Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
Mi amigo
(La invasión, 1967)
a
Carlos Piglia, mi hermano
Este
cuento obtuvo el Primer Premio (compartido) en el II concurso de cuentos
organizado por la revista “El Escarabajo de Oro” (1962); los jurados
fueron Beatriz Guido, Augusto Roa Bastos, Dalmiro Sáenz, Humberto
Constantini.
En 1963 fue estrenado (como monólogo
teatral) por Héctor Alterio en el Festival de Buenos Aires de Nuevo
Teatro.
No. La primera vez fue en un bar de
San Martín y Viamonte. Me lo presentó Lucas y cuando lo ví, flaco,
vestido de marrón, sonriendo, me pareció todo un caballero.
Él estaba en Buenos Aires desde el
cincuenta y dos. Vino a estudiar pero dejó. “Porque en este país, la
guita, viejo, hay que olfatearla en otro lado”. Yo estoy en segundo
año de Arquitectura; como no me va muy bien, él me decía: “Larguá,
no seás gil, así lo único que hacés es perder tiempo. Si yo te digo
que es porque en dos años nos llenamos de oro”. Yo seguía. Porque
quiero recibirme, ¿sabe?
Santiago vivía en una pieza cerca de
Constitución, con balcón sobre la plaza. A veces salíamos juntos, a
tomar una copa, a jugar al billar o a bailar; yo al principio no me dí
cuenta, pero él con las mujeres estaba siempre a la defensiva. “Con las
minas hay que estar en guardia. Son lo más peligroso de Buenos Aires. Uno
tiene que estar bien agarrado si no, cuando te querés acordar, te dejan
en la vía, en la vía...”
“Tenés que entender, pibe”, me
repetía siempre (Porque era uno de esos que vuelven a repetir y repetir
las cosas. A contar lo mismo varias veces, siempre igual. Como si se
olvidaran o pensaran que talvez se lo contaron a otro). “Tenés que
entender”, me decía, que el asunto es no tener nadie arriba. Mandar.
Mandar en uno, pibe. Si mandás, si hacés lo que te da la gana, si sos
libre, tarde o temprano llegás donde querés. Donde querés. Este país
da para todo”. Y lo repetía corno una lección.
Siempre me contaba que cuando vino de
Misiones era un seco. “Me vine con lo puesto y aquí estoy. Acá me
tenés”, decía y se arreglaba la corbata o se pasaba la mano por el
pelo. “¿Y qué te creés? ¿que fue fácil? ... pero en seguida me
avivé. Ustedes los porteños, se creen muy vivos y en el fondos son
otarios con suerte. Como los que se sacan la “grande”: ¿ os viste en
el diario? con la cara de giles sonrientes y el billete y el champán y
los amigos. Después son los nuevos ricos y se llevan todo por delante
mientras la gente les saca a plata. Así ¿entendés?”, me decía.
El estaba solo en Buenos Aires. No
tenía a nadie, por lo menos yo no le conocí a nadie y de la familia no
hablaba nunca.
“Cuando llegué”, contaba, “cuando
llegué, como te digo, era un seco. Un cabecita seco. Y le tenía miedo a
todo, ¿sabés?: al subte, a cruzar la Diagonal, a preguntar las calles, a
todo. Pero le tomé la mano a Buenos Aires. Empecé de changador en
Constitución a cinco pesos el bulto y cuando me avivé...” Y lo contaba
como para enseñarme ¿sabe? Para que aprendiera. Para que dejara la
Oficina de Informaciones de la Inmobiliaria del Sur S. A. Que dejara eso,
que era de secos y me largara de una vez, “a llenarnos de oro en dos
años. Es una fija, pibe...”
La verdad que yo mucho no le puedo
decir. Él me contó que cuando llegó se fue a vivir por la Boca con un
santafecino que tocaba el piano. Y que cuando cayó Perón casi lo llevan
preso y ahí lo conoció al Francés “que ahora está en Europa,
viviendo como un duque, como un duque, y ¿sabés por qué? Porque es un
vivo y conoce el asunto. Por eso está en Europa y es un señor”.
A mí, en el fondo, siempre me gustó
Santiago Santos. Es uno de esos tipos que saben bien lo que quieren. Que
están en algo y listo. Duro, concreto. Por eso lo que pasó ayer me
parece mentira. Es como un sueño. No sé cómo pasó. No sé. Él me
decía: “Vos sos muy gil pibe, creés en muchas cosas. Parece que te
mandaras la arte, con todas esas vueltas que tenés. Vueltas de ¿A quién
le vas a ganar así? Acá es como el box, viste el box?, cubrirse y pegar,
cubrirse y pegar. Todo lo demás es ballet. Y vos, ¿sabés lo que parece
un bailarín de ballet al lado de un boxeador?.. .”
Un bailarín de ballet al lado de un
boxeador... Era como invencible, ¿sabe?, uno de esos hombres concretos,
que van a ganar, siempre a ganar...
“Largá”, me dijo cuando me
bocharon en Análisis. “Largá, no seás gil que salió el asunto con
los brasileños. Vos sabés que nos movemos con joyas. Dedicación
exclusiva. En un año estamos paseando por Europa”. Dedicación
exclusiva, ¿sabe? Medio país está metido. Es un asunto tan grande que
uno no entiende si es legal o no, con todos los que están metidos. Usted
va al Banco y dice: “De parte de Gerardo” y chau, se moviliza hasta el
gerente. Es lo mismo que con divisas pero más seguro... Entonces
largué... Dedicación exclusiva, qué sé yo. A uno se le da vuelta
todo cuando ve tanta plata junta...
Bueno, y anduvimos con ese asunto,
nada más. Por lo menos conmigo. Después, ayer, todo se vino abajo...
Ya le dije que a él le reventaba que
yo tuviera novia. Para él era lo último que me quedaba de bailarín de
ballet. “Las mujeres te terminan perdiendo, no sos libre. Además nunca
podés estar tranquilo”. Pero eso es de película francesa, le decía
yo, de tango. Eso pasaba con las minas fatales, con las de Discépolo. Mi
novia, viejo, vive en Adrogué, el padre es médico. Estudia
Psicología. No es una mina como las del tango. Estamos en mil
novecientos sesenta y dos... Y para mí, Marta, mi novia, era una especie
de puente ¿sabe? Una seguridad. La seguridad de que en cualquier momento,
cuando quisiera largaba. Me ponía a estudiar de nuevo, me casaba y
chau. Era como demostrar la diferencia, era mi resto. Corno si no me
jugara del todo. Recién ahora me doy cuenta, vé, era como jugar con
trampa, seguro de ganar. “Vos te tirás al agua atrás del bote, pibe.
Nunca vas a llegar a nada así”, me decía. Y yo iba a la casa de mi
novia todos los domingos como si volviera al orden, coma si saliera del
cine, qué sé yo.
Y ayer se vino conmigo a Adrogué. Un
poco de sabe? Como si lo hubiera decidido de antemano: encontrarme por
casualidad en Constitución, “paseaba, sabés”, y tener “ganas de
estirar un poco las piernas por el sur, de tomar sol, pibe”.
Llegamos antes de comer, más o menos
a las once y media. Mi novia vive a tres cuadras de la estación. En una
de esas quintas grandes y cuadradas, con un parque y una verja de fierro.
¿Usted no conoce Adrogué?... Bueno, llegamos a las once y media y yo lo
presenté a Santiago como un compañero de la Facultad. Nos sentamos a
almorzar lo más bien: la madre en la punta, el padre en la otra, Marta al
lado mío Santiago enfrente. Enfrente mío estaba. Con un traje gris claro
y una camisa celeste. Recién al rato de empezar a comer me dí cuenta
que le pasaba algo. Que estaba distinto. Por lo menos que no era el mismo.
O que no era el que yo quería que fuera.
Cuando empezó a hablar y yo lo miré,
me miró corno si me estuviera diciendo: “No seas gil, pibe, este
inundo es de los boxeadores”. Hablaba recitando, como si fuera una
lección lo que venía a decir. En medio de una frase de don Ángel,
empezó:
—¿Así que Miguel no les dijo por
qué dejó de estudiar?
Eso fue lo primero que le oí. Lo
miré, sabe, para que me guiñara un ojo o me sonriera. Para que me dijera
que era una broma. Pero no, siguió, sin mirarme, como si yo no existiera,
y dijo que estaba “muy mal qué no les hubiera dicho. Y a lo mejor
tampoco les avisó que dejó el empleo. ¿Pero cómo Miguel?”. Eso dijo,
¿se da cuenta?, “pero cómo Miguel?”. Tenía un poco de gomina
arriba de la oreja, una especie de bolita redonda y blanca. Lo miré
sonriendo, como si fuera una broma, y en seguida él iba a decir: “Lo
embromo a Miguelito porque resulta que con el asunto de ahorrar para los
muebles, el otro día”. Lo miré sonriendo. Estaba seguro de que era
una broma. Eso le pasa a uno, ¿vio? Cuando alguien dice una de esas cosas
que es imposible decir, uno piensa: “me está cargando. Se hace el
gracioso, no te dije que este tipo es un chistoso”. Cuando lo miré,
sonriendo, estaba serio. Serio. Como Marta, que me miraba, como doña
Luisa. Como don Angel que le preguntó: “¿Cómo dijo joven? ¿cómo
dijo?”, le preguntó, ¿se da cuenta?. Lo único que tenía que hacer
era decir: “No, bromeaba, porque el otro (lía en la Facultad resulta
que” ... O cualquier cosa. Pero no. “Preguntaba”, le dijo “si
Miguel les comentó que había dejado de estudiar y que ahora anda en otra
cosa”. Todos lo mira. han ¿sabe? y él parecía que se apuraba. “Por
otra parte en el negocio en que andamos no es necesario estudiar. ¿Para
qué carajo sirve estudiar en este país? Dígame, francamente, ¿a usted
le sirve de algo ser médico? Nosotros en tres años estarnos en Europa
dándonos la gran vida. Negocio de joyería, señores. Dedicación
exclusiva.
Hablaba y hablaba.
“Callate, pibe”, me decía, “¿qué
te pasa?. ¿No querés que tu novia se entere de tu vida?”. “Callate
pibe”. “Callate pibe” y no sé qué me pasaba. Lo único que hacía
era decir: “Déjeme explicarle don Ángel, déjeme explicarle”. Eso,
nada más, se da cuenta. Mientras, él, hablaba y hablaba. Del asunto del
chalet de Flores, del asunto de los medicamentos... Era una cosa tan rara.
Rara ¿sabe? Como si, de pronto, se pudiera decir cualquier cosa.
Apretar dulcemente las manos de una mujer muy fea y decirle: La verdad,
qué difícil debe ser vivir con esa cara...” Una cosa así, rara. Como
ver una película vieja. Esos dramas mudos, de principio de siglo,
llenos d2 gestos, en los que todos sufren y uno los ve ahora y le da
risa... Es como si no me hubiera pasado a mí ... Ni sé lo que dije. Lo
que recuerdo es que nadie me oía y él me dominaba o qué sé yo. “Callare,
pibe, dejame terminar”. Y les contaba que yo iba a Adrogué porque así
los domingos tomaba sol y comía bien; que yo era “un poco miedoso, pero
buen pibe, buen pibe'.. . De todo habló. De todo lo que se le dio la
gana. También de cuando vino de Misiones y de que “los porteños son
unos otarios con cuerte, creamé”. Y de que “el asunto es mandar, don
Ángel, mandar”...
Yo casi no me acuerdo nada, todo es
muy lejano, una especie de niebla. Siento el estómago revuelto y me
acuerdo que sentía el estómago revuelto cada vez que miraba la fuente de
ravioles que se enfriaba y se enfriaba, en esa mesa, con todos callados
y él hablando. Parece un sueño. Es una cosa difícil de explicar...
como si fuera cómico. Igual que un velorio, ¿vio los velorios?
cuando de pronto a alguno se le da por contar cuentos verdes y uno empieza
a sentir que va a reírse. Uno está triste, pero empieza a tener unas
ganas bárbaras de reírse. Primero hace muecas y se hace el
disimulado, con el pañuelo o con cualquier cosa, pero después se
ríe y se ríe. Todos lo miran y uno se ríe y cada vez le da más risa y
más risa...
Así. ¿Se da cuenta, comisario?
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