Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL DESIERTO
(El desierto y otros cuentos, 1924)
La canoa se deslizaba costeando el
bosque, o lo que podía parecer bosque en aquella oscuridad. Más por
instinto que por indicio alguno Subercasaux sentía su proximidad, pues
las tinieblas eran un solo bloque infranqueable, que comenzaban en las
manos del remero y subían hasta el cenit.
El hombre conocía
bastante bien su río, para no ignorar dónde se hallaba; pero en tal
noche y bajo amenaza de lluvia, era muy distinto atracar entre tacuaras
punzantes o pajonales podridos, que en su propio puertito. Y Subercasaux
no iba solo en la canoa.
La atmósfera estaba
cargada a un grado asfixiante. En lado alguno a que se volviera el rostro,
se hallaba un poco de aire que respirar. Y en ese momento, claras y
distintas, sonaban en la canoa algunas gotas.
Subercasaux alzó
los ojos, buscando en vano en el cielo una conmoción luminosa o la fisura
de un relámpago. Como en toda la tarde, no se oía tampoco ahora un solo
trueno.
Lluvia para toda la
noche —pensó. Y volviéndose a sus acompañantes, que se mantenían
mudos en popa:
—Pónganse las
capas —dijo brevemente—. Y sujétense bien.
En efecto, la canoa
avanzaba ahora doblando las ramas, y dos o tres veces el remo de babor se
había deslizado sobre un gajo sumergido. Pero aun a trueque de romper un
remo, Subercasaux no perdía contacto con la fronda, pues de apartarse
cinco metros de la costa podía cruzar y recruzar toda la noche delante de
su puerto, sin lograr verlo.
Bordeando
literalmente el bosque a flor de agua, el remero avanzó un rato aún. Las
gotas caían ahora más densas, pero también con mayor intermitencia.
Cesaban bruscamente, como si hubieran caído no se sabe de dónde. Y
recomenzaban otra vez, grandes, aisladas y calientes, para cortarse de
nuevo en la misma oscuridad y la misma depresión de atmósfera.
—Sujétense bien
—repitió Subercasaux a sus dos acompañantes—. Ya hemos llegado.
En efecto, acababa
de entrever la escotadura de su puerto.
Con dos vigorosas
remadas lanzó la canoa sobre la greda, y mientras sujetaba la
embarcación al piquete, sus dos silenciosos acompañantes saltaban a
tierra, la que a pesar de la oscuridad se distinguía bien, por hallarse
cubierta de miríadas de gusanillos luminosos que hacían ondular el piso
con sus fuegos rojos y verdes.
Hasta lo alto de la
barranca, que los tres viajeros treparon bajo la lluvia, por fin uniforme
y maciza, la arcilla empapada fosforeció. Pero luego las tinieblas los
aislaron de nuevo; y entre ellas, la búsqueda del sulky que habían
dejado caído sobre las varas.
La frase hecha: “No
se ve ni las manos puestas bajo los ojos”, es exacta. Y en tales noches,
el momentáneo fulgor de un fósforo no tiene otra utilidad que apretar
enseguida la tiniebla mareante, hasta hacernos perder el equilibrio.
Hallaron, sin
embargo, el sulkv, mas no el caballo. Y dejando de guardia junto a una
rueda a sus dos acompañantes, que, inmóviles bajo el capuchón caído,
crepitaban de lluvia, Subercasaux fue espinándose hasta el fondo de la
picada, donde halló a su caballo naturalmente enredado en las riendas.
No había
Subercasaux empleado mas de veinte minutos en buscar y traer al animal;
pero cuando al orientarse en las cercanías del sulky con un:
—¿Están ahí,
chiquitos? —oyó.
—Si, piapiá.
Subercasaux se dio
por primera vez cuenta exacta, en esa noche, de que los dos compañeros
que había abandonado a la noche y a la lluvia eran sus dos hijos, de
cinco y seis años, cuyas cabezas no alcanzaban al cubo de la rueda, y
que, juntitos y chorreando esperaban tranquilos a que su padre volviera.
Regresaban por fin a
casa, contentos y charlando. Pasados los instantes de inquietud o peligro,
la voz de Subercasaux era muy distinta de aquella con que hablaba a sus
chiquitos cuando debía dirigirse a ellos como a hombres. Su voz había
bajado dos tonos; y nadie hubiera creído allí, al oír la ternura de las
voces, que quien reía entonces con las criaturas era el mismo hombre de
acento duro y breve de media hora antes. Y quienes en verdad dialogaban
ahora eran Subercasaux y su chica, pues el varoncito —el menor— se
había dormido en las rodillas del padre.
Subercasaux se
levantaba generalmente al aclarar; y aunque lo hacía sin ruido, sabía
bien que en el cuarto inmediato su chico, tan madrugador como él, hacía
rato que estaba con los ojos abiertos esperando sentir a su padre para
levantarse. Y comenzaba entonces la invariable fórmula de saludo matinal
de uno a otro cuarto:
—¡Buen día,
piapiá!
—¡Buen día, mi
hijito querido!
—¡Buen día,
piapiacito adorado!
—¡Buen día,
corderito sin mancha!
—¡Buen día,
ratoncito sin cola!
—¡Coaticito mío!
—¡Piapiá
tatucito!
—¡Carita de gato!
—¡Colita de
víbora!
Y en este pintoresco
estilo, un buen rato más. Hasta que, ya vestidos, se iban a tomar café
bajo las palmeras en tanto que la mujercita continuaba durmiendo como una
piedra, hasta que el sol en la cara la despertaba.
Subercasaux, con sus
dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba
el padre más feliz de la tierra. Pero lo había conseguido a costa de
dolores más duros de los que suelen conocer los hombres casados.
Bruscamente, como
sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia,
Subercasaux perdió a su mujer. Quedó de pronto solo, con dos criaturas
que apenas lo conocían, y en la misma casa por él construida y por ella
arreglada, donde cada clavo y cada pincelada en la pared eran un agudo
recuerdo de compartida felicidad.
Supo al día
siguiente al abrir por casualidad el ropero, lo que es ver de golpe la
ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgado, el vestido que ella no
tuvo tiempo de estrenar.
Conoció la
necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir
hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y
secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde
novia con más amor que sus trajes de ciudad. Y esa misma tarde supo, por
fin, lo que es retener en los brazos, deshecho al fin de sollozos, a una
criatura que pugna por desasirse para ir a jugar con el chico de la
cocinera.
Duro, terriblemente
duro aquello... Pero ahora reía con sus dos cachorros que formaban con
él una sola persona, dado el modo curioso como Subercasaux educaba a sus
hijos.
Las criaturas, en
efecto, no temían a la oscuridad, ni a la soledad, ni a nada de lo que
constituye el terror de los bebés criados entre las polleras de la madre.
Más de una vez, la noche cayó sin que Subercasaux hubiera vuelto del
río, y las criaturas encendieron el farol de viento a esperarlo sin
inquietud. O se despertaban solos en medio de una furiosa tormenta que los
enceguecía a través de los vidrios, para volverse a dormir enseguida,
seguros y confiados en el regreso de papá.
No temía a nada,
sino a lo que su padre les advertía debían temer; y en primer grado,
naturalmente, figuraban las víboras. Aunque libres, respirando salud y
deteniéndose a mirarlo todo con sus grandes ojos de cachorros alegres, no
hubieran sabido qué hacer un instante sin la compañía del padre. Pero
si éste, al salir, les advertía que iba a estar tal tiempo ausente, los
chicos se quedaban entonces contentos a jugar entre ellos. De igual modo,
si en sus mutuas y largas andanzas por el monte o el río, Subercasaux
debía alejarse minutos u horas, ellos improvisaban enseguida un juego, y
lo aguardaban indefectiblemente en el mismo lugar, pagando así, con ciega
y alegre obediencia, la confianza que en ellos depositaba su padre.
Galopaban a caballo
por su cuenta, y esto desde que el varoncito tenía cuatro años.
Conocían perfectamente —como toda criatura libre— el alcance de sus
fuerzas , y jamás lo sobrepasaban. Llegaban a veces , solos, hasta el
Yabebirí, al acantilado de arenisca rosa.
—Cerciórense bien
del terreno, y siéntense después —le había dicho su padre.
El acantilado se
alza perpendicular a veinte metros de un agua profunda y umbría que
refresca las grietas de su base. Allá arriba, diminutos, los chicos de
Subercasaux se aproximaban tanteando las piedras con el pie. Y seguros,
por fin, se sentaban a dejar jugar las sandalias sobre el abismo.
Naturalmente, todo
esto lo había conquistado Subercasaux en etapas sucesivas y con las
correspondientes angustias.
—Un día se mata
un chico —decíase—. Y por el resto de mis días pasaré
preguntándome si tenía razón al educarlos así.
Sí, tenía razón.
Y entre los escasos consuelos de un padre que queda solo con huérfanos,
es el más grande el de poder educar a los hijos de acuerdo con una sola
línea de carácter.
Subercasaux era,
pues, feliz, y las criaturas sentíanse entrañablemente ligadas a aquel
hombrón que jugaba horas enteras con ellos, les enseñaba a leer en el
suelo con grandes letras rojas y pesadas de minio y les cosía las
rasgaduras de sus bombachas con sus tremendas manos endurecidas.
De coser bolsas en
el Chaco, cuando fue allá plantador de algodón, Subercasaux había
conservado la costumbre y el gusto de coser. Cosía su ropa, la de sus
chicos, las fundas del revólver, las velas de su canoa, todo con hilo de
zapatero y a puntada por nudo. De modo que sus camisas podían abrirse por
cualquier parte menos donde él había puesto su hilo encerado.
En punto a juegos,
las criaturas estaban acordes en reconocer en su padre a un maestro,
particularmente en su modo de correr en cuatro patas, tan extraordinario
que los hacía enseguida gritar de risa.
Como, a más de sus
ocupaciones fijas, Subercasaux tenía inquietudes experimentales, que cada
tres meses cambiaban de rumbo, sus hijos, constantemente a su lado,
conocían una porción de cosas que no es habitual conozcan las criaturas
de esa edad. Habían visto —y ayudado a veces— a disecar animales,
fabricar creolina, extraer caucho del monte para pegar sus impermeables;
habían visto teñir las camisas de su padre de todos los colores,
construir palancas de ocho mil kilos para estudiar cementos; fabricar
superfosfatos, vino de naranja, secadoras de tipo Mayfarth, y tender,
desde el monte al bungalow, un alambre carril suspendido a diez metros del
suelo, por cuyas vagonetas los chicos bajaban volando hasta la casa.
Por aquel tiempo
había llamado la atención de Subercasaux un yacimiento o filón de
arcilla blanca que la última gran bajada del Yabebirí dejara a
descubierto. Del estudio de dicha arcilla había pasado a las otras del
país, que cocía en sus hornos de cerámica —naturalmente, construido
por él—. Y si había de buscar índices de cocción, vitrificación y
demás, con muestras amorfas, prefería ensayar con cacharros, caretas y
animales fantásticos, en todo lo cual sus chicos lo ayudaban con gran
éxito.
De noche, y en las
tardes muy oscuras del temporal, entraba la fábrica en gran movimiento.
Subercasaux encendía temprano el horno, y los ensayistas, encogidos por
el frío y restregándose las manos, sentábanse a su calor a modelar.
Pero el horno chico
de Subercasaux levantaba fácilmente mil grados en dos horas, y cada vez
que a este punto se abría su puerta para alimentarlo, partía del hogar
albeante un verdadero golpe de fuego que quemaba las pestañas. Por lo
cual los ceramistas retirábanse a un extremo del taller, hasta que el
viento helado que filtraba silbando por entre las tacuaras de la pared los
llevaba otra vez, con mesa y todo, a caldearse de espaldas al horno.
Salvo las piernas
desnudas de los chicos, que eran las que recibían ahora las bocanadas de
fuego, todo marchaba bien. Subercasaux sentía debilidad por los cacharros
prehistóricos; la nena modelaba de preferencia sombreros de fantasía, y
el varoncito hacía, indefectiblemente, víboras.
A veces, sin
embargo, el ronquido monótono del horno no los animaba bastante, y
recurrían entonces al gramófono, que tenía los mismos discos desde que
Subercasaux se casó y que los chicos habían aporreado con toda clase de
púas, clavos, tacuaras y espinas que ellos mismos aguzaban. Cada uno se
encargaba por turno de administrar la máquina, lo cual consistía en
cambiar automáticamente de disco sin levantar siquiera los ojos de la
arcilla y reanudar enseguida el trabajo. Cuando habían pasado todos los
discos, tocaba a otro el turno de repetir exactamente lo mismo. No oían
ya la música, por resaberla de memoria; pero les entretenía el ruido.
A la diez los
ceramistas daban por terminada su tarea y se levantaban a proceder por
primera vez al examen crítico de sus obras de arte, pues antes de haber
concluido todos no se permitía el menor comentario. Y era de ver,
entonces, el alborozo ante las fantasías ornamentales de la mujercita y
el entusiasmo que levantaba la obstinada colección de víboras del nene.
Tras lo cual Subercasaux extinguía el fuego del horno, y todos de la mano
atravesaban corriendo la noche helada hasta su casa.
Tres días después
del paseo nocturno que hemos contado, Subercasaux quedó sin sirvienta; y
este incidente, ligero y sin consecuencias en cualquier otra parte,
modificó hasta el extremo la vida de los tres desterrados.
En los primeros
momentos de su soledad, Subercasaux había contado para criar a sus hijos
con la ayuda de una excelente mujer, la misma cocinera que lloró y halló
la casa demasiado sola a la muerte de su señora.
Al mes siguiente se
fue, y Subercasaux pasó todas las penas para reemplazarla con tres o
cuatro hoscas muchachas arrancadas al monte y que sólo se quedaban tres
días por hallar demasiado duro el carácter del patrón.
Subercasaux, en
efecto, tenía alguna culpa y lo reconocía. Hablaba con las muchachas
apenas lo necesario para hacerse entender; y lo que decía tenía
precisión y lógica demasiado masculinas. Al barrer aquéllas el comedor,
por ejemplo, les advertía que barrieran también alrededor de cada pata
de la mesa. Y esto, expresado brevemente, exasperaba y cansaba a las
muchachas.
Por el espacio de
tres meses no pudo obtener siquiera una chica que le lavara los platos. Y
en estos tres meses Subercasaux aprendió algo más que a bañar a sus
chicos.
Aprendió, no a
cocinar, porque ya lo sabía, sino a fregar ollas con la misma arena del
patio, en cuclillas y al viento helado, que le amorataba las manos.
Aprendió a interrumpir a cada instante sus trabajos para correr a retirar
la leche del fuego o abrir el horno humeante, y aprendió también a traer
de noche tres baldes de agua del pozo —ni uno menos— para lavar su
vajilla.
Este problema de los
tres baldes ineludibles constituyó una de sus pesadillas, y tardó un mes
en darse cuenta de que le eran indispensables. En los primeros días,
naturalmente, había aplazado la limpieza de ollas y platos, que
amontonaba uno al lado de otro en el suelo, para limpiarlos todos juntos.
Pero después de perder una mañana entera en cuclillas raspando cacerolas
quemadas (todas se quemaban), optó por cocinar-comer-fregar, tres
sucesivas cosas cuyo deleite tampoco conocen los hombres casados.
No le quedaba, en
verdad, tiempo para nada, máxime en los breves días de invierno.
Subercasaux había confiado a los chicos el arreglo de las dos piezas, que
ellos desempeñaban bien que mal. Pero no se sentía él mismo con ánimo
suficiente para barrer el patio, tarea científica, radial, circular y
exclusivamente femenina, que, a pesar de saberla Subercasaux base del
bienestar en los ranchos del monte, sobrepasaba su paciencia.
En esa suelta arena
sin remover, convertida en laboratorio de cultivo por el tiempo cruzado de
lluvias y sol ardiente, los piques se propagaron de tal modo que se los
veía trepar por los pies descalzos de los chicos. Subercasaux, aunque
siempre de stromboot, pagaba pesado tributo a los piques. Y rengo casi
siempre, debía pasar una hora entera después de almorzar con los pies de
su chico entre las manos, en el corredor y salpicado de lluvia o en el
patio cegado por el sol. Cuando concluía con el varoncito, le tocaba el
turno a sí mismo; y al incorporarse por fin, curvaturado, el nene lo
llamaba porque tres nuevos piques le habían taladrado a medias la piel de
los pies.
La mujercita
parecía inmune, por ventura; no había modo de que sus uñitas tentaran a
los piques, de diez de los cuales siete correspondían de derecho al nene
y sólo tres a su padre. Pero estos tres resultaban excesivos para un
hombre cuyos pies eran el resorte de su vida montés.
Los piques son, por
lo general, más inofensivos que las víboras, las uras y los mismos
barigüis. Caminan empinados por la piel, y de pronto la perforan con gran
rapidez, llegan a la carne viva, donde fabrican una bolsita que llenan de
huevos. Ni la extracción del pique o la nidada suelen ser molestas, ni
sus heridas se echan a perder más de lo necesario. Pero de cien piques
limpios hay uno que aporta una infección, y cuidado entonces con ella.
Subercasaux no
lograba reducir una que tenía en un dedo, en el insignificante meñique
del pie derecho. De un agujerillo rosa había llegado a una grieta
tumefacta y dolorosísima, que bordeaba la uña. Yodo, bicloruro, agua
oxigenada, formol, nada había dejado de probar. Se calzaba, sin embargo,
pero no salía de casa, y sus inacabables fatigas de monte se reducían
ahora, en las tardes de lluvia, a lentos y taciturnos paseos alrededor del
patio, cuando al entrar el sol el cielo se despejaba y el bosque,
recortado a contraluz como sombra chinesca, se aproximaba en el aire
purísimo hasta tocar los mismos ojos.
Subercasaux
reconocía que en otras condiciones de vida habría logrado vencer la
infección, la que sólo pedía un poco de descanso. El herido dormía
mal, agitado por escalofríos y vivos dolores en las altas horas. Al rayar
el día, caía por fin en un sueño pesadísimo, y en ese momento hubiera
dado cualquier cosa por quedar en cama hasta las ocho siquiera. Pero el
nene seguía en invierno tan madrugador como en verano, y Subercasaux se
levantaba achuchado a encender el primus y preparar el café. Luego el
almuerzo, el restregar ollas. Y por diversión, al mediodía, la
inacabable historia de los piques de su chico.
—Esto no puede
continuar así —acabó por decirse Subercasaux—. Tengo que conseguir a
toda costa una muchacha.
Pero ¿cómo?
Durante sus años de casado esta terrible preocupación de la sirvienta
había constituido una de sus angustias periódicas. Las muchachas
llegaban y se iban, como lo hemos dicho, sin decir por qué, y esto cuando
había una dueña de casa. Subercasaux abandonaba todos sus trabajos y por
tres días no bajaba del caballo, galopando por las picadas desde
Apariciocué a San Ignacio, tras de la más inútil muchacha que quisiera
lavar los pañales. Un mediodía, por fin, Subercasaux desembocaba del
monte con una aureola de tábanos en la cabeza y el pescuezo del caballo
deshilado en sangre; pero triunfante. La muchacha llegaba al día
siguiente en ancas de su padre, con un atado; y al mes justo se iba con el
mismo atado, a pie. Y Subercasaux dejaba otra vez el machete o la azada
para ir a buscar su caballo, que ya sudaba al sol sin moverse.
Malas aventuras
aquellas, que le habían dejado un amargo sabor y que debían comenzar
otra vez. ¿Pero hacia dónde? Subercasaux había ya oído en sus noches
de insomnio el tronido lejano del bosque, abatido por la lluvia. La
primavera suele ser seca en Misiones, y muy lluvioso el invierno. Pero
cuando el régimen se invierte —y de esperar en el clima de Misiones—,
las nubes precipitan en tres meses un metro de agua, de los mil quinientos
milímetros que deben caer en el año.
Hallábanse ya casi
sitiados. El Horqueta, que corta el camino hacia la costa del Paraná, no
ofrecía entonces puente alguno y sólo daba paso en el vado carretero,
donde el agua caía en espumoso rápido sobre piedras redondas y
movedizas, que los caballos pisaban estremecidos. Esto, en tiempos
normales; porque cuando el riacho se ponía a recoger las aguas de siete
días de temporal, el vado quedaba sumergido bajo cuatro metros de agua
veloz, estirada en hondas líneas que se cortaban y enroscaban de pronto
en un remolino. Y los pobladores del Yabebirí, detenidos a caballo ante
el pajonal inundado, miraban pasar venados muertos, que iban girando sobre
sí mismos. Y así por diez o quince días.
El Horqueta daba
aún paso cuando Subercasaux se decidió a salir; pero en su estado, no se
atrevía a recorrer a caballo tal distancia. Y en el fondo, hacia el
arroyo del Cazador, ¿qué podía hallar?
Recordó entonces a
un muchachón que había tenido una vez, listo y trabajador como pocos,
quien le había manifestado riendo, el mismo día de llegar, y mientras
fregaba una sartén en el suelo, que él se quedaría un mes, porque su
patrón lo necesitaba; pero ni un día más, porque ese no era un trabajo
para hombres. El muchacho vivía en la boca del Yabebirí, frente a la
isla del Toro; lo cual representaba un serio viaje, porque si el Yabebirí
se desciende y se remonta jugando, ocho horas continuas de remo aplastan
los dedos de cualquiera que ya no está en tren.
Subercasaux se
decidió, sin embargo. Y a pesar del tiempo amenazante, fue con sus chicos
hasta el río, con el aire feliz de quien ve por fin el cielo abierto. Las
criaturas besaban a cada instante la mano de su padre, como era hábito en
ellos cuando estaban muy contentos. A pesar de sus pies y el resto,
Subercasaux conservaba todo su ánimo para sus hijos; pero para éstos era
cosa muy distinta atravesar con su piapiá el monte enjambrado de
sorpresas y correr luego descalzos a lo largo de la costa, sobre el barro
caliente y elástico del Yabebirí.
Allí les esperaba
lo ya previsto: la canoa llena de agua, que fue preciso desagotar con el
achicador habitual y con los mates guardabichos que los chicos llevaban
siempre en bandolera cuando iban al monte.
La esperanza de
Subercasaux era tan grande que no se inquietó lo necesario ante el
aspecto equívoco del agua enturbiada, en un río que habitualmente da
fondo claro a los ojos hasta dos metros.
—Las lluvias —pensó—
no se han obstinado aún con el sudeste... Tardará un día o dos en
crecer.
Prosiguieron
trabajando. Metidos en el agua a ambos lados de la canoa, baldeaban de
firme. Subercasaux, en un principio, no se había atrevido a quitarse las
botas, que el lodo profundo retenía al punto de ocasionarle buenos
dolores al arrancar el pie. Descalzóse, por fin, y con los pies libres y
hundidos como cuñas en el barro pestilente, concluyó de agotar la canoa,
la dio vuelta y le limpió los fondos, todo en dos horas de febril
actividad.
Listos, por fin,
partieron. Durante una hora la canoa se deslizó más velozmente de lo que
el remero hubiera querido. Remaba mal, apoyado en un solo pie, y el talón
desnudo herido por el filo del soporte. Y asimismo avanzaba a prisa,
porque el Yabebirí corría ya. Los palitos hinchados de burbujas, que
comenzaban a orlear los remansos, y el bigote de las pajas atracadas en un
raigón hicieron por fin comprender a Subercasaux lo que iba a pasar si
demoraba un segundo en virar de proa hacia su puerto.
Sirvienta, muchacho,
¡descanso, por fin!..., nuevas esperanzas perdidas. Remó, pues, sin
perder una palada. Las cuatro horas que empleó en remontar, torturado de
angustias y fatiga, un río que había descendido en una hora, bajo una
atmósfera tan enrarecida que la respiración anhelaba en vano, sólo él
pudo apreciarlas a fondo. Al llegar a su puerto, el agua espumosa y tibia
había subido ya dos metros sobre la playa. Y por la canal bajaban a medio
hundir ramas secas, cuyas puntas emergían y se hundían balanceándose.
Los viajeros
llegaron al bungalow cuando vya estaba casi oscuro, aunque eran apenas las
cuatro, y a tiempo que el cielo, con un solo relámpago desde el cenit al
río, descargaba por fin su inmensa provisión de agua. Cenaron enseguida
y se acostaron rendidos, bajo el estruendo del cinc que el diluvio
martilló toda la noche con implacable violencia.
Al rayar el día, un
hondo escalofrío despertó al dueño de casa. Hasta ese momento había
dormido con pesadez de plomo. Contra lo habitual, desde que tenía el dedo
herido, apenas le dolía el pie, no obstante las fatigas del día
anterior. Echóse encima el impermeable tirado en el respaldo de la cama,
y trató de dormir de nuevo.
Imposible. El frío
lo traspasaba. El hielo interior irradiaba hacia afuera, y todos los poros
convertidos en agujas de hielo erizadas, de lo que adquiría noción al
mínimo roce con su ropa. Apelotonado, recorrido a lo largo de la médula
espinal por rítmicas y profundas corrientes de frío, el enfermo vio
pasar las horas sin lograr calentarse. Los chicos, felizmente, dormían
aún.
—En el estado en
que estoy no se hacen pavadas como la de ayer —se repetía—. Estas son
las consecuencias.
Como un sueño
lejano, como una dicha de inapreciable rareza que alguna vez poseyó, se
figuraba que podía quedar todo el día en cama, caliente y descansando,
por fin, mientras oía en la mesa el ruido de las tazas de café con leche
que la sirvienta —aquella primera gran sirvienta— servía a los
chicos...
¡Quedar en cama
hasta las diez, siquiera!... En cuatro horas pasaría la fiebre, y la
misma cintura no le dolería tanto... ¿Qué necesitaba, en suma, para
curarse? Un poco de descanso, nada más. Él mismo se lo había repetido
diez veces...
Y el día avanzaba,
y el enfermo creía oír el feliz ruido de las tazas, entre las
pulsaciones profundas de su sien de plomo. ¡Qué dicha oír aquel
ruido!... Descansaría un poco, por fin...
—¡Piapiá!
—Mi hijo
querido...
—¡Buen día,
piapiacito adorado! ¿No te levantaste todavía? Es tarde, piapiá.
—Sí, mi vida, ya
me estaba levantando...
Y Subercasaux se
vistió a prisa, echándose en cara su pereza, que lo había hecho olvidar
del café de sus hijos.
El agua había
cesado, por fin, pero sin que el menor soplo de viento barriera la humedad
ambiente. A mediodía la lluvia recomenzó, la lluvia tibia, calma y
monótona, en que el valle del Horqueta, los sembrados y los pajonales se
diluían en una brumosa y tristísima napa de agua.
Después de
almorzar, los chicos se entretuvieron en rehacer su provisión de botes de
papel que habían agotado la tarde anterior... hacían cientos de ellos,
que acondicionaban unos dentro de otros como cartuchos, listos para ser
lanzados en la estela de la canoa, en el próximo viaje. Subercasaux
aprovechó la ocasión para tirarse un rato en la cama, donde recuperó
enseguida su postura de gatillo, manteniéndose inmóvil con las rodillas
subidas hasta el pecho.
De nuevo, en la
sien, sentía un peso enorme que la adhería a la almohada, al punto de
que ésta parecía formar parte integrante de su cabeza. ¡Qué bien
estaba así! ¡Quedar uno, diez, cien días sin moverse! El murmullo
monótono del agua en el cinc lo arrullaba, y en su rumor oía
distintamente, hasta arrancarle una sonrisa, el tintineo de los cubiertos
que la sirvienta manejaba a toda prisa en la cocina. ¡Qué sirvienta la
suya!... Y oía el ruido de los platos, docenas de platos, tazas y ollas
que las sirvientas —¡eran diez ahora!— raspaban y flotaban con
rapidez vertiginosa. ¡Qué gozo de hallarse bien caliente, por fin, en la
cama, sin ninguna, ninguna preocupación!... ¿Cuándo, en qué época
anterior había él soñado estar enfermo, con una preocupación
terrible?... ¡Qué zonzo había sido!... Y qué bien se está así,
oyendo el ruido de centenares de tazas limpísimas...
—¡Piapiá!
—Chiquita...
—¡Ya tengo
hambre, piapiá!
—Sí, chiquita;
enseguida...
Y el enfermo se fue
a la lluvia a aprontar el café a sus hijos.
Sin darse cuenta
precisa de lo que había hecho esa tarde, Subercasaux vio llegar la noche
con hondo deleite. Recordaba, sí, que el muchacho no había traído esa
tarde la leche, y que él había mirado un largo rato su herida, sin
percibir en ella nada de particular.
Cayó en la cama sin
desvestirse siquiera, y en breve tiempo la fiebre lo arrebató otra vez.
El muchacho que no había llegado con la leche... ¡Qué locura!...
Con sólo unos días
de descanso, con unas horas nada más, se curaría. ¡Claro! ¡Claro!. ..
Hay una justicia a pesar de todo... Y también un poquito de recompensa...
para quien había querido a sus hijos como él... Pero se levantaría
sano. Un hombre puede enfermarse a veces... y necesitar un poco de
descanso. ¡Y cómo descansaba ahora, al arrullo de la lluvia en el
cinc!... ¿Pero no habría pasado un mes ya?... Debía levantarse.
El enfermo abrió
los ojos. No veía sino tinieblas, agujereadas por puntos fulgurantes que
se retraían e hinchaban alternativamente, avanzando hasta sus ojos en
velocísimo vaivén.
“Debo de tener
fiebre muy alta” —se dijo el enfermo.
Y encendió sobre el
velador el farol de viento. La mecha, mojada, chisporroteó largo rato,
sin que Subercasaux apartara los ojos del techo. De lejos, lejísimo,
llegábale el recuerdo de una noche semejante en que él se hallaba muy,
muy enfermo... ¡Qué tontería!... Se hallaba sano, porque cuando un
hombre nada más que cansado tiene la dicha de oír desde la cama el
tintineo vertiginoso del servicio en la cocina, es porque la madre vela
por sus hijos...
Despertóse de
nuevo. Vio de reojo el farol encendido, y tras un concentrado esfuerzo de
atención, recobró la conciencia de sí mismo.
En el brazo derecho,
desde el codo a la extremidad de los dedos, sentía ahora un dolor
profundo. Quiso recoger el brazo y no lo consiguió. Bajó el impermeable,
y vio su mano lívida, dibujada de líneas violáceas, helada, muerta. Sin
cerrar los ojos, pensó un rato en lo que aquello significaba dentro de
sus escalofríos y del roce de los vasos abiertos de su herida con el
fango infecto del Yabebirí, y adquirió entonces, nítida y absoluta, la
comprensión definitiva de que todo él también se moría —que se
estaba muriendo.
Hízose en su
interior un gran silencio, como si la lluvia, los ruidos y el ritmo mismo
de las cosas se hubieran retirado bruscamente al infinito. Y como si
estuviera ya desprendido de sí mismo, vio a lo lejos de un país un
bungalow totalmente interceptado de todo auxilio humano, donde dos
criaturas, sin leche y solas, quedaban abandonadas de Dios y de los
hombres, en el más inicuo y horrendo de los desamparos.
Sus hijitos...
Se hallaba ahora
bien, perfectamente bien, descansando.
Con un supremo
esfuerzo pretendió arrancarse a aquella tortura que le hacía palpar hora
tras hora, día tras día, el destino de sus adoradas criaturas. Pensaba
en vano: la vida tiene fuerzas superiores que nos escapan... Dios
provee...
“¡Pero no
tendrán que comer!” —gritaba tumultuosamente su corazón. Y él
quedaría allí mismo muerto, asistiendo a aquel horror sin precedentes...
Mas, a pesar de la
lívida luz del día que reflejaba la pared, las tinieblas recomenzaban a
absorberlo otra vez con sus vertiginosos puntos blancos, que retrocedían
y volvían a latir en sus mismos ojos... ¡Sí! ¡Claro! ¡Había soñado!
No debiera ser permitido soñar tales cosas... Ya se iba a levantar,
descansado.
—¡Piapiá!...
¡Piapia!... ¡Mi piapiacito querido!
—Mi hijo...
—¿No te vas a
levantar hoy, piapiá? Es muy tarde. ¡Tenemos mucha hambre, piapiá!
—Mi chiquito... No
me voy a levantar todavía... Levántense ustedes y coman galleta... Hay
dos todavía en la lata... Y vengan después.
—¿Podemos entrar
ya, piapiá?
—No, querido
mío... Después haré el café... Yo los voy a llamar.
Oyó aún las risas
y el parloteo de sus chicos que se levantaban, y después de un rumor in
crescendo, un tintineo vertiginoso que irradiaba desde el centro de su
cerebro e iba a golpear en ondas rítmicas contra su cráneo
dolorosísimo. Y nada mas oyó.
Abrió otra vez los
ojos, y al abrirlos sintió que su cabeza caía hacia la izquierda con una
facilidad que le sorprendió. No sentía ya rumor alguno. Sólo una
creciente dificultad sin penurias para apreciar la distancia a que estaban
los objetos... Y la boca muy abierta para respirar.
—Chiquitos...
Vengan enseguida...
Precipitadamente,
las criaturas aparecieron en la puerta entreabierta; pero ante el farol
encendido y la fisonomía de su padre, avanzaron mudos y los ojos muy
abiertos.
El enfermo tuvo aún
el valor de sonreír, y los chicos abrieron más los ojos ante aquella
mueca.
—Chiquitos —les
dijo Subercasaux, cuando los tuvo a su lado—. Óiganme bien, chiquitos
míos, porque ustedes son ya grandes y pueden comprender todo... Voy a
morir, chiquitos... Pero no se aflijan... Pronto van a ser ustedes
hombres, y serán buenos y honrados... Y se acordarán entonces de su
piapiá... Comprendan bien, mis hijitos queridos... Dentro de un rato me
moriré, y ustedes no tendrán más padre... Quedarán solitos en casa...
Pero no se asusten ni tengan miedo... Y ahora, adiós, hijitos míos... Me
van a dar ahora un besot . . Un beso cada uno... Pero ligero, chiquitos...
Un beso... a su piapiá...
—Pero ligero,
chiquitos... Un beso...
Las criaturas
salieron sin tocar la puerta entreabierta y fueron a detenerse en su
cuarto, ante la llovizna del patio. No se movían de allí. Sólo la
mujercita, con una vislumbre de la extensión de lo que acababa de pasar,
hacía a ratos pucheros con el brazo en la cara, mientras el nene rascaba
distraído el contramarco, sin comprender.
Ni uno ni otro se
atrevían a hacer ruido.
Pero tampoco les
llegaba el menor ruido del cuarto vecino, donde desde hacía tres horas su
padre, vestido y calzado bajo el impermeable, yacía muerto a la luz del
farol.
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