Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
Tarde de amor
(La invasión, 1967)
En los últimos dos meses no han
hecho otra cosa que adivinar esos pasos creciendo en el zaguán y el
golpe de la cerradura, las voces y las risas sofocadas, en la otra
pieza.
Y ahora vuelven a imaginar la luz
amarillenta cayendo de la única bombíta, iluminando las paredes
manchadas de humedad, la mesa contra la ventana de cortinas como telas
de araña y a ellos dos abrazados, los ojos de Páez clavados en aquel
lado del tabique.
Están inmóviles, uno a cada lado de
la mesa, esperando el silencio que viene siempre después que se han
sofocado las voces, después del último roce de las ropas contra el piso,
del chicotear de los pies descalzos contra la madera.
Este silencio que, ahora, los obliga a
moverse con cautela, como si fueran ellos quienes tuvieran que cuidarlo,
evitar que el roce más fugaz (raspar un fósforo, abrir el diario,
sentarse en la cama) retumbe, golpeando contra el tabique para cruzar del
otro lado.
La habitación, sin ventanas, apenas
alumbrada por la luz de la claraboya, flota en una penumbra grisácea. El
silencio se filtra con la luz de la otra pieza por las rendijas de la
puerta.
Hasta que Páez apaga la luz alta y
enciende el velador y las rayas amarillentas se debilitan; entonces Luis
levanta la cabeza y encuentra la mirada de Martín.
Desvía los ojos pero los dos saben
que el silencio ha empezado a quebrarse, muy despacio, en una especie de
respiración leve, sofocada. Como si alguien respirara afanosamente, pero
sin abrir la boca, apretando los dientes.
Martín tantea la mesa buscando los
cigarrillos. Cuando se inclina para encontrar los fósforos en el bolsillo
del saco, los dos se miran otra vez y Martín sorprende el gesto de Luis
que se cruza nerviosamente la mano por la cara.
Luis se mira la mano húmeda de sudor
y siente el cuerpo agarrotado. Esquiva los ojos de Martín y quiere seguir
leyendo sin levantar la cabeza, moviendo los labios como si rezara.
Los quejidos se repiten, cada vez más
violentos.
Las letras del libro bailotean. Luis
levanta la cara y mira la puerta en medio del tabique; después se quita
los anteojos con un gesto brusco. Enfrente la cara de Martín parece
saltar hacia atrás y se le borronea; es una mancha difusa.
Ahora los gemidos se cortan, se
ahogan; son un ronquido ávido.
Luis frota el vidrio del anteojo con
el borde ele la camisa.
De pronto se escucha una especie de
grito, una mezcla de súplica y placer y Luis empuja la silla y se para,
bruscamente. Está de cara al tabique; mira de un lado a otro, como
buscando algo y por fin prende la luz y abre el armario. Se da vuelta con
una botella de ginebra en la mano; empieza a llenar un vaso. Deja la
botella en la mesa y se queda un momento así, inmóvil, como escuchando
esa voz de mujer que se quiebra y se ahoga; después parece despertar,
busca la radio en una de las repisas del armario y la enciende con un
gesto sin mirar a Martín.
La música es un estallido que sofoca
los ruidos de la otra pieza.
Los dos se miran de frente, uno a cada
lado de la mesa. Luis está tenso y aprieta el vaso con la palma de la
mano.
Martín lo mira casi sonriendo, una
especie de mueca. mientras estira una mano hacia la radio.
Cuando la música se apaga, el
silencio se fortalece como si alguien hubiera cerrado una ventana. Es un
momento porque en seguida vuelven las voces y los ruidos ahogados.
Luis apoya las manos sobre la mesa,
como si necesitara sostenerse. La transpiración se le amontona en los
ojos.
—¿Qué hacés? —dice.
—¿Cómo qué hago?
—¿No ves que quiero estudiar?
—¿Y qué? ¿O ahora precisás radio
para estudiar?
Hablan en voz baja, contenidos.
—¿O ellos no te dejan estudiar? —dice
Martín después de una pausa—. ¿No me vas a decir que te distraen?
—Y sonríe, en silencio.
—No seas imbécil —Luis habla sin
mirarlo, los ojos fijos en el borde de la mesa.
—¿O te ponen nervioso? —Martín
se inclina sobre Luis y baja todavía más la voz que se mezcla con los
murmullo de la otra pieza— ¿O lo hacés por Páez? ¿No me vas a decir
que te aguantás por Páez? —Se tira hacia atrás y queda otra vez
erguido, esperando.
Luis se deja caer en la silla y
levanta la cara, brillosa por el sudor. Roza con los ojos la cintura de
Martín y después baja la cabeza corno para seguir leyendo.
Martín lo mira desde arriba, sin
hablar.
En el silencio Luis cree reconocer la
voz de Páez mezclada con los quejidos, con la respiración agitada, con
la voz de Martín que ahora ha vuelto a echarse sobre la mesa hasta
quedar casi colgado. muy cerca de Luis que da vuelta la cara.
Martín le clava los dedos en la
mejilla y lo obliga a enfrentarlo.
—¿Eh? ¿Por qué no contestás?
Los dos se miran de cerca, las caras
muy juntas, como si fueran a besarse.
—¿O me vas a decir que no los
escuchás?
Luis se aplasta contra el respaldo de
la silla.
Del otro lado llega una especie de
llanto, un jadeo que se mezcla con el ruido metálico de la cama.
Luis siente la respiración cálida de
Martín en la cara.
—¿O no sabés que están metidos
ahí?
Siguen inmóviles un momento: Martín
casi echado sobre el cuerpo de Luis que lo mira torciendo la cabeza,
como hipnotizado.
—¿O querés verlos? —dice Martín
que, bruscamente, apoya una mano sobre el brazo de Luis, apretándolo
contra la mesa.
Luis trata de soltarse pero Martín
casi lo arranca de la silla con un gesto imprevisto, brutal.
Luis se tambalea, se sostiene del
borde de la mesa.
Martín está enfrente con un brazo
tendido.
—¿Querés que te los muestre? —moviendo
los dedos— Vení —muy cerca de Luis, que se tira hacia atrás.
Pero Martín estira el brazo y le roza
la cara como si quisiera acariciarlo. Luis lo empuja, trata de sacárselo
de encima y los dos luchan, arrinconados entre el armario y la mesa,
abrazados, jadeantes.
Martín lo va dominando, le apoya todo
el peso del cuerpo en la espalda hasta obligarlo a arrodillarse.
Los dos se amontonan contra la puerta.
Martín está encorvado sobre la
espalda de Luis, le aplasta la cara contra la cerradura.
El picaporte clavado en la frente,
Luis reconoce la otra pieza, la ventana, el respaldo de una silla y dos
piernas de mujer que parecen flotar en el vacío. Es un instante, porque
enseguida afloja el cuerpo, apoya las manos en el piso y se tira hacia
atrás, contra Martín que lo abraza y lo obliga a girar, a mirarlo.
Quedan frente a frente, muy cerca,
sofocados, envueltos en el jadeo cada vez más violento, una. mezcla
confusa de suspiros y voces que vienen de la otra pieza.
Luis aprieta la espalda contra el
tabique y siente la presión de los dedos de Martín que lo sostiene del
brazo, un poco por encima del codo.
—¿Te das cuenta? —dice Martín—
¿Te das cuenta que hay que terminar de una vez? Que esto nos está
jodiendo a los dos.
—¿Terminar qué? —La voz de Luis
suena ronca, demasiado alta.
—Esto, que vengan todos los días,
que nos arrinconen en esta pieza, que se pasen la tarde metidos ahí.
—Pero la pieza también es de él.
Lo que pasa...
—Lo que pasa es que la trae para
jodernos. Para refregarnos la mina en la cara.
—Estás loco.
—Loco no. Harto. Cansado de que nos
provoque.
Los dos están muy cerca, casi uno
sobre otro.
Martín lo mira sin hablar.
—¿O me vas a decir que no le tenés
ganas? —le dice, al rato.
Luis se siente ahogado por el cuerpo
de Martín que lo aplasta contra la mesa. Se da vuelta hacia un lado,
encuentra el vaso y toma la ginebra de un trago. Después busca la
botella y vuelve a llenar el vaso hasta el borde. Cuando alza la cara se
encuentra con los ojos de Martín.
—¿Por qué no contestás?
—¿Contestar qué?
Martín lo mira de frente.
—Vos sabés...
—¿Qué es lo que sé?
—Lo que tenemos que hacer para
terminar de una vez. Para demostrarle que ni vos ni yo somos maricas.
Luis busca la cara de Martín por
primera vez.
En la otra pieza han vuelto los
murmullos, las risas sofocadas.
A Luis le cuesta hablar, la voz se le
entorpece.
—¿Y con Páez?...
—Somos dos ¿O le tenés miedo?
—No, es que...
—¿Y entonces? —lo corta Martín.
Los dos se miran de frente.
A Martín le tiembla un ángulo de la
boca.
Luis es el primero en desviar los
ojos.
Ahora Martín le da la espalda, está
de cara a la puerta.
Luis le ve un pedazo de la boca y el
mentón en el espejo roto que cuelga del tabique, hasta que Martín apaga
la luz y todo se borra, de repente. En la oscuridad Luis siente el gusto
metálico de la ginebria en el paladar y la garganta seca y adivina la
silueta imprecisa de Martin dibujada contra la luz que se filtra desde la
otra pieza, por las rendijas de la puerta. A lo lejos le parece escuchar
el silbato de un tren. Se cruza la mano por la cara tratando de limpiarse
el sudor que se le amontona en los ojos y, mientras el cuerpo de Martín
cubre las líneas amarillentas de la puerta, tantea la mesa buscando el
vaso.
Después, cuando Martín encuentra el
picaporte, toma la ginebra de un golpe.
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