Horacio
Quiroga
(1879-1937)
LA INSOLACIÓN
(Cuentos de la selva,
(1921)
El cachorro Old salió por la
puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Se detuvo en la
linde del pasto, estiró al monte, entrecerrando los ojos, la nariz
vibrátil, y se sentó tranquilo. Veía la monótona llanura del Chaco,
con sus alternativas de campo y monte, monte y campo, sin más color que
el crema del pasto y el negro del monte. Éste cerraba el horizonte, a
doscientos metros, por tres lados de la chacra. Hacia el Oeste, el campo
se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría
enmarcaba a lo lejos.
A esa hora temprana,
el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No
había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado el
campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la
certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.
Milk, el padre del
cachorro, cruzó a la vez el patio y se sentó al lado de aquél, con
perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aún no
había moscas.
Old, que miraba,
hacía rato a la vera del monte, observó:
—La mañana es
fresca.
Milk siguió la
mirada del cachorro y quedó con la vista fija, parpadeando distraído.
Después de un rato dijo:
—En aquel árbol
hay dos halcones.
Volvieron la vista
indiferente a un buey que pasaba y continuaron mirando por costumbre las
cosas.
Entretanto, el
Oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido
ya su matinal precisión. Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo
sintió un leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin
a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo
de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.
—No podía caminar
—exclamó en conclusión.
Old no comprendió a
qué se refería, Milk agregó:
—Hay muchos
piques.
Esta vez el cachorro
comprendió. Y repuso por su cuenta, después de largo rato:
—Hay muchos
piques.
Uno y otro callaron
de nuevo, convencidos.
El sol salió, y en
el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el
tumultuoso trompeteo de su charanga. Los perros, dorados al sol oblicuo,
entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Poco a
poco la pareja aumentó con la llegada de los otros compañeros: Dick, el
taciturno preferido; Prince, cuyo labio superior, partido por un coatí,
dejaba ver los dientes, e Isondú, de nombre indígena. Los cinco
foxterriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron.
Al cabo de una hora
irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos
—el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de
chalet—, habían sentido los pasos de su dueño, que bajaba la escalera.
Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del
rancho y miró el sol, alto ya. Tenía aún la mirada muerta y el labio
pendiente tras su solitaria velada de whisky, más prolongada que las
habituales.
Mientras se lavaba,
los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el
rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de
borrachera en su amo. Alejáronse con lentitud a echarse de nuevo al sol.
Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la sombra de
los corredores.
El día avanzaba
igual a los precedentes de todo ese mes: seco, límpido, con catorce horas
de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un
instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas. Míster
Jones fue a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al
rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la
siesta.
Los peones volvieron
a las dos a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no
dejaban el algodonal. Tras ellos fueron los perros, muy amigos del cultivo
desde el invierno pasado, cuando aprendieron a disputar a los halcones los
gusanos blancos que levantaba el arado. Cada perro se echó bajo un
algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada.
Entretanto el calor
crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba
a todos lados, dañando la vista. La tierra removida exhalaba vaho de
horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las
orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra.
Los perros cambiaban a cada rato de planta, en procura de más fresca
sombra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse
sobre las patas traseras, para respirar mejor. Reverberaba ahora adelante
de ellos un pequeño páramo de greda que ni siquiera se había intentado
arar. Allí, el cachorro vio de pronto a Míster Jones sentado sobre un
tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. Los
otros levantáronse también, pero erizados.
—Es el patrón —dijo
el cachorro, sorprendido de la actitud de aquéllos.
—No, no es él —replicó
Dick.
Los cuatro perros
estaban apiñados gruñendo sordamente, sin apartar los ojos de míster
Jones, que continuaba inmóvil, mirándolos. El cachorro, incrédulo, fue
a avanzar, pero Prince le mostró los dientes:
—No es él, es la
Muerte.
El cachorro se
erizó de miedo y retrocedió al grupo.
—¿Es el patrón
muerto? —preguntó ansiosamente. Los otros, sin responderle, rompieron a
ladrar con furia, siempre en actitud temerosa. Pero míster Jones se
desvanecía ya en el aire ondulante.
Al oír los
ladridos, los peones habían levantado la vista, sin distinguir nada.
Giraron la cabeza para ver si había entrado algún caballo en la chacra,
y se doblaron de nuevo.
Los foxterriers
volvieron al paso al rancho. El cachorro, erizado aún, se adelantaba y
retrocedía con cortos trotes nerviosos, y supo de la experiencia de sus
compañeros que cuando una cosa va a morir, aparece antes.
—¿Y cómo saben
que ése que vimos no era el patrón vivo? —preguntó.
—Porque no era él
—le respondieron displicentes.
¡Luego la Muerte, y
con ella el cambio de dueño, las miserias, las patadas, estaba sobre
ellos! Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y
alerta. Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde.
Por fin el sol se
hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche
plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso
alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky. A media noche oyeron
sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se
apagó. Los perros, entonces, sintieron más el próximo cambio de dueño,
y solos al pie de la casa dormida, comenzaron a llorar. Lloraban en coro,
volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido
de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los
otros tomaban el sollozo de nuevo. El cachorro solo podía ladrar. La
noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, agrupados a la luz de la
luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos —bien alimentados y
acariciados por el dueño que iban a perder—, continuaban llorando a lo
alto su doméstica miseria.
A la mañana
siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la
carpidora, trabajando hasta las nueve. No estaba satisfecho, sin embargo.
Fuera de que la tierra no había sido nunca bien rastreada, las cuchillas
no tenían filo, y con el paso rápido de las mulas, la carpidora saltaba.
Volvió con ésta y afiló sus rejas; pero un tornillo en que ya al
comprar la máquina había notado una falla, se rompió al armarla. Mandó
un peón al obraje próximo, recomendándole cuidara del caballo, un buen
animal, pero asoleado. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e
insistió en que no galopara ni un momento. Almorzó en seguida y subió.
Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón,
se quedaron en los corredores.
La siesta pesaba,
agobiada de luz y silencio. Todo el contorno estaba brumoso por las
quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio,
deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor,
que adormecía los ojos parpadeantes de los foxterriers.
—No ha aparecido
más —dijo Milk.
Old, al oír
aparecido, levantó vivamente las orejas. Incitado por la evocación el
cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Al rato calló,
entregándose con sus compañeros a su defensiva cacería de moscas.
—No vino más —agregó
Isondú.
—Había una
lagartija bajo el raigón —recordó por primera vez Prince.
Una gallina, el pico
abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con
su pesado trote de calor. Prince la siguió perezosamente con la vista y
saltó de golpe.
—¡Viene otra vez!
—gritó.
Por el norte del
patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se
arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte, que se
acercaba. El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso
sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos
cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en
la cruda luz.
Míster Jones bajó;
no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora,
cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden,
tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida
su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los
latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado. Míster Jones
mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no
echarlo si continuaba oyendo sus jesuísticas disculpas.
Pero los perros
estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había
conformado con el caballo. Sentíanse alegres, libres de preocupación, y
en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron
a míster Jones que le gritaba pidiéndole el tornillo. No había
tornillo: el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster
Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del
utensilio. Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso
contra su mal humor.
Los perros salieron
con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía
demasiado calor. Desde allí, firmes en las patas, el ceño contraído y
atento, veían alejarse a su patrón. Al fin el temor a la soledad pudo
más, y con agobiado trote siguieron tras él.
Míster Jones obtuvo
su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la
polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó
al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito,
que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin
conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se
entrelazan en bloques macizos. La tarea de cruzarlo, sería ya con día
fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo,
braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban
las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitrato.
Salió por fin y se
detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y
ese cansancio. Marchó de nuevo. Al calor quemante que crecía sin cesar
desde tres días atrás, agregábase ahora el sofocamiento del tiempo
descompuesto. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento.
El aire faltaba, con angustia cardíaca, que no permitía concluir la
respiración.
Míster Jones
adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de
resistencia. Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las
carótidas. Sentíase en el aire, como si de dentro de la cabeza le
empujaran el cráneo hacia arriba. Se mareaba mirando el pasto. Apresuró
la marcha para acabar con eso de una vez... Y de pronto volvió en sí y
se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse
cuenta de nada. Miró atrás, y la cabeza se le fue en un nuevo vértigo.
Entretanto, los
perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces,
asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban,
precipitando su jadeo, para volver en seguida al tormento del sol. A1 fin,
como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote.
Fue en ese momento
cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster
Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. El cachorro, con
súbito recuerdo, volvió la cabeza a su patrón, y confrontó.
—¡La Muerte, la
Muerte!—aulló.
Los otros lo habían
visto también, y ladraban erizados, y por un instante creyeron que se iba
a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con
sus ojos celestes, y marchó adelante.
—¡Que no camine
ligero el patrón! —exclamó Prince.
—¡Va a tropezar
con él!—aullaron todos.
En efecto, el otro,
tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos
como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que
debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones. Los perros
comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba
caminando a igual paso como un autómata, sin darse cuenta de nada. El
otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado,
aullando. Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se
detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó.
Los peones, que lo
vieron caer, lo llevaron a prisa al rancho, pero fue inútil toda el agua;
murió sin volver en sí. Míster Moore, su hermano materno, fue allá
desde Buenos Aires, estuvo una hora en la chacra, y en cuatro días
liquidó todo, volviéndose en seguida al Sur. Los indios se repartieron
los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las
noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras
ajenas.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar