Horacio
Quiroga
(1879-1937)
LA ABEJA HARAGANA
(Cuentos de la selva,
1918)
Había una vez en una colmena una
abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por
uno para tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para
convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.
Era, pues, una abeja
haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita
se asomaba a la puerta de la colmena, veía que hacía buen tiempo, se
peinaba con las patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar,
muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de flor en flor,
entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día
mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de
miel, porque la miel es el alimento de las abejas recién nacidas.
Como las abejas son
muy serias, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana
haragana. En la puerta de las colmenas hay siempre unas cuantas abejas que
están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena. Estas
abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de la vida y tienen el
lomo pelado porque han perdido todos los pelos al rozar contra la puerta
de la colmena.
Un día, pues,
detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
—Compañera: es
necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita
contestó:
—Yo ando todo el
día volando, y me canso mucho.
—No es cuestión
de que te canses mucho —respondieron—, sino de que trabajes un poco.
Es la primera advertencia que te hacemos.
Y diciendo así la
dejaron pasar.
Pero la abeja
haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente las abejas que
estaban de guardia le dijeron:
—Hay que trabajar,
hermana.
Y ella respondió en
seguida:
—¡Uno de estos
días lo voy a hacer!
—No es cuestión
de que lo hagas uno de estos días —le respondieron—, sino mañana
mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar.
Al anochecer
siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la
abejita exclamó:
—¡Si, sí,
hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido!
—No es cuestión
de que te acuerdes de lo prometido —le respondieron—, sino de que
trabajes. Hoy es diecinueve de abril. Pues bien: trata de que mañana
veinte, hayas traído una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se
apartaron para dejarla entrar.
Pero el veinte de
abril pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que al
caer el sol el tiempo se descompuso y comenzó a soplar un viento frío.
La abejita haragana
voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría
allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia
se lo impidieron.
—¡No se entra!
—le dijeron fríamente.
—¡Yo quiero
entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi colmena.
—Esta es la
colmena de unas pobres abejas trabajadoras le contestaron las otras—. No
hay entrada para las haraganas.
—¡Mañana sin
falta voy a trabajar! —insistió la abejita.
—No hay mañana
para las que no trabajan— respondieron las abejas, que saben mucha
filosofía.
Y diciendo esto la
empujaron afuera.
La abejita, sin
saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y se veía
apenas. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo
entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose
entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y piedritas, que
le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a tiempo que
comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
—¡Ay, mi Dios!
—clamó la desamparada—. Va a llover, y me voy a morir de frío. Y
tentó entrar en la colmena.
Pero de nuevo le
cerraron el paso.
—¡Perdón! —gimió
la abeja—. ¡Déjenme entrar!
—Ya es tarde —le
respondieron.
—¡Por favor,
hermanas! ¡Tengo sueño!
—Es más tarde
aún.
—¡Compañeras,
por piedad! ¡Tengo frío!
—Imposible.
—¡Por última
vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
—No, no morirás.
Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso ganado con el trabajo.
Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando
de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja se arrastró, se
arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor
dicho, al fondo de una caverna.
Creyó que no iba a
concluir nunca de bajar. Al fin llegó al fondo, y se halló bruscamente
ante una víbora, una culebra verde de lomo color ladrillo, que la miraba
enroscada y presta a lanzarse sobre ella.
En verdad, aquella
caverna era el hueco de un árbol que habían trasplantado hacia tiempo, y
que la culebra había elegido de guarida.
Las culebras comen
abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su
enemiga, murmuró cerrando los ojos:
—¡Adiós mi vida!
Esta es la última hora que yo veo la luz.
Pero con gran
sorpresa suya, la culebra no solamente no la devoró sino que le dijo: —¿qué
tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas
horas.
—Es cierto —murmuró
la abeja—. No trabajo, y yo tengo la culpa.
—Siendo así —agregó
la culebra, burlona—, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te
voy a comer, abeja.
La abeja, temblando,
exclamo entonces: —¡No es justo eso, no es justo! No es justo que usted
me coma porque es más fuerte que yo. Los hombres saben lo que es
justicia.
—¡Ah, ah! —exclamó
la culebra, enroscándose ligero —. ¿Tú crees que los hombres que les
quitan la miel a ustedes son más justos, grandísima tonta?
—No, no es por eso
que nos quitan la miel —respondió la abeja.
—¿Y por qué,
entonces?
—Porque son más
inteligentes.
Así dijo la
abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
—¡Bueno! Con
justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.
Y se echó atrás,
para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta exclamó:
—Usted hace eso
porque es menos inteligente que yo.
—¿Yo menos
inteligente que tú, mocosa? —se rió la culebra.
—Así es —afirmó
la abeja.
—Pues bien —dijo
la culebra—, vamos a verlo. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la
prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como.
—¿Y si gano yo?
—preguntó la abejita.
—Si ganas tú —repuso
su enemiga—, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de
día. ¿Te conviene?
—Aceptado —contestó
la abeja.
La culebra se echó
a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa que jamás podría
hacer una abeja. Y he aquí lo que hizo:
Salió un instante
afuera, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió
trayendo una cápsula de semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba
al lado de la colmena y que le daba sombra.
Los muchachos hacen
bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos de eucalipto.
—Esto es lo que
voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando
vivamente la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a
toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y
zumbando como un loco.
La culebra se reía,
y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho ni podrá hacer
bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había quedado
dormido zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó por fin al
suelo, la abeja dijo:
—Esa prueba es muy
linda, y yo nunca podré hacer eso.
—Entonces, te como
—exclamó la culebra.
—¡Un momento! Yo
no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace.
—¿Qué es eso?
—Desaparecer.
—¿Cómo? —exclamó
la culebra, dando un salto de sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de
aquí?
—Sin salir de
aquí.
—¿Y sin
esconderte en la tierra?
—Sin esconderme en
la tierra.
—Pues bien,
¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida — dijo la culebra.
El caso es que
mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo de examinar la
caverna y había visto una plantita que crecía allí. Era un arbustillo,
casi un yuyito, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos
centavos.
La abeja se arrimó
a la plantita, teniendo cuidado de no tocarla, y dijo así:
—Ahora me toca a
mi, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar
hasta tres. Cuando diga "tres", búsqueme por todas partes, ¡ya
no estaré más!
Y así pasó, en
efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno..., dos..., tres", y
se volvió y abrió la boca cuan grande era, de sorpresa: allí no había
nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la
plantita, tanteó todo con la lengua. Inútil: la abeja había
desaparecido.
La culebra
comprendió entonces que si su prueba del trompito era muy buena, la
prueba de la abeja era simplemente extraordinaria. ¿Qué se había
hecho?, ¿dónde estaba?
No había modo de
hallarla.
—¡Bueno! —exclamó
por fin—. Me doy por vencida. ¿Dónde estás?
Una voz que apenas
se oía —la voz de la abejita— salió del medio de la cueva.
—¿No me vas a
hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar con tu juramento?
—Sí —respondió
la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?
—Aquí —respondió
la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja cerrada de la
plantita.
¿Qué había
pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en cuestión era una sensitiva,
muy común también aquí en Buenos Aires, y que tiene la particularidad
de que sus hojas se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura
pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por lo tanto muy
grandes las hojas de las sensitivas. De aquí que al contacto de la abeja,
las hojas se cerraran, ocultando completamente al insecto.
La inteligencia de
la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno;
pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su
vida.
La culebra no dijo
nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que la abeja pasó
toda la noche recordando a su enemiga la promesa que había hecho de
respetarla.
Fue una noche larga,
interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de
la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba
como un río adentro.
Hacía mucho frío,
además, y adentro reinaba la oscuridad más completa. De cuando en cuando
la culebra sentía impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía
entonces llegado el término de su vida.
Nunca, jamás,
creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan
horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la
colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el
día, y salió el sol, porque el tiempo se había compuesto, la abejita
voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena hecha por
el esfuerzo de la familia. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin
decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera
haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro
aprendizaje de la vida.
Así fue, en efecto.
En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta
miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus
días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las
jóvenes abejas que la rodeaban:
—No es nuestra
inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé una
sola vez de mi inteligencia, y fue para salvar mi vida. No habría
necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he
cansado tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que me
faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella noche. Trabajen,
compañeras, pensando que el fin a que tienden nuestros esfuerzos —la
felicidad de todos— es muy superior a la fatiga de cada uno. A esto los
hombres llaman ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida
de un hombre y de una abeja.
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