Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
Las actas del juicio
(La invasión, 1967)
En la ciudad del Uruguay a los diez y siete días del mes de agosto de mil
ochocientos setenta y uno, el señor juez en primera instancia en lo
criminal, doctor Sebastián J. Mendiburu, acompañado de mí el
infrascripto secretario de Actas se constituyó en la Sala Central del
Juzgado Municipal a tomarle declaración como testigo en esta causa al
acusado Robustiano Vega, el que previo el juramento de decir verdad de
todo lo que supiere y le fuere preguntado, lo fue al tenor siguiente:
—Lo que ustedes no saben es que
ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar todo desde el
principio. Para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice.
Que una cosa es la tristeza y otra distinta el arrepentimiento. Y lo que
hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace
para aliviar. Algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Porque para nosotros estaba muerto
desde antes. Eso ustedes no lo saben y ahora arman este bochinche y andan
diciendo que en los Bajos de Toledo tuvimos miedo. Que lo hicimos por
miedo. A nosotros decirnos que fue por miedo a pelear. A nosotros, que lo
corrimos a don Juan Manuel y a Oribe y a Lavalle y al manco Paz. A
nosotros que estuvimos aquella tarde en Cepeda, cuando el General nos
juntó a todos los del Quinto en una lomada y el sol le pegaba de frente,
iluminándolo, y dijo que si los porteños eran mil alcanzaba con
quinientos. “Porque con la mitad de mis entrerrianos los espanto”,
dijo el General, y el sol le achicaba los ojos.
En aquel tiempo ya teníamos casi diez
años de saber qué cosa es no haber escapado nunca, qué cosa es
galopar y galopar, como rebotando y sentir la tierra abajo, que retumba, y
arremeter a los gritos, mientras los otros son una polvareda chiquita,
como si uno los corriera con la parada.
En ese entonces pelear era casi una
fiesta. Y cuando nos juntábamos era para una fiesta y no para morir. Se
escuchaba un galope, lejos, dele agrandarse y agrandarse, hasta que
cruzaba el pueblo sin parar, avisándonos. Ahí nomás las mujeres
empezaban a llorisquear y a veces daba pena por las cosechas o porque los
animales estaban de cría o uno se acababa de juntar y había que
dejarla con ganas, porque el General decía que para pelear como es debido
no hay que tener a la mujer con uno; porque llevar la mujer a la rastra no
es de hombre. Él era el único en llevar mujer, pero el General era
distinto y precisaba mujer por la misma razón que nosotros no la
necesitábamos.
Todo Entre Ríos se quedaba pelado
cuando nos íbamos. Era una cosa de no verse nadie por ningún lado, como
si fuera de noche o fuera cuando las lluvias que no se ve ni un alma, ni
un caballo, nada, porque todos andábamos peleando. Hubo veces que
volvimos con lo puesto y era fiero rejuntar los animales y la mujer y a
veces el yuyo lo había tapado todo y era triste de mirar. Por eso mienten
los porteños cuando dicen que cada uno de los soldados de la
Confederación era dueño ele una estancia. Mienten, y yo quiero que usted
anote que ellos mienten, para que se sepa. Mienten porque nosotros somos
muchos y Entre Ríos no da tierra para todos. Por lo menos tierra que
sirva, porque a que está en los bañados nadie la quiere y la otra, entre
la que es del General y la que el General le regaló a los oficiales, no
queda tierra ni para morirse encima. Pero los porteños vienen mintiendo
desde hace mucho y no tienen ni idea de lo que pasa por aquí. Ellos no
conocen eso que nos daba de juntarnos casi todos los entrerrianos en dos
días para preguntarle al General a quien había que espantar. Eso de ver
llegar hombres de todos los sitios, que para donde uno mira hay caballos,
y el General con el poncho blanco, esperando.
Por eso los que hablan que tuvimos
miedo no saben las cosas, y seguro son porteños. No conocen el orgullo
que nos daba ser los mejores. No saben que todo pasó por ese mismo
orgullo. Aquella alegría que nos dio la vez que hicimos las cien leguas
que van de Ubajay a Pago Largo en un solo galope que duró nueve días
enteros. Fue cuando Oribe, y hubo que domar potros en el camino porque
la mitad se nos reventó en la galoparla aquella con el sol siempre
colgado encima y uno corría y corría para escaparle. Eso nos pareció,
que le disparábamos al sol que se nos metía adentro de la piel, que nos
llenaba la cabeza de polvo y de cansancio y seguro fue lo que nos hizo
andar tan ligero. Cuando llegamos el Uruguay estaba en crecida. Debía
estar lloviendo lejos porque ahí el cielo lastimaba de tan claro
mientras nos amontonábamos en la orilla y el río estaba tan ancho que
no se alcanzaba a ver más que la sombra de los montes, del otro lado.
Estaba lleno de troncos y basura que cruzaban saltando y cuando no había
troncos el agua se quedaba quieta y marrón, parecida a la tierra. Nos
quedamos mirando y mirando, hasta que el argento Reyes fue y le dijo al
General lo que pensábamos todos. Se acercó y sin bajarse del caballo
se lo dijo. El General galopó, de una punta a otra, y levantaba el
sombrero en la mano, como agradeciendo. El agua empujaba que metía miedo
y había que afirmarse despacio y era jodido nadar llevando el caballo del
cabresto, y e agua estaba tibia y ele golee cortaba de tan fría y cada
tanto alguno ciaba un grito y una voltereta y aparecían las patas del
caballo y la panza y era que se lo llevaba la correntada y ése no salía
más, por lo menos hasta el Salado. Cuentan que el río estaba gris porque
nosotros lo cubríamos; tantos éramos que en vez de agua parecía lleno
de entrerrianos. Estuvimos cerca de una hora hasta poder afirmar los pies
en el barro. Dicen que el General se fue por una hondonada y por poco se
ahoga. Que manoteó feo y terminó prendido a un tronco. Eso dicen, pero
algunos lo vieron del otro lado, lo más calmo y no sofocado como
nosotros, que respirábamos abriendo la boca, porque el que más el que
menos había sentido el gusto a aceite tibio del agua revolviéndole las
tripas.
—¿Quién dice que no es de esto de
lo que tengo que hablar? Si fue por esto que yo lo hice y por estas cosas
entendió el General que no era al hiedo a lo que nosotros le cuerpeamos,
la noche aquella, en los Bajos. Lo supo por estas cosas, y porque él, de
nosotros, lo sabía todo. Por lo menos mientras fue el de siempre, antes
que lo cambiaran, y peleó a ganar y mandó a ganar. Mientras arremetió
con nosotros en las cargas, el también con lanza y al galope y gritando,
igual que cualquiera. Mientras lo vimos llegarse a los festejos y
entreverarse, como si le gustara. Y uno lo sentía mandando, no porque
fuera el General, sino porque tenía un modo de mirar con esos ojos
amarillos que va estaba mandando sin decir nada, a pesar de que bailara
con nosotros, en el rancherío. Me acuerdo la tarde que lo desafió a
Dávila, que tenía un alazán invicto, y la corrieron en el arroyo seco
y todos estábamos con Dávila, que entró tranquilo y el General se reía
cono si fuera un desfile. Cuando la corrieron lo único que se supo fue
que el General era mucho jinete pero que contra el alazán de Dávila no
se podía. Nadie se lo olvida aquella noche, tan caliente con la mujer del
Payo que era rubia y de ojos parecidos a los de él y nunca se supo de
dónde la había traído. Eso preguntó el General:
—¿De dónde la sacó, Chávez?,
está muy buena su mujer.
Que la quería con él.
—Es mucha mujer para vos —se oyó
y dicen que venía medio pasado de caña.
El Payo se estaba quieto y lo miraba
sin levantarse, como diciendo: “Usted dice así, mi general, porque es
el que manda”, y entonces le preguntó si tenía algo que decir.
—¿Tiene algo que decir, Chávez?
—y la voz se quedó como colgada en el aire porque ya no había
música, nada más que el silencio, cuando lo dijo, con esa voz suya
acostumbrada a mandar.
Cuentan que el Payo le contestó casi
en voz baja:
—Usted se le anima a mi mujer porque
es el que manda, mi general.
—¿Usted cree, Chávez? —y que se
viniera con él y movió un brazo así, como sin ganas, señalando la
oscuridad, a ver cuál de los dos se equivocaba.
Se metieron entre los árboles.
Nosotros nos quedamos en medio de toda la luz. No se escuchaba otra cosa
que el viento moviendo las hojas y un olor a cuero sudado o a naranjas,
y la mujer del Payo se retorcía las manos, y cuando el General salió,
ya era viuda del Pavo y mujer del General.
—No. Y por eso estábamos con él.
Porque siempre hizo lo que era debido y daba gusto pelear por él, que era
como nosotros, que había empezado de abajo y se lo hizo todo: los
animales y la tierra, hasta llegar adónde llegó solo con el coraje,
desde el tiempo en que empezó a arrear caballos entre los indios,
cuando recién andaba cerca de los veinte y ya no se le podían contar ni
los hijos, ni las leguas.
—Seguro que sí, pero distinto. Como
si le hubiese quedado la envoltura, el cuero nada más y por adentro todo
revuelto. A nosotros nos daba como indignación. Hubo gente que se trenzó
para desagraviarlo cuando por allí empezaron a decirlo, especialmente
después de lo de Pavón. Castro fue el primero que dejó boqueando a un
correntino que había dicho que el General estaba viejo.
—Está vendido a Mitre —cuentan
que dijo, y Castro, casi con desgano, lo hizo salir del boliche y el otro
le decía:
—Fue en hermanito, fue en joda —con
los ojos grandotes por la falta de coraje.
Cuando lo dejó tirado a todos nos
vino la tranquilidad, pero era como si empezaran a decirnos lo que
andábamos sabiendo: que el General estaba como muerto.
Algunos dicen que todo empezó cuando
le mataron el Sauce, un tordillo que era una luz y se lo mataron por
casualidad. Cuentan que se estuvo agachado, él que no era de aflojar,
déle mirarlo y le acariciaba el cogote copio con asco, mientras se le
moría.
Después se empezó a encorvar y de
golpe lo remató con un tiro entre los ojos.
Cuando se alzó pidiendo “Un caballo
que aguante, carajo”, ya era otro y están los que dicen que lloraba,
pero eso no, porque no era hombre para eso, para cambiar porque le falta
el caballo.
Ninguno de nosotros sabe de dónde le
nacían las ganas de hacer esas cosas que no podían gustarle ni a él. Lo
de quedarse con las tierras de las viudas. O querer llevarnos a pelear
contra los paraguayos, que nunca nos hicieron nada, y al lado de Mitre. Y
eso con los desertores, de hacer que los lanceáramos en seco, igual que
a indios. Los amontonó en el corral grande y nos hizo formar sobre la
avenida, como para una diversión. Los iba largando de a uno y después
elegía a algunos de nosotros, con la mirada. Nos achicábamos sobre el
caballo porque era feo eso ele verlos correr y correr solos y al sol, en
medio de la calle, despatarrados por el miedo, cada vez más cerca, igual
que si retrocedieran, hasta meterse abajo del caballo. Allí se tiraban
al suelo o empezaban a retorcerse y a gritar levantando los brazos como
si uno pudiera hacer otra cosa que partirlos de un lanzazo.
Estuvimos toda la tarde en esas
corridas, hasta casi acostumbrarnos a los gritos. Y se fueron quedando
tendidos, como trapos al sol, en una fila despareja que llegaba cerca
de la laguna.
—No, señor. Ninguno de nosotros
sabe. Pero se notaba. Hasta que vino lo de Pavón, que fue como si
buscara humillarnos. Hacernos vadear el río para escapar, medio
escondidos y dejarle a los porteños la de ganar sin ni siquiera un
apronte. Irnos así, callados y con las ganas, es lo que da vergüenza.
Eso de quedarnos viendo cuando el Coronel Olmos (que fue de los que
aguantaron la vez de la emboscada en Corral Chico) se le acerca y le
dice:
—¿Por qué la retirada, mi General?
Y él, con la cara hundida en las
arrugas, lo hace meter en el cepo, nada más que por la pregunta.
Ustedes no saben lo que es andar todo
el día y toda la noche, de un tirón, hasta entrar en Entre Ríos, como
si nos corrieran, igual que si disparáramos de algo, aunque veníamos
enteros y con eso adentro que nos daba vuelta de pensar que los porteños
pudieran decir que nos corrieron y nosotros ni les vimos la cara.
El galopaba solo y adelante y uno
esperaba que se diera vuelta con esa sonrisa que le borra las arrugas,
para explicarnos que era una trampa a los de Mitre eso cíe escaparnos
así, de repente. Pero cuando desmontó en el San José no había dicho ni
una palabra, nada más que aquello al Coronel Olmos.
De esas cosas les quiero preguntar, a
ustedes que sun letrados, aunque se hayan juntado aquí para que sea yo el
que hable. Porque yo no puedo decir más dite lo que sé y el resto lo
tienen que averiguar. Lo que yo sé es que todo lo que hicimos fue para
remediar lo que le sucedía y que nos tenía asombrados. Que nos mandara
vestir de gala y esperar la diligencia que viene del Rosario. Estar allá,
sobre el camino, con el sol que va calentando la sangre, déle esperar.
Verla aparecer al fondo, contra los montes y después agrandarse y
agrandarse. Venirnos de escolta por todo el valle para descubrir que
habíamos escoltado porteños. Lo entendimos citando bajaron en la Plaza,
sacudiéndose la ropa como si con eso se pudiera ahuyentar 'el polvo que
traían pegado al sudor. Nos enteramos que venían del otro lado del
Arroyo del Medio sólo por eso de ver cómo estaban vestidos y no porque
el General nos avisara. Después pensamos que él los iba a educar, pero
los recibió como si los necesitara, con todo embanderado y por la ventana
se veía la luz y la mesa cubierta ele porteños y el General
disimularlo en el medio, vestido como ellos. Cuentan que los porteños
decían las cosas, hablaban de ferrocarriles y del puerto y de la
Patria, siempre con la voz del que ordena. Y el General los escuchó
callado, como si anduviera con sueño.
Al otro día nos hizo desfilar delante
de esos sudados que se mecían el pañuelo en la boca cuando levantamos
polvareda al galopar. Y así anduvimos, de un lado a otro, festejándolos,
como si no fueran los mismos “galerudos a los que vanos a empujar
hasta el río y a enseñar lo que somos los entrerrianos, enseñarles
qué cosa es la Patria y qué cosa es ser Federal”, como nos dijo
aquella vez, tan quieto en el tordillo y antes de entrar a florearnos por
Buenos Aires, todos con la cinta punzó v al trote, despacito nomás, para
que aprendieran.
Como si no fueran los mismos.
—Sí. Fue por todo eso que yo lo
hice. Pero ya había sucedido antes, la noche aquella en los Bajos de
Toledo, mientras la lluvia no nos dejaba respirar ocupando todo el aire.
Esa vez sucedió. Y no fue por divertirnos. Ni por miedo a pelear como
andan diciendo. sino por coraje y porque el General ya no se mandaba ni a
él. Y ésa fue la vez que se lo dijimos. Lo que pasó después, es como
si no hubiera pasado. Esto de que todo Entre Ríos ande con voluntad de
guerrear y gritando ¡Muera Urquiza! cuando para nosotros, los' que
peleamos al lado de él, ya estaba muerto desde antes. Esa noche es la que
importa. Con el cielo sucio de tierra, y los esteros manchados por las
fogatas, me la acuerdo más que a la otra y me duele más, y ninguno de
nosotros, de los que estuvo, se la olvida, porque fue como despedirse.
Soplaba un viento lleno ele tormenta
que traía como una tristeza y de golpe trajo la lluvia. Una lluvia fea,
media tibia y tan fuerte que nos fue juntare o a todos en la lomada, cerca
del río. No nos veíamos ni las casas y se escuchaba la lluvia, el olor a
sudor o a cuero mojado y los caballos sacudiéndose. Entonces, alguno
dijo lo de irnos. Mejor nos volvemos a Entre Ríos, el General ya no
sirve, se oyó, y como si con eso lo mandaran a llamar, apareció, no él,
sino esa voz suya, tan quieta, preguntando.
—Pasa que nos vamos, mi general.
—¿Y quién carajo ordenó que se
vayan?
Se escuchó el río que estaba cerca y
creciendo. Eso corro un trueno que era el río y nada más, porque
ninguno sabía contestar quién era el que mandaba volver. Nos quedamos
callados, mientras la lluvia nos hacía cerrar los ojos y apretarnos en la
montura, como para no estar, todo en medio de una oscuridad que aunque uno
abriera bien los ojos igual no veía más que la lluvia y era como estar
solo con el alma, encima del caballo, hasta que cruzaba un relámpago,
corno una llamarada, y entonces se veía la loma llena de hombres, igual
que si brotaran. Nunca estuve cerca del General pero le escuché la voz
mezclada con el bochinche. Algunos dicen que nos hablaba pero no se
entendía más que la lluvia. Hasta que al fin entramos a ladearnos,
despacito, para el lado del estruendo y nos metimos en el río que
empujaba feo, como la vez de Oribe, y en medio de aquella agua que venía
de todos lados, lo escuchábamos gritar y a veces, de pronto, era como
verlo, con el poncho medio gris, color ceniza, parecido a un tronco
arrancado de la tierra, tirado en el medio del río. Yo no me acuerdo de
otra cosa que del agua y ele los gritos y ele una vez, en medio de la luz
de un relámpago, que me pareció verlo y tuve ganas de pedirle que se
viniera con nosotros, para Entre Ríos.
Después, en cuanto nos afirmamos en
la tierra empezamos a galopar y lo escuchábamos atrás, como si nos
quisiera arrear, los gritos llegaban medios deformados por la lluvia y el
viento, igual que un aullido mezclado al galope, y era como si cada vez el
General gritara más bajo y más bajo y más bajo, hasta apagarse. Hasta
que no se oyó otra cosa que la lluvia, rebotando en los charcos.
Esa, fue la vez que lo hicimos.
Lo demás vino porque daba lástima
verlo, tan apagado. Hasta las mujeres empezaron a notarlo. Fue en ese
tiempo que se le desapareció la Gringa, que era la mejor mujer de Entre
Ríos y se le escapó con Olmos, sin que él hiciera más que enterarse.
Por las tardes se paseaba cerca del
río, y uno lo miraba de lejos, y era como ver pasar el viento. Se andaba
solo y callado y daba una especie de indignación. También por eso lo
hice. Para ayudarlo.
Pero hubo otras cosas, porque sino
ustedes no armarían este bochinche y yo no estaría aquí, parado,
hablando de esto que sólo me da pena. Alguna otra cosa anduvo pasando que
no sabemos, algo que viene de lejos y que fue lo que modificó al General.
Y de eso parece que no hay quién conozca. Ni entre ustedes.
Yo me lo malicié de entrada, aquella
noche, en la estancia de don López Jordán cuando me preguntaron si me
animaba. “Te animás, Vega”, me preguntaron y yo me quedé quieto y no
dije nada. Pedí seis hombres y antes que clareara me apuré a hacerlo,
como quien le revienta la cabeza a un potro quebrado.
Me acuerdo que entramos al galope y
gritando, para darnos coraje. Los caballos se refalaban en las baldosas y
los gritos iban y venían por las paredes cuando entramos sin desmontar,
como apurados. El apareció de golpe, al fondo del pasillo, solo y medio
desnudo, contra la luz. Nos recibió igual que si nos esperara y no se
defendió. No hacía más que mirarnos con esos ojos amarillos, como si
nos estuviera aprendiendo el alma. No sé por qué yo me acordé de
aquella tarde, cuando bajó del tordillo después de perder con Dávila.
Se estuvo parado ahí, justo bajo la luz, con esa camisa que le dejaba
las piernas al aire, hasta que lo tumbarnos.
Cuando Matilde, la hija ele la que
había sido mujer del Payo Chávez, se le tiró encima para defenderlo, yo
mismo le oí decir que no llorara. Y eso fue lo único que habló esa
noche y lo último que habló en su vida. “No llore m’hija, que no hay
razón”, le escuché mientras le buscaba el cuerpo entre los claros
que me dejaba el de Matilde y el General tenía la cara escondida por las
arrugas y los ojos quietos en algo, no en mí que estaba muy cerca, en
algo más lejos, en la gente de a caballo, o en la pared media descolorida
de tanto poner y sacar la bandera.
Y estaba así, con los ojos alzados,
la cara escondida por la muerte, la Matilde acostada encima y
manchándose ele sangre, cuando lo maté:
—Perdone, mi General —le dije, y
me apuré buscándole el medio del pecho para evitarle el sufrimiento.
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