Ricardo
Piglia
(Adrogué, Buenos Aires,
1941 - Buenos Aires, 2017)
Tierna es la noche
(La invasión, 1967)
a F.
Scott Fitzgerald
... querer tranquilizarme contra
una lettera 22 cuando Luciana está tirada allá y es inútil. Andar
buscando explicaciones, queriendo corregir no sé qué destino,
escabulléndome culpas, fatalidad, pavadas por el estilo. Ganas, en el
fondo, de torcer las cosas pero es tarde, cambiar los detalles, como si
los detalles, decirle no seas estúpida, no te hagás la trágica Luciana,
decirle chiquilina sonsa, señora mía, cualquier cosa para no verla ir
acercándose bajo la lluvia, medio torcida por el agua, con la pollera
pegada a los muslos y todo estaba decidido, y yo lo más tranquilo,
cobijado en el alero, mirando llover y fumando y esperando que amaine.
De todos modos no estoy seguro si hay
que contarlo así. Ahora las cosas se me diluyen, lejanas, y parece lo
más natural que anoche hubiera sucedido hace muchísimo tiempo; que
anoche, hoy mismo, estuvieran antes que, por ejemplo, aquella tarde los
dos corríamos esquivando los coches y nos paramos muertos de risa en
medio de la plaza y nos besamos por primera vez, interrumpidos por la
risa, mientras la gente daba vuelta la cara para mirarnos y arriba un jet
flotaba en el aire y ella dijo que me quería: “me parece que te quiero
mucho, dijo ella y yo le contesté cualquier pavada, “me parece que
estás loca”, algo así, en voz baja, y la luz del estúpido farol
encendido a las tres de la tarde le hacía brillar todavía más el pelo
colorado cuando se separó y yo pensé que iba a sentarse o algo por el
estilo, pero empezó una especie de baile, “¿yo?, yo soy loca como una
pata, ¿nunca viste una pata loca?”, los brazos pegados al cuerpo, las
manos como alitas, pegando extraños mugidos, imitando los gritos que
ella decía que eran los gritos de las patas en celo: “de las patas
calientes”, dijo, y tenía los ojos grises medio veteados por el sol y
la risa.
Gestos, escenas que ahora se agrandan
aquí, mientras escribo en esta pieza que desemboca sobre los techos del
vecino, borrando, deformando lo de anoche, la fíes—ta, la voz de ella
por teléfono para invitarme y yo me reía sin entender la razón, “y de
dónde sacaste que para armar una fiesta hay que tener razones”, me dijo
y yo pensé: “ojo, ir sin Beatriz”. “No. Beatriz, con Antonio no sé
si te acordás”. Qué estúpido, como si Luciana necesitara verme sin
Beatriz o no la conociera mejor que yo mismo. “Para vos es una de esas
piezas cómodas, ¿te das cuenta? Un cuarto de baño” (yo no la
distinguía en la oscuridad, pero seguro se reía con todo el cuerpo) .
“Eso: una especie de cuarto de baño”.
Claro que cuando Luciana lo dijo
estaba totalmente borracha. Yo había escuchado ruidos, abajo, y en
seguida los tacos en la escalera y alguien raspando un fósforo. “Beatriz”,
dije, buscando la luz. “No. No prendás”; hablaba alzando demasiado la
voz, como borracha y cuando encendí pareció que Luciana brotaba desde la
oscuridad, con el pelo tirado en la cara, hermosa y gastada, fugaz. “Me
voy. Si no apagas la luz me voy”. “¿Qué te pasa, estás loca?”, y
ya no la veía, la adivinaba en la oscuridad dando vueltas de un lado a
otro, atropellando, llevándose las' cosas por delante,. hasta que se
sentó en el borde de la cama, sin hablar.
Por eso digo que fue imbécil pensar
en Beatriz, que no tiene nada que ver, y ahora seguro duerme sin sabe¡
nada, con su aire entre ingenuo y malévolo y dulce, con esa cara que de
repente se le ablanda y parece que se le desmorona, como si no le
obedeciera, cuando ella busca endurecerla, porque yo, casi sin querer,
hace unas cuadras que camino abstraído, dejándome llevar por el silencio
hasta que siento la presencia de Beatriz, tensa, controlada, y al fin
escucho su voz, medio enrarecida: “¿Se puede saber qué te pasa?” Y
yo la miro, asombrado: “Nada, ¿qué querés que me pase?”, y es
como si se le soltara algún piolín adentro y se le cayeran las mejillas.
Un títere aquella mañana, cuando su cara apareció y ya era tarde porque
Luciana había trepado la misma escalera, borracha, y nos despertó
Beatriz, entrando, y ella le habló desde la cama, con las mantas
tapándole el cuerpo desnudo. “Hola, ternerita”, le dijo, “no te
enojés que ya me voy”. Y a Beatriz le latía un ángulo de la boca,
apoyada en la pared, sin moverse, mientras Luciana se vestía, muy
despacio, en medio de la pieza, se agachaba buscando las medias y yo,
desde la cama, no sabiendo cómo hacer para alcanzar los pantalones.
Y esa, fue la última vez.
Hasta hoy, quiero decir.
Salvo una tarde que la vi cruzando con
Patricio y el viento le inflaba el vestido y le tiraba como siempre el
pelo en la cara, ésa fue la última vez, porque la noche antes habíamos
decidido que todo se terminara, amigablemente, con la asquerosa
delicadeza de esos casos.
Ya no me acuerdo a quién de los dos
se le ocurrió festejar el final en esa boite, una especie de casa de té,
que habíamos encontrado poco después de medianoche, hundida en el fondo
de un monte de eucaliptus.
“Carajo, uno se moja todos los pies
con este yuyo”, dije yo porque lloviznaba y el pastito me embarraba la
bocamanga, y creo que mientras yo zapateaba en el felpudo como un
imbécil, ella descubrió la hamaca. “Pero es absurdo”, dijo, “no
te parece increíble una hamaca en una boîte” y ya corría. “¿Qué
hacés, boba?”, le dije, metido entre los árboles, y ella subía y
bajaba con el cuerpo y la nuca y todo el pelo tirado para atrás y la
hamaca pegaba unos chillidos como de conejo y ella déle gritar “es como
tener un viento en la panza”, parecida a un papel, una hoja yendo y
viniendo, arrastrada por la lluvia o el viento.
Después cruzamos el salón achinado,
alumbrado con farolitos verdes, para secarnos en el baño, las dos
puertas separadas por una mampara. “Entro con vos”, dijo sonriendo,
el pelo chorreado en la cara. “¿Cómo?” Y se curzó los dedos en los
labios. “Sh, con vos para ver cómo son”. “Estás loca a ver si nos
ve alguien”. “No hay nadie, no ves que no hay nadie”, y la luz cruda
del baño parecía aislar los gestos, multiplicarlos en el espejo y ella
miraba todo entre asombrada y divertida, “Así que ustedes usan estas
cosas, ¡qué plato!, pero si son como escupideritas”, y se reía,
girando de un lado a otro, cuando entró un tipo y la miró pensando que
se había equivocado, pero me descubrió en seguida mientras ella lo
saludaba haciendo reverencias...
A veces uno necesita creer en
señales, en avisos que no supo ver. Ahora (ahora después que abrí la
puerta de a pieza de Luciana y me tiré para atrás, como encandilado)
esa madrugada en la boîte me parece una repetición, un signo de todo
lo que pasó esta noche. A lo mejor por eso se me mezclan, por eso no sé
si fue hoy a la madrugada o aquella vez, hace más de tres meses, cuando
Luciana levantó la cara como buscando la lluvia que se adivinaba en el
viento, y yo le vi los ojos, dos llagas en medio de la cara, hasta que
ella se movió, imperceptiblemente, como queriendo esquivar la luz filosa
del amanecer y en voz muy baja, casi un susurro, me dijo que se iba. “Mejor
me vuelvo sola”, dijo y yo la dejé ir, la miré alejarse, perderse
entre la gente, sin hacer nada, sin llamarla.
Y después, esa noche, ella subió por
última vez a mi pieza, medio borracha, y ya no la vi más, hasta la noche
de la fiesta, ayer.
Entré y estaba acurrucada tocando la
guitarra, con gente desparramada en los sitios más inverosímiles; y ella
cantaba con su voz tan ronca, envuelta en el humo pálido de los
cigarrillos.
Cuando alzó la cara todos
aplaudieron, hablaron, como obedeciéndola. Se levantó y el vestido le
destapó los muslos; el pelo recogido, la cara agrisada por el humo, “una
estatua”, pensé, “una imagen de yeso, gastada”.
Agitó la mano, yo sonreí.
La miré venirse, eludiendo a los que
bailaban; su cara se iba construyendo, afirmando a medida que se
acercaba. Me acuerdo que traté de pensar una frase para recibirla. “Te
queda muy bien el pelo atado, parecés una estatua”, algo en ese estilo;
pero ella se paró imprevistamente en mitad del camino y yo me quedé
quieto, mirándola bailar con Patricio.
Había tanta gente que se podía
ignorar confiadamente a los conocidos. Todo era una mezcla de caras y
gritos saltando a destiempo. Recortada por el montón, cada tanto me
encontraba con Luciana, con su vestido color ocre.
Dos o tres veces nos miramos, pero
ella siguió bailando, sonriendo y como divertida.
Me dejé ir de un lado a otro,
escurriéndome hacia el fondo de vez en cuando, para buscar la mesa donde
se amontonaban las botellas.
Al cuarto o quinto whisky las cosas
mejoraron y terminé bailando algunos tangos, sin mucho fervor, con una
niña que era lánguida y levemente bizca, lo cual le daba un aire entre
malvado y obsesivo.
Por fin me tiré en un sillón que me
obligaba a hundirme en una posición realmente absurda, con los codos
aplastados entre las rodillas.
—¿Te divertís?
La voz vino de atrás y para confirmar
que era Luciana tuve que girar todo e! cuerpo y verla apoyada contra la
pared.
—Como loco.
Inclinada se investigaba el vestido.
Una hilacha, un hilo blanco todo torcido y ella lo sostenía con dos dedos
a la altura de los ojos y lo estudiaba, atenta.
—Estás rara con el pelo así.
De todos modos era muy absurdo seguir
incrustado ese sillón haciendo contorsiones para poder mirarla.
—Parecés una estatua —le dije
mientras trataba de incorporarme, braceando torpemente.
—¿Ah sí? —dijo ella, siempre con
aire distraído, soplando la hebra que se hamacaba en el aire.
Cuando conseguí sentarme con
dificultad en el brazo del sillón, la miré de frente por primera vez,
y fue como recordarle los ojos, ese modo gatuno de crecer y achicársele
la pupila.
—Lo único que no te cambian son los
ojos —le dije, pero ella no me contestó y siguió tomando el whisky
hasta vaciarlo.
Me miraba sin mover la cabeza, con el
vaso levantado contra los dientes, dándole golpecitos con la punta (le
los dedos hasta que el cubo de hielo resbaló por el borde.
—¿Para qué me llamaste?
—¿A Beatriz la dejaste en casita?
—dijo ella como si me contestara.
—No jugués.
—No seas tonto —dijo imitándome
el tono, sin dejar de mirarme.
En el labio le brillaba una raya
amarillenta, espuma o algo así que le había dejado el filo de la copa.
—Tenés sucio —le dije y ella se
tiró para atrás y se pasó la mano por la cara—. No. Ahí. Más cerca
de la boca. —Me incliné y le froté la boca con los dedos. Cuando
levanté la cara me topé con el cuerpo de Patricio.
—Emilio ¿cómo andás? —dijo, y
Luciana le agarró la muñeca, no la mano sino la muñeca, como si fuera
un objeto, el respaldo de una silla.
Hablamos los tres, una vez cada uno,
para que los silencios no se alargaran demasiado, mientras la música y
el ruido de los pies y los gritos se mezclaban en un bochinche fenomenal.
—Esto es demasiado cerrado —dijo
Patricio—. Hubiera sido mejor el jardín. Lástima la llovizna.
—¿Qué festejan? —pregunté
mirando la cara de Patricio, el color raro, medio violáceo de la cara
de Patricio.
—Nada —me contestó Luciana—. No
veo por qué hay que hacer fiestas solo para festejar cosas.
—A Luciana e a por rachas —dijo
Patricio que buscaba mi complicidad dulcemente—. Ahora las fiestas, hace
un tiempo se le había dado por pintar, llenó la casa de telas y
cuando...
—Está bien, querido, dejemos mis
rachas ahora —lo cortó ella, soltándole la muñeca—. Prefiero
bailar.
Patricio se movió como queriendo
salir al medio y yo sentí la mano de Luciana en el brazo, mientras ella
se alzaba en puntas de pie para rozar la cara de Patricio con los labios.
Adiviné la sonrisa de él atrás
parado en un rincón, cuando en una vuelta quedamos frente a frente y me
saludó levantando el vaso. Volvimos a girar, Luciana quedó de cara a
Patricio y después nos internamos en medio de todos los que nos
arrastraban de un lado a otro.
Luciana parecía no tener huesos,
sólo la carne floja que colgaba de mí.
—¿Qué andás buscando —le dije,
al rato.
—Nada. No ando buscando nada. ¿Qué
querés que ande buscando? No seas elemental.
—Y para qué me llamaste? ¿Por
joder?
De cerca, la cara de Luciana era una
máscara hermosa y manchada, con dos lamparones oscuros al lado de los
ojos donde el sudor había corrido el rimmel.
—¿Sabés lo que ando buscando?
Piedritas. Juguetes que perdí. Por ejemplo que alguien se enamore de mí
como antes. Como hace muchísimo tiempo aquellos muchachitos sonsos a
los que yo quería como una loca. Eso ando buscando.
Sin querer me llegaba su olor a whisky
mezclado con extracto francés y sudor.
—Sacarme de encima todo esto —le
costaba modular la voz y hablaba torpemente—. Toda esta mugre.
—Si lo decís por el olor a whisky
casi no se te nota.
Se quedó como clavada. Los que
venían atrás nos empujaron riendo y yo la agarré de un brazo para
sacarla, pero ella se soltó con un gesto brusco.
Yo seguí solo y me paré contra una
mesa, cerca de la ventana. La miré acercarse, insegura, atropellada y
sonriendo, hasta que aplastó el cuerpo contra la mesa y me llamó
agitando la mano, con movimientos torpes y absurdos.
—Venga pichón, venga que Luciana
quiere decirle una cosa en el oído —fue diciendo en voz baja mientras
se inclinaba, y los dos hicimos un puente sobre la mesa.
—Sos un pelotudo —susurró.
Después se cruzo la mano por la cara
corno si estuviera espantando un bicho y yo la miré caminar, rígida,
hacia Patricio.
Me quedé un rato ahí, recostado
contra la ventana.
Afuera, la bruma diluía la silueta
afilada de las lanzas, en la verja de fierro que encerraba la casa.
La noche estaba quieta, muy calurosa.
Caminé por el jardín costeando la
verja hasta el fondo. Vista desde atrás la casa parecía un cajón, alto
y oscuro. La música se apagaba y crecía, arrastrada por el viento.
Empezó a lloviznar. Era como una niebla amarillenta que rodeaba la luz
de los faroles. Sobre el costado, la luz de la casa se escurría entre los
árboles, y cuando me topé con la escalera, de golpe se borró y todo
quedó en sombras. Empecé a subir tanteando. La luz me golpeó la cara
otra vez y durante un momento los vi amontonados en medio del salón; las
caras brillosas se apagaron de pronto y terminé de entrar, puteando al de
la idea de jugar con la luz.
Habían formado un circulo y en el
medio Luciana se movía sola, se hamacaba al compás de la música,
descalza y con el pelo suelto. En la oscuridad solo se escuchaba el
golpe de las manos y cuando volvía la luz la cara sudorosa de Luciana
parecía brotar de repente, borrada por el pelo que le tapaba los ojos.
Hasta que, bruscamente, hubo una confusión de voces y de ruidos y
Patricio y Luciana cruzaron la puerta, iluminados. El la llevaba del
brazo, casi en el aire, arrastrándola, mientras ella se tiraba el pelo
para atrás con gestos duros, y la música seguía sonando y todos se
miraban, las caras brillosas, como disculpándose, en silencio.
Se quedaron inmóviles un momento y
después empezaron a moverse, turbados. Las voces fueron creciendo de
a poco.
Siguieron bailando un rato más,
desganados porque la cosa estaba lista y era inútil querer alargarla,
mientras un mozo empezaba a juntar las botellas y todos se desbandaban
en grupos furtivos hasta que quedaron tres o cuatro parejas, bailando
solas en el medio de la pieza vacía.
Yo me quedé hasta lo último pero no
vi a Luciana. Así que terminé la ginebra y bajé solo, despacio,
siguiendo a los rezagados que cruzaban el jardín desaliñados y
ojerosos.
La tormenta se olfateaba en el aire y
la niebla casi no dejaba filtrar la luz blanquecina del amanecer.
Me paré a prender un cigarrillo; las
luces ele la casa se iban apagando ele a una. Cuando seguí caminando
hacia la verja, mientras arreciaba la llovizna, alguien me agarró la
mano.
—Esperá pichón, no te apurés —dijo
Luciana y parecía otra, más indefensa o algo así, se había lavado la
cara, supongo, porque tenía la piel cenicienta y desnuda, los ojos como
dos llagas en medio de la cara.
Caminamos despacio hasta el alero y ya
el agua rebotaba ruidosamente contra las chapas.
No me puedo acordar lo que hablamos.
Lo que sé es que yo no le daba importancia y que en ese momento no tenía
importancia; era una de esas conversaciones entrecortadas, balbuceantes,
que vienen al final de la noche, mientras aclara y uno siente el cuerpo
lleno de algodón o de estopa y los ojos lastimados por la luz lechosa
del amanecer.
Casi no puedo recordar otra cosa que
la lluvia en el techo y la voz de Luciana mezclada con el ruido del agua.
Yo sentía la cabeza vacía y lo único que esperaba era ver pasar un
taxi, subirla, ir a casa, pegarme un baño y meterme con ella en la cama.
Pero no pasaba un taxi ni por broma, y Luciana se paseaba de un lado a
otro. Yo la tenía del codo pero ella se movía, en ese espacio
insignificante, con el pelo borrándole los ojos, la cara grisácea, se
movía, parecida a una bestia enjaulada o a una mano que se moviera con
cautela, tanteando para levantar del piso un montón de vidrios quebrados.
Hasta que de repente me rozó apenas
la cara con los labios y entró en la lluvia.
Caminaba tan despacio, toda torcida,
flotando en esa bruma gris, que yo pensé que iba a volver. Absurdamente
pensé que había entrado en la lluvia porque sí, pero que iba a volver;
y la miré alejarse, y cuando iba a salir a buscarla se detuvo, sepultada
en la lluvia; se agachó tanteando el piso y después bailoteó en un pie
con el brazo extendido y yo le grité que volviera y por la lluvia o por
pero ella seguía caminando, ahora descalza, con los zapatos en la mano,
achicándose cada vez más hasta ser un punto color ocre en medio de la
lluvia.
Y yo me quedé ahí, sin pensar en
nada, esperando que aflojara la lluvia para venirme por el Bajo, caminando
sin apuro, esquivando los charcos, mientras el sol se diluía entre las
nubes, y la gente encorvada, y los negocios empezaban a abrirse y
Luciana andaba por algún lugar de esa llovizna, mirando ella también la
cara torva de los que madrugaban asombrados de ver a esa muchacha,
empapada y descalza, con el pelo pegado a la cara, escondiendo los ojos
para no sentir la luz filosa del amanecer entrando por los ventanales de
su pieza, subiéndose a una silla para cegarlos, cobijarse en la tierna
oscuridad de la noche, olvidar afuera el día que se viene de a poco
mientras ella deja que el vestido le resbale por el cuerpo mojado, desnuda
cuando la encontraron, las ventanas clausuradas, la pieza oscura y
Luciana con el brazo tapándole los ojos como quien trata de borrar el
sol, boca arriba en la arena y cerca del mar, a mediodía.
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