Horacio
Quiroga
(1879-1937)
Historia de dos cachorros de
coatí
y de dos cachorros de hombre
(Cuentos de la selva,
1918)
Había una vez un coatí que tenía
tres hijos. Vivían en el monte comiendo frutas, raíces y huevos de
pajaritos. Cuando estaban arriba de los árboles y sentían un gran ruido,
se tiraban al suela de cabeza y salían corriendo con la cola levantada.
Una vez que los
coaticitos fueron un poco grandes, su madre los reunió un día arriba de
un naranjo y les habló así:
—Coaticitos:
ustedes son bastante grandes para buscarse la comida solos. Deben
aprenderlo, porque cuando sean viejos andarán siempre solos, como todos
los coatís. El mayor de ustedes, que es muy amigo de cazar cascarudos,
puede encontrarlos entre los palos podridos, porque allí hay muchos
cascarudos y cucarachas. El segundo, que es gran comedor de frutas, puede
encontrarlas en este naranjal; hasta diciembre habrá naranjas. El
tercero, que no quiere comer sino huevos de pájaros, puede ir a todas
partes, porque en todas partes hay nidos de pájaros. Pero que no vaya
nunca a buscar nidos al campo, porque es peligroso.
"Coaticitos hay
una sola cosa a la cual deben tener gran miedo. Son los perros. Yo peleé
una vez con ellos, y sé lo que les digo; por eso tengo un diente roto.
Detrás de los perros vienen siempre los hombres con un gran ruido, que
mata. Cuando oigan cerca este ruido, tírense de cabeza al suelo, por alto
que sea el árbol. Si no lo hacen así, los matarán con seguridad de un
tiro".
Así habló la
madre. Todos se bajaron entonces y se separaron, caminando de derecha a
izquierda y de izquierda a derecha, como si hubieran perdido algo, porque
así caminan los coatís.
El mayor, que
quería comer cascarudos, buscó entre los palos podridos y las hojas de
los yuyos, y encontró tantos, que comió hasta quedarse dormido. El
segundo, que prefería las frutas a cualquier cosa, comió cuantas
naranjas quiso, porque aquel naranjal estaba dentro del monte, como pasa
en el Paraguay y Misiones, y ningún hombre vino a incomodarlo. El
tercero, que era loco por los huevos de pájaros, tuvo que andar todo el
día para encontrar únicamente dos nidos; uno de tucán, que tenía tres
huevos, y uno de tórtolas, que tenia sólo dos. Total, cinco huevos
chiquitos, que era muy poca comida; de modo que al caer la tarde el
coaticito tenia tanta hambre como de mañana, y se sentó muy triste a la
orilla del monte. Desde allí veía el campo, y pensó en la
recomendación de su madre.
—¿Por qué no
querrá mamá —se dijo— que vaya a buscar nidos en el campo?
Estaba pensando así
cuando oyó, muy lejos, el canto de un pájaro. .
—¡Qué canto tan
fuerte! —dijo admirado—. ¡qué huevos tan grandes debe tener ese
pájaro!
El canto se
repitió. Y entonces el coatí se puso a correr por entre el monte,
cortando camino, porque el canto había sonado muy a su derecha. El sol
caía ya, pero el coatí volaba con la cola levantada. Llegó a la orilla
del monte, por fin, y miró al campo. Lejos vio la casa de los hombres, y
vio a un hombre con botas que llevaba un caballo de la soga. Vio también
un pájaro muy grande que cantaba y entonces el coaticito se golpeó la
frente y dijo:
—¡Qué zonzo soy!
Ahora ya sé qué pájaro es ése. Es un gallo; mamá me lo mostró un
día de arriba de un árbol. Los gallos tienen un canto lindísimo, y
tienen muchas gallinas que ponen huevos. ¡Si yo pudiera comer huevos de
gallina!...
Es sabido que nada
gusta tanto a los bichos chicos de monte como los huevos de gallina.
Durante un rato el coaticito se acordó de la recomendación de su madre.
Pero el deseo pudo más, y se sentó a la orilla del monte, esperando que
cerrara bien la noche para ir al gallinero.
La noche cerró por
fin, y entonces, en puntas de pie y paso a paso, se encaminó a la casa.
Llegó allá y escuchó atentamente: no se sentía el menor ruido. El
coaticito, loco de alegría porque iba a comer cien, mil, dos mil huevos
de gallina, entró en el gallinero, y lo primero que vio bien en la
entrada fue un huevo que estaba solo en el suelo. Pensó un instante en
dejarlo para el final, como postre, porque era un huevo muy grande, pero
la boca se le hizo agua, y clavó los dientes en el huevo.
Apenas lo mordió,
¡TRAC!, un terrible golpe en la cara y un inmenso dolor en el hocico.
—¡Mamá, mamá!
—gritó, loco de dolor, saltando a todos lados. Pero estaba sujeto, y en
ese momento oyó el ronco ladrido de un perro.
Mientras el coatí
esperaba en la orilla del monte que cerrara bien la noche para ir al
gallinero, el hombre de la casa jugaban sobre la gramilla con sus hijos,
dos criaturas rubias de cinco y seis años, que corrían riendo, se
caían, se levantaban riendo otra vez, y volvían a caerse. El padre se
caía también, con gran alegría de los chicos. Dejaron por fin de jugar
porque ya era de noche, y el hombre dijo entonces:
—Voy a poner la
trampa para cazar a la comadreja que viene a matar los pollos y robar los
huevos.
Y fue y armó la
trampa. Después comieron y se acostaron. Pero las criaturas no tenían
sueño, y saltaban de la cama del uno a la del otro y se enredaban en el
camisón. El padre, que leía en el comedor, los dejaba hacer. Pero los
chicos de repente se detuvieron en sus saltos y gritaron:
—¡Papá! ¡Ha
caído la comadreja en la trampa! ¡Tuké esta ladrando! ¡Nosotros
también queremos ir, papá!
El padre consintió,
pero no sin que las criaturas se pusieran las sandalias, pues nunca los
dejaba andar descalzos de noche, por temor a las víboras.
Fueron. ¿Qué
vieron allí? Vieron a su padre que se agachaba, teniendo al perro con una
mano, mientras con la otra levantaba por la cola a un coatí, un coaticito
chico aún, que gritaba con un chillido rapidísimo y estridente, como un
grillo.
—¡Papá, no lo
mates! —dijeron las criaturas—. ¡Es muy chiquito! ¡Dánoslo para
nosotros!
—Bueno, se los
voy a dar —respondió el padre—. Pero cuídenlo bien, y sobre todo no
se olviden de que los coatís toman agua como ustedes.
Esto lo decía
porque los chicos habían tenido una vez un gatito montés al cual a cada
rato le llevaban carne, que sacaban de la fiambrera pero nunca le dieron
agua, y se murió.
En consecuencia,
pusieron al coatí en la misma jaula del gato montés, que estaba cerca
del gallinero, y se acostaron todos otra vez.
Y cuando era más de
medianoche y había un gran silencio, el coaticito, que sufría mucho por
los dientes de la trampa, vio, a la luz de la luna, tres sombras que se
acercaban con gran sigilo. El corazón le dio un vuelco al pobre coaticito
al reconocer a su madre y sus dos hermanos que lo estaban buscando.
—¡Mamá, mamá!
—murmuró el prisionero en voz muy baja para no hacer ruido—. ¡Estoy
aquí! ¡Sáquenme de aquí! ¡No quiero quedarme, ma... má! —y lloraba
desconsolado.
Pero a pesar de todo
estaban contentos porque se habían encontrado, y se hacían mil caricias
en el hocico.
Se trató en seguida
de hacer salir al prisionero. Probaron primero cortar el alambre tejido, y
los cuatro se pusieron a trabajar con los dientes; mas no conseguían
nada. Entonces a la madre se le ocurrió de repente una idea, y dijo:
—¡Vamos a buscar
las herramientas del hombre! Los hombres tienen herramientas para cortar
fierro. Se llaman limas. Tienen tres lados como las víboras de cascabel.
Se empuja y se retira. ¡Vamos a buscarla!
Fueron al taller del
hombre y volvieron con la lima. Creyendo que uno solo no tendría fuerzas
bastantes, sujetaron la lima entre los tres y empezaron el trabajo. Y se
entusiasmaron tanto, que al rato la jaula entera temblaba con las
sacudidas y hacía un terrible ruido. Tal ruido hacía, que el perro se
despertó, lanzando un ronco ladrido. Mas los coatís no esperaron a que
el perro les pidiera cuenta de ese escándalo y dispararon al monte,
dejando la lima tirada.
Al día siguiente,
los chicos fueron temprano a ver a su nuevo huésped, que estaba muy
triste.
—¿Qué nombre le
pondremos? —preguntó la nena a su hermano.
—¡Ya sé! —respondió
el varoncito—. ¡Le pondremos Diecisiete!
¿Por qué
Diecisiete? Nunca hubo bicho del monte con nombre más raro. Pero el
varoncito estaba aprendiendo a contar, y tal vez le había llamado la
atención aquel número.
El caso es que se
llamó Diecisiete. Le dieron pan, uvas, chocolate, carne, langostas,
huevos, riquísimos huevos de gallina, lograron que en un solo día se
dejara rascar la cabeza; y tan grande es la sinceridad del cariño de las
criaturas, que, al llegar la noche, el coatí estaba casi resignado con su
cautiverio. Pensaba a cada momento en las cosas ricas que había para
comer allí, y pensaba en aquellos rubios cachorritos de hombre que tan
alegres y buenos eran.
Durante dos noches
seguidas, el perro durmió tan cerca de la jaula, que la familia del
prisionero no se atrevió a acercarse, con gran sentimiento. Cuando a la
tercera noche llegaron de nuevo a buscar la lima para dar libertad al
coaticito, éste les dijo:
—Mamá: yo no
quiero irme más de aquí. Me dan huevos y son muy buenos conmigo. Hoy me
dijeron que si me portaba bien me iban a dejar suelto muy pronto. son como
nosotros son cachorritos también, y jugamos juntos.
Los coatís salvajes
quedaron muy tristes, pero se resignaron, prometiendo al coaticito venir
todas las noches a visitarlo.
Efectivamente, todas
las noches, lloviera o no, su madre y sus hermanos iban a pasar un rato
con él. El coaticito les daba pan por entre el tejido de alambre, y los
coatís salvajes se sentaban a comer frente a la jaula.
Al cabo de quince
días, el coaticito andaba suelto y él mismo se iba de noche a su jaula.
Salvo algunos tirones de orejas que se llevaba por andar muy cerca del
gallinero, todo marchaba bien. Él y las criaturas se querían mucho, y
los mismos coatís salvajes, al ver lo buenos que eran aquellos
cachorritos de hombre, habían concluido por tomar cariño a las dos
criaturas.
Hasta que una noche
muy oscura, en que hacía mucho calor y tronaba, los coatís salvajes
llamaron al coaticito y nadie les respondió. Se acercaron muy inquietos y
vieron entonces, en el momento en que casi la pisaban, una enorme víbora
que estaba enroscada en la entrada de la jaula. Los coatís comprendieron
en seguida que el coaticito había sido mordido al entrar, y no había
respondido a su llamado porque acaso estaba ya muerto. Pero lo iban a
vengar bien. En un segundo, entre los tres, enloquecieron a la serpiente
de cascabel, saltando de aquí para allá, y en otro segundo, cayeron
sobre ella, deshaciéndole la cabeza a mordiscones.
Corrieron entonces
adentro, y allí estaba en efecto el coaticito, tendido, hinchado, con las
patas temblando y muriéndose. En balde los coatís salvajes lo movieron;
lo lamieron en balde por todo el cuerpo durante un cuarto de hora. El
coaticito abrió por fin la boca y dejó de respirar, porque estaba
muerto.
Los coatís son casi
refractarios como se dice, al veneno de las víboras. No les hace casi
nada el veneno, y hay otros animales, como la mangosta que resisten muy
bien el veneno de las víboras. Con toda seguridad el coaticito había
sido mordido en una arteria o una vena porque entonces la sangre se
envenena en seguida, y el animal muere. Esto le había pasado al
coaticito.
Al verlo así, su
madre y sus hermanos lloraron un largo rato. Después, como nada más
tenían que hacer allí, salieron de la jaula, se dieron vuelta para mirar
por última vez la casa donde tan feliz había sido el coaticito, y se
fueron otra vez al monte.
Pero los tres
coatís, sin embargo, iban muy preocupados, y su preocupación era ésta:
¿qué iban a decir los chicos, cuando, al día siguiente, vieran muerto a
su querido coaticito? Los chicos le querían muchísimo, y ellos, los
coatís, querían también a los cachorritos rubios. Así es que los tres
coatís tenían el mismo pensamiento, y era evitarles ese gran dolor a los
chicos.
Hablaron un largo
rato y al fin decidieron lo siguiente: el segundo de los coatís, que se
parecía muchísimo al menor en cuerpo y en modo de ser, iba a quedarse en
la jaula en vez del difunto. Como estaban enterados de muchos secretos de
la casa, por los cuentos del coaticito, los chicos no desconocerían nada;
extrañarían un poco algunas cosas, pero nada más.
Y así pasó en
efecto. Volvieron a la casa, y un nuevo coaticito , reemplazó al primero,
mientras la madre y el otro hermano se llevaban sujetos a los dientes el
cadáver del menor. Lo llevaron despacio al monte, y la cabeza colgaba,
balanceándose, y la cola iba arrastrando por el suelo.
Al día siguiente
los chicos extrañaron, efectivamente, algunas costumbres raras del
coaticito. Pero como éste era tan bueno y cariñoso como el otro, las
criaturas no tuvieron la menor sospecha. Formaron la misma familia de
cachorritos de antes, y, como antes, los coatís salvajes venían noche a
noche a visitar al coaticito civilizado, y se sentaban a su lado a comer
pedacitos de huevos duros que él les guardaba, mientras ellos le contaban
la vida de la selva.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar