Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
Mata-Hari 55
(La invasión, 1967)
La mayor incomodidad de esta historia es ser cierta. Se equivocan los que
piensan que es más fácil contar hechos verídicos que inventar una
anécdota, sus relaciones y sus leyes. La realidad, es sabido, tiene una
lógica esquiva; una lógica que parece, a ratos, imposible de narrar.
Frente al riesgo de violentarla con la ficción, he preferido transcribir
casi sin cambios el material grabado por mí en sucesivas entrevistas.
La lealtad del Grundig W2A portátil sirve como testigo de la verdad de
este relato que me fue referido, por primera vez, entre el atardecer y la
medianoche de un día de verano, en el Bar Ramos de Corrientes y
Montevideo.
R. P.
Cinta A
— lado i
Estoy seguro que él nunca le dijo:
“Tenés que acostarte con Ordóñez”. Quiero decir: nunca se lo dijo
así, brutalmente. Fue más bien una maniobra por control remoto que al
final se le escapó de las manos. Una especie de bumerang: lo tirás
como sin ganas y por casualidad para un lado y si no te agachás te
corta la cabeza.
Vos tendrías que conocerla para darte
cuenta: es del tipo de las trágicas, de las apasionadas. Cuando elige un
papel ya no para: si es posible de mártir o de puta o de enfermera en el
Congo. Cualquier cosa, pero con heroísmo. Con ráfagas de ametralladora y
heridos tirados por el suelo. O muchacha que se acuesta con peronista para
salvar la Patria mientras cae el telón y los de la banda le dan con todo
a la marcha de San Lorenzo.
Cuando yo la conocí se le había dado
por cambiarse el nombre. Hasta ese entonces se había llamado Marta o
Luisa, algo por el estilo, pero lo encontraba demasiado vulgar. Al
principio estaba un poco desorientada. A los dos meses había pasado por
Ligeia, por Lola y andaba en Delfina mientras leía la vida de Pancho
Ramírez.
Dos años después, cuando volví a
encontrarla, todavía no se había decidido.
Supongo que él le habrá tomado el
tiempo a los diez minutos de conocerla. Cuando descubrió la posibilidad
la fue encauzando, seduriendo de a poco: la metió en dos o tres reuniones
con distribución de armas, Himno Nacional y nombres cifrados y al final
la embaló en el papel de Mata-Hari nacional.
Todo pasaba en julio o agosto del 55,
unos días la revolución. Yo no creo que ella entendiera mucho de
Comandos Civiles, de Cristo Vence y esas cosas, pero le encantaba el
misterio, el peligro, la furtividad con que venía empaquetado el asunto.
Al principio se reunían con ella por
Palermo, sin bajarse del auto, dando vueltas al lago con la luz apagada
y hablándole en voz baja hasta dejarla hecha una seda, convencida de
todo.
La engatusaban con la puesta en
escena, pobrecita, ella que en el fondo siempre quiso ser Eva Perón.
Seguro pensaba en la Revolución
Francesa, en el desfile por Santa Fe después de la Bastilla, todos en el
capó del auto, levantando las metralletas mientras de las ventanas
llueven flores y el viento agita las banderas y todos cantan.
Por supuesto, cuando vino la
revolución y el desfile ella no se contaba entre los asistentes, sino
estudiando gramática francesa en la Alianza porque quería irse a
Europa.
Eso después.
En aquel tiempo pensaba todo el día
en la Liberación y ensayaba, sin darse cuenta, el tipo gorro frigio y
ojos llameantes. Estaba tan llena de literatura que, vos no te hacés una
idea. Por eso me da bronca pensar cómo lo usaron. la usaron. Cuando me lo
contó, estuve a punto de denunciarlos, mandarlos presos, pero no tenía
sentido y además ya se olfateaba la revolución en el aire. Por otra
parte eran inofensivos: chicos de la FUBA, vos te das cuenta, mareados por
las crónicas de la Resistencia Francesa, los maquis peleando contra la
Gestapo, cosa así.
Cinta A
— lado ii
Vos
no me vas a creer. Parece mentira, sabés: el modo como los conocí, todo.
Me hace acordar a algo, a una película, no sé. Es raro, te das cuenta?
Como si se le hubiera pasado a otra y yo, ahora, pudiera mirarla desde
aquí lo más tranquila y acordarme.
Además yo a Javier lo conocí or
casualidad. Porque para mí todo empezó cuando lo conocí a Javier.
Bueno no sé si empezó justo a ahí, pero él fue la causa. Yo sabía que
andaba metido en política, a mí mucho no me interesaba; la verdad, lo
peor era que no tuviéramos tiempo para vernos: a veces, los sábados y
domingos él tenía reunión y yo me opiaba sola, en un cine o caminando
por la calle.
No sé si lo quería. Me gustaba
mucho, eso sí. Tenía el pelo de un color tan raro, si vieras, de un
rubio tirando a ceniza, a gris y cuando el sol le pegaba en el pelo se
iluminaba todo, parecía un Dios.
Salíamos una vez cada tanto, pero
cada vez menos y estoy segura que se hubiera terminado todo si no fuera
por aquella tarde en la Facultad cuando él me preguntó: “¿Lo
conocés?” “¿A quién?” le dije yo. “A ese que saludaste”. “¿A
Germán? Sí ¿por?” “¿Sabés lo que es?” Y mira si seré estúpida
que le contesté: “Claro, es abogado”. Y no me dí cuenta que era por
lo del peronismo. Él me miró como si no me hubiera escuchado. “¿Así
que lo conocés?” dijo y yo pensé que eran celos y me apreté contra
él y le empecé a explicar.
Después de eso cambió. Yo me doy
cuenta ahora, En aquel tiempo me encantaba que nos viéramos más seguido,
que Javier empezara a hablarme de política, como buscando que yo lo
comprendiera.
Yo me entusiasmo fácil, siempre me
pasa. Cuando quise acordarme estaba yendo a las reuniones.
Además era tan emocionante, tan
misterioso, si vieras. Me parecía mentira que en medio de Buenos Aires
pudiera andar gente con armas, reuniéndose en secreto y queriendo hacer
una revolución.
Yo pensaba que se nos notaba en la
cara. A veces iba por la calle y sentía que todos me miraban o que me
seguía algún policía disfrazado.
Nos encontrábamos en bares exóticos
por Constitución o en el Bajo; íbamos a un hotel de Adrogué lleno de
eucaliptus. Me daban las direcciones anotadas de un modo extraño, en
papeles doblados o con algún número cambiado. Después, para entrar,
había que decir frases. Un tipo te preguntaba: “¿Y los cóndores?” Y
vos tenías que contestar: “Vuelan lento...”
Una vez yo estaba tan contenta que
cuando el tipo me preguntó: ¿Y los cóndores?” “Bien, gracias”, le
contesté. Adentro me hicieron un lío porque dijeron que yo no era
seria o que no me tomaba las cosas en serio, algo por el estilo. Y para
colmo yo estaba tentada.
Pero miento si te digo que no me lo
tomaba en serio. Yo creía en todo: que tenían razón y que a Perón
había que voltearlo para salvar la Patria.
Yo quería hacer algo, cualquier cosa,
pero ellos siempre me contestaban que tenía que esperar. Se la pasaban
organizando grupos, comandos y esas cosas, claro que yo apenas me enteraba
porque en las reuniones todo era en clave. Fui cerca de tres meses y nunca
me hicieron hacer nada.
Una sola vez salí con ellos en coche
y pasamos a toda velocidad por Plaza Congreso tirando papeles. La verdad
que no sentí nada, fue como dar un paseo.
Hasta que por fin empezaron con el “Operativo
Ordóñez”. Lo llamaban así: “Operativo Ordóñez”, pero yo en
seguida me dí cuenta. No porque me dijeran nada, sino que fue la
sensación.
A veces me pasa que de golpe me doy
cuenta de algo y si me preguntan por qué no sé qué decir.
Al principio hubiera querido hablarlo
con Javier, pero no pude. Además yo no estaba segura, quiero decir, no
iba a poder explicárselo, él me iba a decir que estaba loca porque
ninguno de ellos me había dicho: “Necesitamos que vas te acuestes con
Ordóñez”. Por lo menos, así, directamente, pero yo me di cuenta.
Andaba todo el día con una sensación
rara: viste cuando uno está en una terraza o en un lugar alto que tiene
miedo y al mismo tiempo como ganas de tirarse, algo así.
Además, si te cuento te vas a reír:
me acordé de una película donde Míchéle Morgan se tiene que acostar
con un alemán. Es el tiempo de la guerra y ella se tiene que acostar con
un alemán. Qué sé yo, me acordé de eso y pensé que ellos estaban
esperando que yo lo planteara, que ellos no se animaban a pedírmelo. Por
eso fue que me aré y les dije: “Ustedes saben que yo lo conozco a
Ordoñez”. Me paré, ¿sabés?, sola en medio de la reunión y trataba
de no mirarlo a Javier. Si seré tonta, me daba vergüenza mirarlo y no
quería que él se sintiera mal, pero mientras hablaba estaba segura que
me iba a interrumpir. Me iba a decir que me sentara. La verdad, no sé
qué le hubiera contestado si él me hubiera dicho algo, pero de todos
modos Javier seguía fumando, sin levantar la cabeza, mirando el piso.
Entonces yo les dije que si a ellos
les parecía útil. “Si a ustedes les parece útil”, les dije, “ yo
lo llamo”.
Cinta B
— lado i
Cuando
llamó, me sonó raro. Parecía demasiado necesitada de verme y yo, vos
sabés, desconfío por principio ele los arranques pasionales. Sobre
todo con ella, que se entusiasma hasta el delirio con la novela que está
leyendo y si te toca la versión Temple Drake mejor esquivarla por unos
días o llevarla al cine a ver una de las carmelitas descalzas, para
balancear. De todos modos, como te imaginás, también yo me dejé
arrastrar por el entusiasmo y nos citamos para esa misma noche.
Hacía siglos que no hablaba con ella.
La hala conocido en Mar del Palta, en el verano del 53. El asunto se
alargó hasta mediados de julio, ya en Buenos Aires, y se desinfló
dulcemente a pesar de las mutuas promesas de amor eterno.
Después nos encontramos tres o cuatro
veces por el centro, sobre todo al principio, cuando a ella todavía le
duraba el tostado. En general terminábamos en la cama, alegremente y
sin complicaciones, deseándonos mutuamente felicidad y prontas llamadas
telefónicas.
Estuve casi un año sin verla hasta
una tarde —dos o tres meses antes de lo que te cuento— que la crucé
casualmente en la Facultad y ella me saludó apurada, como con miedo
ele que yo fuera a pararme. Supuse que era porque estaba al lado de uno de
esos tipos de FUBA que sabían que yo era peronista y ella no quiso que el
tipo se enterara que yo la conocía.
También por eso me extrañó que me
llamara, tan expansiva y ele golpe, tan con ganas de verme y charlar un
rato.
Así que me preparé como para el
Colón, con traje oscuro y lavanda Yardley, pero en el fondo bastante
intrigado.
Quedamos citados en el Jockey de
Florida, y yo llegué temprano y pagué el café en cuanto me lo
trajeron, cosa de sacarla de allí no bien entrara, llevarla a un lugar
con más clima, esquivar las formalidades caminando por la calle.
Verla entrar, pararme para salirle al
paso y por poco no caerme de espaldas fue todo uno.
Mientras ella iba entrando, yo cruzaba
entre las mesas y no lo podía creer. Estoy seguro que hasta me paré en
medio de la confitería con todo el mundo mirando. Parecía... ¿Cómo te
puedo explicar?... ¿Viste una sufragista?... ¿Te acordás de esas minas
con botas de media caña y carteles que salían en La Vanguardia? Algo
así, pero no exactamente porque era más patético. Estaba disfrazada,
te juro. Disfrazada de hombre, qué sé yo: con un pulóver negro y el
pelo pegado a la cara, sin pintarse y con un par de zapatones como para
caminar sobre la nieve. Daba tristeza, ganas de comprarle ropa.
Pobrecita, carajo, ahora qué pienso.
“Estás linda”, le dije mientras
salíamos y me miró como para matarme y dijo: “Vos siempre con lo mismo”,
algo así.
Bajamos por Viamonte hacia Leandro
Alem y ella caminaba rígida, como escondiendo el cuerpo y para colmo no
podíamos salir de “Y vos qué tal” y otras consideraciones igualmente
espontáneas sobre el calor y la humedad de Buenos Aires.
Por fin terminamos en “La escalerita”
uno a cada lado de la mesa y callados.
Cada tanto ella se pasaba la mano por
el pelo, como acordándose de sus tiempos de esplendor o queriendo
despeinarse y estar más fea.
Al final nos trajeron el whisky y
entonces respiré más aliviado porque al menos había algo que hacer.
Al rato habíamos tomado tanto para
disimular el silencio que estábamos los dos bastante alegres: yo
queriendo llevármela con urgencia a la cama, a pesar del uniforme, y
ella emperrada en no sé qué historia y queriendo irse. “Pero para
qué carajo me llamaste” pensaba o le decía yo, y a ella se le había
dado por emocionarse y decir que me amaba o que me había amado, algo
así, porque se le confundía el tiempo de verbo colmo se le había dado
por llorar.
Cada vez que empezaba con la historia
del amor, yo sentía renacer la esperanza. “Bueno, ya está”, pensaba,
“ahora nos vamos a la cama y santas pascuas”. Pero no. Es tan tenaz
que no te hacés una idea. Volvía a llorar, a cruzarse la mano por la
nariz y a querer irse.
Yo trataba de sosegarla y entonces
ella quería explicarme algo, pero supongo que yo estaba obsesivo y lo
único que quería que me explicara era por qué se había vestido así,
como para un pic-nic. “Vos no en endés”, me decía, “yo cambié
mucho”. Estoy seguro”. Yo la interrumpía para decirle que estaba
seguro que había cambiado mucho y la tenía de un brazo y le juraba por
Dios que iba a hacer todo lo que pudiera para que fuera otra vez la de
antes y ella otra vez a decirme que yo no entendía y yo a jurarle y ella
a querer explicarme y yo a decirle.
Así, cerca de una hora.
Hasta que al fin corté la ronda, la
levanté de un brazo y la subí a un taxi que cruzaba por Tucumán mandado
por Dios.
En el taxi ella se apretó contra mí
y lloraba despacito, como no queriendo que la notara.
De vez en cuando se le cruzaba uno de
esos suspiros que se complican con la nariz y hacen un ruido raro, casi
un grito y entonces el chofer nos fichaba, insistente, por el espejito
reglamentario. Yo le hacía un gesto con la cara como diciendo “¿Qué
le vas a hacer pibe?” y él seguía ligero por Las Heras para arriba.
La verdad, ahora que pienso, vistos de
afuera, desde el ángulo del chofer, por ejemplo, debíamos parecer algo
exóticos: ella con su cara de ex alumna de Nuestra Señora del Huerto
pero vestida de boy-scout y yo de oscuro, de camisa celeste y trabita de
oro, con todo el tipo del cuarentón sádico.
Cuando llegamos y me agaché para
pagarle el chofer me miró corno diciendo: “No le da vergüenza, don”.
Yo le dejé veinte pesos de propina, pero seguro que lo mismo se anotó en
la cabeza el número de mi casa, por las dudas.
Cinta B
— lado ii
Adentro
todo pasó de golpe.
O ahora me parece que pasó de golpe y
fue distinto, no estoy seguro.
Me acuerdo que ni bien entramos ella
se arrimó a la ventana y se quedó mirando la plaza, como pensando
algo.
Yo aproveché para apagar la luz que
me habla dejado prendida, para traer vasos y servir whisky, para
entornar la puerta del dormitorio porque siempre causa mala impresión.
Por fin me le arrimé, tratando de
parecer vivamente interesado en el paisaje urbano de Palermo chico, pero
cuando le puse la mano encima se echó para atrás como si yo hubiera
querido tirarla por la ventana.
Cruzó todo el living y se paró en un
costado, justo abajo de la única lámpara prendida. Yo la dejaba hacer y
fumaba, sin sacarle los ojos de encima. Era bastante absurdo, bien mirado,
una mujer metida adentro de una lámpara de pie, con luz por todos lados.
Seguro tenía un calor bárbaro pero trataba de disimularlo, sonriendo.
Vos tendrías que haberle visto la
sonrisa para poder contarlo. Tenía la cara seria, blanqueada por la luz
y destapaba los dientes como si, más que nada, estuviera a punto de
largarse a llorar.
A rato pareció decidirse.
—¿No me vas a servir whisky? ——dijo,
enfilando hacia la mesa ratona.
Levantó un vaso y se me vino.
Yo estaba sentado en el sillón y ella
se paró enfrente y me miraba desde arriba, el vaso a la altura de los
ojos, a través del vidrio. Se hamacaba, sin moverse del lugar, como
queriendo seducirme.
Daba pena pobrecita, haciendo de mujer
fatal con ese pulóver todo desteñido y los zapatones.
Te juro que en un momento estuve a
punto de prender la luz, sacarle el vaso y mandarla a su casa a dormir el
whisky. Pero no sé si llegué a pensarlo o se me ocurre ahora porque
cuando me quise acordar ya estábamos en el dormitorio, ella colgada de
mí y yo tratando de esquivar los muebles, sin soltarla y haciéndola
girar, para ubicar la cama por encima de su hombro.
Cuando llegamos empecé a hablarle
bajito, a dejarla que se fuera calmando mientras le sacaba el uniforme,
trabajosamente, hasta dejarla desnuda, los dos tirados en la cama pero yo
todavía con el traje y los zapatos puestos porque no había querido
distraerme, no fuera cosa que empezara de nuevo.
Mientras me desvestía traté de
seguir acariciándola, pero es muy difícil, vos viste. No hay modo de
cuidar el estilo si estás todo encorvarlo, luchando con un par de
zapatos, y en calzoncillos.
No sé cómo explicarte, ya te dije
que las cosas se me mezclaban, culpa del whisky, supongo, pero ahora se me
da por pensar que ahí, pasó algo.
No me acuerdo muy bien, sé que yo
estaba meta saltar en un pie peleando por sacarme los zapatos y que de
pronto ella se reía, como antes.
—Estás bastante ridículo, parecés
un elefante bailando el can—can —me dijo, y en ese momento no me
causó ninguna gracia aunque ahora pienso que desnuda y riéndose con todo
el cuerpo ya era otra, era la de siempre, la del verano del 53.
Fue todo un acontecimiento volver a
encontrarla, descubrir otra vez esa curva del vientre, el gusto de la
boca, recordar de nuevo el ritmo justo para verla arquearse y gemir como
una gata.
De todos modos lo que importa pasó
después y ahora vas a entender por qué te cuento esto y por qué quiero
que vos lo contés.
Pasó al rato, los dos tirados boca
arriba y fumando, yo le acariciaba los muslos, le rozaba el vientre con la
mano y de golpe ella dio vuelta la cara.
—Germán... —dijo y yo le
pregunté qué quería sin mucho entusiasmo.
—Nada... Nada... —me dijo mirando
el aire con una sonrisa rara y como pensando en otra cosa.
Yo le seguí pasando la mano por el
vientre, comprobando que todavía le duraba una especie de línea
divisoria, una franja donde la piel se le aclaraba, entre el vientre y
los muslos.
—Geman... —repitió, al rato.
—¿Qué?
—Vos no me vas a creer...
—¿Cómo?
—Digo que vos no me vas a creer...
Yo estaba medio dormido y apenas la
escuchaba y le contesté cualquier cosa.
—Sí, querida, te voy a creer, no te
preocupés, date vuelta y dormí.
Algo por el estilo, pero ella
seguía, los ojos fijos en el aire.
—Parece un sueño. Una película, no
sé. Como si le hubiera pasado a otra y yo, ahora, pudiera mirarla desde
aquí, lo más tranquila y acordarme. No sé si te das cuenta...
—No. No me doy cuenta —le
contesté, furioso porque se me había ocurrido darme vuelta y con el
codo había volcado el cenicero, así que de golpe la cama era un asco de
puchos y ceniza por todos lados.
Y mientras yo me arrodillaba en el
colchón, puteando, y trataba de juntar la ceniza y pasarla al cenicero,
las cosas se complicaban. Especialmente porque la ceniza es muy jodida de
agarrar, se mete en los recovecos del colchón y entonces casi no me
daba cuenta que ella había empezado a contarme todo esto, sin importale
que yo estuviera luchando con los montoncitos de ceniza; sin importarle
que yo la fuera entendiendo de a poco, déle sacudir las sábanas,
mientras ella seguía hablando lo más tranquila, porque no era a mí (y
esto lo pienso ahora por primera vez) a quien le estaba descubriendo las
reuniones y los nombres, detalladamente, no era a mí sino a ella misma. A
ella misma, ¿te das cuenta?
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