Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
Respiración artificial
1980
1
¿Hay una historia? Si hay una
historia empieza hace tres años. En abril de 1976, cuando se publica mi
primer libro, él me manda una carta. Con la carta viene una foto donde me
tiene en brazos: desnudo, estoy sonriendo, tengo tres meses y parezco una
rana. A él, en cambio, se lo ve favorecido en esa fotografía: traje
cruzado, sombrero de ala fina, la sonrisa campechana: un hombre de treinta
años que mira el mundo de frente. Al fondo, borrosa y casi fuera de foco,
aparece mi madre, tan joven que al principio me costó reconocerla.
La foto es de 1941; atrás él había
escrito la fecha y después, como si buscara orientarme, transcribió las
dos líneas del poema inglés que ahora sirve de epígrafe a este relato.
No hubo otra tragedia en la historia
de mi familia; ningún otro héroe digno de ser recordado. Varias
versiones circulaban en secreto, confusas, conjeturales. Casado con una
mujer de fortuna, mujer que llevaba el increíble nombre de Esperancita y
de la que se decía que era delicada del corazón y que siempre dormía
con la luz encendida y que en sus horas de melancolía rezaba en voz alta
para que Dios pudiera oírla, el hermano de mi madre había desaparecido a
los seis meses de matrimonio llevándose todo el dinero de su señora
esposa para irse a vivir con una bailarina de cabaret de sobrenombre Coca.
Con perfecta calma, sin perder su helada cortesía, Esperancita denunció
el robo, movió influencias, hasta lograr que la policía lo
encontrara,unos meses después, viviendo a todo tren y con nombre supuesto
en un hotel de Rio Hondo.
Me acuerdo de los recortes de diarios
donde se hablaba del caso, escondidos en un cajón más o menos secreto
del ropero, el mismo en el que mi padre guardaba Fisiología de las
pasiones y mecáníca sexual del profesor T. E. Van de Velde, autor de El
matrimonio perfecto, y el libro de Engels sobre El origen de la familia,
la propiedad privada y el Estado, junto con cartas, papeles y documentos
diversos, entre ellos mi propia partida de nacimiento. Después de
complicadas operaciones que ocupaban las siestas de mi infancia yo abría
el cajón y en secreto espiaba los secretos de aquel hombre del que todos,
en casa, hablaban en voz baja. Convicto y confeso decía (me acuerdo) uno
de los titulares y siempre me emocionaba ese título, como si aludiera a
acciones heroicas y un poco desesperadas. «Convicto y confeso»: repetía
y me exaltaba porque no entendía bien el significado de las palabras y
pensaba que convicto quería decir invencible.
El hermano de mi madre estuvo preso
casi tres años. A partir de entonces es poco lo que se sabe de él; en
ese momento empiezan las conjeturas, las historias imaginadas y tristes
sobre su destino y su vida extravagante; parece que ya no quiso saber nada
con la familia, no quiso ver a nadie, como si se estuviera vengando de un
agravio recibido. Una tarde, sin embargo, la Coca había venido a casa.
Orgullosa y distante vino a traer parte del dinero y la promesa de que
todo sería devuelto. Yo conozco las interpretaciones, los relatos del
encuentro, y sé que Esperancita le decía M’hija a esa mujer que casi
podía ser su madre y que Coca usaba un perfume que mi padre jamás pudo
olvidar. «Ustedes ?dicen que dijo antes de irse? nunca van a saber qué
clase de hombre es Marcelo» y cuando el relato llegaba ahí, fatalmente y
casi sin darme cuenta, yo me acordaba de la histórica frase de Hipólito
Yrigoyen sobre Alvear después del golpe del ’30, extraña asociación,
motivada, también, por el hecho de que Esperancita estaba emparentada con
el general Uriburu.
A partir de ahí y durante tres años
Esperancita recibió, cada dos meses, un cheque hasta que la deuda quedó
saldada. De ese tiempo vienen mis primeros recuerdos de ella o más bien
una imagen que siempre he pensado que es mi primer recuerdo: una mujer
bellísima, frágil, con una expresión de arrogancia y desgano en la cara
que se inclina hacia mí mientras mi madre me dice: «A ver, Emilio,
¿qué se le dice a la tía Esperancita?». Se le decía: «Gracias», a
ella más que a ninguna otra. Emblema del remordimiento familiar, era como
un objeto raro y demasiado fino que nos hacía sentir a todos incómodos y
torpes. Me acuerdo que cada vez que ella venía mi madre sacaba la vajilla
de porcelana y usaba unos manteles almidonados que crujían como si fueran
de papel. Y ella supo venir a casa, de visita, una o dos veces por mes, en
general los domingos o los jueves, hasta que se murió.
El hermano de mi madre no llegó a
enterarse de que ella había muerto. Desaparecido sin dejar rastros, en
alguna de las versiones se decía que seguía preso y en otras que estaba
viviendo en Colombia, siempre con la Coca. Lo cierto es que él nunca supo
que ella había muerto, nunca supo que cuando Esperancita murió
encontraron una carta que le estaba dirigida donde ella confesaba que todo
era mentira, que nunca había sido robada y hablaba de la justicia y del
castigo pero también del amor, cosa rara siendo quien era.
No podía menos que atraerme el aire
faulkneriano de esa historia: el joven de brillante porvenir, recién
recibido de abogado, que planta todo y desaparece; el odio de la mujer que
finge un desfalco y lo manda a la cárcel sin que él se defienda o se
tome el trabajo de aclarar el engaño. En fin, yo había escrito una
novela con esa historia, usando el tono de Las palmeras salvajes; mejor:
usando los tonos que adquiere Faulkner traducido por Borges con lo cual,
sin querer, el relato sonaba a una versión más o menos paródica de
Onetti. Ninguno de nosotros, de los que estuvimos ahí la noche en que se
entrevió por fin, en la entristecida penumbra que siguió a la tarde del
entierro, el secreto de esa venganza cultivada durante años, ninguno de
nosotros no pudo no pensar que asistíá a la más perfecta forma del amor
que un hombre puede dispensar a una mujer; pacto piadoso del que parece
difícil prever el carácter o las consecuencias de las heridas infligidas
pero no la intención y la deseada bienaventuranza. Así empezaba la
novela y así seguía durante 200 páginas. Para evitar el costumbrismo y
el estilo oral que hacían estragos en las letras nacionales yo (como
quien dice) me había ido a la mierda. Todavía se encuentran algunos
ejemplares de la novela en las mesas de saldos de las librerias de
Corrientes y hoy lo único que me gusta de ese libro es el título (La
prolijidad de lo real) y el efecto que produjo en el hombre al que, sin
querer, le estaba dedicado.
Extraño efecto, hay que decirlo. La
novela apareció en abril. Un tiempo después me llegaba la primera carta.
Primeras rectificaciones, lecciones
prácticas (decía la carta). Nunca nadie hizo jamás buena literatura con
historias familiares. Regla de oro para los escritores debutantes: si
escasea la imaginación hay que ser fiel a los detalles. Los detalles: la
turra de mi primera mujer, boquita fruncida, se le veían las venas bajo
la piel traslúcida. Pésima señal: piel transparente, mujer vidriosa, me
di cuenta demasiado tarde. Otra cosa: ¿quién les habló de mi viaje a
Colombia? Tengo mis sospechas. En cuanto a mí: he perdido los escrúpulos
en relación con mi vida, pero supongo que deben existir otros temas más
instructivos. Por ejemplo: las invasiones inglesas; Pophan, un caballero
irlandés al servicio de la reina. Let not the land once proud of him
insult him now. El comodoro Pophan hechizado por la plata del Alto Perú o
los paisanos despavoridos huyendo en las chacras de Perdriel. Primera
derrota de las armas de la patria. Hay que hacer la historia de las
derrotas. Nadie debe mentir en el momento de la muerte. Todo es apócrifo,
hijo mío. Me patiné toda la plata del Alto Perú y si ella dice que no,
es porque intenta despojarme del único acto digno de mi vida. Sólo los
que tienen dinero desprecian el dinero o lo confunden con los malos
sentimientos. Fueron un millón seiscientos y monedas, pesos del año ’42,
resultado de herencias varias y de la venta de unos campos en Bolívar
(campos que yo le hice vender con santa intención, como ella reprocha
bien, aunque no fui yo quien le hizo morir a los parientes de los que
hereda). Traté de poner una boite en Cangallo y Rodríguez Peña, pero me
encontraron antes. (¿De dónde sacan lo de Río Hondo?) Le devolví la
plata y los intereses: cierto que la Coca fue a verlos y a mi madre por
poco le da un síncope. No cuentan que ella le dijo: Me cago en tu alma,
la primera vez que Esperancita le dijo M’hija y que hubo que darle
sales. Si estuve preso y si salí en los diarios fue porque soy radical,
hombre de don Amadeo Sabattini y en ese tiempo nos querían reventar a
todos porque se venían las elecciones del ’43 que después pararon con
el golpe de Rawson.(¿Tampoco te contaron esa historia?) Estábamos
desorientados los radicales, sin los ímpetus de las épocas heroicas,
cuando defendíamos a tiros el honor nacional y nos hacíamos matar por la
Causa. ¿Así que me perdona en el testamento? No ves que es loca ,
siempre cagó de parada, me consta, porque alguien le dijo que era más
elegante. Antes de morir dice que yo no la robé. Así de misteriosa es la
oligarqula y esas son las hijas que engendra. Gráciles, ilusorias,
inevitablemente derrotadas. No se debe permitir que nos cambien el pasado.
Haced que el país antes orgulloso de él no lo insulte ahora decía
Pophan. La Coca se instaló por su cuenta en el Uruguay, departamento de
Salto. A veces tengo noticias de ella, y si me vine a vivir a este lugar
fue para estar cerca de esa mujer, tenerla del otro lado del río. No se
digna recibirme porque es altiva y trivial, porque está vieja. Me levanto
al alba; a esa hora todavía se ve la luz de los farolitos, en la otra
orilla. Enseño historia argentina en el Colegio Nacional y a la noche voy
a jugar al ajedrez al Club Social. Hay un polaco que es un as;
acostumbraba jugar con el principe Alekhine y con James Joyce en Zurich, y
uno de los anhelos de mi vida es empatarle una partida. Cuando está
borracho canta y habla en polaco; anota sus pensamientos en un cuaderno y
se dice discípulo de Wittgenstein. Le he dado a leer tu novela: la leyó
con atención sin sospechar que ese tipo del que se cuentan sucios sueños
soy yo mismo. Prometió escribir una reseña en El telégrafo, diario
local. Ya publicó varias notas sobre ajedrez y también algunos extractos
del cuaderno donde registra sus ideas. Su ilusión es escribir un libro
enteramente hecho de citas. No muy distinta es tu novela, escrita a partir
de los relatos familiares; a veces me parece escuchar la voz de tu madre;
que hayan sabido disfrazarla con ese estilo enfático no deja de ser,
también, una muestra de delicadeza. Las distorsiones, en todo caso,
derivan de ahí. Debo pedirte, por otro lado, la máxima discreción
respecto a mi situación actual. Discreción máxima. Tengo mis sospechas:
en eso soy como todo el mundo. De todos modos, ya te digo, actualmente no
tengo vida privada. Soy un ex abogado que enseña historia argentina a
jóvenes incrédulos, hijos de comerciantes y chacareros de la localidad.
Este trabajo es saludable: no hay como estar en contacto con la juventud
para aprender a envejecer. Hay que evitar la introspección, les
recomiendo a mis jóvenes alumnos, y les enseño lo que he denominado la
mirada histórica. Somos una hoja que boya en ese río y hay que saber
mirar lo que viene como si ya hubiera pasado. Jamás habrá un Proust
entre los historiadores y eso me alivia y debiera servirte de lección.
Podés escribirme, por ahora, al Club Social, Concordia, Entre Ríos. Te
saluda: el Profesor Marcelo Maggi Pophan. Educador. Radical sabattinista.
Caballero irlandés al servicio de la reina. El hombre que en vida amaba a
Parnell, ¿lo leiste? Era un hombre despectivo pero hablaba doce idiomas.
Se planteó un solo problema: ¿cómo narrar los hechos reales?
PD. Por supuesto tenemos que hablar.
Hay otras versiones que tendrás que conocer. Espero que vengas a verrne.
Ya casi no me muevo, he engordado demasiado. La historia es el único
lugar donde consigo aliviarme de esta pesadilla de la que trato de
despertar.
Esa fue la primera carta y así
empieza verdaderamente esta historia.
Casi un año después yo iba hacia
él, muerto de sueño en el vagón destartalado de un tren que seguía
viaje al Paraguay. Unos tipos que jugaban a los naipes sobre una valija de
cartón me convidaron con ginebra. Para mí era como avanzar hacia el
pasado y al final de ese viaje comprendí hasta qué punto Maggi lo había
previsto todo. Pero eso pasó después, cuando todo terminó; antes
recibí la carta y la fotografía y empezamos a escribirnos.
2
Alguien, un crítico ruso, el crítico ruso Iuri Tinianov, afirma que la
literatura evoluciona de tío a sobrino (y no de padres a hijos).
Expresión enigmática que nos ha de servir por el momento, ya que es el
mejor resumen de tu carta que conozco.
Por mi lado, ningún interés en la
política. De Yrigoyen me interesa el estilo. El barroco radical. ¿Cómo
es que nadie ha comprendido que en sus discursos nace la escritura de
Macedonio Fernández? Tampoco comparto tu pasión histórica. Después del
descubrimiento de América no ha pasado nada en estos lares que merezca la
más mínima atención. Nacimientos, necrológicas y desfiles militares:
eso es todo. La historia argentina es el monólogo alucinado,
interminable, del sargento Cabral en el momento de su muerte, transcripto
por Roberto Arlt.
Ahora bien, ¿construiremos a dúo la
gran saga familiar? ¿Volveremos a contarnos toda la historia? Por el
momento te adjunto el siguiente resumen.
Se decía de vos:
1. Que le habías hecho la corte a
Esperancita al enterarte que era biznieta de Enrique Ossorio porque
estabas interesado en un cofre donde se guardaban los documentos de la
familia.
2. Que en realidad eran esos papeies
los que de veras te interesaban, pero que no había una cosa sin la otra.
3. Que desde hace años trabajás en
una biografía (o algo así) de ese prócer olvidado que fue secretario
privado de Rosas y espía al servicio de Lavalle.
4. Que te hiciste yrigoyenista en la
década del treinta, a destiempo como en todo, y que eso está oscuramente
ligado a tu fuga con la Coca.
5. Que si vivís en Concordia, pueblo
de frontera, es porque te dedicás al contrabando.
Existen por supuesto otras versiones
y varias se fraguaron, para decir la verdad, mientras velaban a
Esperancita, que parecía una muñeca de porcelana, cubierta de tules y
flores de azahar. Nadie la lloraba, pobre mujer, y algunos dicen que antes
de morir la escucharon repetir dos veces: Buenos Aires, Buenos Aires,
igual que a José Hernández en el momento de expirar en los brazos de su
hermano Rafael. Como ves, le escribo a Maggi, ella no murió con tu nombre
en sus labios.
El único que te nombró fue don
Luciano Ossorio, el padre de la difunta, que ya pasó los noventa años y
se mueve en una silla de ruedas. Cuando me vio entrar al velatorio cruzó
el salón haciendo crepitar las llantas de goma sobre el piso de parquet.
Usted, me dijo, le escribo a Maggi, se parece a Marcelo. Una manta
escocesa le cubría las piernas y alzó su cara de buitre para decirme:
¿Usted lo ve a Marcelo? ¿El no le ha preguntado por mí?
¿Entonces lo viste a don Luciano?
Tullido y todo, él es el único que vale la pena entre toda esa banda de
tilingos. No sé si le conocés la historia. En el año ’31, en una
cancha de paleta donde se festejaba el 25 de mayo, un tipo medio borracho
le metió un tiro. El viejo estaba en el palco haciendo un discurso y el
borracho dijo: Que se calle ese mamao, y sacó el revólver que le habían
dado para disparar una salva en homenaje a la presencia del embajador
inglés que había viajado expresamente a Bolívar invitado por el viejo,
que era dueño de casi todo el partido, y le metió un tiro. Después que
pasó el barullo el viejo se puso pálido pero igual siguió hablando,
teniéndose fuerte de la baranda del palco embanderado, y nadie se hubiera
dado cuenta de nada si no fuera porque el viejo empezó a entreverar
puteadas en el discurso, hasta que de pronto se le oyó decir, muy claro
por el micrófono: Me cagaron. Me cagaron, dijo. Son los del Klan radical,
dijo el viejo y se vino al suelo. El tipo que lo había herido era un ex
jockey que se ganaba la vida corriendo cuadreras en los hipódromos
clandestinos de la zona y le dieron tantos palos que quedó medio tocate
un tango y nunca se pudo saber la verdad. Lo único que el jockey alcanzó
a decir antes que empezaran a felpearlo fue que le habían dicho que el
revólver estaba cargado con balas de fogueo. Al viejo el tiro le entró
por un costado y le rozó la columna y lo dejó inválido para toda la
vida. Y pensar, me decía, que lo único que realmente me interesa en el
mundo, aparte de la política, es culear y andar a caballo. Al verlo uno
tenía tendencia a ser metafórico y él mismo reflexionaba
metafóricamente. Estoy paralítico, igual que este país, decía. Yo soy
la Argentina, carajo, decía el viejo cuando deliraba con la morfina que
le daban para aliviarle el dolor. Empezó a identificar la patria con su
vida, tentación que está latente en cualquiera que tenga más de 3.000
hectáreas en la pampa húmeda. Se inyectaba a toda hora y eso le daba una
rara lucidez y le fue haciendo cambiar el modo de pensar, con decirte que
al final quería regalarles la tierra a los peones. En el año 1902 se
había comprado medio partido de Bolívar a veinte pesos la hectárea en
un remate judicial amañado por la gavilla de Ataliva Roca. De vez en
cuando hablaba de eso y el remordimiento no lo dejaba dormir. Los milicos
metieron a todos los gringos en un tren carguero, contaba, y los mandaron
al infierno, por el lado de las salinas de Carhué. ¿Qué se habrá hecho
de toda esa pobre gente?, decía el viejo, que en el fondo había empezado
a pensar que el tiro en la columna se lo tenía merecido. Si sabré yo lo
bárbaro que hay que ser en este país para llegar a algo, decía el
viejo. Los hijos lo tenían recluido en un ala de la casa y le daban toda
la droga que quisiera con tal que se dejara de joder. Yo lo quiero a ese
hombre, me escribía Maggi, y si te confundió conmigo es porque yo tenía
tu edad cuando empecé a frecuentarlo. Siempre me entendí mejor con él
que con su hija Esperancita, a quien Dios tenga en la gloria. A veces lo
sacaba a tomar sol, empujando la silla de ruedas, y el viejo estaba
hablando lo más tranquilo y de pronto daba vuelta la cara, lívido, y me
decía: Nunca aceptés decir un discurso arriba de un palco aunque sea el
25 de mayo. ¿Me oís, Marcelo? Aunque sea el 25 de mayo y esté el
embajador inglés y toda la parentela, vos no aceptés porque es ahí
donde los tipos aprovechan para meterte un tiro en la columna vertebral.
En realidad, yo empecé a visitarlo por encargo del partido durante la
segunda abstención: sabíamos que estaba cambiando y queríamos ver si
nos ponía la firma en un documento contra el fraude, porque el viejo
había estado entre los fundadores de la Unión Conservadora en la época
de la ruptura entre Roca y Pellegrini y después había sido Senador y
tenía mucho prestigio. El viejo firmó lo más pancho, y eso que era
primo hermano del general Uriburu. Pero con estos papelitos no vamos a
ningún lado, decía. Ma qué voto secreto ni qué niño muerto. Hay que
armar a la peonada. Hay que armar a la peonada, decía el viejo, ¿no se
dan cuenta? A estos calzonudos hay que correrlos a tiros. La peonada,
decía el viejo, ¿con quién está? Así fue como empecé a visitarlo y
así fue como la conocí a Esperancita. Fue el viejo, por otro lado, el
que empezó a hablarme de Enrique Ossorio, que era su abuelo, y me dejó
ver el cofre con el archivo de la familia. La lectura de esos papeles y el
romance con la hija vinieron juntos. No sé por qué lado me pasaba la
pasión en ese entonces pero ella me parecía dulce y era muy joven. La
verdad que yo al principio iba a la casa a hablar con el viejo y él de a
poco empezó a desenterrar la historia del suicida, del traidor, del
buscador de oro. Pero ésa es otra parte del cuento, que ya te voy a
contar, porque en eso, quién te dice, vas a poder ayudarme, me escribía
Maggi. Lo cierto es que trabajo en esos papeles desde hace años y a veces
pienso que don Luciano no se muere porque está esperando que yo termine y
no quiere sentirse decepcionado. Claro que para todos el viejo está loco,
pero también para todos estaba loco Enrique Ossorio e incluso yo mismo,
sin ir más lejos.
¿Así que me dedico al contrabando?
¿Por qué no? Al fin y al cabo este país le debe la independencia al
contrabando. Todos se dedican a eso por aquí, cosa de nada; pero yo, como
ya habrás de ver, contrabandeo otras ilusiones.
Anoche, por ejemplo, me quedé hasta
la madrugada discutiendo con Tardewski, mi amigo polaco, ciertas
modificaciones que podrían introducirse en el juego del ajedrez. Hay que
elaborar un juego, me dice, en el que las posiciones no permanezcan
siempre igual, en el que la función de las piezas, después de estar un
rato en el mismo sitio, se modifique: entonces se volverán más eficaces
o más débiles. Con las reglas actuales, dice, me escribe Maggi, esto no
se desarrolla, esto permanece siempre idéntico a sí mismo. Sólo tiene
sentido, dice Tardewski, lo que se modifica y se transforma.
En estos debates figurados matamos
los ocios de provincia; porque en provincia, como se sabe, la vida es
monótona. Un abrazo. Soy el profesor Marcelo Maggi.
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