Pedro Gómez Valderrama
(Bucaramanga, Colombia, 1923 - Bogotá, Colombia, 1992)

El corazón del gato Ebenezer
El Retablo de Maese Pedro
(Bogotá: Editorial Iqueima, 1967)



      La viuda Catalina McCallahan vivía, como todos recuerdan, en una casita cerca de Berwick, casi sobre el mar. Desde la ventana alcanzaba a divisar las velas de los barcos que venían de Inglaterra a Escocia, y es fama que, de pechos sobre la ventana, acariciando su hermoso gato negro que jamás la abandonaba, pasaba las tardes nostálgicamente mirando el mar y lamentando su temprana viudez, consolada sólo de tarde en tarde, a pesar de su cara hermosa y su natural despierto y vivo.
       Pero los ojos del pueblo la seguían muy de cerca, y marcaban desalentadamente cada nueva caída. Los hombres la perdonaban, en verdad más que las mujeres, tal vez con un poco de arrepentimiento de los propios pensamientos. Las mujeres la perdonaban a regañadientes, mientras pudiesen mantener aparte a sus maridos. En el fondo, el pecado de Catalina no era otro que el de su falta de misterio. Pero, al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer?
       1589 había sido para Catalina un año tranquilo, hasta entonces, como también para las vecinas del pueblo. Por la misma época, se anunciaba la llegada del Rey Jacobo a Edimburgo, con su prometida, la princesa Ana de Dinamarca. La gente andaba un poco alborotada con la perspectiva de los regocijos populares, y claro está, nadie se preocupaba de la pobre Catalina, sola y triste en su casa del mar.
       Un día, un hombre pasó frente a la casa. Todos le conocían. Después de un largo tiempo de ausencia, había regresado. Catalina se encontraba en la ventana, con toda la madurez tentadora de su edad con la mano gordezuela apoyada sobre el lomo del gato, y los ojos perdidos en la lejanía del mar.
       El hombre se aproximó, y la saludó sonriente. Su nombre era John McIntyre, todos lo sabían. Si no hubiese sido visto de nuevo pocos días después, llegando a la casa de la viuda, todo habría pasado desapercibido. Pero fue visto muchas veces, de allí en adelante, de pie junto a la ventana, acariciando pensativamente la mano de la viuda Catalina.
       Un buen día no le vieron más, pero alguien contó que le había sorprendido andando a paso furtivo por la senda que lleva a la casita, ya en las tinieblas de la noche.
       El fuego del hogar chisporroteaba acogedor, venciendo el ambiente frío. El gato se enroscaba junto a la lumbre. Los ojos de Catalina relucían al mirarse en los del hombre. Hablaban, y ella de pronto reclinó su cabeza en el hombro de McIntyre, quien la rodeó con su brazo. El viento de invierno se oía pasar, y entre tanto las caricias del hombre se hacían apremiantes.
       Hasta aquí llegaba el relato, pues al cerrarse la ventana aquél que les espiaba no logró ver más. Sin embargo, todo Berwick sabía. Y, día por día, íbanse acumulando una sobre otra las faltas de la viuda, y los ojos tras de las ventanas miraban más acerbamente a McIntyre, el cual sonreía satisfecho ante las miradas de reprobación que sentía escondidas tras de los postigos alertas.
       Catalina iba haciéndose cada vez más notoria. Se abandonaba increíblemente a su pasión, haciendo una ostentación desmedida que ofendía todos los sentimientos que estimulaban los ojos vigilantes. De casa en casa, apenas ella pasaba con su amante, iban cerrándose las ventanas en señal de reprobación.
       El gato era el único extraño que asistía a los largos paseos. Su nombre era Ebenezer. Era un felino sedoso y negro, cuya cara (lo cual es bien sorprendente en esta clase de animales) irradiaba una sensación de bondad, casi de tolerancia. A veces trotaba delante de la pareja, otras trepaba a los brazos de la viuda. E iba siempre con los amantes, gordo y bueno, y la gente pensaba qué cosas habría visto y guardado en su extraño buen corazón el gato Ebenezer.


* * *

      La pasión habría pasado como todas en el tornadizo corazón de la viuda, y habría logrado como siempre el perdón no exento de reproche de la aldea, si no hubiese sido por los acontecimientos de un día, para ser precisos, el anterior al de la llegada a Escocia del Rey Jacobo con su prometida.
       Alguien que pasó cerca de la casa de la viuda Catalina, la vio salir de pronto, con el rostro desencajado. Al acudir a ayudarla, ella apenas logró balbucir:
       —¡Se ha ido! ¡Se lo han llevado!
       Y se aferró al brazo del hombre, con tal fuerza que éste sintió las uñas enterradas en la piel. Al preguntarle a quién se habían llevado, ella le miró con ojos extraviados. El hombre se quedó sobrecogido de ver cómo de aquellos ojos llenos de temor se desprendían unas lágrimas que no parecían llanto. Al ver cómo ella trataba de contestarle sin lograrlo, no tuvo un momento de duda: Alguien había aprehendido o acaso asesinado a McIntyre. Corrió hacia el pueblo, y jadeante dio la voz de alarma. Hacía tiempos en el pueblo no pasaba nada semejante. Se organizaron patrullas armadas para buscar al hombre en los bosques cercanos, y algunas mujeres piadosas, olvidando el viejo rencor, y la antigua repugnancia moral, se dirigieron a la casa de Catalina McCallahan. El mar estaba quieto, liso y tirante como un lienzo.
       La búsqueda fue angustiosa. Por todas partes, con picos y palos, hurgaban los setos del bosque, esperando hallar el cadáver. Muchos iban casi a regañadientes, temerosos de algún peligro desconocido. Sin embargo, buscaron hasta agotarse, e infructuosamente, mientras tuvieron para ello una gota de luz. Al descender la sombra todos fueron poco a poco regresando.


* * *

      Al llegar a la casa de la viuda, la encontraron ya recobrada y entre gimoteos y lloros desentrañaron la historia. Al oírla hubo algunos de ellos que se estremecieron de indignación.
       —Pero, —preguntó uno— ¿por qué teme usted que le haya pasado algo a McIntyre?
       Ella alzó la cabeza, con los ojos llameantes y exclamó:
       —No es por él por quien temo. Yo ya sabía que uno u otro día habría de irse. Temo por Ebenezer, porque él se lo llevó. ¡No sé qué será de mí!
       Algunos iniciaron una protesta airada, ante el pensamiento de haberse extenuado buscando un mísero gato. Pero entre algunos más reflexivos corrió un escalofrío de temor. Hubo aun quien se persignara rápidamente, Pero la viuda había seguido hablando, y sus palabras calmaron aquellos recelos, como apaciguaron la ira de los otros. Ebenezer era el solo recuerdo que poseía la viuda de su difunto marido, y era tanto el cariño que por esa razón le profesaba que para ella era intolerable la separación. Sentía con espanto aproximarse la soledad, y no lograba comprender cómo sabiéndolo, John había procedido así. Desde el primer día le había tomado especial afecto al gato. Tanto que a veces se abstraía, estando con ella, en acariciar al animal, hasta que ella protestaba. Pero eso no justificaba que al irse le hubiera correspondido así, arrebatándole su sola compañía.
       La viuda lloraba silenciosamente. Era tal su aflicción, que uno de ellos, Mathew Stewart, profiriendo un juramento, exclamó:
       —¡No llore usted, Catalina, que le prometemos hallar a Ebenezer! ¡Vamos a buscarle en todos los tejados, y en todos los árboles! ¡No será difícil hallarlo, puesto que son bien pocos los gatos en Berwick!
       Aquella misma noche se pusieron a la tarea, buscando minuciosamente en todos los tejados de Berwick. Amós Killgrave sacó de la tarea una pierna quebrada, que a poco más hubiera sido el espinazo. Pero no encontraron nada. Como tampoco al día siguiente, cuando después del trabajo se dedicaron a explorar nuevamente el bosque. Todos los gatos de Berwick parecían haber huido misteriosamente. Al regresar, cansados, le dieron sus malas nuevas a la viuda Catalina, que les recibió esta vez con coraje y serenidad. En el fondo parecía dispuesta a dedicarse a la búsqueda de su gato. Pero los vecinos movían la cabeza. El gato y el hombre habían desaparecido definitivamente.


* * *

      Al siguiente día, con el alba, se esperaba la llegada de Jacobo VI de Escocia, acompañado de su prometida. Berwick entero se preparaba a participar en los festejos. A primera hora se movilizarían todos para esperar el paso de la nave.
       La noche cerró sobre un mar benigno, con una hermosa luna de otoño. El pueblo entero ya dormía, con excepción de la viuda Catalina, atormentada de la soledad de su amor transitorio, y de la pérdida de su animal. A la mañana siguiente, en vez de ir a los festejos de la llegada del Rey, se dedicaría a buscar a Ebenezer.
       La pobre mujer desvelada se levantó, y en vista de que le era imposible dormir, se dirigió a la ventana, en el preciso momento en que una negra nube tapaba la luna, y se oía a lo lejos el rumor del rayo que se iba acercando. El viento comenzaba a batir las paredes de la casa, y las olas se rasgaban desesperadamente contra el acantilado.
       Catalina se estremeció, y cerró los postigos para sustraerse al resplandor lívido. Quiso rezar una oración por los que iban en el mar. Y, al acordarse por fin del Rey que venía en una frágil nave, rezó con más unción.
       Antes de dormirse pensó con ternura en Ebenezer. Luego recordó a McIntyre, con una mezcla de rencor y cariño. Y por fin se durmió, pensando en ambos, inquieta y desasosegada, estremeciéndose con cada estampido de la tormenta.


* * *

      El pueblo al día siguiente no recordó más a Ebenezer. En tropel las gentes partieron a inquirir noticias de la vida de su Rey, temiendo todos lo peor, la noticia del naufragio total. El mar estaba de nuevo tranquilo, pero por primera vez las gentes lo miraban con temor.
       Cuando al anochecer volvieron los primeros, con noticias de que el Rey, habiendo corrido un tremendo peligro, había logrado salvarse gracias al cielo, todos respiraron con alivio. Y vinieron los relatos: Habían visto el barco maltrecho, con las velas desgarradas y una vía de agua en el casco, con el palo mayor quebrado y la tripulación maltrecha. Había llegado a la costa prácticamente a la deriva. Y el Rey había descendido pálido y demudado, al lado de la litera en la cual viajaba sin conocimiento la princesa Ana.
       Les habían visto subir al coche, y dirigirse hacia Edimburgo; y nada más habían sabido.


* * *

      En los días siguientes se vio poco a la viuda Catalina. Estaba en una parte y otra, en misteriosos recorridos, posiblemente buscando aun desesperadamente a Ebenezer. En el pueblo se comentaba que esa búsqueda sin esperanza no tenía ya otro objeto que el de saber su destino final. Pero nadie creía que lo hallase. Hubieran querido ayudarle, pero ella ya no lo permitía.
       Así pasó el tiempo. La viuda, obstinada, había pagado a Amos Killgrave, aquél que se había quebrado la pierna por buscar a Ebenezer, para que saliese de Berwick, nadie sabía adonde, a indagar por el paradero de McIntyre. Todos sonrieron al saberlo, pensando que ya la pobre había comenzado a desvariar. Killgrave, sin embargo, aceptó y partió cojeando por una bolsa de oro. No se habían tenido noticias de él en todo aquél tiempo, cuando un día regresó. Venía a pie por el camino de tierra dura del invierno, y al ver las primeras casas comenzó a apresurar los trancos de su muleta, hasta llegar a la plaza donde se detuvo en casa del herrero. La nueva corrió rápidamente. Amós llegaba con noticias sorprendentes. La gente fue viniendo, y ante un corro expectante, comenzó a hablar.
       —Sabed que vengo de Edimburgo, y que allí pasan cosas extraordinarias. Han descubierto que la tempestad de aquella noche en que el Rey casi pierde la vida, fue causada por una conjura de hechiceros que querían matarle. Han puesto presas gentes de muchas partes: Agnes Sampson, Barbara Napier, Effie McCalyan, todos aquellos que desde hace unos meses dejaron de vivir aquí. Les encabezaba John Fian, el maestro, pero él escapó, parece que con ayuda del brujo mayor, el que les dirigía. ¿Y sabéis quién era? No era otro distinto del Earl de Bothwell, a quien el Rey acusa de haber realizado todas estas prácticas para subir al trono. Es el bastardo, sobrino del marido de la Reina María.
       —Dinos, preguntó uno, y ¿cómo se supo esto?
       —No sé cuál fue el comienzo. Pero después de que la tempestad les falló, trataron de embrujar al Rey con muñecos de cera. Todas las hechiceras han confesado bajo cuestión de tormento. Van a morir en más de cien hogueras.
       Un rumor aprobatorio corrió entre las gentes suspensas. El hombre continuó:
       —Pero vais a asombraros de lo más inusitado para nosotros. Cuando apenas esto comenzaba a saberse en Edimburgo, yo ya lo sabía. Mis pesquisas para encontrar a John McIntyre, me llevaron allá. McIntyre está preso, y va a ser quemado mañana, por brujo.
       —Ya me parecía, murmuró alguno, que el hombre era extraño. No salía sino al anochecer...
       —Había en él, suspiró una mujer, algo de Satanás.
       —Ya lo había dicho el señor Cura, murmuró otra, meneando la cabeza.
       Amós sonreía, satisfecho de la sensación, y de los rostros pálidos que se arremolinaban a su alrededor.
       —Hay algo más aún, dijo Amós alzando el tono para dominar el rumor de las gentes. Encontré por fin el gato de la viuda Catalina.
       —¿Cómo? —dijo uno— y ¿qué relación tiene con lo que cuentas?
       —Vas a saberlo y casi no podrás creer. Los hechiceros celebraron una serie de reuniones para invocar la protección de Satanás, a quien adoran como Dios, y en la noche en que el Rey se aproximaba en el barco, celebraron su más horrendo aquelarre. Se reunieron cerca de aquí.
       Hizo una pausa, mientras las gentes se miraban, y continuó: Primero celebraron sus ceremonias de adoración al dios, que apareció en forma de macho cabrío, y a quien todos adoraron y rindieron el consabido homenaje. Luego se entregaron a la orgia con los íncubos y súcubos. El bosque cercano —señaló hacia la costa— se vio esa noche lleno de brujos y brujas desnudos, que fornicaban en homenaje al demonio. Todo esto lo han contado ellos mismos en sus confesiones. Finalmente, llegó el momento del hechizo máximo y todos —los cien y más— sacaron de talegos en los cuales iban ocultos, más de cien gatos vivos. Y luego, al conjuro de sus oraciones sacrílegas, aproximándose a la playa se hundieron hasta las rodillas en el agua del mar y lanzaron los gatos a lo profundo del agua. El maullido de los gatos que se ahogaban debió confundirse con el primer trueno de aquella tempestad pavorosa que provocó el conjuro. Todo estaba destinado a hacer morir al Rey Jacobo y a su prometida. Gracias a Dios, se salvaron y ahora pueden castigar a los responsables.
       —Y —preguntó una mujer— ¿qué relación tiene esto con el gato de la viuda Catalina?
       —McIntyre estaba allá, y ahogó él también un gato en el mar. Lo confesó. Por eso van a quemarle.
       —Es verdad... —dijo un hombre rudamente— y además, ¿alguien ha vuelto a ver un gato en todo Berwick?
       Todos se miraron. Era evidente. Pero nadie alcanzó a decir nada, porque Amós siguió:
       —Todo Edimburgo está aterrado y sospechoso. Nunca había sido tan grande como ahora la amenaza de la hechicería contra la religión. Ya los hechiceros atentan contra el Rey. ¡Hay que acabar a estos adoradores del demonio!
       Hubo un rumor de asentimiento. En ese instante, Amós se interrumpió para decir:
       —Es ya muy tarde. Es necesario que vaya a avisar a la viuda Catalina que he descubierto como murió Ebenezer.
       —¡Pero oye, Amós, antes de irte! —exclamó un viejo ceñudo— Vas a avisarle, ¿sin pensar en que acaso ella es tan culpable como el mismo McIntyre? Se dice que las hechiceras tienen su demonio encarnado en un animal doméstico. ¿Cómo sabes si no lo era el gato Ebenezer? ¿Y no se os hace sospechosa —continuó avanzando hacia el centro del corro— esa extraña relación de Catalina con un brujo? ¿No os acordáis de las muchas veces que en la larde les vimos caminando hacia el bosque? ¿No pensáis que pudo ser hacia la reunión del sabbath, y que Catalina ahora ha hecho toda esta absurda comedia para engañarnos? ¡Vamos todos donde Catalina!
       —Sí, sí —corearon otras voces— ¡a la hoguera con ella!
       —¡Recordemos —gritó una mujer— el peligro que corren nuestros hijos!
       —¡Y nosotros mismos!
       Los ojos, no ya desde las ventanas, sino arremolinados en la plaza del pueblo, se inyectaban de sangre y de odio. Las voces subían de tono, las manos se endurecían, mientras la masa humana se encaminaba hacia la playa en busca de la casa de la viuda. Los ojos vigilantes localizaban en el camino un tronco, un arbusto, una rama, y las manos lo iban alzando todo para formar la pira funeraria.
       Fue así como la viuda Catalina tuvo noticia de la suerte que corriera su gato Ebenezer, un instante antes de que se encendiera la hoguera. Mientras tanto, al borde del mar, dos chiquillos descalzos, con una larga pértiga, trataban de atraer algo hacia la costa.
       —¡Cinco! —exclamó uno de ellos triunfante—.
       —Pero espera, que hay muchos más —exclamó el otro.
       Y empezó a manejar nuevamente la pértiga, mientras el primero, cuidadosamente, alineaba en la playa osamentas, apenas, cubiertas de tiras de piel, de cinco gatos que había devuelto el mar.


(1955)



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