nombre más preciso y
vulgar: braguetazos. En todas las relaciones amorosas de los personajes de
Enriquillo está presente el motivo del cálculo, del interés
económico, así sea en forma secundaria. Otro aspecto importante es que
Galván divide los matrimonios en dos clases. Así, en boca de Fernando
colón, escucharemos esta precisa definición: “Mira, Diego, Los
matrimonios, o vienen de Dios, o vienen del diablo. Los de Dios, se vienen
por el camino real, y andan a la luz del día; los de Satanás buscan las
veredas y escondrijos, y escogen tiempo y hora, como quien anda en
acecho... ”(pág. 92).
Estas diferentes clases de matrimonios
de amor son el amor—pasional y el amor—casto. El primero conduce al
desastre, a la frustración, y constituye una fuente del mal (caso de
Velázquez y Andrés de Valenzuela). El segundo, por el contrario, llena
de regocijo a quienes lo sienten, templa los ánimos, modera la violencia
y endulza la vida (caso de Diego Colón y Enriquillo).
Hay que notar, finalmente, que la
palabra castidad es una de las más recurrentes del libro, y al parecer
tiene que ver de alguna manera con el comportamiento social de los
personajes. Por ejemplo, Mojica y Valenzuela no son castos y, “consecuentemente”,
son malos. en cambio Enriquillo y Diego Colón son castos y “por lo
tanto” buenos. Elvira Pimentel no es casta y no es buena. María de
Toledo y Mencía son castas y buenas, y además llenan todos los
requisitos de un ideal femenino sofisticado y etéreo que Galván propone
entre líneas. Aparte de la dote, Galván exige a la mujer castidad,
sumisión a la voz del amo, belleza. Los personajes ideales femeninos del
libro están recortados y clasificados según este molde. Mencía, María
de Cuéllar y María de Toledo son sumisas en alto grado: todas obedecen
órdenes sin chistar, como corresponde a mujeres—objetos, y además son
castas hasta la locura y bellas como soles. A decir verdad, todas las
mujeres que desfilan por las páginas de Enriquillo,especialmente
las muy buenas, son bellezas angelicales que cortan la respiración. En
consecuencia, la corte de la Virreina está compuesta por un “círculo
de beldades” (pág. 288). E incluso se estaría tentando de afirmar que
también en materia de belleza Galván propone un modelo de apreciación
maniqueo, clasificando arbitrariamente a los seres humanos por sus
cualidades más exteriores. A la deformidad moral correspondería pues la
deformidad física, como es el caso de Mojica. Esto demostraría una vez
más que Galván se escuda en todo momento con una ideología totalizante,
omnicomprensiva. Por eso su visión del mundo es simétrica y pareja, como
la que percibe un caballo de coche a través de sus anteojeras.
VII
IDEOLOGÍA Y CATARSIS
La
obra de Galván concluye, en apariencia, con el triunfo final y definitivo
de la justicia y con el reingreso triunfal de los indígenas al seno de la
Civilización con mayúscula. Así Galván lleva a cumplimiento la promesa
realizada en el epígrafe de la narración: “Demos siquiera en los
libros algún lugar a la justicia, ya que por desgracia suele dejársele
tan poco en los negocios del mundo” (Quintana). En realidad, el triunfo
de la justicia, el final feliz, es un elemento indispensable en este tipo
de estructura narrativa al estilo de los cuentos de hadas. Una vez
concluida la narración con un final feliz, una vez logrado el triunfo de
la justicia (es decir, la reposición del orden social sobre sus bases “eternas”),
el autor y los lectores podrán retirarse tranquilos, cerrar los ojos y
dormir con la conciencia limpia, pues automáticamente se produce un
efecto purificador, catártico. El término catarsis fue usado por
Aristóteles a propósito del teatro dramático, y se define
corrientemente como “purificación de las pasiones mediante la emoción
estética”. Aristóteles consideraba que el drama, “mediante una serie
de casos que suscitan piedad y terror, tiene por efecto purificar y
liberar el alma de semejantes pasiones”. Esta acción purificadora y
pacificadora es precisamente la catarsis, un término que en medicina es
equivalente de “purgante”, “expulsión de sustancias nocivas”. Y
la catarsis que provoca un libro como Enriquillo es precisamente
eso: un lavativo. No en balde Aristóteles le reconoce al teatro “una
función eminentemente moral y educativa”. (cfr. Silvio D'Amico, Storia
del Teatro e dello Spettacolo, vol. 1, pág. 27). También el
Enriquillo de Galván, y todas las obras de su tipo, cumplen esa doble
función moral y educativa. De qué tipo de moral y de qué tipo de
educación se trata, ya el lector podrá imaginarlo por sí mismo. Por lo
menos es justo sospechar que se nos “educa” en los valores e ideas de
las clases dominantes.
Para decirlo con palabras de Walter
Benjamín, la catarsis aristotélica “es la descarga de los afectos del
público a través de la participación en el conmovente destino del
héroe” (cfr. Walter Benjamin, L'Opera d'arte nell’epoca della sua
riproducibilitá tecnica, pág. 130). Así el espectador se purifica,
se pacifica y se realiza en la representación de la historia a la cual
asiste. Sin embargo, para lograr que el efecto de catarsis deseado sea
más completo, es necesario que se verifique en cualquier caso el triunfo
de la justicia. Galván se da cuenta de que podría ser peligroso el hecho
que la justicia no triunfe en una obra, pues dejaría descontento o
insatisfecho al lector, e incluso podría sensibilizarlo en contrario,
haciéndolo participar de un modo diverso (no catártico) en el conflicto.
Podría, por ejemplo, hacerlo razonar seriamente, inducirlo a tomar
conciencia de la situación real, a participar precisamente, no como
simple espectador que asiste divertido a la representación de una
historia, sino como hombre que debe asumir una determinada posición y una
determinada responsabilidad respecto a conflictos similares. Es por esa
razón que Galván concede a los personajes de su libro la gracia de una
justicia que nunca tuvieron, y además la presenta corno una adquisición
permanente.
Hay otro elemento interesante en este
mecanismo generador de catarsis (si así podemos llamarle), y es que para
lograr que en una obra triunfe en modo verosímil el bien sobre el mal, es
necesario “hacer trampas”: esto es, escamotear datos, manipular
antojadisamente la historia, recurrir, en definitiva, a un truco. Y el
truco de todas las obras reaccionarias, como ha demostrado el renombrado
crítico alemán Wilheim Pabst, consiste en presentar la injusticia como
excepción y la justicia como regla. Este es el gran truco.
Cualquier aficionado al cine tendrá
presente que en el western clásico triunfa indefectiblemente esta clase
de justicia. “Indios” y “vaqueros” se enfrentan con encono, traban
duras batallas, y en principio la situación parece favorecer a los
primeros (siempre en mayor número contra un grupito de pioneros), hasta
que al final se escucha un galopante toque de trompeta que anuncia la “llegada
de los nuestros”: aparece la civilización representada por la impecable
caballería y los indios se desbandan. Queda triunfante sobre el terreno
un hermoso puñado de hombres blancos.
La regla, como se sabe, es que si un
indio mata a un blanco, se produce un tanto a favor de la injusticia y
viceversa. Pero si la justicia triunfa como regla en el western es porque
la cinematografía norteamericana ha invertido el papel histórico de los
bandos en pugna. Los exterminadores son presentados como víctimas de
aquellos que, históricamente, fueron exterminados. El western clásico
presenta a los indios como crueles salvajes con un sentido deportivo de la
guerra, rebeldes sin causa que masacran infelices familias de pioneros por
el sólo placer de coleccionar cabelleras. Así la gran cultura de masas
norteamericana le ha hecho el gran favor a los indígenas de exterminarlos
primero, y luego levantar sobre la memoria de sus muertos un monumento de
ignominia universal.
Otro ejemplo, también tomado del
cine, lo encontramos en las películas de tema negro. Shaft, el famoso
detective, patea a todos los blancos que se le enfrentan, se acuesta con
las mejores hembras, castiga a los malos, sale siempre triunfante y hace
en definitiva todo aquello que al negro norteamericano le está prohibido.
En consecuencia, el cineasta negro sale de la sala de espectáculos
satisfecho y realizado, habiendo purgado sus descontentos sociales a
través de la participación ilusoria en las aventuras del héroe
triunfante. En un famoso film de Jules Dassim, presentado en el país con
el título de No delatarás (Up tight), sucede precisamente
lo contrario: El público asiste a la representación de una historia de
negros revolucionarios, víctimas de la represión oficial. Aquí la
catarsis no se produce porque en ningún momento tiene lugar el triunfo de
la justicia ni la obra da pie a fáciles optimismos. El espectador
medianamente sensible sale del cine con un sentimiento de rabia, y termina
sensibilizándose de alguna manera, pues, como se ha dicho, para que la
obra funcione como purgante es necesario incluir entre los ingredientes
ideológicos el triunfo de la justicia: presentar la excepción como
regla.
Es en este sentido que juega un papel
importante el ingenioso hidalgo don Pedro de Mojica, uno de los personajes
más logrados del libro. Ya se ha visto que Galván atri buye a Mojica la
mayor responsabilidad de los sufrimientos de Enriquillo y sus indios. En
ningún momento nuestro autor parece darse cuenta de que es estúpido
atribuir el origen de un conflicto social a la maldad de un hombre o grupo
de hombres, y no a las grandes coordenadas históricas, a la situación
real que se crea. Pero es claro que esto le permite cumplir a cabalidad
sus propósitos de presentar los efectos como causas, eludiendo la raíz
del problema. Del mismo modo, la historiografía burguesa se ha empeñado
siempre en atribuir la responsabilidad exclusiva de la Segunda Guerra
Mundial a la ambición de poder de Adolfo Hitler, y no a la histórica
pugna entre naciones imperialistas, que ya desde el siglo pasado había
dado lugar a una serie de enfrentamientos (lógica consecuencia del
proceso de desarrollo y expansión del capitalismo industrial).
A la luz de estos razonamientos se
comprende perfectamente la función del personaje Mojica en el libro de
Galván. Este personaje inventado, que no figura en la Crónicas de
las Casas, ha sido justamente definido por Antonio Anderson Imbert como
“El mejor estudio de la perversidad en todo el romanticismo
hispanoamericano”. Se diría que Galván quiso concentrar en él toda la
atención para evitar que el lector se oriente en otro sentido y pueda
descubrir por sí mismo la causa real de los problemas que afectaron a
gobernantes y gobernados en la primera colonia del nuevo mundo. El
maquinoso Mojica, en efecto, es la encarnación metafísica del mal.
Galván lo presenta como el principal culpable de los sufrimientos de los
indígenas. Es él quien teje la madeja de intrigas que induce al buenazo
de Enriquillo a coger el monte y lo convierte, a su pesar, en un rebelde
temporal y fortuito. En última instancia, la tesis o hipótesis sugerida
entre líneas lo sindicaliza a Mojica como verdadero culpable del
desastre, el elemento perturbador por excelencia, la principal fuente del
mal. Mojica, como personaje, es un clásico: el rufián clásico. De este
modo, Mojica hace las veces de un magneto: atrae el odio y la antipatía
del lector sobre su persona, bloqueando cualquier tipo de razonamiento
lógico acerca de las causas reales de los problemas. Por esta razón, al
suprimir a Mojica en la página 434, queda abierto el camino de la
conciliación entre ambos bandos. Para suprimir a Mojica, Galván designa
otro personaje singular. Mojica muere brutalmente a manos de Tamayo,
ahorcado con una jáquina de caballo. La escena es tan terrible que el
lector no puede evitar un asomo de piedad por la víctima, e
inconscientemente equipara a la suya la maldad del verdugo. En la novela
clásica, esta acción correpondería al héroe máximo, en calidad de
justiciero; pero es probable que Galván considerara prudente preservar la
“pureza” de Enriquillo para presentarlo como prototipo del ciudadano
ejemplar que nunca, y bajo ninguna circunstancia, se toma la justicia en
sus manos.
Otro detalle importante es que al
eliminar físicamente al malvado Mojica, Galván mata cómodamente dos
pájaros de un solo tiro. A saber: provoca la catarsis del lector,
restituyendo su fe en la posibilidad de justicia al cancelar el origen
aparente de los males, y de paso confirma la tesis maniquea, según la
cual todo se reduce a simple enfrentamiento entre buenos y malos. Con esto
se cumple la función primordial de este tipo de novela, tan inocente y
desamparada en su superficie, y tan calculada y truculenta en sus
implicaciones teóricas.
La catarsis, pues, es un elemento
integral de ideología que no en vano Bertolt Brecht suprimió en sus
dramas, tratando de evitar precisamente que el espectador se apaciguara en
lugar de indignarse y tomar conciencia de la situación. Pero el astuto
Galván no se limita a provocar la catarsis del lector a través de la
muerte justiciera de Mojica. En la novela tiene lugar una distribución
equitativa de premios y castigos dantescos, que hacen ver al lector cómo
en fin de cuentas cada quien recibe su justo merecido. Esto ocurre,
casualmente, sin participación del elemento humano: ocurre por
interposición de la Justicia Divina, con lo cual queda demostrado que
vengarse o buscar justicia en este mundo no es asunto tan importante, ya
que para eso existe la Providencia, que actúa por su cuenta en modo
infalible. Así los personajes de Galván realizan, según sus méritos,
un viaje a los infiernos, al cielo o al purgatorio, cumpliendo un
itinerario parecido al del protagonista-autor de la Divina Comedia
(aunque desprovisto de las connotaciones políticas subversivas de la obra
del genial florentino). Galván sitúa a cada personaje en su lugar,
atando con minucia los cabos para mayor satisfación del lector, y se
esmera en describir la suerte corrida por cada uno de ellos. Nicolás de
Ovando, autor de la matanza de Jaragua, recibe un castigo “ejemplar”,
pues termina sus días olvidado en España, “minado por una secreta y
cruel pasión de ánimo”, y “como para todos los déspotas que,
abusando de una autoridad limitada, han legado cien crímenes á la
memoria de la posteridad, los últimos instantes de la existencia
transcurrieron entre las angustias de un combate mora¡, librado en los
profundos antros de su espíritú” (pág. 188). También Diego
Velázquez, a juicio de Galván, pagó de alguna manera sus fechorías,
pues “no fue feliz durante los últimos años de su vida” (pág. 462),
y al parecer murió amargado y temeroso de las penas del infierno (hasta
el punto de que encargó decir mil misas por su alma cuando se encontraba
en lecho de muerte). Otros personajes malévolos reciben por castigo, en
lugar de la muerte, una gran humillación a su soberbia. Entre ellos se
cuenta el joven Andrés de Valenzuela. Este decide rectificar su conducta
y hacerse “bueno” después del tremendo susto pasado al caer en manos
de Tamayo y Enriquillo. Galván explica que su alma de pecador empedernido
había sido devuelta en virtud de ese acontecimiento “á la divina
gracia, arrepintiéndose muy sinceramente de sus pecados y mala vida”
(pág. 445). Valenzuela queda luego en posesión de los cuantiosos bienes
de Mencía, lo que significa que recibió en fin de cuentas un premio no
merecido. Sin embargo, y a modo de contrapartida, cómete la torpeza de
contraer matrimonio con la “casquivana” Elvira Pimentel, a quien
Galván atribuye la capacidad de hacerle pagar en la tierra todos sus
pecados (pág. 446). Por otro lado, tenemos razón para sospechar que el
buenazo de Don Francisco de Valenzuela se fue directamente al cielo sin
escalas, y así también el noble “ángel tutelar de los indios”
(pág. 472), Bartolomé de las Casas. Pero quizás el más afortunado de
todos es el violento Tamayo, que posiblemente se libró por un pelo de las
penas del infierno al convertirse en el momento oportuno al cristianismo
(cuando termina la sublevación).
Como se ha visto, Galván no deja cabo
sueltos ni abandona al azar sus convicciones. Por el contrario, todo queda
en su sitio, todo tiende por lo menos hacia el orden: un orden universal y
metahistórico cuyo perfecto equilibrio presupone la eterna separación y
diferencia de clases, la existencia eterna de colonizados y colonizadores,
La “natural” diferencia de razas, la incuestionable “superioridad”
de pueblos y culturas cuya supuesta misión histórica es someter a otros
pueblos y culturas teóricamente inferiores, etc.
Sin lugar a dudas, este es el modo en
que Galván concibe y se representa el mundo. Es cierto, sin embargo, que
en algunos momentos da muestras de sospechar o intuir vaga mente que no es
el mejor de los mundos posibles; pero indudablemente no se siente a
disgusto.
VIII
LA FUNCIÓN DE LA NOVELA
Ya
se dijo al principio de estas notas que en muchas ocasiones, y desde
diferentes ángulos críticos, se ha pretendido minimizar la importancia
de la obra de Galván, no tanto en su aspecto formal cuanto por su carga o
contenido ideológico. En cierto modo, esta corriente de opinión que ha
surgido en los últimos tiempos es una reacción natural contra el viejo
esquema de valoración de Enriquillo, laudatorio en extremo. Al
parecer, todas las tentativas de los iconoclastas a ultranza van dirigidas
a demoler desde la base el edificio Enriquillo, sin dejar piedra
sobre piedra y sin parar mientes en el hecho que gran parte de su
estructura casi centenaria quedará en pie después del bombardeo. Lo peor
del caso es que quienes proceden de esta manera se sitúan en una
perspectiva falsa: analizan o juzgan la obra de arte por lo que debería
ser y no por lo que es. Y el error estriba precisamente en asumir una
actitud dogmática frente a la obra en cuestión. Ahora bien, preconceptos
y prejuicios nunca han contribuido a dilucidar problemas de estética. Por
eso no se insistirá bastante en el hecho de que para comprender y
enjuiciar estéticamente una obra de arte es necesario preguntarse cuáles
fueron las intenciones y propósitos del autor al momento de escribirla.
Concretamente, es necesario determinar en cada caso qué se propuso decir
el autor y en que grada o medida logró sus propósitos. Esto, más que
nada, nos ayudará a elaborar un patrón de juicio, y sobre esta base
mediremos los límites y grandezas de la obra. Lo necesario, entonces, es
verificar si se cumplen de alguna manera en sede literaria los propósitos
del autor, con lo cual se verifica automáticamente la relación entre
forma y contenido, entre el fenómeno artístico y la mecánica social que
lo produce. Sólo esto da la medida de la grandeza y de los límites de la
obra. Sólo esto nos dice si la obra está lograda estéticamente.
Resulta inútil, por lo tanto,
deplorar que en la novela (le Galván los conflictos sociales tengan
carácter personal y no de clase; que la obra (le la colonia sea exaltada
como empre sa portadora de beneficios universales; que sea minimizada la
presencia y el aporte cultural de los negros, y que los indígenas sean
idealizados en el momento histórico en que habían desaparecido
étnicamente, etc. Todo esto corresponde a un diseño ideológico preciso,
y desde el punto de vista estético no es ni remotamente imputable a
error, sino a un propósito definido: al cálculo de un autor que nunca
pretendió escribir una novela del proletariado sino una obra para uso y
consumo de la burguesía hispanófila, presentando la historia en un modo
complaciente y satisfatorio para halagar sus “buenas conciencias”.
Esta es, pues, la novela de Galván. Nadie se extrañe de que este autor
construya un Enriquillo de tipo particular y personal. El Enriquillo
sumiso y devoto que liemos conocido en la obra no es resultado de una
falla o debilidad de la arquitectura teórico-literaria: es el producto
consecuente de una ideología, (le un modo particular de ver las cosas y
el mundo, de la necesidad (le acomodar las circunstancias a determinadas
exigencias históricas de la clase dominante. Enriquillo es, pues, un
personaje logrado, (le acuerdo a las intenciones de su autor. Así, el
hecho de que Galván minimice la presencia cíe los negros, no debe
sorprendernos. Esto responde sencillamente al propósito de quien escribe
en función antihaitiana (como también se realiza en función
antihaitiana el trasnochado culto indigenista sin indios).
Ciertamente, el contexto de la novela
de Galván es antihistórico. Pero lo importarte, en última instancia, no
es que el comportamiento de los personajes y la historia narrada
correspondan estrictamente a la realidad. Si dentro del contexto general
de la obra estos elementos funcionan artísticamente y se integran,
entonces no hay objeción posible en sede literaria. Toda obra de arte es
una respuesta intelectualmente (y altamente) organizada a los problemas y
conflictos históricos de la época. Por eso el análisis literario exige
que se establezca una relación entre el ámbito sociocultural y la
estructura global de la obra, mas no en sus particulares. ¿Qué serían
entonces la literatura fantástica y el realismo mágico'? Seguramente a
nadie se le ocurriría cuestionar a García Márquez por el hecho de
contar mentiras. ¿Quién ha demostrado que el valor estético de una obra
consiste en su apego a la realidad?
Si un historiador falsea la historia,
producirá un libro poco digno de consideración. Si lo hace un novelista,
esto no significa nada en términos literarios y artísticos, pues el gran
problema del arte no es la verdad, es el verosímil: las cosas deben
parecer ciertas en el contexto de la narración, no en el contexto
histórico. Supongamos, no obstante, que la novela de Galván fuese una
denuncia férrea e incomovible contra todo tipo de explotación;
supongamos que indios y negros tuviesen un diverso tratamiento histórico
más apegado a la realidad. ¿Qué sucedería? Pues bien, todo esto
cambiaría el carácter, no la calidad de la obra. En consecuencia, no
debe descalificarse estéticamente la obra de Galván por el hecho de ser
muy reaccionaria. Esta es una cualidad artística como otra cualquiera.
Pode mos decir “reaccionaria” como decimos verde, azul o amarillo.
Pero una obra de arte no deja de ser válida por el hecho de ser
reaccionaria, de otra manera quedaría invalidado el quehacer artístico
de milenios. Nadie dirá que El Greco fue mal pintor porque era
reaccionario. Fue sencillamente un gran pintor reaccionario, embutido
hasta la tambora de catolicismo medievalizante. Y Calderón fue, sin duda,
un dramaturgo contrarreformista, como lo definiera Benedetto Croce, mas no
por eso mal dramaturgo. Lo mismo se diga de novelistas de la talla de
Balzac o Dostoievsky.
Es claro que el crítico tiene derecho
a señalar en toda obra los aspectos políticos, ideológicos o morales
que a su juicio son positivos o negativos. También tiene derecho a
desmontar esta obra pieza por pieza para entender cómo funciona. Puede
hacerlo con la frialdad del científico o con el apasionamiento lógico de
quien defiende o sustenta determinadas posiciones teóricas políticas, e
incluso tiene derecho a indignarse o emocionarse frente a ciertos
argumentos: lo inadmisible, por parte del crítico, es pretender restarle
méritos a la obra cuando esta no concuerda con su concepción de la vida
o con su escala de valores. No siempre es posible, y tampoco sería
divertido, leer obras que satisfagan nuestro gusto estético y halaguen al
mismo tiempo nuestra sensibilidad política. Toda obra de arte debe, por
lo tanto, ser sometida a juicio de acuerdo a sus componentes como tales y
no como deberían ser. Ninguna estética aceptable puede estar fundada
(como quería Kant y luego cierto marxismo oficialista) sobre bases
estrictamente políticas, morales, etc. Un mensaje “correcto” de tipo
moral o político no es necesariamente equivalente de calidad estética ni
mucho menos. En sede estética, descalificar una obra por reaccionaria
significa extrinsecar del ámbito artístico-literario un aspecto que en
esencia le corresponde. Lo reaccionario o revolucionario es pues
intrínseco a la obra de arte y como tal deber ser juzgado. Es decir, de
acuerdo a su realización en el plano artístico, no en un plano separado,
extrínseco. Una obra puede ser hermosa y reaccionaria al mismo tiempo,
porque la estética no es moral, no es política, o por lo menos no puede
estar basada sobre rígidos criterios de orden moral o político
exclusivamente. Aceptar una idea semejante equivale a caer en la trampa
fácil del maniqueismo.
En resumen, lo menos que debe decirse
es que Enriquillo es una obra lograda, de acuerdo a las intenciones
del autor, y como tal debemos tenerla en consideración. Digamos entonces
que Enriquillo es una novela de clase, favorita hoy por hoy de la
burguesía hispanófila. Y si desde el punto de vista moral es una
infamia, desde el punto de vista estético es un logro, un resultado
positivo. Paradójicamente, pues, uno de los méritos de Enriquillo
es ser reaccionaria: es como tal y en tal sentido que la novela cumple su
función. Por su parte, Galván, ha pasado a la historia como el autor de
nuestra mejor novela de clase, lo cual constituye su grandeza y su
límite. Naturalmente, no es este el tipo de literatura al que aspiramos,
pero indudablemente Galván merece ser situado en un puesto de honor como
maestro en este género de enseñanzas. De muchas formas y maneras, su
obra se nos antoja cual lección de altura. Una lección que debemos
aprender.
NOTAS
BIBLIOGRÁFICAS
La
noche del 7 de junio de 1946, en los salones de actos culturales de la
Casa de España, el fogoso historiador ibérico Fray Cipriano de Utrera
dictó una conferencia con el título “Enriquillo y Boyá, en la
cual impugnaba las crónicas de los dos autores clásicos en la materia:
Fray Bartolomé de las Casas y Gonzalo Fernández de Oviedo.
Lo que Utrera llevó a cabo esa noche
fue una sistemática labor de destrucción del mito Enriquillo, con tal
riqueza de documentación que bastaba para dejar apabullado al más
incrédulo entre los apasionados defensores y admiradores del cacique. La
conferencia suscitó una polémica en la que Utrera tuvo como antagonistas
al Dr. Alcides García Lluveres y, principalmente, al conocido ideólogo
del trujillismo Manuel Arturo Peña Batlle. El primero ripostó con un
artículo titulado “Historia de un Nombre” (número 80 de la revista Clío,
correspondiente a julio-diciembre de 1947); el segundo reunió sus
opiniones en el farraginoso volumen La Rebelión del Bahoruco
(1948), en el cual se va un poco por las ramas, enfocando el tema desde un
ángulo estrictamente jurídico. Fray Cipriano de Utrera trabajó hasta la
hora de su muerte (1958), en una obra demoledora que tenía por objeto la
impugnación de los argumentos de sus adversarios y que fue publicada
póstuma por la Academia Dominicana de la Historia con el título Polémica
de Enriquillo (1973). En esta obra se reproduce asimismo la
conferencia del 1946, reforzada con notas y argumentos de primera mano. El
infatigable polemista derrama sobre sus adversarios torrentes de fina
hiel, apelando a veces directamente al insulto. Los moteja con palabras de
tono mayor, y emite juicios lapidarios en que la mordacidad y la ironía
campean por sus fueros.
La conferencia sobre “Enriquillo”
y Boyá se orienta en el mismo sentido (agriamente polémico). Utrera
define al padre las Casas como un “famoso forjador de ficciones”.
Le dice “cuentista”, “teólogo del montón” y otras
lindezas. A Fernández de Oviedo lo considera “Un maldiciente
empedernido”. A Enriquillo lo tilda de “cornudo” y niega
implícitamente que haya sido nunca un rebelde social; niega la veracidad
del episodio del indio “perdonavidas”; niega que la
capitulación de Enriquillo haya sido sellada por algún tipo de tratado
de paz; niega que haya sido “el último cacique de Haití” y
que viviera y muriera con sus indios en la reservación de Boyá. Este es
precisamente el punto fuerte de la conferencia. Utrera afirma que
Enriquillo y sus indios vivieron probablemente en un pueblo fundado en las
faldas del Bahoruco. Enriquillo se convertiría entonces en una especie de
perro de presa al servicio de los hispanos, ya que había “conseguido,
por solicitud tercera vez hecha, el ejercicio defunciones policiales
contra negros e indios”. A la hora de su muerte hizo testamento y “mandose
a enterrar en una iglesia de Azua”. El resto de sus indios pereció
luego en un asalto realizado contra su población por una banda de “negros
cimarrones”.
Por lo que puede verse, es poco o nada
lo que Utrera deja en pie de la leyenda de Enriquillo. El inefable
capuchino aporta datos con tanta maña y tanta saña que la humanidad del
cacique aparece —como dijera Peña Batlle— “muy rebajada y
desmirriada”. A decir verdad, Utrera minimiza en extremo o considera
de poca monta el papel histórico desempeñado por Enriquillo, y en este
sentido su aporte bibliográfico no es del todo convincente. De aquí la
necesidad de reajustar históricamente la figura del cacique, ponderar con
menos pasión sus virtudes y defectos, valorarlo en su justa dimensión
humana con criterios equidistantes del mito y del escarnio. Si Enriquillo
no fue el héroe perfecto que idealizaron cronistas y novelistas, tampoco
fue un simple canalla, como sugiere Utrera. La figura de Enriquillo tiene
a pesar de todo proporciones heróicas. Durante 13 años condujo a su
pueblo de victoria en victoria contra fuerzas superiores. El episodio
reviste grandeza épica e importancia histórica innegables.
Los estudios críticos sobre, Galván
y su obra son numerosos. Esta figura estimabilísima de la burguesía
recibió —como literato–el elogio casi unánime de sus contemporáneos
y de las generaciones sucesivas, dentro y fuera del país. La
bibliografía reproducida a continuación ha sido tomada principalmente
del segundo volumen de la Antología de la Literatura Dominicana,
preparada por Pedro René Contín Aybar y otros para el Centenario de la
Restauración.
BIBLIOGRAFÍA
Nicolás
Heredia, Puntos de Vista, La Habana, 1892.
Rafael A. Deligne, artículos sobre Enriquillo, reproducidos en Letras
y Ciencias, 1893.
Manuel de Jesús de Peña y Reynoso, Estudio Crítico de Enriquillo,
1897, 62 páginas.
Miguel Angel Garrido, en Siluetas, 1902.
Listín Diario, diciembre 1910 y enero 1911 (Necrología y
artículos de R. Abréu Licairac, D. G. Godoy, M. Ubaldo Gómez y Eulogio
Horta). Max Henríquez Ureña, artículo de 1910 reproducido en Clío,
enero-marzo 1934.
Manuel A. Machado, artículo en Osiris, 1ro. de enero de 1911.
Américo Lugo, artículo publicado en el Listín Diario, 31 de
enero de 1911, y notas inéditas.
Federico Henríquez y Calvajal, en Ateneo, 1911.
Federico García Godoy, “La Literatura Dominicana”, en la Revue
Hispanique, 1916.
Alfredo Coester, Historia Literaria de la América Española, pág.
495.
Manuel F. Cestero, “Ensayo sobre Enriquillo”, en Cuba
Contemporánea, La Habana, 1917.
Néstor Contín Aybar, en Bahoruco, 9 de mayo de 1931.
Concha Meléndez, cap. VII de La Novela Indianista en Hispano América,
Madrid, 1934.
Pedro Henríquez Ureña, artículo en La Nación, de Buenos Aires,
13 de enero de 1935.
Francisco Monteverde, en su Antología de Novelistas Hispanoamericanos,
México, 1943.
Abigaíl Mejía, Historia de la Literatura Dominicana, 1947.
Joaquín Balaguer, Historia de la Literatura Dominicana, 1970.
Max Henríquez, Panorama Histórico de la literatura Dominicana,
1970.
Esthervina Matos, Estudios de Literatura Dominicana, 1955.
Enrique Anderson Imbert, “El Telar de una Novela Histórica: Enriquillo”,
capítulo de su obra Estudios sobre Escritores de América, 1954.
Rufino Martínez, en su Diccionario Biográfico-Histórico Dominicano,
1971.
Eugenio Polanco y Velázquez, conferencia publicada en “Los Lunes del
Listín”, 9 de mayo de 1898.
Leopoldo Montolío, en la Revista Ilustrada, 15 mayo de 1899.
ÍNDICE
I-
Enriquillo y el problema de la crítica ................... 7
II- La historia de Enriquillo contada por Galván ............ 15
III- La estructura del personaje........................... 23
IV- La función del personaje ............................. 31
V- La cobertura del personaje ...... . .................... 35
VI- El maniqueísmo como ideología ....................... 39
VII- Ideología y catarsis ................ . . . ............... 51
VIII- La función de la novela .............................. 59
Notas bibliográficas .......... ....................... 65
Bibliografía......................................... 67
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