Pedro Gómez Valderrama
(Bucaramanga, Colombia, 1923 - Bogotá, Colombia, 1992)
El historiador problemático
La procesion de los ardientes
(Bogotá: Miguel Arbeláez Sarmiento, 1973, 180 págs.)
Jamás, cuando en algún relato del pasado me acerco a una versión de los hechos, me retraigo para rechazarla como poco probable. En general considero que, así como en el futuro hay para cada hecho, para cada actitud humana un sinnúmero de posibilidades a través de las cuales podría seguir caminos distintos, así las cosas de la historia que no están totalmente establecidas, y en muchos casos también aquellas que parecen estarlo, ofrecen esas mismas posibilidades, pero el hombre, al irse hacia atrás para hacer historia, la fabrica a su manera, y para darle verosimilitud tiene también que matar las otras alternativas.
De todos modos, sospecho que tanto en el pasado como en el futuro hay una serie de mundos probables, de los cuales el ya sucedido o el que va a suceder no tienen por qué ser, en verdad, los más aconsejables. Pueden en cambio serlo aquellos extraídos, acaso por su misma improbabilidad, de ese medroso refugio donde estaban condenados a la inexistencia.
Oí de un testigo presencial una de estas casi imposibles versiones del pasado. Con alguna frecuencia concurro a las veladas en casa de la Señora X.…, que tienen un especial atractivo por la clase de gente que las frecuenta. Es una mezcla de demimonde de los años veintes, con escritores y artistas, con personajes de cine y figuras de sociedad, y en ocasiones con las personas más conservadoras y antiguas en su espíritu y en su manera de ser. Una de estas personas se encontraba esta noche.
Era un hombre de edad avanzada, con un ligerísimo temblor en su cabeza blanca, con los ojos encuadrados por anteojos de carey, dignamente vestido.
En un grupo en el cual estaba yo incluido, una mujer alta, morena, cuyo nombre no conocía, que parecía haber regresado recientemente de otros países, hablaba con voz incontrovertible. Se refería a la imagen de Bolívar en sus últimos años, a sus discutibles relaciones con Manuelita Sáenz. La señora comentaba con voz ácida, que se escuchaba alto en el salón, en forma tal que aparecía como si la Sáenz estuviese dando su escándalo en pleno siglo XX, ante las matronas estupefactas. La arrogante mujer levantaba su considerable voz, como la Lucrecia o la Cornelia de su época, marcando así el triunfo de una falsa actitud social. Alguien a mi lado susurró que la oradora no era precisamente el paradigma de moral que en tal caso se necesitaba, y empezó a relatar una confusa aventura de infidelidad conyugal. En ese momento, el anciano empezó a hablar.
—Perdone usted, señora. No voy a hacer la defensa de Doña Manuelita, porque, además de que en la tumba no le importarán mucho nuestros argumentos, el hecho es que a pesar de lo que han pensado siempre los pacatos, ella es una de las mujeres memorables del siglo pasado. Ella, Anita Garibaldi, María Walewska... Son las mujeres del romanticismo, que exige para vivirlo hígados y entereza. Pero yo no quiero, le aclaro, ser descortés con una dama; respeto —una sonrisilla maliciosa le bailaba en los labios— las ideas y creencias que determinan las vidas dentro de una austeridad de conducta que no conoció el pasado siglo. Mire usted: en el siglo pasado hubo un revivir del gótico, que dio los más estupendos productos de la imaginación desmesurada de los románticos. No se ha estudiado aún lo suficiente la proyección del fenómeno en la conducta. Pero mucha parte de la Inglaterra medieval fue rehecha con el gótico Victoriano. Esos constructores anónimos eran fabulosos: empezaban una iglesia en 1000 o 1200, y se daban el lujo de terminarla en pleno siglo XIX para justificar el acceso gótico del romanticismo inglés, la plenitud de la ambigüedad.
“En América el romanticismo es algo diferente. Volver a moldes medievales no era necesario, pues aún se vivían y se viven hoy. Pero está todo lo desordenado y lo grandioso del proceso libertador. Y están los hombres mismos: el general Bolívar era sin duda un héroe digno de Byron, como lo era el cuadro de sus compañeros, y como lo era el escenario femenino. El mejor cuadro romántico de esa época es el atuendo del soldado libertador. Piense, señora, lo que era entonces Bogotá —Santa Fe—: un pequeño pueblo de casas blancas, con gruesas vigas y tejados desiguales, en cuya construcción la expedición y el desgaire no habían dejado sitio para el cuidado y la elaboración, pero con algo de rancio y europeo en el ambiente. Con calles empedradas, por las cuales, de pronto, después de haber remontado los Andes a lomo de indio subía a trastazos un enorme piano de cola traído de Italia o de Francia, mientras pasaban lentamente los asnos de transporte de agua. Con traducciones de primera mano de los Derechos del Hombre, y con los mil oídos de la indiscreción primitiva abiertos al escándalo.
“Mi defensa obedece a una situación en que están todos ustedes en desventaja con respecto a mí, y la debo a mis informaciones más directas sobre la persona de quien usted hablaba, y más aun, y más meritorio tal vez, sobre el general Bolívar. Son informaciones inapreciables, porque hace muchos años, cuando era un adolescente, tuve oportunidad de oír a un testigo centenario, que alcanzó a presenciar muchos momentos del Libertador, por haber vivido en su compañía y haber sido casi un tercero en su largo y tormentoso romance con Manuela. Este testigo tenía, asómbrense ustedes de la paradoja, la gran ventaja de no tener inteligencia humana. Saben ustedes que los loros alcanzan edades increíbles. Pues bien, a fines del siglo pasado, cuando yo era apenas un muchacho, poco antes de la última guerra civil, le fue obsequiado a mi padre un venerable loro, todavía esplendoroso, con un plumaje indescriptible de verdes, azules y rojos, con un corvo pico destructor, y negras garras parecidas a las de un ave de rapiña. El loro no hablaba jamás. Pero a una negra que trabajaba en la hacienda de mi padre, hija de uno de los esclavos del abuelo, se le ocurrió dedicarse al animal, y con la teoría sensata de que si se lograba hacerle hablar se podrían averiguar muchas cosas de las vidas de sus dueños anteriores y de los lugares que había frecuentado, todos los días le daba unas extrañas sopas de pan empapado en chocolate con aguardiente.
“Presumo que por algún proceso extraño de alcoholismo el animal regresó a épocas pasadas, y empezó a repetir textos, seguramente oídos en esos tiempos lejanos. No sabíamos bien de qué se trataba, pero era algo muy interesante: de pronto, largas parrafadas de amor, escenas de alcoba bastante íntimas, difíciles de explicar aquí y ahora, diálogos como sólo las canciones de moda pueden hoy reproducir —¿las han oído?—.
“Poco a poco empezamos a identificar: se trataba de dos personajes, Simón y Manuela. Ambos eran en ocasiones tiernos, en otras tajantes y cortantes. A veces, de conversaciones íntimas sobre el sexo se derivaba a discusiones de temas políticos, se mencionaba al Señor Presidente. Al poco tiempo, y obviamente, dimos con la seguridad de que se trataba de las dos personas de nuestra historia, el Libertador y la amable loca. Les confieso que me daba escalofrío a veces oír, con mis pocos años, al loro arrastrando la voz y pronunciando estas palabras. Amable loca. Por infidencias del bicho, se podía inferir que el traje en que Manuela afrontó a los conspiradores del 25 de septiembre no fue otro que el real y físico con que al mundo vino, lo cual no revela ninguno de los conjurados.
“En ocasiones, el ave se dedicaba a un largo y travieso monólogo, del cual podía inferirse que se trataba de Manuela hablando sobre el general Santander. Párrafos que destilaban la más violenta de las aversiones. En otro discurso, Manuela se defendía de la acusación de un asunto amoroso con uno de los oficiales, cuyo nombre no se mencionaba. En otra secuencia, el animal repelía una serie de órdenes volcánicas dadas por el Libertador en la época de la dictadura.
“Puedo decirle, señora, que en general del contexto de las recitaciones del loro la imagen imprecisa que surgía era sin duda la de una gran mujer, como sigue, todavía, siéndolo. De una gran enamorada también, y de un temperamento devorante, seguramente. Pero todo aquello que salía de la repetición fonográfica del animal, tenía el extraño interés de un lienzo descubierto a parches, o de un mosaico fragmentario que iba tratando de armarse. Era un lienzo misterioso, en el cual se iban descubriendo las cosas sin adulterarlas. A veces pienso que ésta sería la única forma en que verdaderamente podría describirse la historia objetiva. Cuando Jenofonte hace gritar a sus mercenarios Thalassa a la vista del mar, está ya poniendo subjetivismo a la historia.
“Era aquella una experiencia casi fantasmal. Podría pensarse en el ridículo, en el humor grueso, por tratarse de un animal risible. Pero el caso es que la historia era de tal manera atrayente, que cada vez que surgía una nueva parte empezábamos a sufrir para saber si la acabaría. A veces duraba semanas repitiendo un texto. Las escenas de amor, por ejemplo, las reeditaba magistral y aun onomatopéyicamente. Creo que yo oí la mejor descripción, el mejor recuento de la vida sexual de Bolívar en la mujer que más amó. En otros aspectos, la historia quedaba inconclusa, y no había manera de identificarla mejor, o de lograr su final. Tal ocurrió, por ejemplo, con el episodio misterioso de un oficial patriota que viajó a Santa Elena a visitar a Napoleón. Parece como si hubiese habido un proyecto de rescate, combinado entre los varios países latinoamericanos. Por las referencias a Colombia, esto debía situarse en los comienzos de 1819, o finales de 1818. La historia que el loro contaba era la de la navegación del oficial, desde Inglaterra, en un barco que debía recalar en Santa Elena. El loro repetía interminablemente la descripción del cielo gris, de la atmósfera pesada y opresiva de Longwood. Después, el único resultado que cabía sacar del relato entrecortado, era el de que el viaje se había perdido. Por alguna razón, que no quedaba clara, el oficial no había podido, en su escala en la isla, ver al Emperador, y había sido cortésmente invitado a regresar al barco. Es la única pista existente de este hecho, que si se hubiera realizado habría presentado posiblemente un cambio en el camino de la historia...
“Como este relato hubo muchos. Usted, señora, habría gozado viendo cómo el propio animal, a través de trozos de conversaciones, creaba un monstruoso collage, un cuadro sugerente en el cual, sin saberse por qué, se establecía la comparación entre las dos emperatrices, Josefina y María Luisa, de una parte, y de otra Manuelita Sáenz, virreina sin corona, llamada prostituta por muchas gentes de principios. A alguien le oyó seguramente el paralelo, que acababa en la obvia consecuencia de que el calificativo debía aplicarse a la inversa. Y que tenía una hermosa conclusión, en torno a la lealtad de Manuela, y a sus arrestos políticos.
“Yo quise entonces tomar apuntes de las largas conversaciones del loro, en las horas calientes del verano, en las vacaciones escolares. Lo oíamos continuamente. Sin embargo, asomaban ya las puntas de los cañones de la guerra civil, y nuestros días de paz se iban esfumando. Cuando nos fuimos hacia Bogotá, quedó la negra encargada de cuidarlo, y de seguir tratándolo en forma igual, y además, de recogerme las nuevas escandalosas historias que saldrían de su pico. Pero vino el ejército del gobierno, arrasó la hacienda, la negra seguramente siguió tras él de soldadera, de Juana, y el pájaro extraño debió terminar sus días en la olla de algún vivac de campaña.”
—Pero —dijo por fin la señora— ¿guardó usted por lo menos el apunte de lo que alcanzaron a oír?
—Sí, señora. Espero decidirme a publicarlo algún día. Lo controvertible, lo difícil, como usted comprenderá, es la fuente. Pero al mismo tiempo, es una fuente única...
Con una inclinación de cabeza, el anciano caballero pasó sonriendo a otro grupo. Yo me retiré, para no oír la continuación del diálogo. Algunos días después quise pedirle que me permitiera revisar sus apuntes. Supe entonces que en su paseo matinal, había sido arrollado por una bicicleta, y acababa de morir. Antes de que tuviese yo tiempo de hablarles, sus deudos se apresuraron a quemar todos sus papeles, para comenzar el proceso de higienización y limpieza de la casa del hombre solitario.
(1970)
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