Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL HIJO
Es un poderoso día de verano en
Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la
estación. La naturaleza plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el
calor y la calma ambiente, el padre abre también su corazón a la
naturaleza.
—Ten cuidado,
chiquito —dice a su hijo; abreviando en esa frase todas las
observaciones del caso y que su hijo comprende perfectamente.
—Si, papá —responde
la criatura mientras coge la escopeta y carga de cartuchos los bolsillos
de su camisa, que cierra con cuidado.
—Vuelve a la hora
de almorzar —observa aún el padre.
—Sí, papá —repite
el chico.
Equilibra la
escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo besa en la cabeza y parte.
Su padre lo sigue un
rato con los ojos y vuelve a su quehacer de ese día, feliz con la
alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es
educado desde su más tierna infancia en el hábito y la precaución del
peligro, puede manejar un fusil y cazar no importa qué. Aunque es muy
alto para su edad, no tiene sino trece años. Y parecía tener menos, a
juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de sorpresa
infantil.
No necesita el padre
levantar los ojos de su quehacer para seguir con la mente la marcha de su
hijo.
Ha cruzado la picada
roja y se encamina rectamente al monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el
monte —caza de pelo— se requiere más paciencia de la que su cachorro
puede rendir. Después de atravesar esa isla de monte, su hijo costeará
la linde de cactus hasta el bañado, en procura de palomas, tucanes o tal
cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha descubierto días
anteriores.
Sólo ahora, el
padre esboza una sonrisa al recuerdo de la pasión cinegética de las dos
criaturas.
Cazan sólo a veces
un yacútoro, un surucuá —menos aún— y regresan triunfales, Juan a
su rancho con el fusil de nueve milímetros que él le ha regalado, y su
hijo a la meseta con la gran escopeta Saint-Étienne, calibre 16,
cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A
los trece años hubiera dado la vida por poseer una escopeta. Su hijo, de
aquella edad, la posee ahora y el padre sonríe...
No es fácil, sin
embargo, para un padre viudo, sin otra fe ni esperanza que la vida de su
hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en su corto radio de acción,
seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía cuatro años,
consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de sus
propias fuerzas.
Ese padre ha debido
luchar fuertemente contra lo que él considera su egoísmo. ¡Tan
fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en el vacío y se
pierde un hijo!
El peligro subsiste
siempre para el hombre en cualquier edad; pero su amenaza amengua si desde
pequeño se acostumbra a no contar sino con sus propias fuerzas.
De este modo ha
educado el padre a su hijo. Y para conseguirlo ha debido resistir no sólo
a su corazón, sino a sus tormentos morales; porque ese padre, de
estómago y vista débiles, sufre desde hace un tiempo de alucinaciones.
Ha visto,
concretados en dolorosísima ilusión, recuerdos de una felicidad que no
debía surgir más de la nada en que se recluyó. La imagen de su propio
hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en
sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de
parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su
cinturón de caza.
Horrible caso...
Pero hoy, con el ardiente y vital día de verano, cuyo amor a su hijo
parece haber heredado, el padre se siente feliz, tranquilo, y seguro del
porvenir.
En ese instante, no
muy lejos suena un estampido.
—La
Saint-Étienne... —piensa el padre al reconocer la detonación. Dos
palomas de menos en el monte...
Sin prestar más
atención al nimio acontecimiento, el hombre se abstrae de nuevo en su
tarea.
El sol, ya muy alto,
continúa ascendiendo. Adónde quiera que se mire —piedras, tierra,
árboles—, el aire enrarecido como en un horno, vibra con el calor. Un
profundo zumbido que llena el ser entero e impregna el ámbito hasta donde
la vista alcanza, concentra a esa hora toda la vida tropical.
El padre echa una
ojeada a su muñeca: las doce. Y levanta los ojos al monte.
Su hijo debía estar
ya de vuelta. En la mutua confianza que depositan el uno en el otro —el
padre de sienes plateadas y la criatura de trece años—, no se engañan
jamás. Cuando su hijo responde: “Sí, papá”, hará lo que dice. Dijo
que volvería antes de las doce, y el padre ha sonreído al verlo partir.
Y no ha vuelto.
El hombre torna a su
quehacer, esforzándose en concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan
fácil, tan fácil perder la noción de la hora dentro del monte, y
sentarse un rato en el suelo mientras se descansa inmóvil...?
El tiempo ha pasado;
son las doce y media. El padre sale de su taller, y al apoyar la mano en
el banco de mecánica sube del fondo de su memoria el estallido de una
bala de parabellum, e instantáneamente, por primera vez en las tres
transcurridas, piensa que tras el estampido de la Saint-Étienne no ha
oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso conocido. Su
hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del bosque,
esperándolo.
¡Oh! no son
suficientes un carácter templado y una ciega confianza en la educación
de un hijo para ahuyentar el espectro de la fatalidad que un padre de
vista enferma ve alzarse desde la línea del monte. Distracción, olvido,
demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden retardar la
llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo
tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él, el padre no ha oído un ruido, no
ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una sola persona a anunciarle
que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y
sin machete, el padre va. Corta el abra de espartillo, entra en el monte,
costea la línea de cactus sin hallar el menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza
prosigue detenida. Y cuando el padre ha recorrido las sendas de caza
conocidas y ha explorado el bañado en vano, adquiere la seguridad de que
cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e inexorablemente, al
cadáver de su hijo.
Ni un reproche que
hacerse, es lamentable. Sólo la realidad fría terrible y consumada: ha
muerto su hijo al cruzar un...
¡Pero dónde, en
qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte!
¡Oh, muy sucio Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con
la escopeta en la mano...
El padre sofoca un
grito. Ha visto levantarse en el aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve
a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con
ver el color de su tez y la angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha
llamado a su hijo. Aunque su corazón clama par él a gritos, su boca
continúa muda. Sabe bien que el solo acto de pronunciar su nombre, de
llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
—¡Chiquito! —se
le escapa de pronto. Y si la voz de un hombre de carácter es capaz de
llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante la angustia que clama
en aquella voz.
Nadie ni nada ha
respondido. Por las picadas rojas de sol, envejecido en diez años, va el
padre buscando a su hijo que acaba de morir.
—¡Hijito mío..!
¡Chiquito mío..! —clama en un diminutivo que se alza del fondo de sus
entrañas.
Ya antes, en plena
dicha y paz, ese padre ha sufrido la alucinación de su hijo rodando con
la frente abierta por una bala al cromo níquel. Ahora, en cada rincón
sombrío del bosque ve centellos de alambre; y al pie de un poste, con la
escopeta descargada al lado, ve a su...
—¡Chiquito..!
¡Mi hijo!
Las fuerzas que
permiten entregar un pobre padre alucinado a la mas atroz pesadilla tienen
también un límite. Y el nuestro siente que las suyas se le escapan,
cuando ve bruscamente desembocar de un pique lateral a su hijo.
A un chico de trece
años bástale ver desde cincuenta metros la expresión de su padre sin
machete dentro del monte para apresurar el paso con los ojos húmedos.
—Chiquito... —murmura
el hombre. Y, exhausto se deja caer sentado en la arena albeante, rodeando
con los brazos las piernas de su hijo.
La criatura, así
ceñida, queda de pie; y como comprende el dolor de su padre, le acaricia
despacio la cabeza:
—Pobre papá...
En fin, el tiempo ha
pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre
e hijo emprenden el regreso a la casa.
—¿Cómo no te
fijaste en el sol para saber la hora..? —murmura aún el primero.
—Me fijé,
papá... Pero cuando iba a volver vi las garzas de Juan y las seguí...
—¡Lo que me has
hecho pasar, chiquito!
—Piapiá... —murmura
también el chico.
Después de un largo
silencio:
—Y las garzas,
¿las mataste? —pregunta el padre.
—No.
Nimio detalle,
después de todo. Bajo el cielo y el aire candentes, a la descubierta por
el abra de espartillo, el hombre devuelve a casa con su hijo, sobre cuyos
hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su feliz brazo de padre.
Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo y alma, sonríe
de felicidad.
***
Sonríe
de alucinada felicidad... Pues ese padre va solo.
A nadie ha
encontrado, y su brazo se apoya en el vacío. Porque tras él, al pie de
un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su
hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana.
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