Ricardo Piglia
(Adrogué, Buenos Aires, 1941 - Buenos Aires, 2017)


Una Luz que se iba
(La invasión, 1967)



a J. C. Scarpati

      Este cuento fue premiado en el primer concurso de cuentos organizado por la revista Bibliograma (1963), que tuvo por jurados a Marta Lynch, Marco Denevi, Aristóbulo Echegaray y Germán Berdiales.


      Porque apareció de golpe, allá adelante, inconfun­dible entre los hombres y las mujeres y los viejos, torvos, de gris, gordos, hermosas, por Lavalle hoy a las once de la noche. Todos metidos en el medio, una pared, todos de acuerdo para no dejarme pasar y moverte es fácil pa­ra vos con ese cuerpo cuadrado y duro. Por Lavalle toda la gente se viene encima y yo no sé qué hacer, no sé pa­ra qué lo sigo: Para verte en el suelo, para que te des cuenta de una vez por todas, para que entiendas, te sigo. Pero está el miedo, como siempre. Eso en el estómago y en la palma de la mano que allá, en Bolívar, no era miedo. “Lo que pasa es que en este pueblo no hay sali­da, estás agarrado, no hay forma de hacer nada. Este país empieza en la General Paz, por eso hay que irse, porque no hay modo de hacer nada. Porque no podés hacer nada si no estás en Buenos Aires, en el país. Yo no quiero terminar como mi hermano, entendés, estoy har­to del pueblo. Quiero hacer algo, por eso me voy, por­que Buenos Aires me espera, espera a la gente como yo, joven, con ganas de jugarse”. Por eso vine. Con $ 3.500 y la valija en febrero, parado al lado del monumento a Roca, la ropa pegada al cuerpo y el sudor en los ojos y esas ganas de gritar, en medio de toda la gente que te atropella, que se mueve, con ganas de abrazarme los hombros y bajar la cabeza y gritar: “¡Ya van a ver hijos de puta!” o “Viva la Patria!”. Gritar para que sepan que estoy, yo, Diego Zavala. Con ganas de empezar a los gritos, como de pibe a la siesta cuando te duele la garganta de hablar despacio, de no poder gritar porque duermen y siempre duermen la siesta en Bolívar. Pero ahora se acabó porque esto es Constitución, con el te­cho de vidrio, enorme y llena de trenes, con gente en to­dos lados, hombres, mujeres, que te atropellan y te pasan por encima porque uno está en Buenos Aires y no en Bolívar y esto no es la calle San Martín a las siete de la tarde “¿Cómo le va Don Pedro?”. “Buenas tardes señora”. “Muy bien, gracias”. Esto es la capital, el país, nadie te conoce, ¿te das cuenta?, vos caminás, caminás y todo está cubierto de gente extraña, lleno de hombres y mujeres que no conocés, que no viste nunca y te cru­zan caminando seguros, porque nacieron acá y es como si fueran los dueños. Son muchos y caminan aplastándo­te, por Lavalle, mientras a él todos le tienen miedo, un millón ele personas que le tienen miedo y lo dejan pasar como a mi padre en Bolívar, por eso camina seguro y lo dejan pasar, fuerte y tranquilo, agarrado de la mano de papá, subiendo la escalera. El zaguán y la escalera sobre Lima. PENSION CON COMIDA LA EMILIA. Media vuelta a la plaza y la encontré. Dos meses pagos, con comida, pieza a compartir, desayuno aparte, almuerzo a las 12 y 30, cena a las 21, el que no está no come. So­braban $ 1 .500 cuando me largué a recorrer el centro. Por Buenos Aires nadando en luz, siempre llena de gen­te, con gente en todos lados. Y yo caminaba y caminaba para acostumbrarme y conocerla. Saber ir a cualquier lado sin preguntar, seguro como todos, mirando de frente. En­trar al café, decirle al mozo: Lo de siempre y que te salude y todos te conozcan y te escuchen. Tener amigos porteños, ir con ellos a Bolívar algún fin de semana y presentárselos a Nilda: “Mi novia. Un amigo”. A mi fa­milia: “Un amigo de Buenos Aires”. Y yo mismo voy a ser de Buenos Aires, porteño, con una pieza cerca de Constitución, Lima 1235. Por eso volví contento a la pieza, la primera noche. Cansado pero feliz de estar acostado cara al techo, pensando en la enormidad de gente que vive acá, en Buenos Aires, amontonados, y con ellos es contra quienes hay que pelear o hacer algo, no sé qué, pero algo y entonces empezaron a golpearme la cabeza, mi cabeza era un tambor, todo era un tambor que sonaba al compás, Buenos Aires, Corrientes, Los Inmortales, todo golpeaba, se movía, rítmicamente, un dos, un dos, saltaba, todo de azul, un buzo que decía POMPEYA, la toalla blanca al cuello que saltaba, blan­co y azul, azul y blanco, alta en el cielo un águila gue­rrera. Saltaba la soga a la seis de la mañana, cuando lo conocí.
      —Así que vos me compartís la pieza —gritó como si me saludara, saltando. Saltando. ¿Y qué se le puede de­cir a un tipo que salta, vestido de azul, a las seis de la mañana, adentro de una pieza de pensión, como si es­tuviera en una plaza llena de árboles?
      No me acuerdo qué le contesté. Seguro creí que es­taba soñando mientras él hablaba a los gritos sin dejar de saltar, decía algo del entrenamiento, “porque al gim­nasio no vuelvo, pero no bien gane y pase al semi—fondo y los muchachos se acuerden, porque los muchachos se tienen que acordar” y yo lo miraba desde la cama, sin hablar y él seguía rebotando en el piso, de un lado a otro. Al principio pensé que era una broma, pero no paró de moverse y hacer flexiones hasta el mediodía y otra vez a la tarde y al día siguiente y todas las mañanas. A veces me escapaba. Daba vueltas por ahí o entraba al cine. Pero tarde o temprano había que volver, sentarse en la cama o mirar el techo y oírte respirar fuerte y tirarle trompadas al espejo. Yo quería abstraerme, igno­rarlo, no existen tus soplidos, tus saltos, estoy solo, tran­quilo, pero parecía que se me echaba encima, me bus­caba los ojos y yo le sonreía o miraba el piso y cada vez que levantaba la cara él me estaba mirando y a veces, sin parar de dar saltos, se le daba por hablar: “¿Sabés cuánto hace que estoy en el oficio?” y yo ponía cara de distraído, “¿Cómo?” “Diez y siete años, ¿qué me decís?, a los quince ya era medio mediano y en el 56 fui subcam­peón en los Guantes de Oro. Perdí la final con Ansaloni que después fue campeón argentino. Ahora ando medio mal, pero ya van a ver. Tengo treinta y dos años, soy un pibe. Archie Moore tiene más de cuarenta, casi puedo em­pezar de nuevo... “¿Ah sí?”... ¿Qué otra cosa te podía decir? Si hablabas a través mío, si le hablabas a ese tipo de azul que se veía en el espejo, agazapado, esquivando el aire. Saltar, respirar fuerte, eso es lo único que te inte­resa. ¿Qué sabés de la vida vos?. Por eso nunca pude encontrar el modo de hablarle para que entendiera por qué estaba en Buenos Aires, para qué había venido. Como cuando te dije: “Yo soy de Bolívar y me vine a Buenos Aires porque quiero hacer algo y en Bolívar no hay ninguna posibilidad y si uno tiene las cosas claras no se puede baratear, por eso vine. Además si no estás en Buenos Aires no hay forma de hacer nada en este país”. Te lo dije despacito, para ver si entendías. Y lo único que se te ocurrió fue: “Así que sos del interior”. Y yo no soy del interior, nací en Bolívar, provincia de Buenos Aires, a 330 km. Por eso te digo que con vos no hay forma de entenderse. No hacías otra cosa que dar saltos o estar tirado en la cama, con los ojos abiertos. En­ tonces lo mejor era dormir, no despertar nunca, dormir y dormir todo el día hasta que por fin me llamaran de Duperial como prometió Esteban. Dormir y dormir, pe­ro a las seis de la mañana la pieza se llenaba de golpes y de saltos y el día no se terminaba nunca. Yo me que­daba en la cama, tratando de no mirarte, no encontrar­me con tu cara rígida, sudorosa; clavaba los ojos en un costado de la pieza, en el dibujo de la pared y me queda­ba las horas así, mirando como iba cambiando de forma y empezaba a parecerse a un avión o a un árbol.
      A veces de golpe me ahogaba, no aguantaba más, y entonces era yo el que te miraba y te sonreía; le habla­ba de cualquier cosa, aunque no me escuchara, igual le hablaba, de deportes, de boxeadores, de cualquier cosa, con tal de olvidarme la semana en silencio, sin otra cosa, que “Por favor puede alcanzarme el salero”. “Para la segunda de la noche, en el medio si es posible”. “San Diego y fósforos”. Y de golpe uno necesita hablar. Aquel jueves, te acordás? Tres días sin poder salir de la pieza, todo flotando en ese olor agrio y pesado, a transpira­ción. Por eso empecé a hablarte, de cualquier cosa. “A mí, de pibe me gustaba juntar figuritas de boxeadores. Todavía me acuerdo ele algunos. César Brion. Lo cono­ciste a César Brion?”. El estaba tirado en el piso, los muslos aplastados contra la cara, abriendo y cerrando los pies y cada tanto me miraba desde ahí abajo, sin ha­blar. “Además tengo un tío que es loco por el box. Cuando Gatica fue a Bolívar quiso llevarme a verlo. Al final no pude ir porque mi padre dijo que eran cosas de negros. Pero después lo vi a Gatica por la calle. Pa­recía un loco. ¿Vos lo conociste a Gatica? Dicen que es­taba arreglado con Perón”. El movía las piernas, peda­leando en el aire sin contestar y yo seguía, contento de que no me interrumpiera. “Y de Lavorante, ¿qué me decís? Seis meses sin conocimiento. Cuando pienso en esas cosas francamente no entiendo cómo la gente se puede dedicar al box. Porque la verdad, ahora que más o menos tenemos confianza, para mí, francamente, el box es una carnicería. No viste que quedan todos medios locos. ¿A vos nunca te dieron ganas de largar. Dejar to­do, poner un negocio y vivir en paz?”. Movía las piernas, acostado —en el piso, rojo y tan concentrado que, a pesar de que no me contestaba, pensé que me escuchaba con­vencido. Por eso seguí hablando casi sin pensar. “Ya tenés' treinta y dos años. Treinta y dos me dijiste que tenías, ¿no?. Yo no sé como no te das cuenta que tenés que largar si no querés acabar inútil o arruinado para siempre. Copio esos que terminan pidiendo limosna o vendiendo porquerías, hecho un pelele”...
      De golpe dejó de mover las piernas, se quedó acos­tado el cuerpo tenso, la cara torcida, mirándome: “Escuchá”, dijo. La voz parecía saltar del piso, entre las patas de la mesa.
      —Escucha cabecita negra y la puta que te parió, por qué no te metés en tus cosas y me dejás tranquilo? En la pieza estaba yo primero. Estaba solo, lo más bien. Me entrenaba tranquilo, nadie me estaba mirando todo el día. Yo tengo que ganar, te dás cuenta? Así que no jo­dás, metete en tu cosas y no jodás.
      —Pero viejo...
      —...No me digás viejo... cabeza... O no enten­dés que me tenés podrido?— Yo me había sentado en la cama y tenía una especie de frío, como un hueco en la boca del estómago y él seguía tirado en el piso, aplas­tado entre las sillas y la mesa ele luz. Yo le alcanzaba a ver un pedazo de la cara y los pies, y la voz me llegaba rara, ronca, desde ahí abajo. —Todos ustedes nos tienen podridos. Vienen ele la mugre, se meten en todos lados y arriba quieren opinar y joder. El único error de Perón fue traerlos a ustedes. Ahora somos nosotros, los que te­nemos que aguantarlos. Yo que nací en Pompeya, no puedo estar solo en una pieza. ¿Te das cuenta lo que son ustedes?
      Se había sentado en el piso y hablaba moviendo los brazos, cada vez más fuerte. De golpe se quedó callado y después pareció descubrirme otra vez y dijo que estaba harto de que lo mirara, de que siempre lo estuviera mi­rando y ele qué me las daba.
      —¿Eh? ¿ele qué te las das? —gritó mientras empezaba a pararse apoyando las manos en el piso, doblando una rodilla—. “¿Ahora te vas, está claro? Te vas y no aparecés hasta que yo no termine. ¿Está claro?” y todo se mez­claba, el calor, la humedad, el cuerpo de él contra la cama; y afuera la llovizna, el asfalto lleno de luz y la gente empujando y no hay modo de parar a nadie para explicarle lo que me pasa, explicarle que a Bolívar no puedo volver y que él está siempre metido en la pieza y entonces yo tengo que caminar, dar vueltas por ahí y sentarme en las plazas o subir a los colectivos y andar todo el recorrido, por los suburbios, por esas calles angostas, parecidas a las de Bolívar, vacías, casitas bajas, sin gente. Hasta que por fin volvía, de noche, cansado, confiando que estuviera dormido para meterme en la cama, taparme la cabeza, quieto y callado, contento de tener toda la noche para mí, seguro en la oscuridad como cuando llueve y paseamos en coche y todos corren y parece que flotáramos, cobijados, tibios, mirando llo­ver por los vidrios. Todas las noches entraba esperan­zado y con miedo, sin saber si dormía. Abrir la puerta con los zapatos en la mano, muy despacio, inmóvil en medio de la pieza, oyéndote respirar. Después al lado de la cama que cruje, alta, de fierro, acostarme de a poco, tratando de no hacer ruido, primero sentarme en el borde, dejando caer el cuerpo en la oscuridad, levantar los pies, girar, girar casi sin apoyarme, bajando la cabeza y subiendo las piernas para que la cama, la pieza y vos se queden callados, me dejen en paz, me dejen solo, solo sin nadie alrededor, con la cara tapada por las sábanas, quieto, pensando en volver a Bolívar, en coche, entrar por la Rivadavia a todo lo que da, tocando bocina, “oigan giles, aprendan, fíjense quien llegó”, sacudirlos para que aprendan, tocar bocina y despertarlos, enterarme lo que dicen allá, cómo reaccio­naron cuando me fui, a lo mejor un recorte en “El Pregón”, “Viajes: el joven convecino Diego Zavala ha emprendido en la mañana de ayer la ruta ele su reali­zación. .. “ Volver y enseñárselo, para que te eles cuen­ta de una vez, para que no creas una cosa por otra. ¿O te pensás que no sé que no le ganás a nadie, que te hacés el matón sin tener dónde caerte muerto? Yo te vi cuando volviste con la cara hinchada y el labio morado y la ceja partida. Te vi agarrado de los barrotes, en la cama, con la cara empapada de sudor mirando el techo. Todos los días te entrenabas. “Gano y paso otra vez a semifinalista”. Hasta perfume te pusiste para ir a pe­lear. “Yo no estoy terminado. Tengo treinta y dos años, soy un pibe”. Te vi, desnudo en la cama, colgado de los barrotes. “Perdí, entendés? Perdí porque ese turro era zurdo. Zurdo. Por eso me ganó, pero ya van a ver... Si el tipo es zurdo hay que cambiar todo el plan y me faltaba el aire y me dolían mucho las piernas. Pero yo no estoy terminado. ¿Y vos de qué te reís?” “Si yo no me río”. “¿De qué te reís, cabecita? ¿Eh? Contestá”, y me golpeaba despacio, con la punta de los dedos, “¿Qué te creés? ¿De qué te las das?” Me empujaba apenas, los dos en medio de la pieza. “¿Eh, de qué te las das?” Yo iba retrocediendo, tanteaba el piso con el talón, despacio, hasta que de golpe sentí la pared contra la espalda, él se me echaba encima, la cara llena de marcas, me aga­rraba los brazos y lloraba, “perdí porque era zurdo y me faltaba el aire”, la cara hinchada, se colgaba de mí, me decía que le faltaba el aire y lloraba... Por eso sé que no le ganás a nadie, pero yo te aguanto todo por­que no quiero líos, porque tengo cosas que hacer, cosas importantes que hacer, y por eso te aguanto todo: lo de la radio, lo de la ventana y que las llevaras a la pieza. También eso, que las trajeras sin avisar, porque la ca­ma es tuya. No dije una palabra, corno si no existieran. Yo cerraba los ojos y se reían y ella, la rubia enorme, se desnudaba en medio de la pieza y yo enterraba la cara en la almohada y se reían cada vez más y la cama haciendo ese ruido, yo me tapaba los oídos, pero estaba el crujido metálico de la cama y respiraban cada vez más fuerte y ella gritaba y por eso me escapé hoy a la noche me metí otra vez en Buenos Aires lleno de gente, siempre cubierto de extraños que no te miran y no te saludan v te pasan por encima, anduve de un lacio a otro, sin saber adónde ir y ahora quisiera subirme a un árbol, esconderme en la copa y mirarlos pasar, ver cómo son sin mí dentro ele ellos; acurrucado encima de un árbol lleno ele hojas en mitad de Lavalle, ver a toda la gente desde arriba y a vos allá adelante, porque no voy a aguantar que no me dejen dormir, por mí traé las mujeres que quieras pero yo quiero vivir en paz; todo le voy a explicar, decime antropoide ¿por qué no pensás en tu futuro, no te das cuenta que sos un sub-­hombre, miserable como un gladiador romano, no en­tendés tu tragedia? ¿No comprendés que vas a terminar idiota, pidiendo limosna, liquidado? Hablarle con pala­bras difíciles, explicarle su vida para que no me atrope­lle, a mí, a Diego Zavala, humillarlo una sola vez, de­mostrarle la diferencia, con un revólver, algo concreto y metálico, estar con un revólver, mirarle la cara “Gorila, cuando se inventó la pólvora se acabaron los guapos”, hacerlo saltar en cuatro patas y gritar que el más hombre soy yo, Diego Zavala, el más macho soy yo y llevarme a la rubia; decirle, indiferente, “Che... Sí, sí, vos... ¿Querés venirte conmigo a Mar del Plata?... Me sobran unos pesos y... acostarme yo con ella delante de él para hacerla gemir y después ser caritativo: “La piedad nos diferencia de las bestias”, pasarle la mano por la cara, apretarle las mejillas, sujetarle la cara con los dedos, la boca abierta, “Por eso no te pego, ¿te das cuen­ta?” y verlo pedirme perdón, que la rubia y todos lo vean, inclinando la cabeza, esa nuca aplastada como una tabla, allá adelante, en medio de todos estos que se vienen encima y caminan en contra, empujando y dan ganas de empezar a los gritos, “Deje pasar, quiere”, co­rrer y correr a los empujones, a los codazos porque él do­bla por Esmeralda, bajar las escaleras corriendo y no me importa que se den vuelta y se paren ele perfil, mirán­dome, porque uno de los dos se va, se va, entendés, si no va a pasar algo, te voy a matar, “¿Qué hacés por acá, cabeza?” me elijo y entraba un subte muy ligero, casi sin ruido, flotando en una Iuz clara, amarilla, “Escucháme”, le dije mientras todas las puertas se abrían a la vez con un silbido, un calor sofocante, entraban y salían, lleno de gente que entraba y salía, gritaban, vendían diarios y, revistas, se reían y cruzaban agarrados de la mano, “permiso”, “deje pasar” y lo agarré de un brazo “Escu­chá”, le dije y se abrieron todas las puertas y era como escarbar un hormiguero, todo lleno de gente que entra­ba, porque no puedo más, entendés hijo de puta, no puedo más y él me pasó la mano por la cara y de cada agujero se escapaban miles y miles que corrían de un lado a otro, y las puertas son automáticas y se iba, son­riendo, cada vez más ligero y yo parado en medio del andén vacío, doscientas caras rubias de nariz chata, son­reían, dos mil caras todas de perfil a través del vidrio, en medio de la luz, dos mil caras cruzando en ese subte cada vez más ligero, una luz, una luz que se iba.



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