Pedro Gómez Valderrama
(Bucaramanga, Colombia, 1923 - Bogotá, Colombia, 1992)

El rostro perdido
Antología del cuento hispanoamericano contemporáneo
Selección, prólogo y notas de Ricardo A. Latcham
(Santiago de Chile: Empresa Editora Zig-Zag, 1958, 40 págs.)



      Helena no supo que aquella había sido la mayor crueldad con el viejo.
       El pobre Adrián se había ido consumiendo entre un montón de olvido. Parecía que apenas era ya un cachivache cualquiera de la desordenada casa de su hija. Uno de aquellos cachivaches que, sin saber casi por qué, conservamos con un poco de cariño, y el pensar en desprendernos de ellos nos da cierto remordimiento que nos hace aplazar la necesaria limpieza.
       Claro está que Helena nunca se dio cuenta cabal de esto. Ella estuvo siempre convencida de que honraba a su padre como la mejor hija. Sólo que había una inmensa distancia entre aquella hija de la vejez y el anciano casi mudo que languidecía en los rincones menos bulliciosos de aquella casa moderna, donde las gentes no vivían, sino que tomaban la vida por asalto.
       Adrián se había casado más allá de la cuarentena. Un día había abandonado su refugio de célibe laborioso, y, de la perdida provincia, había traído a Ana y se había dedicado a amarla, como antes se había consagrado con unción a su soledad.
       Pero a ella la fue consumiendo su propia vida dulce, su vida que era como una llamita ingenua y devoradora. Y al nacer Helena, Ana murió, dejando una ancha herida en el corazón del viejo.
       Mientras Helena crecía, Adrián, inconscientemente, fue regresando poco a poco a su soledad. Y ella creció distante de su padre, que halló en el internado para hijas de familias opulentas el medio de velar por su hija sin tener que mirar demasiado por ella. Su naturaleza, torpe para el trato de los niños, le hacía mostrarse entre rudo y tímido, y sentirse incómodo cuando ella le miraba interrogadora con sus ojos claros, que no se parecían a los de Ana.
       Así pasaba el tiempo, y Adrián no se dio cuenta de que su hija ya era casi una mujer, hasta que la vio llegar, ya para quedarse definitivamente a su lado. En los primeros días, sus hábitos huraños le hacían casi imposible el tener que soportar esta nueva compañía. Comprendía, y nadie sabe si lo lamentó o si ya no le quedaban fuerzas para ello, que eran dos seres ajenos y distantes, dos espíritus para cuya comunicación y comprensión habría que recorrer un largo camino que a ambos fatigaba y ya a ninguno de los dos interesaba. Y entonces, en silencio como toda su vida, el viejo Adrián cerró calladamente el círculo de su soledad. Ella le había conocido siempre así, solo, despegado de ella, sin jamás tener una palabra cariñosa, y sin pensar siquiera si había otra forma de ser de los padres, aceptó su situación y siguió viviendo junto a él como una extraña, respetando sus silencios y teniendo ella también los suyos.
       Recién muerta Ana, en el devoto tormento de su pena, Adrián quemó todos los retratos de su esposa, con el deseo de que solamente en su alma viviese aquella imagen adorada. Con un egoísmo profundo, no quería que quedase otro rostro de ella que aquel que él llevaba siempre dentro de sí. Le parecía una profanación, un sacrilegio permitir que, fuera de él, alguien viera aquel rostro pálido y dulce. Y en los momentos de más amarga soledad, cerraba la puerta de su habitación y esperaba que la noche cayera. Y entonces, más hermoso y puro que nunca, aparecía aquel rostro adorado.
       Sin embargo, un día Helena recibió, como regalo de una prima de su madre, aquella tosca miniatura que pintara, en lejanos tiempos, un artista de segundo orden. Y la guardó como un tesoro, tanto más caro cuanto que, si su padre la veía, la destruiría. Amaba aquella pintura porque era la única y hermosa huella que tenía del paso de su madre por el mundo. Muchas veces, en momentos íntimos de tristeza, había soñado cómo sería su madre, cómo se hubiera refugiado en ella, cómo la habría defendido cuando se sentía inerme. Y la miniatura, contemplada a hurtadillas, reposó siempre guardada en el fondo del viejo armario bien oliente donde en otro tiempo las manos de Ana ordenaron las sábanas de lino.
       El matrimonio de Helena alteró poco aquella vida. El marido pasaba como una sombra, aceptando la presencia silenciosa del viejo. Vinieron los hijos, pero Adrián no los veía sino al través de la bruma en que vivía encerrado, para hacer un gesto de fastidio ante el estrépito de sus juegos. Seguía ensimismado, rumiando su pena silenciosa, sus recuerdos, su vida entera que se había quedado atrás.
       A medida que el tiempo pasaba, el rostro concurría más y más vagamente a la evocación de Adrián. Sin embargo, él no se daba cuenta y seguía amando aquella faz que se iba borrando. Aun solía decir a sus amigos que veía el rostro de su esposa con tanta nitidez, con tal expresión viva y profunda, que en esos momentos creía verla viva. Pero la obstinación de aquellas palabras empezaba a hacerlas huecas, el rostro se iba borrando. Un día regresaba lentamente a su casa, pensando en Ana y tratando de reconstruir su rostro. De pronto cruzó a su lado una mujer maravillosamente bella, con una encendida mirada y una carnal expresión de vida en el rostro. Adrián la miró, su atención fue atraída por aquel rostro hermoso. Poco a poco regresó a sí mismo. Y volvió a empezar la reconstrucción del rostro adorado. Pero fue en vano. El penoso olvido, el duro tiempo habían consumado su tarea. Y con un terror indescriptible de hombre que pierde su único apoyo vital, se dio cuenta de que había olvidado irremediablemente el rostro de su esposa. Ni un rasgo, ni el color de sus labios, ni el cabello. Nada. Siguió caminando, insistiendo en buscar en sí mismo algo que le salvara de ese olvido, de ese vacío del alma. Pero en vano. Aquel rostro amado había desaparecido como aquella música que empezamos a amar y que, cuando pasa el recuerdo de otra melodía y se quiere después buscar la primera, ha desaparecido.
       Confiado en que aquello pasaría, siguió su camino. Y esperó aquella noche, el día siguiente, todos los días, durante muchos días, para que gresara aquel rostro. Pero por fin, vencido, derrotado, tuvo que resignarse. Al abandonarle esa imagen, ella había muerto por segunda vez.
       Y el trágico epílogo de la segunda muerte de Ana fue la búsqueda vergonzante y humillada de un retrato de ella para poderla revivir.
       Por fin, un día preguntó a su hija por un retrato de Ana, acudiendo a esta última esperanza. Helena negó que lo tuviera. Pero fue tan honda la tristeza en el rostro de él, que le interrogó:
       —¿Por qué? ¿Para qué lo quieres?
       Él apenas murmuró:
       —No, hija... Es... que he olvidado el rostro de Ana.
       Y las lágrimas resbalaron por su cara.
       Helena vislumbró algo de aquella grande y dolorosa tragedia de olvido y, temerosa, trajo su único tesoro. Entonces pudo ver cómo el rostro del padre se iluminaba, resplandecía al recobrar aquella amada visión.
       El viejo hizo poner el cuadro en un marco y lo colocó en su habitación. Ya algo le recordaría siempre el rostro cuando quisiera perdérsele.
       Al principio fue todo bien. Adrián regresaba a su casa a horas absurdas, sólo a mirar el retrato, para recobrar una mirada, una sonrisa que había perdido. Pero luego aquella vida de Ana se iba también borrando del retrato. Lentamente, a paso tenaz, el olvido iba quitando vida a la pintura. Un gesto, un ademán se perdían, y la figura se estereotipaba cada vez más, iba siendo más muerta.
       Adrián miraba el retrato y veía los ojos, las facciones, los labios de la muerta. Pero Ana estaba muerta también en el retrato. Adrián cerraba los ojos y ya casi no lograba ver moverse, vivir, sonreír aquel recuerdo que él ya no tenía y que la imagen le prestaba. Poco a poco iba muriendo más. Y a medida que el olvido avanzaba inexorable, ganando terreno y quitando todo recuerdo a la pintura, volvía a Adrián la antigua angustia, sentía otra vez que la veía agonizar, que se le moría nuevamente. Y día por día se demoraba más ante el retrato, mirándolo con pasión, con ternura, con súplica humilde, atisbando el menor indicio que le permitiera hacer volver un recuerdo. Poco a poco, la vida iba huyendo del retrato.
       Lo exterior poco le importaba. Ni el esposo de su hija, ni la vida que crecía en torno a él. Helena apenas se cuidaba de él e iba afirmándose en el convencimiento de que aquel hombre era un maniático.
       Cada día era mayor la concentración de la vida del viejo en torno a aquella pobre imagen. Helena le veía, estático, horas y horas mirando la efigie. Ella no comprendía que cuando Adrián abandonaba aquel cuarto, se le borraba de la mente hasta el más leve recuerdo de Ana. Y tenía que volver a buscarlo. Ya no podía recordar aquella cara perdida en la muerte sino mirando la pintura. Les preguntaba, anhelante, a aquellos antiguos amigos a quienes veía casualmente: “¿Recuerdas su rostro?” Y cuando le respondían que sí, que les parecía verla viva, él se ponía triste y callado, y con paso fatigoso regresaba a la casa.
       Un día Helena tuvo una inspiración. Estaba convencida de que la locura de su padre se debía a aquel retrato, que ejercía un poder extraño sobre él. Destruyéndolo, todo pasaría. Y en un momento de ausencia del viejo se apoderó del retrato y lo quemó, después de haberlo mirado largamente. Para ella también representaba mucho. Pero tenía que hacer el sacrificio para evitar que se realizara su temor de que la locura de su padre se acrecentase más aún.
       El viejo volvió y se dirigió hacia el retrato, como siempre. No estaba. Algo malo debía pasar. A hurtadillas, casi vergonzante, llamó a la criada, que, torpemente, le contó la horrible verdad.
       Él no protestó, no dijo nada. Perdida la imagen, se concluía su vida, que poco a poco, había ido pasando a aquellos rasgos adorables e inertes.
       Lentamente se acostó. Ya estaba muerto, pero duró largos días consumiéndose. Todavía, maquinalmente, cerraba a veces los ojos, para volverlos a abrir aterrorizado. No hallaba otra cosa que vacío. Aún luchaba, pero por fin, se resignó. Y murió con los ojos abiertos.




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