Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL INFIERNO ARTIFICIAL*
Cuentos de amor,
de locura y de muerte
(solamente en la primera edición de 1917 y la segunda, de 1918)
Las noches en que hay luna, el sepulturero avanza por
entre las tumbas con paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y
lleva un gran sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar
pegada con cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los
pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de extraño, porque el sepulturero
abusa del cloroformo. Incidencias del oficio lo han llevado a probar el
anestésico, y cuando el cloroformo muerde en un hombre, difícilmente suelta.
Nuestro conocido espera la noche para destapar su frasco, y como su sensatez es
grande, escoge el cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.
El cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración;
la segunda, inunda la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera;
a la cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan cosas
singulares.
Es así como la fantasía de su paso ha llevado al
sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción de
huesos —inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto tras la
verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que estuvo encerrado
en él.
...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro conocido descorre
el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor del hombre de hueso, se
arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del
cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está
acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de arrugas.
Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la mirada
enloquecida de ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
—¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
El sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría
a disolver con la saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo
prohibido. Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante.
Sale y vuelve con la jeringuilla llena, que el botiquín
del cementerio le ha proporcionado. ¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...
—¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!
¡Cierto! ¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el
sepulturero, de rodillas, inyecta en las fisuras el contenido entero de la
jeringuilla, que filtra y desaparece entre las grietas.
Pero seguramente algo ha llegado hasta la fisura a que
el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de ocho años de abstinencia,
¿qué molécula de cocaína no enciende un delirio de fuerza, juventud, belleza?
El sepulturero fijó sus ojos a la órbita de la
calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el cutis, firme y terso,
no había el menor rastro de arruga. Los labios, rojos y vitales, se entremordían
con perezosa voluptuosidad que no tendría explicación viril, si los hipnóticos
no fueran casi todos femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y
apagados, brillaban ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de
envidiosa sorpresa.
—Y eso, así... ¿la cocaína? —murmuró.
La voz de adentro sonó con inefable encanto.
—¡Ah! ¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía!
¡Ocho años, desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza
de una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor...
¿cloroformo?
—Sí —repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad
de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:— El cloroformo también... Me
mataría antes que dejarlo.
La voz sonó un poco burlona.
—¡Matarse! Y concluiría seguramente; sería lo que
cualquiera de esos vecinos míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus
deseos.
—Es cierto; —pensó el sepulturero— acabarían conmigo.
Pero el otro no se había rendido. Ardía aún después de
ocho años aquella pasión que había resistido a la falta misma del vaso de
deleite; que ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la
sostuvo, y no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente
de sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final, manteniéndose
ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.
La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún
burlona.
—Usted se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté...
¡Ah, le interesa! ¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga
su cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va de su
droga a la cocaína. Vaya.
El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el
suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.
—¡Su cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina...
¿Usted conoce el amor por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga,
entonces. A los treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer
adorable y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra
casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en fin...
ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias e inútiles.
Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en silencio su estéril y
fúnebre lujo.
Un día, en menos de diez y ocho horas, nuestro hijo
mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A la tarde siguiente el segundo se
fue con su hermano, y mi mujer se echó desesperada sobre lo único que nos
quedaba: nuestra hija de cuatro meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el
contagio y todo lo demás? A pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar
a la criatura, y al rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas
después, envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51 horas, poco más de dos
días, nuestra casa quedó perfectamente silenciosa, pues no había nada que hacer.
Mi mujer estaba en su cuarto, y yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un
ruido. Y dos días antes teníamos tres hijos...
Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana,
con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.
—Deje eso —me dijo el médico— no es para usted.
—¿Qué, entonces? —le respondí. Y señalé el fúnebre lujo
de mi casa que continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.
El hombre se compadeció.
—Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no
darán.
Sulfonal, brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína!
Cuánto de infinito va de la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama
vacía, al radiante rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota
de cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes; súbita y
llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de ilusiones que acercan
el porvenir a diez centímetros del alma abierta, todo esto se precipita en las
venas por entre la aguja de platino. ¡Y su cloroformo!... Mi mujer murió.
Durante dos años gasté en cocaína muchísimo más de lo que usted puede
imaginarse. ¿Sabe usted algo de tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban
fatalmente con un individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años
dos gramos por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.
Pero eso se paga. En mí, la verdad de las cosas
lúgubres, contenida, emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve
más nervios retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que
me asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el demonio,
sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un mes entero. Y caía
otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué sufrimiento, qué angustia, qué
sudor de agonía se siente cuando se pretende suprimir un solo día la droga!
Al fin, envenenado hasta lo más íntimo de mi ser,
preñado de torturas y fantasmas, convertido en un tembloroso despojo humano; sin
sangre, sin vida—miseria a que la cocaína prestaba diez veces por día radiante
disfraz, para hundirme en seguida en un estupor cada vez más hondo, al fin un
resto de dignidad me lanzó a un sanatorio, me entregué atado de pies y manos
para la curación.
Allí, bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado
constantemente para que no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a
descocainizarme.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente con el
heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en el bolsillo un
frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es pasión.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí
inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas fuerzas de
reacción, y me enamoré entonces.
La voz calló. El sepulturero, que escuchaba con la
babeante sonrisa fija siempre en su cara, acercó su ojo y creyó notar un velo
ligeramente opaco y vidrioso en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se
resquebrajaba visiblemente.
—Sí —prosiguió la voz— es el principio... Concluiré de
una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.
Los padres hicieron cuanto es posible para resistir:
¡un morfinómano, o cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había
puesto en mi camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía
sino diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para una
esencia: su envase natural.
La primera vez que, habiéndome yo olvidado de darme una
nueva inyección antes de entrar, me vio decaer bruscamente en su presencia,
idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos inmensamente grandes, bellos y
espantados. ¡Curiosamente espantados! Me vio, pálida y sin moverse, darme la
inyección. No cesó un instante en el resto de la noche de mirarme. Y tras
aquellos ojos dilatados que me habían visto así, yo veía a mi vez la tara
neurótica, al tío internado, y a su hermano menor epiléptico...
Al día siguiente la hallé respirando Jicky, su perfume
favorito; había leído en veinticuatro horas cuanto es posible sobre hipnóticos.
Ahora bien: basta que dos personas sorban los deleites
de la vida de un modo anormal, para que se comprendan tanto más íntimamente,
cuanto más extraña es la obtención del goce. Se unirán en seguida, excluyendo
toda otra pasión, para aislarse en la dicha alucinada de un paraíso artificial.
En veinte días, aquel encanto de cuerpo, belleza,
juventud y elegancia, quedó suspenso del aliento embriagador de los perfumes.
Comenzó a vivir, como yo con la cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.
Al fin nos pareció peligroso el mutuo sonambulismo en
su casa, por fugaz que fuera, y decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor
que mi propia casa, de la que nada había tocado, y a la que no había vuelto más.
Se llevaron anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la
misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en la
profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la tarde; bajo la
atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas nuestro fraternal y
taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos abiertos, pálido como la
muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo bajo las narices, con su mano
helada, el frasco de Jicky.
Porque no había en nosotros el menor rastro de deseo
—¡y cuán hermosa estaba con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el
ardiente lujo de su falda inmaculada!
Durante tres meses consecutivos raras veces faltó, sin
llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas, casamientos y
garden party debió hacer para no ser sospechada. En aquellas raras ocasiones
llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin mirarme, tiraba su sombrero con un
ademán brusco, para tenderse en seguida, la cabeza echada atrás y los ojos
entornados, al sonambulismo de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones
inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus
reservas de defensa —los morfinómanos las conocen bien!— sentí todo el profundo
goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y ocho años,
admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como nunca, su belleza surgía
pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la sala iluminada. Tan brusca fue la
sacudida, que me hallé sentado en el diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y
con esa hermosura!
Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al
inclinarme me miró con fría extrañeza.
—Sí... —murmuré.
—No, no... —repuso ella con la voz blanca, esquivando
la boca en pesados movimiento de su cabellera.
Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando
los ojos.
¡Ah! ¡Para qué haber resucitado un instante, si mi
potencia viril, si mi orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para
siempre, ahogado, disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el
suelo, y hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en
hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil, los ojos
abiertos fijos en el techo.
Pero ese fustazo de reacción que había encendido un
efímero relámpago de ruina sensorial, traía también a flor de conciencia cuanto
de honor masculino y vergüenza viril agonizaba en mí. El fracaso de un día en el
sanatorio, y el diario ante mi propia dignidad, no eran nada en comparación del
de ese momento, ¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en
que me había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme del
todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!
Me levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas,
donde aún estaba mi revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
—Matémonos —le dije.
Entreabrió los ojos, y durante un minuto no apartó la
mirada de mí. Su frente límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado
éxtasis:
—Matémonos —murmuró.
Recorrió en seguida con la vista el fúnebre lujo de la
sala, en que la lámpara ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.
—Aquí no —agregó.
Salimos juntos, pesados aún de alucinación, y
atravesamos la casa resonante, pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una
puerta y cerró los ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí
mismo, y me maté a mi vez.
Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se
descolgó bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el
corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en mi
cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota probabilidad de
que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la cocaína estaba cumplida.
¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi vez!
¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver,
entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros cuerpos
muertos, que volvían obstinados...
La voz se quebró de golpe.
—¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!
*Este cuento, “El infierno artificial”, apareció en las dos primeras ediciones de Cuentos de amor,
de locura y de muerte (1917 y 1918), pero fue eliminado de la tercera edición y de las ediciones posteriores.
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