Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
En el terraplén
(La invasión, 1967)
Lo que pasa es que las patas de los
camellos son de algodón. Por eso no hacen ruido. Además son muy ligeros,
tan ligeros que siempre están atrás y no hay modo de verlos por más que
uno dé vuelta la cabeza ligerísimo. Bajan en un ascensor. Tienen un
ascensor como de aire. Carlos se lo contó. Un ascensor invisible y por
allí bajan con los camellos. Después eligen las casas y dejan los
juguetes. Nunca entendió por qué le traían esas cosas tan bárbaras al
Quique que es un tarado, un llorón y por cualquier cosa llama a la
madre, y a Gabriel, que hasta sabe andar a caballo, nunca le traen nada.
¿Qué habrá hecho Gabriel?, pensó y tuvo miedo, de golpe; miedo por
él.
—Vos, andá a buscar la pelota —le
ordenó aquel día Melo, desde la canchita. Melo, con los brazos en la
cintura, traspirado: el jefe de todos. Cuando los grandes jugaban a la
pelota no lo dejaban ni acercarse. Pero ahora le pedían la pelota, a él.
Salió corriendo y la pelota estaba allí, contra el cordón, debajo del
coche. Se la devolvió y Melo no dijo nada: ni “gracias, pibe”, ni
nada. La hizo picar y volvió al medio, sin correr, tranquilo, gritando
“tres a uno”. No importó que no le dijera nada, igual era como si los
grandes lo hubieran dejado jugar a la pelota con ellos. “En la canchita,
te das cuenta”, quiso contarle a Gabriel. Pero fue Gabriel quien le
dijo: “Che, ¿qué te hiciste en el saco?”. Che, en el saco, le dijo y
la campera nueva, la campera gris recién estrenada tenía dos
lamparones de grasa medio parecidos a la cabeza de un caballo.
Por eso tuvo miedo: levantarse y
encontrar los zapatos solos, vacíos, sin los patines. Si por lo menos
estuviera Carlos, se las arreglaría para que no importara, para que
todos se olvidasen para siempre lo de la mancha de grasa en el saco gris,
y la taza del juego que primero le golpeó el codo y después hizo un
ruido rarísimo en el suelo, al lado de la pata de la mesa llena de
visitas. Por favor que los Reyes no se enteren. Carlos lo ayudaba
siempre. Ahora daba pena y alegría que no estuviera. Pena, porque no
estaba. Y orgullo de tener un hermano en la conscripción. Cuando llegaba
Carlos todos, hasta Melo, se morían de envidia, mientra él se paseaba
con su hermano que parecía San Martín, vestido de marrón, con botas y
un machete de acero.
Para colmo el día no pasaba nunca.
Hubiera querido cerrar los ojos y estar de repente en la otra mañana,
jugando con los patines; pero no se movía ni una hoja, la siesta no
pasaba nunca y todavía le faltaba tomar la leche y cambiarse, faltaba
casi toda la tarde y después había que cenar y seguro que no se iba a
poder aguantar toda la noche despierto para verlos entrar despacito a la
pieza y dejarle los patines. Además mejor no hacerse ilusiones, “por lo
del ascensor”, pensó mientras acomodaba los soldados que siempre
estaban apuntando, sin moverse, algunos cuerpo a tierra y otro tocando
el clarín, duros como idiotas. Los acomodaba contra la pared, en fila,
para que defendieran la ciudad de las fuerzas enemigas. Hasta que Cacique
con su corpachón amarillento, se tiró a la sombra de la pared y Ricardo
fue Tarzán, con su Tantor, con su gran elefante Cacique que lo
llevaría a la tribu de los Watussi a combatir por Juana y el profesor
Filander. Pero Cacique se echaba de costado, no había forma de hacerlo
levantar por más que lo tironeara del collar, se acostaba con la lengua
afuera, tranquilo, golpeando el piso con la cola y no había modo de
convencerlo de que fuera un elefante por un rato, por un ratito. Por eso,
mientras Felisa pasaba con las alfombras, Tarzán se convirtió en Dick
Tracy. Y tenía que seguirla porque Felisa era una asesina. Eso: una
asesina terrible. Se descalzó y agazapado empezó a seguirla por toda la
casa, escondiéndose detrás de los muebles, en las esquinas, aplastado
contra los árboles, abajo de los muebles oscuros, en la cocina, con
cuidado porque pueden sorprenderlo desde el puente y se trata de cruzar
el callejón desierto, apenas alumbrado por la luz que viene del Bar. El
callejón gris que lleva de la cocina a la escalera desde la que se puede
dominar todo el puerto. Y cruzaba la cortada agazapado, en puntas de
pie, llevando el revólver en la mano derecha y los zapatos en la
izquierda cuando Felisa le gritó que no fuera estúpido, que le iba a
pegar un escobazo si seguía molestando.
Por eso salió a la calle, al sol de
la siesta que parecía saltar desde cada pedazo de baldosa, mezclarse
con el aire caliente. Y caminaba, zigzagueando, sin pisar las baldosas
azules, pero estaba llenísimo de baldosas azules y cada tanto tenía que
saltar abriendo los brazos, muy concentrado en eludir la ciénaga maligna.
Mucho cui—dado porque si no iba a aparecer el asunto de la campera y
entonces los reyes pasarían de largo, sin dejarle nada, ni los patines ni
nada. Por las dudas este año junto con el pasto les pensaba dejar agua
mezclada con azúcar. En el fondo los camellos son como Cacique pero más
grandes, y Cacique por azúcar hace cualquier cosa. Trébol y agua con
azúcar. Siempre los dejaba contra la pared del fondo. Sentía una cosa
rara en todo el cuerpo al pensar en los camellos tomando el agua, la
cabeza inclinada en el balde que mamá usaba para lavar la vereda, y
después comiendo el pasto con esos dientazos que parece que siempre se
estuvieran riendo.
La esquina estaba llena de baldosas
azules. Toda azul como un lago y Gustavo venía cruzando lo más
tranquilo. Estuvo a punto de gritarle: ¡Cuidado con la ciénaga!, pero
mientras lo pensaba ya se habían saludado.
Después del saludo, al rato de
empezar a hablar, Gustavo se lo dijo. Le elijo eso, de pronto, como si lo
insultara.
—¿Y vos todavía creés? —le
preguntó— ¿Todavía creés? —con una voz finita, aguda y la cara
llena de rojas—. “Fideo con tuco”, le gritaban siempre y tenía el
pelo colorado sobre la frente y la voz chillona:
—Si son los padres, no te olas
cuenta. Lo de los reves son todas macanas.
La traspiración se le amontonó en
los ojos, una nube húmeda que pintaba la calle de un gris raro y la F de
Farmacia Muro estaba borroneada, le faltaba el palito del medio. “Queridos
señores reyes magos”, empezaba la carta. Todo el sol y el calor
pegándole en la cara.
—Claro que lo sabía —gritó—.
Lo sabía, entendés. Antes que vos lo sabía. Y tuvo ganas de pegarle,
agarrarlo del pelo, colorado estúpido y patearlo, claro que lo sabía,
pero ya estaba solo y el calor le trepaba por los zapatos desde el asfalto
blando.
Sin darse cuenta llegó a su cueva
entre las cañas. Nadie más que él y Gabriel la conocían. Una cueva
llena de puertas secretas en la que vivían Sandokán, Poncho Negro,
Pluma Roja y él, ahora, pensando que no saldría nunca, que se quedaría
quieto allí, toda la vida, dejando que lo buscaran, no le importaba que
lo buscaran, que lo buscaran todos porque no quería ver a nadie, nunca
más.
Estaba sentado en el piso de tierra y
arriba el viento hacía temblar las cañas con un ruido raro y muy
triste, una especie de susurro, y entonces él se acostó boca abajo, con
las manos en la cabeza, pensando que a lo mejor todo era una especie de
mentira y entonces mamá y papa tampoco existían: volver y que en casa no
lo besaran ni nada, que apenas lo saludaran porque ya no jugaban más y
le dijeran: “Y vos nene, ¿quién sos?”, y lo mandaran a uno de esos
colegios que tío Joaquín le mostró, con tapias grises, enorme, y
oscuros, donde viven los chicos sin padres.
Hacía redondeles en la tierra;
dibujaba, figuras y las borraba con la palma de la mano sin entender por
qué lo habían retado aquella noche que estaban las visitas, los señores
de la oficina de papá y él, ya que nadie le llevaba el apunte, tuvo
ganas de contar que en su cama había un caballo azul. Se levantó
descalzo y lo dijo desde la puerta: “En mi cama hay un caballo azul” y
todos lo retaron, menos el abuelo que le sonreía.
El abuelo rubio, tan alto, que lo
llevaba en los hombros y le hablaba del lugar donde había nacido, un
país lleno de sol. donde la tierra era roja, cubierta de montes y de
caballos salvajes con largas colas doradas que tocaban el suelo.
Muchísimos caballos galopando a lo lejos y un potro azul que era el jefe
y siempre estaba quieto, sobre un alto. Y le contaba las peleas entre los
caballos, de noche, alzados en dos patas, relinchando nerviosos. Y le
hablaba del caballo azul que era el más valiente y el más fuerte y cl
más hermoso. Ahora su abuelo estaba de viaje, y le escribía cartas en
las que le recomendaba que se portara bien e hiciera caso. Las leía papá
y no parecían del abuelo. Si él estuviera le explicaría. No estaban
ni él, ni Carlos. “Y Carlos ¿por qué me dijo lo de los ascensores si
era mentira?” Cuando pensó en Carlos ya estaba afuera, rozando con la
palma de la mano las paredes tibias. La calle vacía, aplastada por el sol
se juntaba con el terraplén, allá lejos. En ese lugar al que nunca se
animó a llegar, por el que cada tanto pasaban trenes, las máquinas
cubiertas de humo, todo el tren soplando arriba, por encima del pueblo, al
fondo ele la calle. Y caminaba despacio mirando el polvo arremolinado
por el viento, asombrado de andar por esa calle tan larga, llena de
árboles, llena de misterio, con terrenos baldíos y casas desconocidas.
Cada tanto levantaba bolitas de eucaliptus y las tiraba contra el cielo y
después se pasaba la mano por la punta de la nariz y encontraba el mismo
perfume del invierno cuando mamá las ponía a hervir sobre la estufa y
todo era tibio, con aquel olor suave y él, tirado en la alfombra, jugaba
a ser un barco a vela y estaban todos: mamá cosiendo y papá sentado en
el sillón, todos juntos él, de repente, se ponía a gritar de contento;
se golpeaba boca con la palma de la mano contento de que estuvieran
todos juntos y se largaba a correr de un lado a otro y mamá empezaba a
los gritos pero él seguía corriendo sin parar porque se había desbocado
y no había modo de frenarse a pesar de que el pasto do hiciera resbalar,
y tuviera que terminar de subir el terraplén gateando, clavando los dedos
en la tierra, encorvado, teniéndose de los yuyos.
Parado en lo alto, con las manos en la
cintura, de espaldas al pueblo veía todo el otro lado del mundo: los
molinos de agua y los pinos y el arroyo donde los grandes iban a nadar y
muy chico, como una mancha a lo lejos, el monte en el que Melo decía que
se podían cazar lechuzas.
Después empezó a caminar haciendo
equilibrio por las vías con los brazos abiertos y el sol en la cara. Se
bamboleaba, pisándose los talones con la punta de los pies, sin tocar los
durmientes, tratando de animarse a pasar del otro lado, a dar el salto,
ahora, y caer resbalando por la bajada del terraplén, sentado como en
un tobogán hasta zambullirse en el pasto, cerca de las cañas.
Acostado allí, boca abajo, a la
sombra del terraplén parecía que el sol se hubiese quedado en el pueblo,
en su casa, del otro lado y él estaba solo, a la sombra, tirado en el
pasto, escuchando el zumbido de las avispas y el ruido del viento contra
las cañas secas. Miraba las ramas de los árboles contra el cielo y sin
saber por qué se acordaba de los lugares que le contaba su abuelo y
hasta pensó que a lo mejor por allí andaban los caballos metidos en el
monte o saltando los paragolpes de madera salpicados de yuyos.
Hundió la cara en el pasto fresco,
doblando los pies sobre la espalda, contento de golpe; contento porque
además podía contárselo a Gabriel. Trepar el terraplén y bajarlo
corriendo para contarle a Gabriel que se había animado a cruzar al otro
lado, donde estaba el monte lleno de lechuzas y el arroyo: Correr con la
cabeza gacha por la calle llena de sol y árboles y olor a eucaliptus. Y
llegar a la esquina, respirando agitado, con la cara sucia de tierra v
sudor. Pararse frente a la puerta altísima y marrón y levantarse en
puntas de pie para alcanzar el llamador de bronce.
Un golpe seco que retumba en la
siesta.
—¿Cómo te va? —le preguntó
Gabriel, parado en el umbral, contento de verlo.
Ricardo, con las manos enlazadas en la
espalda, pensó en el lugar que había conocido detrás del terraplén,
en el agua con azúcar; pensó que Carlos era también un mentiroso y
que su abuelo era el único que decía la verdad, a pesar de las cartas
que no parecían de él.
Todo eso pensó mientras le
preguntaba:
—Y vos Gabriel ¿sabés quiénes son
los reyes magos?
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