Horacio
Quiroga
(1879-1937)
LA GALLINA DEGOLLADA
(Cuentos de amor, de
locura y de muerte, 1917)
Todo el día, sentados en el patio
en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio
Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y
volvían la cabeza con la boca abierta. El patio era de tierra, cerrado al
oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a cinco
metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos.
Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían
fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a
poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente,
congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría
bestial, como si fuera comida.
Otras veces,
alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía
eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían
entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo, alrededor del patio. Pero
casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y
pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y
quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce
años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la
falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas,
sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres
meses de casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y
mujer, y mujer y marido, hacia un porvenir mucho más vital: un hijo:
¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada consagración de su
cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y,
lo que es peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron
Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de
matrimonio, creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y
radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero en el vigésimo mes
sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente
no conocía más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención
profesional que está visiblemente buscando las causas del mal en las
enfermedades de los padres.
Después de algunos
días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la
inteligencia, el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había
quedado profundamente idiota, baboso, colgante, muerto para siempre sobre
las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa
ruina de su primogénito.
El padre, desolado,
acompañó al médico afuera.
—A usted se le
puede decir; creo que es un caso perdido.
Podrá mejorar,
educarse en todo lo que le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí...!
¡sí...! —asentía Mazzini—. Pero dígame; ¿Usted cree que es
herencia, que...?
—En cuanto a la
herencia paterna, ya le dije lo que creía cuando vi a su hijo. Respecto a
la madre, hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero
hay un soplo un poco rudo. Hágala examinar bien.
Con el alma
destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el
pequeño idiota que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que
consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en lo más profundo por
aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el
matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y
su salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a
los dieciocho meses las convulsiones del primogénito se repetían, y al
día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres
cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban
malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y
toda su apasionada ternura no alcanzaba a crear un átomo de vida normal.
Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el primogénito; ¡pero
un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre
brotaron nuevas llamaradas del dolorido amor, un loco anhelo de redimir de
una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y
punto por punto repitióse el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de
su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus
cuatro hijos. Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no
ya sus almas, sino el instinto mismo abolido. No sabían deglutir, cambiar
de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero chocaban
contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban
mugían hasta inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer,
o cuando veían colores brillantes u oían truenos. Se reían entonces,
echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial.
Tenían, en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener
nada más. Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora
descendencia. Pero pasados tres años desearon de nuevo ardientemente otro
hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera aplacado a la
fatalidad.
No satisfacían sus
esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su
infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado
sobre sí la parte que le correspondía en la miseria de sus hijos; pero
la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que habían nacido
de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que
es patrimonio específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el
cambio de pronombre: tus hijos. Y como a más del insulto había la
insidia, la atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole
una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que
podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó
leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez
—repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un
poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros
hijos, ¿me parece?
—Bueno; de
nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se
expresó claramente:
—¿Creo que no vas
a decir que yo tenga la culpa, no?
—¡Ah, no! —se
sonrió Berta, muy pálida— ¡pero yo tampoco, supongo...! ¡No faltaba
más...! —murmuró.
—¿Qué, no
faltaba más?
—¡Que si alguien
tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería
decir.
Su marido la miró
un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló,
secándose por fin las manos.
—Como quieras;
pero si quieres decir...
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Este fue el primer
choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones,
sus almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una
niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando
siempre otro desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron
en ella toda su complacencia, que la pequeña llevaba a los más extremos
límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los
últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita
olvidóse casi del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba,
como algo atroz que la hubieran obligado a cometer. A Mazzini, bien que en
menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz
había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba
ahora afuera, con el terror de perderla, los rencores de su descendencia
podrida. Habían acumulado hiel sobrado tiempo para que el vaso no quedara
distendido, y al menor contacto el veneno se vertía afuera. Desde el
primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a
que el hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se
comenzó, a humillar del todo a una persona. Antes se contenían por la
mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro
engendros que el otro habíale forzado a crear.
Con estos
sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La
sirvienta los vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible
brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban casi todo el día sentados
frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita
cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a
los padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún
escalofrío y fiebre. Y el temor a verla morir o quedar idiota, tornó a
reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas
que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de
Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No
puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces...?
—Bueno, es que me
olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió,
desdeñosa:
—¡No, no te creo
tanto!
—Ni yo, jamás, te
hubiera creído tanto a ti... ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué
dijiste...?
—¡Nada!
—Sí, te oí algo!
Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a
tener un padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso
pálido.
—¡Al fin!—
murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que
querías!
—¡Sí, víbora,
sí! Pero yo he tenido padres sanos ¿oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha
muerto de delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo!
¡Esos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a
su vez.
—¡Víbora
tísica! ¡eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale,
pregúntale al médico quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus
hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez
con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión
había desaparecido, y como pasa fatalmente con todos los matrimonios
jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera, la
reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los
agravios.
Amaneció un
espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las
emociones y mala noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la
retuvo abrazada largo rato, y ella lloró desesperadamente, pero sin que
ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez
decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo,
ordenaron a la sirvienta que matara una gallina.
El día radiante
había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la
sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia
(Berta había aprendido de su madre este buen modo de conservar frescura a
la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y
vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando
estupefactos la operación... Rojo... rojo...
—¡Señora! Los
niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no
quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno
perdón, olvido y felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible
visión! Porque, naturalmente, cuando más intensos eran los raptos de
amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan,
María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres
bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de
almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio
a pasear por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso
saludar un momento a sus vecinas de enfrente. Su hija escapóse en seguida
a casa.
Entretanto los
idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había
traspuesto ya el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando
los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se
interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco,
miraba pensativa la cresta. Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin
decidióse por una silla desfondada, pero faltaba aún. Recurrió entonces
a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar
vertical el mueble, con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas,
la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente
dominar el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre
la cresta del cerco, entre sus manos tirantes. Viéronla mirar a todos
lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de
los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus
pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente
sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.
Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo logrado
calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado,
seguramente, sintióse cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos
clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Suéltame!
¡Déjame! —gritó sacudiendo la pierna. Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay,
mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente. Trató aún de sujetarse
del borde, pero sintióse arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay!
Ma...
No pudo gritar más.
Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran
plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina,
donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta,
arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa
de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te
llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído
inquietos pero no oyeron más. Con todo, un momento después se
despidieron, y mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en
el patio.
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó
mas la voz ya alterada.
Y el silencio fue
tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló
de horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi
hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la
cocina vio en el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta
entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se
había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre,
oyó el grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina,
Mazzini, lívido como la muerte, se interpuso conteniéndola:
—¡No entres! ¡No
entres!
Berta alcanzó a ver
el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y
hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.
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