Horacio
Quiroga
(1879-1937)
JUAN DARIÉN
(El desierto y otros cuentos, 1924)
Aquí se cuenta la historia de un tigre que se crió y educó
entre los hombres, y que se llamaba Juan Darién. Asistió cuatro años a la
escuela vestido de pantalón y camisa, y dio sus lecciones correctamente, aunque
era un tigre de las selvas; pero esto se debe a que su figura era de hombre,
conforme se narra en las siguientes líneas.
Una
vez, a principio de otoño, la viruela visitó un pueblo de un país lejano y mató
a muchas personas. Los hermanos perdieron a sus hermanitas, y las criaturas que
comenzaban a caminar quedaron sin padre ni madre. Las madres perdieron a su vez
a sus hijos, y una pobre mujer joven y viuda llevó ella misma a enterrar a su
hijito, lo único que tenía en este mundo. Cuando volvió a su casa, se quedó
sentada pensando en su chiquillo. Y murmuraba:
—Dios debía haber tenido más compasión de mí, y me ha
llevado a mi hijo. En el cielo podrá haber ángeles, pero mi hijo no los conoce.
Y a quien él conoce bien es a mí, ¡pobre hijo mío!
Y miraba a lo lejos, pues estaba sentada en el fondo de
su casa, frente a un portoncito donde se veía la selva.
Ahora bien; en la selva había muchos animales feroces
que rugían al caer la noche y al amanecer. Y la pobre mujer, que continuaba
sentada, alcanzó a ver en la oscuridad una cosa chiquita y vacilante que entraba
por la puerta, como un gatito que apenas tuviera fuerzas para caminar. La mujer
se agachó y levantó en las manos un tigrecito de pocos días, pues aún tenía los
ojos cerrados. Y cuando el mísero cachorro sintió el contacto de las manos,
runruneó de contento, porque ya no estaba solo. La madre tuvo largo rato
suspendido en el aire aquel pequeño enemigo de los hombres, a aquella fiera
indefensa que tan fácil le hubiera sido exterminar. Pero quedó pensativa ante el
desvalido cachorro que venía quién sabe de dónde y cuya madre con seguridad
había muerto. Sin pensar bien en lo que hacía llevó al cachorrito a su seno y lo
rodeó con sus grandes manos. Y el tigrecito, al sentir el calor del pecho, buscó
postura cómoda, runruneó tranquilo y se durmió con la garganta adherida al seno
maternal.
La mujer, pensativa siempre, entró en la casa. Y en el
resto de la noche, al oír los gemidos de hambre del cachorrito, y al ver cómo
buscaba su seno con los ojos cerrados, sintió en su corazón herido que, ante la
suprema ley del Universo, una vida equivale a otra vida.
Y dio de mamar al tigrecito.
El cachorro estaba salvado, y la madre había hallado un
inmenso consuelo. Tan grande su consuelo, que vio con terror el momento en que
aquél le sería arrebatado, porque si se llegaba a saber en el pueblo que ella
amamantaba a un ser salvaje, matarían con seguridad a la pequeña fiera. ¿Qué
hacer? El cachorro, suave y cariñoso —pues jugaba con ella sobre su pecho— era
ahora su propio hijo.
En estas circunstancias, un hombre que una noche de
lluvia pasaba corriendo ante la casa de la mujer, oyó un gemido áspero —el ronco
gemido de las fieras que, aún recién nacidas, sobresaltan al ser humano—. El
hombre se detuvo bruscamente, y mientras buscaba a tientas el revólver, golpeó
la puerta. La madre, que había oído los pasos, corrió loca de angustia a ocultar
el tigrecito en el jardín. Pero su buena suerte quiso que al abrir la puerta del
fondo se hallara ante una mansa, vieja y sabia serpiente que le cerraba el paso.
La desgraciada mujer iba a gritar de terror, cuando la serpiente habló así:
—Nada temas, mujer —le dijo—. Tu corazón de madre te ha
permitido salvar una vida del Universo, donde todas las vidas tienen el mismo
valor. Pero los hombres no te comprenderán, y querrán matar a tu nuevo hijo.
Nada temas, ve tranquila. Desde este momento tu hijo tiene forma humana; nunca
lo reconocerán. Forma su corazón, enséñale a ser bueno como tú, y él no sabrá
jamás que no es hombre. A menos... a menos que una madre de entre los hombres lo
acuse; a menos que una madre no le exija que devuelva con su sangre lo que tú
has dado por él, tu hijo será siempre digno de tí. Ve tranquila, madre, y
apresúrate, que el hombre va a echar la puerta abajo.
Y la madre creyó a la serpiente, porque en todas las
religiones de los hombres la serpiente conoce el misterio de las vidas que
pueblan los mundos. Fue, pues, corriendo a abrir la puerta, y el hombre,
furioso, entró con el revólver en la mano y buscó por todas partes sin hallar
nada. Cuando salió, la mujer abrió, temblando, el rebozo bajo el cual ocultaba
al tigrecito sobre su seno, y en su lugar vio a un niño que dormía tranquilo.
Traspasada de dicha, lloró largo rato en silencio sobre su salvaje hijo hecho
hombre; lágrimas de gratitud que doce años más tarde ese mismo hijo debía pagar
con sangre sobre su tumba.
Pasó el tiempo. El nuevo niño necesitaba un nombre: se
le puso Juan Darién. Necesitaba alimentos, ropa, calzado: se le dotó de todo,
para lo cual la madre trabajaba día y noche. Ella era aún muy joven, y podría
haberse vuelto a casar, si hubiera querido; pero le bastaba el amor entrañable
de su hijo, amor que ella devolvía con todo su corazón.
Juan Darién era, efectivamente, digno de ser querido:
noble, bueno y generoso como nadie. Por su madre, en particular, tenía una
veneración profunda. No mentía jamás. ¿Acaso por ser un ser salvaje en el fondo
de su naturaleza? Es posible; pues no se sabe aún qué influencia puede tener en
un animal recién nacido la pureza de un alma bebida con la leche en el seno de
una santa mujer.
Tal era Juan Darién. E iba a la escuela con los chicos
de su edad, los que se burlaban a menudo de él, a causa de su pelo áspero y su
timidez. Juan Darién no era muy inteligente; pero compensaba esto con su gran
amor al estudio.
Así las cosas, cuando la criatura iba a cumplir diez
años, su madre murió. Juan Darién sufrió lo que no es decible, hasta que el
tiempo apaciguó su pena. Pero fue en adelante un muchacho triste, que sólo
deseaba instruirse.
Algo debemos confesar ahora: a Juan Darién no se le
amaba en el pueblo. La gente de los pueblos encerrados en la selva no gustan de
los muchachos demasiado generosos y que estudian con toda el alma. Era, además,
el primer alumno de la escuela. Y este conjunto precipitó el desenlace con un
acontecimiento que dio razón a la profecía de la serpiente.
Aprontábase el pueblo a celebrar una gran fiesta, y de
la ciudad distante habían mandado fuegos artificiales. En la escuela se dio un
repaso general a los chicos, pues un inspector debía venir a observar las
clases. Cuando el inspector llegó, el maestro hizo dar la lección al primero de
todos: a Juan Darién. Juan Darién era el alumno más aventajado; pero con la
emoción del caso, tartamudeó y la lengua se le trabó con un sonido extraño. El
inspector observó al alumno un largo rato, y habló en seguida en voz baja con el
maestro.
—¿Quién es ese muchacho? —le preguntó—. ¿De dónde ha
salido?
—Se llama Juan Darién —respondió el maestro— y lo crió
una mujer que ya ha muerto; pero nadie sabe de dónde ha venido.
—Es extraño, muy extraño... —murmuró el inspector,
observando el pelo áspero y el reflejo verdoso que tenían los ojos de Juan
Darién cuando estaba en la sombra.
El inspector sabía que en el mundo hay cosas mucho más
extrañas que las que nadie puede inventar, y sabía al mismo tiempo que con
preguntas a Juan Darién nunca podría averiguar si el alumno había sido antes lo
que él temía: esto es, un animal salvaje. Pero así como hay hombres que en
estados especiales recuerdan cosas que les han pasado a sus abuelos, así era
también posible que, bajo una sugestión hipnótica, Juan Darién recordara su vida
de bestia salvaje. Y los chicos que lean esto y no sepan de qué se habla, pueden
preguntarlo a las personas grandes.
Por lo cual el inspector subió a la tarima y habló así:
—Bien, niño. Deseo ahora que uno de ustedes nos
describa la selva. Ustedes se han criado casi en ella y la conocen bien. ¿Cómo
es la selva? ¿Qué pasa en ella? Esto es lo que quiero saber. Vamos a ver,
tú —añadió dirigiéndose a un alumno cualquiera—. Sube a la tarima y cuéntanos lo
que hayas visto.
El chico subió, y aunque estaba asustado, habló un
rato. Dijo que en el bosque hay árboles gigantes, enredaderas y florecillas.
Cuando concluyó, pasó otro chico a la tarima, después otro. Y aunque todos
conocían bien la selva, respondieron lo mismo, porque los chicos y muchos
hombres no cuentan lo que ven, sino lo que han leído sobre lo mismo que acaban de
ver. Y al fin el inspector dijo:
—Ahora le toca al alumno Juan Darién.
Juan Darién subió a la tarima, se sentó y dijo más o menos lo que los otros. Pero el
inspector, poniéndole la mano sobre el hombro, exclamó:
—No, no. Quiero que tú recuerdes bien lo que has visto.
Cierra los ojos.
Juan Darién cerró los ojos.
—Bien —prosiguió el inspector—. Dime lo que ves en la
selva.
Juan Darién, siempre con los ojos cerrados, demoró un
instante en contestar.
—No veo nada —dijo al fin.
—Pronto vas a ver. Figurémonos que son las tres de la
mañana, poco antes del amanecer. Hemos concluido de comer, por ejemplo...
estamos en la selva, en la oscuridad... Delante de nosotros hay un arroyo...
¿Qué ves?
Juan Darién pasó otro momento en silencio. Y en la
clase y en el bosque próximo había también un gran silencio. De pronto Juan
Darién se estremeció, y con voz lenta, como si soñara, dijo:
—Veo las piedras que pasan y las ramas que se doblan.
.. Y el suelo. .. Y veo las hojas secas que se quedan aplastadas sobre las
piedras...
—¡Un momento! —le interrumpió el inspector—. Las piedras y
las hojas que pasan: ¿a qué altura las ves?
El inspector preguntaba esto porque si Juan Darién
estaba "viendo" efectivamente lo que él hacía en la selva cuando era animal
salvaje e iba a beber después de haber comido, vería también que las piedras que
encuentra un tigre o una pantera que se acercan muy agachados al río pasan a la
altura de los ojos. Y repitió:
—¿A qué altura ves las piedras?
Y Juan Darién, siempre con los ojos cerrados,
respondió:
—Pasan sobre el suelo. . . Rozan las orejas. . . Y las
hojas sueltas se mueven con el aliento... Y siento la humedad del barro en...
La voz de Juan Darién se cortó.
—¿En dónde? —preguntó con voz firme el inspector— ¿Dónde
sientes la humedad del agua?
—¡En los bigotes!—dijo con voz ronca Juan Darién,
abriendo los ojos espantado.
Comenzaba el crepúsculo, y por la ventana se veía cerca
la selva ya lóbrega. Los alumnos no comprendieron lo terrible de aquella
evocación; pero tampoco se rieron de esos extraordinarios bigotes de Juan
Darién, que no tenía bigote alguno. Y no se rieron, porque el rostro de la
criatura estaba pálido y ansioso.
La clase había concluido. El inspector no era un mal
hombre; pero, como todos los hombres que viven muy cerca de la selva, odiaba
ciegamente a los tigres; por lo cual dijo en voz baja al maestro:
—Es preciso matar a Juan Darién. Es una fiera del
bosque, posiblemente un tigre. Debemos matarlo, porque si no, él, tarde o
temprano, nos matará a todos. Hasta ahora su maldad de fiera no ha despertado;
pero explotará un día u otro, y entonces nos devorará a todos, puesto que le
permitimos vivir con nosotros. Debemos, pues, matarlo. La dificultad está en que
no podemos hacerlo mientras tenga forma humana, porque no podremos probar ante
todos que es un tigre. Parece un hombre, y con los hombres hay que proceder con
cuidado. Yo sé que en la ciudad hay un domador de fieras. Llamémoslo, y él
hallará modo de que Juan Darién vuelva a su cuerpo de tigre. Y aunque no pueda
convertirlo en tigre, las gentes nos creerán y podremos echarlo a la selva.
Llamemos en seguida al domador, antes que Juan Darién se escape.
Pero Juan Darién pensaba en todo, menos en escaparse,
porque no se daba cuenta de nada. ¿Cómo podía creer que él no era hombre, cuando
jamás había sentido otra cosa que amor a todos, y ni siquiera tenía odio a los
animales dañinos?
Mas las voces fueron corriendo de boca en boca, y Juan
Darién comenzó a sufrir sus efectos. No le respondían una palabra, se apartaban
vivamente a su paso, y lo seguían desde lejos de noche.
—¿Qué tendré? ¿Por qué son así conmigo? —se preguntaba
Juan Darién.
Y ya no solamente huían de él, sino que los muchachos
le gritaban:
—¡Fuera de aquí! ¡Vuélvete donde has venido! ¡Fuera!
Los grandes también, las personas mayores, no estaban
menos enfurecidas que los muchachos. Quién sabe qué llega a pasar si la misma
tarde de la fiesta no hubiera llegado por fin el ansiado domador de fieras. Juan
Darién estaba en su casa preparándose la pobre sopa que tomaba, cuando oyó la
gritería de las gentes que avanzaban precipitadas hacia su casa. Apenas tuvo
tiempo de salir a ver qué era: Se apoderaron de él, arrastrándolo hasta la casa
del domador.
—¡Aquí está! —gritaban, sacudiéndolo— ¡Es éste! ¡Es un
tigre! ¡No queremos saber nada con tigres! ¡Quítele su figura de hombre y lo
mataremos!
Y los muchachos, sus condiscípulos a quienes más
quería, y las mismas personas viejas, gritaban:
—¡Es un tigre! ¡Juan Darién nos va a devorar! ¡Muera
Juan Darién!
Juan Darién protestaba y lloraba porque los golpes
llovían sobre él, y era una criatura de doce años. Pero en ese momento la gente
se apartó, y el domador, con grandes botas de charol, levita roja y un látigo en
la mano, surgió ante Juan Darién. E1 domador lo miró fijamente, y apretó con
fuerza el puño del látigo.
—¡Ah! —exclamó—. ¡Te reconozco bien! ¡A todos puedes
engañar, menos a mí! ¡Te estoy viendo, hijo de tigres! ¡Bajo tu camisa estoy
viendo las rayas del tigre! ¡Fuera la camisa, y traigan los perros cazadores!
¡Veremos ahora si los perros te reconocen como hombre o como tigre!
En un segundo arrancaron toda la ropa a Juan Darién y
lo arrojaron dentro de la jaula para fieras.
—¡Suelten los perros, pronto! —gritó el domador—. ¡Y
encomiéndate a los dioses de tu selva, Juan Darién!
Y cuatro feroces perros cazadores de tigres fueron
lanzados dentro de la jaula.
El domador hizo esto porque los perros reconocen
siempre el olor del tigre; y en cuanto olfatearan a Juan Darién sin ropa, lo
harían pedazos, pues podrían ver con sus ojos de perros cazadores las rayas de
tigre ocultas bajo la piel de hombre.
Pero los perros no vieron otra cosa en Juan Darién que
el muchacho bueno que quería hasta a los mismos animales dañinos. Y movían
apacibles la cola al olerlo
—¡Devóralo! ¡Es un tigre! ¡Toca! ¡Toca! —gritaban a los
perros—. Y los perros ladraban y saltaban enloquecidos por la jaula, sin saber a
qué atacar.
La prueba no había dado resultado.
—¡Muy bien! —exclamó entonces el domador—. Estos son
perros bastardos, de casta de tigre. No le reconocen. Pero yo te reconozco, Juan
Darién, y ahora nos vamos a ver nosotros.
Y así diciendo entró él en la jaula y levantó el
látigo.
—¡Tigre! —gritó—. ¡Estás ante un hombre, y tú eres un
tigre! ¡Allí estoy viendo, bajo tu piel robada de hombre, las rayas de tigre!
¡Muestra las rayas!
Y cruzó el cuerpo de Juan Darién de un feroz latigazo.
La pobre criatura desnuda lanzó un alarido de dolor, mientras las gentes,
enfurecidas, repetían.
—¡Muestra las rayas de tigre!
Durante un rato prosiguió el atroz suplicio; y no deseo
que los niños que me oyen vean martirizar de este modo a ser alguno.
—¡Por favor! ¡Me muero! —clamaba Juan Darién.
—¡Muestra las rayas! —le respondían.
Por fin el suplicio concluyó. En el fondo de la jaula,
arrinconado, aniquilado en un rincón, sólo quedaba su cuerpecito sangriento de
niño, que había sido Juan Darién. Vivía aún, y aún podía caminar cuando se le
sacó de allí; pero lleno de tales sufrimientos como nadie los sentirá nunca.
Lo sacaron de la jaula, y empujándolo por el medio de
la calle, lo echaban del pueblo. Iba cayéndose a cada momento, y detrás de él
iban los muchachos, las mujeres y los hombres maduros, empujándolo.
—¡Fuera de aquí, Juan Darién! ¡Vuélvete a la selva,
hijo de tigre y corazón de tigre! ¡Fuera, Juan Darién!
Y los que estaban lejos y no podían pegarle, le tiraban
piedras.
Juan Darién cayó del todo, por fin, tendiendo en busca
de apoyo sus pobres manos de niño. Y su cruel destino quiso que una mujer, que
estaba parada a la puerta de su casa sosteniendo en los brazos a una inocente
criatura, interpretara mal ese ademán de súplica.
—¡Me ha querido robar a mi hijo! —gritó la mujer—. ¡Ha
tendido las manos para matarlo! ¡Es un tigre! ¡Matémosle en seguida, antes que
él mate a nuestros hijos!
Así dijo la mujer. Y de este modo se cumplía la
profecía de la serpiente: Juan Darién moriría cuando una madre de los hombres le
exigiera la vida y el corazón de hombre que otra madre le había dado con su
pecho.
No era necesaria otra acusación para decidir a las
gentes enfurecidas. Y veinte brazos con piedras en la mano se levantaban ya para
aplastar a Juan Darién cuando el domador ordenó desde atrás con voz ronca:
—¡Marquémoslo con rayas de fuego! ¡Quemémoslo en los
fuegos artificiales!
Ya comenzaba a oscurecer, y cuando llegaron a la plaza
era noche cerrada. En la plaza habían levantado un castillo de fuegos de
artificio, con ruedas, coronas y luces de bengala. Ataron en lo alto del centro
a Juan Darién, y prendieron la mecha desde un extremo. El hilo de fuego corrió
velozmente subiendo y bajando, y encendió el castillo entero. Y entre las
estrellas fijas y las ruedas gigantes de todos colores, se vio allá arriba a
Juan Darién sacrificado.
—¡Es tu último día de hombre, Juan Darién! —clamaban
todos—. ¡Muestra las rayas!
—¡Perdón, perdón! —gritaba la criatura, retorciéndose
entre las chispas y las nubes de humo. Las ruedas amarillas, rojas y verdes
giraban vertiginosamente, unas a la derecha y otras a la izquierda. Los chorros
de fuego tangente trazaban grandes circunferencias; y en el medio, quemado por
los regueros de chispas que le cruzaban el cuerpo, se retorcía Juan Darién.
—¡Muestra las rayas! —rugían aún de abajo.
—¡No, perdón! ¡Yo soy hombre! —tuvo aún tiempo de clamar
la infeliz criatura. Y tras un nuevo surco de fuego, se pudo ver que su cuerpo
se sacudía convulsivamente; que sus gemidos adquirían un timbre profundo y
ronco; y que su cuerpo cambiaba poco a poco de forma. Y la muchedumbre, con un
grito salvaje de triunfo, pudo ver surgir por fin, bajo la piel del hombre, las
rayas negras, paralelas y fatales del tigre.
La atroz obra de crueldad se había cumplido; habían
conseguido lo que querían. En vez de la criatura inocente de toda culpa, allá
arriba no había sino un cuerpo de tigre que agonizaba rugiendo.
Las luces de bengala se iban también apagando. Un
último chorro de chispas con que moría una rueda alcanzó la soga atada a las
muñecas (no: a las patas del tigre, pues Juan Darién había concluido), y el
cuerpo cayó pesadamente al suelo. Las gentes lo arrastraron hasta la linde del
bosque, abandonándolo allí para que los chacales devoraran su cadáver y su
corazón de fiera.
Pero el tigre no había muerto. Con la frescura nocturna
volvió en sí, y arrastrándose presa de horribles tormentos se internó en la
selva. Durante un mes entero no abandonó su guarida en lo más tupido del bosque,
esperando con sombría paciencia de fiera que sus heridas curaran. Todas
cicatrizaron por fin, menos una, una profunda quemadura en el costado, que no
cerraba, y que el tigre vendó con grandes hojas.
Porque había conservado de su forma recién perdida tres
cosas: el recuerdo vivo del pasado, la habilidad de sus manos, que manejaba como
un hombre, y el lenguaje. Pero en el resto, absolutamente en todo, era una
fiera, que no se distinguía en lo más mínimo de los otros tigres.
Cuando se sintió por fin curado, pasó la voz a los
demás tigres de la selva para que esa misma noche se reunieran delante del gran
cañaveral que lindaba con los cultivos. Y al entrar la noche se encaminó
silenciosamente al pueblo. Trepó a un árbol de los alrededores y esperó largo
tiempo inmóvil. Vio pasar bajo él sin inquietarse a mirar siquiera, pobres
mujeres y labradores fatigados, de aspecto miserable; hasta que al fin vio
avanzar por el camino a un hombre de grandes botas y levita roja.
El tigre no movió una sola ramita al recogerse para
saltar. Saltó sobre el domador; de una manotada lo derribó desmayado, y
cogiéndolo entre los dientes por la cintura, lo llevó sin hacerle daño hasta el
juncal.
Allí, al pie de las inmensas cañas que se alzaban
invisibles, estaban los tigres de la selva moviéndose en la oscuridad, y sus
ojos brillaban como luces que van de un lado para otro. El hombre proseguía
desmayado. El tigre dijo entonces:
—Hermanos: Yo viví doce años entre los hombres, como un
hombre mismo. Y yo soy un tigre. Tal vez pueda con mi proceder borrar más tarde
esta mancha. Hermanos: esta noche rompo el último lazo que me liga al pasado.
Y después de hablar así, recogió en la boca al hombre,
que proseguía desmayado, y trepó con él a lo más alto del cañaveral, donde lo
dejó atado entre dos bambúes. Luego prendió fuego a las hojas secas del suelo, y
pronto una llamarada crujiente ascendió. Los tigres retrocedían espantados ante
el fuego. Pero el tigre les dijo: "¡Paz, hermanos!", y aquéllos se apaciguaron,
sentándose de vientre con las patas cruzadas a mirar.
El juncal ardía como un inmenso castillo de artificio.
Las cañas estallaban como bombas, y sus gases se cruzaban en agudas flechas de
color. Las llamaradas ascendían en bruscas y sordas bocanadas, dejando bajo ella
lívidos huecos; y en la cúspide, donde aún no llegaba el fuego, las cañas se
balanceaban crispadas por el calor.
Pero el hombre, tocado por las llamas, había vuelto en
sí. Vio allá abajo a los tigres con los ojos cárdenos alzados a él, y lo
comprendió todo.
—¡Perdón, perdóname! —aulló retorciéndose—. ¡Pido perdón
por todo!
Nadie contestó. El hombre se sintió entonces abandonado
de Dios, y gritó con toda su alma:
—¡Perdón, Juan Darién!
Al oír esto, Juan Darién alzó la cabeza y dijo
fríamente:
—Aquí no hay nadie que se llame Juan Darién. No conozco
a Juan Darién. Éste es un nombre de hombre, y aquí somos todos tigres.
Y volviéndose a sus compañeros, como si no
comprendiera, preguntó:
—¿Alguno de ustedes se llama Juan Darién?
Pero ya las llamas habían abrasado el castillo hasta el
cielo. Y entre las agudas luces de bengala que entrecruzaban la pared ardiente,
se pudo ver allá arriba un cuerpo negro que se quemaba humeando.
—Ya estoy pronto, hermanos—dijo el tigre—. Pero aún me
queda algo por hacer.
Y se encaminó de nuevo al pueblo, seguido por los
tigres sin que él lo notara. Se detuvo ante un pobre y triste jardín, saltó la
pared, y pasando al costado de muchas cruces y lápidas, fue a detenerse ante un
pedazo de tierra sin ningún adorno, donde estaba enterrada la mujer a quien
había llamado madre ocho años. Se arrodilló —se arrodilló como un hombre—, y
durante un rato no se oyó nada.
—¡Madre! —murmuró por fin el tigre con profunda
ternura—. Tú sola supiste, entre todos los hombres,
los sagrados derechos a la vida de todos los seres del Universo.
Tú sola comprendiste que el hombre y el tigre se diferencian únicamente por el
corazón. Y tú me enseñaste a amar, a comprender, a perdonar. ¡Madre!, estoy
seguro de que me oyes. Soy tu hijo siempre, a pesar de lo que pase en adelante
pero de ti sólo. ¡Adiós, madre mía!
Y viendo al incorporarse los ojos cárdenos de sus
hermanos que lo observaban tras la tapia, se unió otra vez a ellos.
El viento cálido les trajo en ese momento, desde el
fondo de la noche, el estampido de un tiro.
—Es en la selva —dijo el tigre—. Son los hombres. Están
cazando, matando, degollando.
Volviéndose entonces hacia el pueblo que iluminaba el
reflejo de la selva encendida, exclamó:
—¡Raza sin redención! ¡Ahora me toca a mí!
Y retornando a la tumba en que acaba de orar, arrancóse
de un manotón la venda de la herida y escribió en la cruz con su propia sangre,
en grandes caracteres, debajo del nombre de su madre:
Y
JUAN DARIÉN
—Ya estamos en paz —dijo. Y enviando con sus hermanos un
rugido de desafío al pueblo aterrado, concluyó:
—Ahora, a la selva. ¡Y tigre para siempre!
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