Pedro Gómez Valderrama
(Bucaramanga, Colombia, 1923 - Bogotá, Colombia, 1992)
Lista de pasajeros del autobús intermunicipal
La nave de los locos y otros relatos
(Madrid: Alianza, 1984, 160 págs.);
Cuentos completos
(Madrid: Alfaguara, 1996, 404 págs.)
A las diez de la mañana, en el
recodo de la carretera lateral, en la vuelta que abandona el llano y se mete
hacia la costa, donde sin alcanzar a ver el mar parece como si se filtrara
entre las ramas apretadas de la selva que se extiende hasta la misma playa,
danzan desnudos hombres y mujeres, junto al esqueleto de un autobús arrimado
contra un peñasco al borde de la vía. El posible chofer se sienta, con un gesto
de desolación, frente al timón impotente. Las cuatro ruedas del autobús están
desinfladas, y el carromato parece una vieja dama sin fuerzas, acurrucada al
margen del camino.
La heterogénea tripulación del
bus se mueve mansamente de un lado a otro del pavimento. Tres jovencitas danzan
con sus novios al son de una radio portátil, sin ningún temor de la mutua
desnudez, y las manos ávidas de ellos se posan en las fértiles nalgas. La desnudez
de todos no permite establecer exactamente la ocupación. Hay una señora de
amplias caderas y cabello rubio -cuyo color no coincide con el del pubis- que
conversa con un hombre de mediana edad que no acaba de devorarla con los ojos,
y cuya virilidad se va pronunciando, atenta sólo a la dama, que la contempla
con halagada sonrisa.
Al fin y al cabo, desde el primer
momento todo el mundo actúa más o menos naturalmente, sin pensar en los otros,
en un ambiente de paraíso terrenal. Un grupo de tres antioqueños juega al tute
con una baraja que nadie sabe de dónde salió; un hombre gordo, de edad madura,
se tapa con un periódico las vergüenzas, y repasa las negras cuentas de un
rosario. Tres niños corren detrás de la madre, que trata de ocultarse por
razones explicables detrás de un matorral, mientras un hombre flaco y
silencioso, que no ha conversado con nadie, orina tranquilamente a la vista de
todos, dando un contagioso ejemplo. La dama rubia y el hombre de edad mediana
se retiran discretamente a un sitio que piensan al amparo de miradas curiosas,
pero por un ancho hueco de la espesura el que quiera puede mirarlos retorcerse
y estremecerse en los deliquios del amor.
Las tres parejas de novios siguen
bailando, pero el baile se ha ido transformando en un extraño acto sexual de
San Vito, al son de la música caribe. Hay una pareja a la cual se le doblan las
cuatro rodillas y cae al piso de la carretera sin poderse contener. Uno de los
antioqueños acusa las cuarenta, mientras el sacerdote suspira “Gloria al Padre”.
Quienes más han aprendido son las dos monjitas, que no hallan qué taparse con
las manos y que conservan solamente las tocas. Están sentadas al lado de las
madres de las tres estudiantes, que han optado por no ver nada después del
inicial rumor de escándalo.
Seis hombres más y dos mujeres
incoloras contemplan tranquilamente los diferentes espectáculos. La
desaparición de las ropas es un toque de magia. El chofer mira filosóficamente
hacia adelante. Circula por entre los árboles una brisa tibia, que hace más
perfecta todavía la sensación de paraíso, vistas las desnudeces y la
desenvoltura con que ellas se llevan, entre las flores silvestres, entre las
hojas, de perfil contra el cielo o de espaldas a la madre tierra. Todo gira de
una manera enloquecedora, la música parece acelerarse, convertirse en un rumor
celestial del principio del mundo. Hemos regresado al primigenio estado de
naturaleza, al paraíso verdadero antes de la serpiente o con la serpiente,
pasan turbulencias en el resto de la tierra, pero solamente los vestidos dan
esa sensibilidad epidérmica para sentirlas; en cambio, la piel acariciada por
el lento sol, por la brisa circunspecta, por las hojas que se mueven, por la
hierba discreta, hace entender y hace sentir mucho más hondamente lo que valen el
mundo y la libertad, sí, la verdadera libertad, estar desnudos, el verbo estar,
el complemento desnudo directo, sí, pensando que a pocas horas de aquí los
trajes de baño son necesarios, circulan los licores que plantean la necesidad
de los vestidos, circula la luz eléctrica para las noches vestidas, en cambio
aquí esta noche podremos hacer el amor sobre la hierba, olvidarnos de todo,
porque en este momento no poseemos otra cosa que nuestra propia piel en medio
del paraíso, de las islas afortunadas, del jardín de las Hespérides, del
Nirvana, de las praderas verdes del Gran Manitú...
El chofer sigue mirando hacia el
camino, y por fin ve reaparecer en el horizonte otro autobús de servicio
público, que ostenta en letras góticas el nombre CORAZÓN BANDOLERO. El autobús
desinflado tiene un nombre a propósito. Se apellida DEJAR QUE DIGAN. Entre los
árboles, donde de vez en cuando florecen una orquídea, una mariposa, un
cardenal, la gente desnuda circula, desprevenida, hasta que se oye la corneta
estrepitosa del autobús que llega. Todos corren apretujados a buscar cobijo en
la selva, ante la gente vestida que viene. El chofer se baja, y tapándose
cuidadosamente las vergüenzas con la gorra, enuncia ante el chofer del otro
autobús:
—Hace tres horas y media nos
detuvo una camioneta atravesada en la carretera. Salió una banda de diez
individuos, todos con metralletas, fusiles y revólveres. Nos hicieron entrar en
la carretera pequeña. Recogieron el dinero, luego el equipaje y después nos
ordenaron desnudarnos. Somos veinticuatro personas desnudas, y necesitamos algo
con qué taparnos para seguir al pueblo próximo. No queremos esperar a la noche,
porque en este sitio se aparecía la Novia del Chofer, vestida de blanco,
bailando delante de los camiones para hacerlos estrellar. Pero sin tener cómo
taparnos no podemos seguir, porque en el pueblo van a apedrearnos.
La gente vestida busca en sus
maletas. Aparecen un pañuelo, unos calzoncillos, un sostén. Ya con esas cosas
el resto podrá improvisarse con hojas de palma. El chofer del CORAZÓN BANDOLERO
arranca, y DEJAR QUE DIGAN siente su pasaje recorrido por un estremecimiento de
pavor. A medida que los secuestrados van vistiéndose a medias, vuelve la
vergüenza. La dama rubia que se debatía debajo del señor de edad mediana se
sienta bien alejada de él, vestida con un sostén carmesí que le queda pequeño y
una precaria y entreabierta falda de hojas de palma.
La más bonita de las niñas se
cubre con un pañuelo y una especie de collar de flores rojas. Las monjitas
lograron, para cubrirse, unos heroicos talegos de harina, en tanto que el
sacerdote debió conformarse con una bolsa de cemento.
El chofer revisa su tripulación,
para ver si está ya vestida. El ayudante se tapa el sexo con un sombrero
de paja que se cae frecuentemente. Entre todos los hombres reparan las llantas,
hasta que al fin, empapados de sudor y tostados por el sol, logran poner la
máquina en movimiento. Ya el pudor se apoderó, definitivamente, de todos. El
sacerdote piensa en Adán, y reflexiona si fue primero el sentimiento del pecado
o el de la desnudez, la cual parece ser, más bien, agua lustral y
bautizante.
Por en medio de la selva de
tierra caliente zarpa de nuevo el autobús hacia la promesa del mar, donde la
desnudez tiene todavía menos importancia. En la popa del bus, entre las nubes
de polvo, brillan las inmensas letras rojas:
TRANSPORTES EL CARIBE - DEJAR QUE
DIGAN...
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