Horacio
Quiroga
(1879-1937)
UNA CONQUISTA
(El desierto y otros cuentos, 1924)
ÉL:
Cada cuatro o cinco días, y desde
hace dos meses, recibo cartas de una desconocida que, entre rasgos de ingenuidad
y de esprit, me agitan más de lo que quisiera.
No son
estas las primeras cartas de femenina admiración que recibo, puede creerse.
Cualquier mediano escritor posee al respecto un cuantioso archivo. Las chicas
literatas que leen mucho y no escriben, son por lo general las que más se
especializan en esta correspondencia misteriosa, pocas veces artística,
sentimental casi siempre, y por lo común estéril.
En mi
carácter de crítico, me veo favorecido con epístolas admirativas y perfumadas,
donde se aspira a la legua a la chica que va a lanzarse a escribir, o a la que,
ya del oficio, melifica de antemano el juicio de su próximo libro.
Con un
poco de práctica, se llega a conocer por la primera línea qué busca exactamente
la efusiva corresponsal. De aquí que haya cartas amabilísimas que nos libramos
bien de responder, y otras reposadas, graves —casi teosóficas—, que nos
apresuramos a contestar con una larga sonrisa.
Pero de
esta anónima y candorosa admiradora no sé qué pensar. Ya dos veces me he
deslizado con cautela, y por la absurda ingenuidad de su respuesta he
comprendido mi error.
¿Qué
diablos pretende? ¿Atarme de pies y manos para leerme un manuscrito?
Tampoco,
por lo que veo. Le he pedido me envíe su retrato; muy gentil cambio de
fotografías. Me ha respondido que teniendo a la cabecera de su cama cuatro o
cinco retratos míos recortados de las revistas, se siente al respecto plenamente
satisfecha. Esto en cuanto a mí. En cuanto a ella, es "apenas una chica feúcha,
indigna de ser mirada de cerca por un hombre de tan buen gusto como yo".
¿No muy
tonta, verdad?
Pero
ella busca leerme una novelita... u otra cosa. Si siendo fea pretende solo
elogios, debería estar desengañada después de mi primer alerta, porque no hay
mujer capaz de equivocarse sobre las ilusiones de un escritor de moda, cuando
insiste en escribir a una humilde muchacha que lo admira.
Es mona,
pues; escribe novelitas en hojas arrancadas de un cuaderno, y se ha lanzado a la
conquista de un crítico. Ayudémosla.
Acabo de
enviarle cuatro líneas en estos o aproximados términos:
“Señorita: ¿No cree usted que es ya tiempo de que nos conozcamos? Con toda: la
estimaci6n que le profeso, no tendría fuerzas para continuar una
correspondencia que me expone a dejar en ella más ilusiones de las debidas.
¿Será usted realmente fea, señorita? Confío en que usted no me dará el
disgusto de dejármelo suponer, negándome el placer de verla”.
Voilá. No se me escapa lo que voy jugando en esta carta. Si la chica no es
verdaderamente mona, está perdida para mí. Y nada digo de su indignación ante el
donjuanesco ultimátum que transfiere la cartita. De “Maestro”, con una gran eme,
paso a critiquillo, y no hallaré enemigo más acalorado y terco que mi admiradora
de ayer.
Pero si
ella desea seriamente escribir, y Dios le ha deparado una de esas caritas que se
entregan a los ojos de un hombre como una muda y regia tarjeta de presentación,
se sentirá débil ante el homenaje de su gran hombre.
He aquí
la respuesta. Acaba de llegarme. Me concede el disgusto solicitado de una nueva
desilusión; y para ella, el honor de comprobarlo en mis ojos súbitamente fríos.
Perfectamente. Voy a su encuentro, pregustando el próximo instante en que me
será presentada aquella tarjeta, y que de un momento a otro deberé tomar en mis
manos.
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¡Cuándo,
Dios mío! La tengo ante mí, mirándome ruborizada, y me repito sin cesar de
mirarla y de hablarla: ¡Cuándo, cuándo!
Yo tengo
alguna experiencia como “hombre de gusto”, y domino bien la expresión de mis
ojos. Pero ahora los siento temblar en un pestañeo imperceptible, mientras sigo
las líneas de su boca al hablar, y aspiro de ella todo su perfume.
¡Y con
esa hermosura, haber demorado dos meses el hechizo de sentirla cortada ante mí,
llamándome con voz honda: “¡Maestro!”
—¡Oh,
no, no escribo! —me dice—. Leo mucho, y soy felicísima cuando tengo un buen
libro.
—¿Novela?
—Y
también versos. Pero no comprendo mucho el verso... Lo que me encanta es la
crítica. Cuando hallo expresado magistralmente por un escritor lo que yo siento
con una lectura y que no alcanzo a definir, ¡oh, me considero verdaderamente
dichosa!
—Y de
esa dicha, ¿un poquito no alcanza hasta su crítico?
Me mira
entonces de costado, sonriendo con nuevo rubor:
—¡Figúrese usted!
Y
mientras esto pasa, me pregunto sin cesar cómo y por qué esta lindísima chica ha
resistido dos meses al orgullo de sentir muy cerca de sí al hombre cuyo arte
admira hasta el punto de entregarle su adoración en plenos ojos: “¡Maestro!”
Demasiada
admiración, es la palabra. Y aprecio ahora la absurda ingenuidad de su respuesta
a la insinuación que anoté.
Pero si no hay otra cosa, ¿por qué
se resistió a verme, y me dijo que era fea, y por qué tiene mis cinco retratos
adheridos a la cal de la pared?
Es lo que debo aclarar en una nueva
entrevista.
¿Otra?... Tal vez; pero no allí
mismo, en plena calle. Y me hace notar entonces que no es libre, aunque haya
consentido que la llamara señorita hasta ese momento.
—Soy casada.
Yo la miro entonces y bosquejo en mi
interior una larga y vaga sonrisa. Pero ella lee mal en mis ojos.
—¡Oh, no he querido decir eso,
señor!... ¡Yo no soy hipócrita, ni podría serlo con usted, Maestro! Mi esposo
tendría también mucho placer en conocerlo. Él sabe que le he escrito... ¡Y lo
estima tanto a usted!
“¡Ah, diablita! —continúo diciéndome
yo mientras la escucho—. Estoy seguro de que no podrías ser hipócrita conmigo...
¡Sí, comprendo!”
—Señora... —me inclino grave.
Pero ella, tocándome apenas el
brazo:
—¿A usted no le disgusta conocerlo,
verdad? Ahora viene... Sabe que estamos los dos aquí... ¡Y cómo se va a alegrar!
Vendrá no sé cómo, agitado... ¡El pobre trabaja tanto! Es vendedor... ¡Oh, no!
Dependiente de tienda, lejos del centro... ¡Ya está aquí! ¿Lo ve usted? ¡Epamí!
¡Aquí!
Y
Epaminondas cruza la calle para sacudir mi mano entre las suyas, con
respetuosísima alegría.
Tampoco
él cabe de orgullo al sentirse junto a mí. Yo observo a uno y a otro, al
pequeño, feliz y predestinado dependiente de tienda, y su
mujercita, que continúa sonrojándose de dicha.
El tiempo pasa, no obstante, y los esposos se miran. Parecen tener un secreto
difícil de librar.
—¿Sí, Estercita? —insinúa tímidamente él.
—¡Pero es claro! —le responde ella con nuevo rubor—. ¡Eres tú el que debe
hacerlo!
Y
Epaminondas se atreve por fin: invitarme a ir a su casa. ¡Oh!, bien saben ellos
que un maestro de la crítica como yo, no son casitas como la suya las que
frecuenta noche a noche... Pero hay además otros motivos. Él, Epaminondas,
comprende muy bien que, en pos del honor que yo he hecho a su esposa de sostener
correspondencia con ella, es justo que queramos hablar de esas cosas. Pero las
gentes no comprenden, y juzgarían mal al vernos a menudo juntos en la calle.
¿Por qué no ir a casa de ellos, a su pobre casita, que quedaría tan honrada con
mi presencia?
—Encantado... —exclamo.
—¿No
ves, tonto? —se toma ella tiernísima del brazo de Epaminondas, ruborizándose por
centésima vez al notar que la miro hasta el fondo.
—¡Magnífico! —dice él—. ¿Y por qué no comenzar esta misma noche? ¿No te parece,
Estercita?
Todos
somos de igual parecer. Y los esposos se despiden de mí, felicísimos con mi
promesa, mientras yo quedo inmóvil, siguiendo con los ojos desde el tobillo
hasta los rizos de la nuca, a aquella espléndida y mórbida criatura que se
arquea y retarda un poco, bajo la presión de Epaminondas, que se apoya en su
brazo.
“¡Ah,
diablita! —murmuro de nuevo—. Te has dado el lujo de engañarme dos meses
seguidos... cuando yo saltaba de sorpresa ante la ingenuidad de tus cartas. He
conocido mujercitas muy listas; pero como tú, ninguna. Epaminondas, Estercita...
Perfectamente. En dos meses de rubor, hoyuelos al reír y dulce educación de tu
marido, has logrado que él mismo me ofrezca su casa... infinitamente menos
peligrosa que la calle. Sí, pequeña, iré esta noche...”
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Concluimos de cenar —pues a ello fui invitado—, y acabamos de pasar a la salita,
donde la dueña de casa nos sirve el café. Y retirándose:
—Los
hombres deben estar un momento solos —me mira ella radiante, con un nuevo
hoyuelo en la sonrisa.
ELLA:
Desde
aquí, por la puerta entreabierta, los veo bien. No hago el menor movimiento.
Epamí me da la espalda, y lee. Está leyendo su novelita, por fin... y es feliz,
ahora... ¡completamente feliz!
¡Dios
mío! ¡Lo que he debido maniobrar para conseguirle esta dicha!
De
frente a mí, cruzado de piernas y con el cigarro en la mano, está él inmóvil.
¡Pobre
maestro! Me parece que no he procedido del todo bien con él. Tiene el seño
contraído y los ojos fijos en Epamí. No mueve más que el brazo para llevar de
vez en cuando el cigarro a la boca, y el humo lo envuelve sin que esquive una
línea de su cara.
Daría
algo por saber lo que está pensando. ¡Dios mío! Epamí se moría si no llegaba a
leer al maestro de la crítica su primer novelita... y me he sacrificado.
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