Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
La pared
(La invasión, 1967)
No
morimos de viejos, morimos,
de las viejas heridas.
Ernest Hemingway
Terminaron hace una semana, más o
menos. Hoy a la mañana uno de los viejos hizo como un hoyo entre dos
ladrillos, pero no llegó a ver el otro lado. Hurgueteó con el dedo y
después con un pedazo de rama que cortó del sauce; afuera el cemento se
había secado, parece, porque estuvo media hora dale que dale, para
nada.
Poder mirar la calle es una gran cosa.
La gente cruza haciendo gestos y se ríe y a veces lo saludan a uno y
cada tanto pasan camiones y colectivos y una vez pasó un circo. Yo ví
muchos circos en mi vida pero ninguno tan importante como ése: un hombre
dirigía la caravana, vestido de frac, con galera y qué sé yo,
caminando por el medio de la calle, meta subir y bajar un bastón rojo, y
atrás toda la compañía: los camiones con altoparlantes, llenos de
bailarinas, trapecistas, magos y de todo un poco, y el tractor con las
jaulas y adentro los leones y los osos y los tigres y hasta un elefante.
Todo el desfile en medio de un bochinche de la gran puta, con la música
y un tipo que hablaba por un micrófono, y los payasos saltando de aquí
para allá todos pintarrajeados. No me puedo acordar el nombre del circo
pero siempre pienso en los animales, en lo cambiado que estaba uno de los
camiones que había sido un Ford 28, con una especie de torre llena de
banderas y carteles. Pienso en eso y en uno de los payasos que me saludó
desde la vereda. Se inclinó con el sombrero en la mano y se fue de un
salto.
Pero a veces se me da por pensar que
el circo no pasó y que yo lo soñé, como cada dos por tres sueño que
vuelvo a manejar la 39, que ahora debe estar toda oxidada, enterrada en
algún galpón por Escalada, vaya a saber.
Lo que quiero decir es que sentado
aquí mirando pasar la gente o los camiones o el viento que levanta los
papeles como si los hiciera bailar, el día se va rápido; cuando uno se
quiere acordar va es de noche y no queda tiempo para andar pensando
pavadas.
Mientras estuvo el cerco de ligustro
la gente, los camiones, y hasta el circo si hubiera pasado en ese
entonces, eran bultos, nada más que bultos, y uno se aburría de
mirarlos, todos iguales. Para poder ver algo había que plantificarse
allí, medio inclinado, mirando a través de las ramas un pedazo ele calle
grande como esa baldosa. Además, nadie aguantaba mucho tiempo parado
con la cara lastimada por las ramas y el dolor en la cintura.
Hasta que llegaron los albañiles y
empezaron a voltear el cerco. Yo no lo podía creer: `acá nunca hacen
lo que uno necesita. Los albañiles cavaron un pozo a lo largo del tejido,
una especie ele zanja que rodeaba todo el Asilo. Después el cerco se vino
abajo de un tirón y apareció la calle. Y cuando prendieron fuego al
ligustro nosotros nos quedamos mirando las llamas que envolvían los
troncos y las hojas; y atrás del humo y de las chispas estaba la calle:
se alcanzaba a ver casi media cuadra. Desde la esquina hasta la mitad de
una casa verde, medio vieja, que tiene una especie de jardín, dos por uno
cuando mucho, con un pedazo de pino que parece que la casa la hubieran
hecho abajo.
En esa casa vive un tipo que debe
tener un trabajo raro. Sale casi de noche, a esta hora más o menos, y yo
lo he visto volver a la mañana. Lo he visto, dos o tres veces, a eso de
las seis cuando me levanto antes que suenen los timbres. Porque yo no
aguanto la cama cuando estoy despierto; prefiero levantarme aunque falte
una hora para el timbre, y el patio y los corredores estén vacíos y
oscuros. Los otros se pelean por quedarse un rato más, parecen mujeres.
Se hacen los dormidos y protestan cada vez que los llaman. Yo durante más
de treinta años me levanté a las cuatro para llegar a Escalada antes de
las seis. Y si uno se levanta todos los días a la misma hora se
acostumbra y no se puede dormir, por más que dé vueltas y vueltas en la
cama. Por eso, cuando me despierto me cuesta entender dónde estoy, y a
veces me parece que tengo que levantarme y salir disparando para alcanzar
el de las 4.40 y los muchachos ya están en los galpones tomando mate,
mientras se calientan las calderas. A veces escucho el ruido de las
máquinas y una vez vino el inglés y me dijo que podía seguir
trabajando; entonces yo andaba de nuevo ,con la 39, meta y ponga, como
si no la hubiera escoñado toda, contra aquel carguero de mierda, en el
cuarenta y dos.
Sin embargo eso me parece que lo
soñé. Como lo del circo.
Pero ahora que me acuerdo, yo estaba
contando de los albañiles. Trabajaban dale y dale hasta que oscurecía.
Y era como si no fueran a terminar nunca.
Yo me quedaba parado al lado de la
zanja, conversando. Porque uno, a veces, siente como necesidad de hablar
y con estos viejos no se puede. Se pasan el día quietos, inmóviles, como
dormidos, buscando el sol y hablando siempre de lo mismo. Por eso me
pasaba las tardes charlando con los albañiles; les explicaba cómo
funciona una 39, una 42. Les contaba lo que se siente arriba de una
máquina largada a todo lo que da, meta tocar pito, con la caldera
echando chispas, y tan torada, de carbón que a uno le parece que los
vagones se van a escapar de las vías, para disparar por el medio del
campo. Una tarde les conté el choque de la 39, lo del carguero y todo el
lío con los ingleses, cuando empezaron a decir que yo andaba mal de la
vista, que yo no había visto las señales, que esto y lo otro, y por fin
me jubilaron, los hijos de puta. Los albañiles se reían como si yo les
contara un chiste y seguían trabajando y les gritaban cosas a las
mujeres. Yo también les decía cosas a las mujeres que cruzaban por la
calle moviendo el culo. Yo las miraba, decía “esta buena”, para que
me escucharan los albañiles, pero la verdad es que no sentía nada.
El asunto es que al final se fueron, y
me quedé sin nadie con quien hablar. Solo como una momia, mirando a los
viejos que se la pasan dando vueltas al patio como si no supieran a dónde
ir. Pero sea como se aquí se está mejor que en la casa de mi hijo. Aquí
uno puede quedarse sentado el tiempo que quiera, de la mañana a la noche,
sin que le den vueltas alrededor y cuchicheen y lo hagan mover ele un lado
a otro como si uno fuera un mueble. Por eso me vine. A mí las cosas no,
hay que mandármelas a decir, y mi hijo es un flojo y la mujer de mi
hijo es una puta. Por eso junté las cosas, guardé todo en el baúl y me
vine acá, con los viejos. Toqué el timbre. Todavía estaba el cerco de
ligustro: “Mi hijo se fue de viaje, quiero estar una temporada”, le
empecé a explicar al que me atendió, pero el tipo parecía sordo y no
hacía otra cosa que señas con la mano y adentro tuve que repetirle lo
mismo al portero que estaba tomando mate. Una temporada, no como éstos
que se quedan aquí hasta que se mueren. Yo quiero andar un poco mejor,
que las manos me dejen de temblar, para poder agarrar algún trabajo. Qué
sé yo, cualquier cosa. Sería lindo poner un quiosco. Un quiosco de
chapa, en una esquina, todo amarillo...
Para todo eso me ayudaba mucho mirar
la calle. Entre mirar una cosa y otra, entre vigilar los colectivos y
mirar a la gente, cuando uno menos se lo espera pasan los pibes de la
escuela haciendo bochinche y suenan las campanas de la iglesia que casi no
se oyen mezcladas con el ruido die la calle. Por eso me jode lo que
hicieron. Sobre todo después, a la noche, cuando estoy solo en la
oscuridad y tengo la cabeza vacía porque en todo el santo (lía no
pasó nada. Entonces me viene el miedo de dormir. Me quedo quieto, quieto,
con los ojos abiertos y escucho a los viejos que respiran y se quejan y
a veces se oye un tren lejos y no quiero cerrar los ojos porque si me
duermo no me voy a despertar más...
Este miedo me da ahora, sobre todo.
Antes, a veces, me acordaba de la curva y del bulto negro del carguero que
se venía encima, me acordaba del choque y me despertaba todo
transpirado, entonces me ponía a pensar en lo que había visto durante el
día, me acordaba de todas las cosas, una por una, y era como estar
viéndolas en ese momento, hasta que de repente, sin darme cuenta, me
quedaba dormido. Pero ahora no tengo nada en que pensar y debe ser por eso
que cada tanto se me aparece la vieja toda vestida de verde, igualita al
día que la conocí; me acuerdo de cada cosa que da risa: ella llevaba
una cinta en. el pelo que estaba medio desanudada y le colgaba en un
costado, yo estuve toda la tarde por decirle “Se te desarregló el moño”
pero no me animé. Seguro que si ella viviera diría que no, que era otro
día o que era un sombrero y no un moño o cualquier invento con tal de
llevarme la contra. Porque para llevar la contra era como mandada a
hacer. Seguro que si ella estuviera y yo le contara que empecé a
acordarme de ella cada vez más, no me hubiera creído. Pero es así.
Ahora, desde que los albañiles se fueron, me acuerdo cada vez más de
la vieja, y de todas las cosas que hice antes. Debe ser porque aquí
adentro no pasa nada y entonces uno no tiene nada que hacer. Al
principio, mal que mal, si me paraba en puntas de pie, alcanzaba a ver el
techo de los colectivos, el alero de las casas, pero una mañana crucé el
patio, me senté aquí como todos los días' y cuando los miré poner la
última fila de ladrillos me pareció mentira, como si en seguida
empezaran a tirar todo abajo y me fueran a decir: “Vio viejo que era
un chiste”... Pero terminaron el revoque, limpiaron hasta la última
mancha del piso, juntaron las herramientas y se fueron. Entonces se me
empezó a dar por acordarme de todas las cosas, de la tarde que entré a
trabajar en el ferrocarril, del día que me casé y llovía como la gran
puta y la vieja para saltar los charcos se levantaba la pollera con una
mano y con la otra se sostenía el sombrero, un sombrero negro, con
plumas, que daba risa. Me acuerdo de todo como si estuviera pasando
ahora. Y no me gusta. No me gusta porque es como si a uno ya no le quedara
nada por hacer más que pensar en las cosas que hizo. No le quedara nada
por hacer más que quedarse sentado aquí, en este banco, quieto como una
momia, sin nada que se mueva alrededor, salvo las hojas de los árboles
arriba cuando hay viento, y los viejos que dan vueltas de un lado a
otro, siguiendo al sol. Pasarse los días sin hacer nada mirando la pared
que ya la conozco de memoria, la zanja entre los ladrillos y todos los
pocitos y esa raya que sube allí toda torcida y parece una vía vista
desde muy lejos, cuando uno viene en la máquina meta y ponga y las dos
vías se juntan y parecen una sola, una raya larga que sube y sube, toda
torcida...
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