Horacio
Quiroga
(1879-1937)
Nuestro primer cigarro
(Cuentos de amor, de
locura y de muerte, 1917)
Ninguna época de mayor alegría que la que nos proporcionó a María y a mí,
nuestra tía con su muerte.
Inés volvía de Buenos Aires, donde había pasado tres meses. Esa noche, cuando
nos acostábamos, oímos que Inés decía a mamá:
—¡Qué extraño!... Tengo las cejas hinchadas.
Mamá examinó seguramente las cejas de tía, pues después de un rato contestó:
—Es cierto... ¿No sientes nada?
—No... sueño.
Al día siguiente, hacia las dos de la tarde, notamos de pronto fuerte
agitación en casa, puertas que se abrían y no se cerraban, diálogos cortados de
exclamaciones, y semblantes asustados. Inés tenía viruela, y de cierta especie
hemorrágica que vivía en Buenos Aires.
Desde luego, a mi hermana y a mí nos entusiasmó el drama. Las criaturas
tienen casi siempre la desgracia de que las grandes cosas no pasen en su casa.
Esta vez nuestra tía —¡casualmente nuestra tía!— ¡enferma de viruela! Yo, chico
feliz, contaba ya en mi orgullo la amistad de un agente de policía, y el
contacto con un payaso que saltando las gradas había tomado asiento a mi lado.
Pero ahora el gran acontecimiento pasaba en nuestra propia casa; y al
comunicarlo al primer chico que se detuvo en la puerta de calle a mirar, había
ya en mis ojos la vanidad con que una criatura de riguroso luto pasa por primera
vez ante sus vecinillos atónitos y envidiosos.
Esa misma tarde salimos de casa, instalándonos en la única que pudimos hallar
con tanta premura, una vieja quinta de los alrededores. Una hermana de mamá, que
había tenido viruela en su niñez, quedó al lado de Inés.
Seguramente en los primeros días mamá pasó crueles angustias por sus hijos
que habían besado a la virolenta. Pero en cambio nosotros, convertidos en
furiosos robinsones, no teníamos tiempo para acordarnos de nuestra tía. Hacía
mucho tiempo que la quinta dormía en su sombrío y húmedo sosiego. Naranjos
blanquecinos de diaspis; duraznos rajados en la horqueta; membrillos con aspecto
de mimbres; higueras rastreantes a fuerza de abandono, aquello daba, en su
tupida hojarasca que ahogaba los pasos, fuerte sensación de paraíso.
Nosotros no éramos precisamente Adán y Eva; pero sí heroicos
robinsones,
arrastrados a nuestro destino por una gran desgracia de familia: la muerte de
nuestra tía, acaecida cuatro días después de comenzar nuestra exploración.
Pasábamos el día entero huroneando por la quinta bien que las higueras,
demasiado tupidas al pie, nos inquietaran un poco. El pozo también suscitaba
nuestras preocupaciones geográficas. Era este un viejo pozo inconcluso, cuyos
trabajos se habían detenido a los catorce metros sobre el fondo de piedra, y que
desaparecía ahora entre los culantrillos y doradillas de sus paredes. Era, sin
embargo, menester explorarlo, y por vía de avanzada logramos con infinitos
esfuerzos llevar hasta su borde una gran piedra. Como el pozo quedaba oculto
tras un macizo de cañas, nos fue permitida esta maniobra sin que mamá se
enterase. No obstante, María, cuya inspiración poética primó siempre en nuestras
empresas, obtuvo que aplazáramos el fenómeno hasta que una gran lluvia, llenando
el pozo, nos proporcionara satisfacción artística, a la par que científica.
Pero lo que sobre todo atrajo nuestros asaltos diarios
fue el cañaveral.
Tardamos dos semanas enteras en explorar como era debido aquel diluviano enredo
de varas verdes, varas secas, varas verticales, varas dobladas, atravesadas,
rotas hacia tierra. Las hojas secas, detenidas en su caída, entretejían el
macizo, que llenaba el aire de polvo y briznas al menor contacto.
Aclaramos el secreto, sin embargo; y sentados con mi hermana en la sombría
guarida de algún rincón, bien juntos y mudos en la semioscuridad, gozamos horas
enteras el orgullo de no sentir miedo.
Fue allí donde una tarde, avergonzados de nuestra poca iniciativa, inventamos
fumar. Mamá era viuda; con nosotros vivían habitualmente dos hermanas suyas, y
en aquellos momentos un hermano, precisamente el que había venido con Inés de
Buenos Aires.
Este nuestro tío de veinte años, muy elegante y presumido, habíase
atribuido
sobre nosotros dos cierta potestad que mamá, con el disgusto actual y su falta
de carácter, fomentaba.
María y yo, por de pronto, profesábamos cordialísima antipatía al
padrastrillo.
—Te aseguro —decía él a mamá, señalándonos con el mentón— que desearía vivir
siempre contigo para vigilar a tus hijos. Te van a dar mucho trabajo.
—¡Déjalos! —respondía mamá cansada.
Nosotros no decíamos nada; pero nos mirábamos por encima del plato de sopa.
A este severo personaje, pues, habíamos robado un paquete de cigarrillos; y
aunque nos tentaba iniciarnos súbitamente en la viril virtud, esperamos el
artefacto. Este consistía en una pipa que yo había fabricado con un trozo de
caña, por depósito; una varilla de cortina, por boquilla; y por cemento, masilla
de un vidrio recién colocado. La pipa era perfecta: grande, liviana y de varios
colores.
En nuestra madriguera del cañaveral cargámosla María y yo con religiosa y
firme unción. Cinco cigarrillos dejaron su tabaco adentro; y sentándonos
entonces con las rodillas altas, encendí la pipa y aspiré. María, que devoraba
mi acto con los ojos, notó que los míos se cubrían de lágrimas: jamás se ha
visto ni verá cosa más abominable. Deglutí, sin embargo, valerosamente la
nauseosa saliva.
—¿Rico? —me preguntó María ansiosa, tendiendo la mano.
—Rico —le contesté pasándole la horrible máquina.
María chupó, y con más fuerza aún. Yo, que la observaba atentamente, noté a
mi vez sus lágrimas y el movimiento simultáneo de labios, lengua y garganta,
rechazando aquello. Su valor fue mayor que el mío.
—Es rico —dijo con los ojos llorosos y haciendo casi un puchero. Y se llevó
heroicamente otra vez a la boca la varilla de bronce.
Era inminente salvarla. El orgullo, solo él, la precipitaba de nuevo a aquel
infernal humo con gusto a sal de Chantaud, el mismo orgullo que me había hecho
alabarle la nausebunda fogata.
—¡Psht! —dije bruscamente, prestando oído— me parece el gargantilla del otro
día... debe de tener nido aquí...
María se incorporó, dejando la pipa de lado; y con el oído atento y los ojos
escrudiñantes, nos alejamos de allí, ansiosos aparentemente de ver al animalito,
pero en verdad asidos como moribundos a aquel honorable pretexto de mi
invención, para retirarnos prudentemente del tabaco, sin que nuestro orgullo
sufriera.
Un mes más tarde volví a la pipa de caña, pero entonces con muy distinto
resultado.
Por alguna que otra travesura nuestra, el padrastrillo habíanos ya levantado
la voz mucho más duramente de lo que podíamos permitirle mi hermana y yo. Nos
quejamos a mamá.
—¡Bah!, no hagan caso —nos respondió, sin oírnos casi— él es así.
—¡Es que nos va a pegar un día! —gimoteó María.
—Si ustedes no le dan motivos, no. ¿Qué le han hecho? —añadió dirigiéndose a
mí.
—Nada, mamá... Pero yo no quiero que me toque! —objeté a mi vez.
En este momento entró nuestro tío.
—¡Ah! aquí está el buena pieza de tu Eduardo... ¡Te va a sacar canas este
hijo, ya verás!
—Se quejan de que quieres pegarles.
—¿Yo? —exclamó el padrastrillo midiéndome—. No lo he pensado aún. Pero en
cuanto me faltes al respeto...
—Y harás bien —asintió mamá.
—¡Yo no quiero que me toque! —repetí enfurruñado y rojo—. ¡Él no es papá!
—Pero a falta de tu pobre padre, es tu tío. ¡En fin, déjenme
tranquila! —concluyó apartándonos.
Solos en el patio, María y yo nos miramos con altivo fuego en los ojos.
—¡Nadie me va a pegar a mí! —asenté.
—¡No... ni a mí tampoco! —apoyó ella, por la cuenta que le iba.
—¡Es un zonzo!
Y la inspiración vino bruscamente, y como siempre, a mi hermana, con
furibunda risa y marcha triunfal:
—¡Tío Alfonso... es un zonzo! ¡Tío Alfonso... es un zonzo!
Cuando un rato después tropecé con el padrastrillo, me pareció, por su
mirada, que nos había oído. Pero ya habíamos planteado la historia del Cigarro
Pateador, epíteto este a la mayor gloria de la mula Maud.
El cigarro pateador consistió, en sus líneas elementales, en un cohete que
rodeado de papel de fumar, fue colocado en el atado de cigarrillos que tío
Alfonso tenía siempre en su velador, usando de ellos a la siesta.
Un extremo había sido cortado a fin de que el cigarro no afectara
excesivamente al fumador. Con el violento chorro de chispas había bastante, y en
su total, todo el éxito estribaba en que nuestro tío, adormilado, no se diera
cuenta de la singular rigidez de su cigarrillo.
Las cosas se precipitan a veces de tal modo, que no hay tiempo ni aliento
para contarlas. Solo sé que una siesta el padrastrillo salió como una bomba de
su cuarto, encontrando a mamá en el comedor.
—¡Ah, estás acá! ¿Sabes lo que han hecho? ¡Te juro que esta vez se van a
acordar de mí!
—¡Alfonso!
—¿Qué? ¡No faltaba más que tú también!... ¡Si no sabes educar a tus hijos, yo
lo voy a hacer!
Al oír la voz furiosa del tío, yo, que me ocupaba inocentemente con mi
hermana en hacer rayitas en el brocal del aljibe, evolucioné hasta entrar por la
segunda puerta en el comedor, y colocarme detrás de mamá. El padrastrillo me vio
entonces y se lanzó sobre mí.
—¡Yo no hice nada! —grité.
—¡Espérate! —rugió mi tío, corriendo tras de mí alrededor de la mesa.
—¡Alfonso, déjalo!
—¡Después te lo dejaré!
—¡Yo no quiero que me toque!
—¡Vamos, Alfonso! ¡Pareces una criatura!
Esto era lo último que se podía decir al padrastrillo. Lanzó un juramento y
sus piernas en mi persecución con tal velocidad, que estuvo a punto de
alcanzarme. Pero en ese instante salía yo como de una honda por la puerta
abierta, y disparaba hacia la quinta, con mi tío detrás.
En cinco segundos pasamos como una exhalación por los durazneros, los
naranjos y los perales, y fue en este momento cuando la idea del pozo, y su
piedra, surgió terriblemente nítida.
—¡No quiero que me toque! —grité aún.
—¡Espérate!
En ese instante llegamos al cañaveral.
—¡Me voy a tirar al pozo! —aullé para que mamá me
oyera.
—¡Yo soy el que te voy a tirar!
Bruscamente desaparecí a sus ojos tras las cañas; corriendo siempre, di un
empujón a la piedra exploradora que esperaba una lluvia, y salté de costado,
hundiéndome bajo la hojarasca.
Tío desembocó en seguida, a tiempo que dejando de verme, sentía allá en el
fondo del pozo el abominable zumbido de un cuerpo que se aplastaba.
El padrastrillo se detuvo, totalmente lívido; volvió a todas partes sus ojos
dilatados, y se aproximó al pozo. Trató de mirar adentro, pero los culantrillos
se lo impidieron. Entonces pareció reflexionar, y después de una atenta mirada
al pozo y sus alrededores, comenzó a buscarme.
Como desgraciadamente para el caso, hacía poco tiempo que el tío Alfonso
cesara a su vez de esconderse para evitar los cuerpo a cuerpo con sus padres,
conservaba aún muy frescas las estrategias subsecuentes, e hizo por mi persona
cuanto era posible hacer para hallarme.
Descubrió en seguida mi cubil, volviendo pertinazmente a él con admirable
olfato; pero fuera de que la hojarasca diluviana me ocultaba del todo, el ruido
de mi cuerpo estrellándose obsediaba a mi tío, que no buscaba bien, en
consecuencia.
Fue pues resuelto que yo yacía aplastado en el fondo del pozo, dando entonces
principio a lo que llamaríamos mi venganza póstuma. El caso era bien claro: ¿con
qué cara mi tío contaría a mamá que yo me había suicidado para evitar que él me
pegara?
Pasaron diez minutos.
—¡Alfonso! —sonó de pronto la voz de mamá en el patio.
—¿Mercedes? —respondió aquel tras una brusca sacudida.
Seguramente mamá presintió algo, porque su voz sonó de nuevo, alterada.
—¿Y Eduardo? ¿Dónde está? —agregó avanzando.
—¡Aquí, conmigo! —contestó riendo—. Ya hemos hecho las paces.
Como de lejos mamá no podía ver su palidez ni la ridícula mueca que él
pretendía ser beatífica sonrisa, todo fue bien.
—¿No le pegaste, no? —insistió aún mamá.
—No. ¡Si fue una broma!
Mamá entró de nuevo. ¡Broma! Broma comenzaba a ser la mía para el
padrastrillo.
Celia, mi tía mayor, que había concluido de dormir la siesta, cruzó el patio
y Alfonso la llamó en silencio con la mano. Momentos después Celia lanzaba un
¡oh! ahogado, llevándose las manos a la cabeza.
—¡Pero, cómo! ¡Qué horror! ¡Pobre, pobre Mercedes! ¡Qué golpe!
Era menester resolver algo antes que Mercedes se enterara. ¿Sacarme, con vida
aún?... El pozo tenía catorce metros sobre piedra viva. Tal vez, quién sabe...
Pero para ello sería preciso traer sogas, hombres; y Mercedes...
—¡Pobre, pobre madre! —repetía mi tía.
Justo es decir que para mí, el pequeño héroe, mártir de su dignidad corporal,
no hubo una sola lágrima. Mamá acaparaba todos los entusiasmos de aquel dolor,
sacrificándole ellos la remota probabilidad de vida que yo pudiera aún conservar
allá abajo. Lo cual, hiriendo mi doble vanidad de muerto y de vivo, avivó mi sed
de venganza.
Media hora después mamá volvió a preguntar por mí, respondiéndole Celia con
tan pobre diplomacia, que mamá tuvo en seguida la seguridad de una catástrofe.
—¡Eduardo, mi hijo! —clamó arrancándose de las manos de su hermana que
pretendía sujetarla, y precipitándose a la quinta.
—¡Mercedes! ¡Te juro que no! ¡Ha salido!
—¡Mi hijo! ¡mi hijo! ¡Alfonso!
Alfonso corrió a su encuentro, deteniéndola al ver que se dirigía al pozo.
Mamá no pensaba en nada concreto; pero al ver el gesto horrorizado de su
hermano, recordó entonces mi exclamación de una hora antes, y lanzó un espantoso
alarido.
—¡Ay! ¡Mi hijo! ¡Se ha matado! ¡Déjame, déjenme! ¡Mi hijo, Alfonso! ¡Me lo
has muerto!
Se llevaron a mamá sin sentido. No me había conmovido en lo más mínimo la
desesperación de mamá, puesto que yo —motivo de aquella— estaba en verdad vivo y
bien vivo, jugando simplemente en mis ocho años con la emoción, a manera de los
grandes que usan de las sorpresas semitrágicas: ¡el gusto que va a tener cuando
me vea!
Entretanto, gozaba yo íntimo deleite con el fracaso del padrastrillo.
—¡Hum!... ¡Pegarme! —rezongaba yo, aún bajo la hojarasca. Levantándome
entonces con cautela, senteme en cuclillas en mi cubil y recogí la famosa pipa
bien guardada entre el follaje. Aquel era el momento de dedicar toda mi seriedad
a agotar la pipa.
El humo de aquel tabaco humedecido, seco, vuelto a humedecer y resecar
infinitas veces, tenía en aquel momento un gusto a cumbarí, solución Coirre y
sulfato de soda, mucho más ventajoso que la primera vez. Emprendí, sin embargo,
la tarea que sabía dura, con el ceño contraído y los dientes crispados sobre la
boquilla.
Fumé, quiero creer que cuarta pipa. Solo recuerdo que al final el cañaveral
se puso completamente azul y comenzó a danzar a dos dedos de mis ojos. Dos o
tres martillos de cada lado de la cabeza comenzaron a destrozarme las sienes,
mientras el estómago, instalado en plena boca, aspiraba él mismo directamente
las últimas bocanadas de humo.
* * * * *
Volví en mí cuando me llevaban en brazos a casa. A pesar de lo horriblemente
enfermo que me encontraba, tuve el tacto de continuar dormido, por lo que
pudiera pasar. Sentí los brazos delirantes de mamá sacudiéndome.
—¡Mi hijo querido! ¡Eduardo, mi hijo! ¡Ah, Alfonso, nunca te perdonaré el
dolor que me has causado!
—¡Pero, vamos! —decíale mi tía mayor— ¡no seas loca, Mercedes! ¡Ya ves que no
tiene nada!
—¡Ah! —repuso mamá llevándose las manos al corazón en un inmenso suspiro—. ¡Sí,
ya pasó!... Pero dime, Alfonso, ¿cómo pudo no haberse hecho nada? ¡Ese pozo,
Dios mío!...
El padrastrillo, quebrantado a su vez, habló vagamente de desmoronamiento, tierra blanda, prefiriendo para un momento de mayor calma la
solución verdadera, mientras la pobre mamá no se percataba de la horrible
infección de tabaco que exhalaba su suicida.
Abrí al fin los ojos, me sonreí y volví a dormirme, esta vez honrada y
profundamente.
Tarde ya, el tío Alfonso me despertó.
—¿Qué merecerías que te hiciera? —me dijo con sibilante rencor—. ¡Lo que es
mañana, le cuento todo a tu madre, y ya verás lo que son gracias!
Yo veía aún bastante mal, las cosas bailaban un poco, y el estómago
continuaba todavía adherido a la garganta. Sin embargo, le respondí:
—¡Si le cuentas algo a mamá, lo que es esta vez te juro que me tiro!
¿Los ojos de un joven suicida que fumó heroicamente su pipa, expresan acaso
desesperado valor?
Es posible. De todos modos, el padrastrillo, después de mirarme fijamente, se
encogió de hombros, levantando hasta mi cuello la sábana un poco caída.
—Me parece que mejor haría en ser amigo de este microbio —murmuró.
—Creo lo mismo —le respondí.
Y me dormí.
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