Horacio
Quiroga
(1879-1937)
LA MUERTE DE ISOLDA
(Cuentos de amor, de
locura y de muerte, (1917)
Concluía el primer acto de Tristán
e Isolda. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi
butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve
en seguida los ojos en un palco bajo.
Evidentemente, un
matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal vez por su mercantil
vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera.
Ella, joven, pálida, con una de esas profundas bellezas que más que en
el rostro —aun bien hermoso— residen en la perfecta solidaridad de
mirada, boca, cuello, modo de entrecerrar los ojos. Era, sobre todo, una
belleza para hombres, sin ser en lo más mínimo provocativa; y esto es
precisamente lo que'no entenderán nunca las mujeres.
La miré largo rato
a ojos descubiertos porque la veía muy bien, y porque cuando el hombre
está así en tensión de aspirar fijamente un cuerpo hermoso, no recurre
al arbitrio femenino de los anteojos.
Comenzó el segundo
acto. Volví aún la cabeza al palco, y nuestras miradas se cruzaron. Yo,
que había apreciado ya el encanto de aquella mirada vagando por uno y
otro lado de la sala, viví en un segundo, al sentirla directamente
apoyada en mí, el más adorable sueño de amor que haya tenido nunca.
Fue aquello muy
rápido: los ojos huyeron, pero dos o tres veces, en mi largo minuto de
insistencia, tornaron fugazmente a mí.
Fue asimismo, con la
súbita dicha de haberme soñado un instante su marido, el más rápido
desencanto de un idilio. Sus ojos volvieron otra vez, pero en ese instante
sentí que mi vecino de la izquierda miraba hacia allá, y, después de un
momento de inmovilidad por ambas partes, se saludaron.
Así, pues, yo no
tenía el más remoto derecho a considerarme un hombre feliz, y observé a
mi compañero. Era un hombre de más de treinta y cinco años, de barba
rubia y ojos azules de mirada clara y un poco dura, que expresaba
inequívoca voluntad.
—Se conocen —me
dije— y no poco.
En efecto, después
de la mitad del acto mi vecino, que no había vuelto a apartar los ojos de
la escena, los fijó en el palco. Ella, la cabeza un poco echada atrás, y
en la penumbra, lo miraba también. Me pareció más pálida aún. Se
miraron fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta
paralela de alma a alma que los mantenía inmóviles.
Durante el tercero,
mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de concluir aquél,
salió por el pasillo lateral. Miré al palco, y ella también se había
retirado.
—Final de idilio
—me dije melancólicamente.
Él no volvió más,
y el palco quedó vacío.
........................................
—Sí,
se repiten —sacudió largo rato la cabeza—. Todas las situaciones
dramáticas pueden repetirse, aun las más inverosímiles, y se repiten.
Es menester vivir, y usted es muy muchacho... Y las de su Tristán
también, lo que no obsta para que haya allí el más sostenido alarido de
pasión que haya gritado alma humana. Yo quiero tanto como usted esa obra,
y acaso más. No me refiero, querrá creer, al drama de Tristán, y
con él las treinta y seis situaciones del dogma, fuera de las cuales
todas son repeticiones. No; la escena que vuelve como una pesadilla, los
personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra cosa
Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones... Sí, ya sé que
se acuerda... No nos conocíamos con usted entonces... ¡Y precisamente a
usted debía de hablarle de esto! Pero juzga mal lo que vio y creyó un
acto mío feliz... ¡Feliz!... oigame. El buque parte dentro de un
momento, y esta vez no vuelvo más... Le cuento esto a usted, como si se
lo pudiera escribir, por dos razones: Primero, porque usted tiene un
parecido pasmoso con lo que era yo entonces —en lo bueno únicamente,
por suerte—. Y segundo, por que usted, mi joven amigo, es perfectamente
incapaz de pretenderla, después de lo que va a oír. Oígame:
La conocí hace diez
años, y durante los seis meses que fui su novio hice cuanto estuvo en mí
para que fuera mía. La quería mucho, y ella, inmensamente a mí. Por
esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado de tensión, se
enfrió.
Nuestro ambiente
social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la dicha de poseer
mi nombre, yo vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable
flirtear con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.
Una de ellas llevó
conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un extremo tal,
que me exasperé v la pretendí seriamente. Pero si mi persona era
interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren
necesario, y me lo dio a entender claramente.
Tenía razón,
perfecta razón. En consecuencia, flirteé con una amiga suya, mucho más
fea, pero infinitamente menos hábil para estas torturas del téte-à-téte
a diez centímetros, cuya gracia exclusiva consiste en enloquecer a su
flirt, manteniéndose uno dueño de sí. Y esta vez no fui yo quien se
exasperó.
Seguro, pues, del
triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés. Continuaba
viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento de
mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle los ojos de
felicidad cada vez que me veía llegar.
La madre nos dejaba
solos; y aunque hubiera sabido lo que pasaba, habría cerrado los ojos
para no perder la más vaga posibilidad de subir con su hija a una esfera
mucho más alta.
Una noche fui allá
dispuesto a romper, con visible malhumor, por lo mismo. Inés corrió a
abrazarme, pero se detuvo, bruscamente pálida.
—¿Qué tienes?
—me dijo.
—Nada —le
respondí con sonrisa forzada, acariciándole la frente. Ella dejó hacer,
sin prestar atención a mi ¡nano y mirándome insistentemente. Al fin
apartó los ojos contraídos y entramos en la sala.
La madre vino, pero
sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y desapareció.
Romper es palabra
corta y fácil; pero comenzarlo...
Nos habíamos
sentado y no hablábamos. Inés se inclinó, me apartó la mano de la cara
y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen.
—¡Es evidente!...
—murmuró.
—¿Qué?—le
pregunté fríamente.
La tranquilidad de
mi mirada le hizo más daño que mi voz, y su rostro se demudó:
—¡Que ya no me
quieres! —articuló en una desesperada y lenta oscilación de cabeza.
—Esta es la
quincuagésima vez que dices lo mismo —respondí.
No podía darse
respuesta más dura; pero yo tenía ya el comienzo.
Inés me miró un
rato casi como a un extraño, y apartándome bruscamente la mano con el
cigarro, su voz se rompió:
—¡Esteban!
—¿Qué? —torné
a repetir.
Ésta vez bastaba.
Dejó lentamente mi mano y se reclinó atrás ex el sofá, manteniendo
fija en la lámpara su rostro lívido. Pero un momento después su cara
caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo.
Pasó un rato aún.
La injusticia de mi actitud —no veía en ella más que injusticia—
acrecentaba el profundo disgusto de mí mismo. Por eso cuando oí, o más
bien sentí, que las lágrimas brotaban al fin, me levanté con un
violento chasquido de lengua.
—Yo creía que no
íbamos a tener más escenas —le dije paseándome.
No me respondió, y
agregué:
—Pero que sea
ésta la última.
Sentí que las
lágrimas se detenían, y bajo ellas me respondió un momento después:
—Como quieras.
Pero en seguida
cayó sollozando sobre el sofá:
—¡Pero qué te he
hecho! ¡Qué te he hecho!
—¡Nada! —le
respondí—. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti... Creo que estamos en
el mismo caso. ¡Estoy harto de estas cosas!
Mi voz era
seguramente mucho más dura que mis palabras. Inés se incorporó, y
sosteniéndose en el brazo del sofá, repitió, helada:
—Como quieras.
Era una despedida.
Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el vil amor propio
tocado a vivo, me hizo responder:
—Perfectamente...
Me voy. Que seas más feliz... otra vez.
No comprendió, y me
miró con extrañeza. Yo había ya cometido la primera infamia; y como en
esos casos, sentí el vértigo de enlodarme más aún.
—¡Es claro! —apoyé
brutalmente—. Porque de mí no has tenido queja.... ¿no?
Es decir: te hice el
honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.
Comprendió más mi
sonrisa que mis palabras, y mientras yo salía a buscar mi sombrero en el
corredor, su cuerpo y su alma entera se desplomaban en la sala. Entonces,
en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que
acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me
resaltó como una llaga en mi propia alma. Y yo, que me ofrecía en
subasta a las mundanas feas con fortuna, que me ponía en venta, acababa
de cometer el acto más ultrajante con la mujer que nos ha querido
demasiado... Flaqueza en el Monte de los Olivos, o momento vil en un
hombre que no lo es, llevan al mismo fin: ansia de sacrificio, de
reconquista más alta del propio valer. Y luego la inmensa sed de ternura,
de borrar beso tras beso las lágrimas de la mujer adorada, cuya primera
sonrisa tras la herida que le hemos causado es la más bella luz que pueda
inundar un corazón de hombre.
¡Y concluido! No me
era posible ante mí mismo volver a tomar lo que acababa de ultrajar de
ese modo: ya no,era digno de ella, ni la merecía más. Había enlodado en
un segundo el amor más puro que hombre alguno ha ya sentido sobre sí, y
acababa de perder con Inés la írreencontrable felicidad de poseer a
quien nos ama entrañablemente.
Desesperado,
humillado, crucé por delante de la sala, y la,vi echada sobre el sofá,
sollozando el alma entera, entre sus brazos.
¡Inés! ¡Perdida
ya! Sentí más honda mi miseria ante su cuerpo, todo amor, sacudido por
los sollozos de su dicha muerta. Sin darme cuenta casi, me detuve.
—¡Inés! —dije.
Mi voz no era ya la
de antes. Y ella debió notario bien, porque su alma sintió, en aumento
de sollozos, el desesperado llamado que le hacía mi amor —¡esa vez,
sí, inmenso amor!
—No, no... —me
respondió—. —¡Es demasiado tarde!
........................................
Padilla
se detuvo. Pocas veces he visto amargura más seca y tranquila que la de
sus ojos cuando concluyó. Por mi parte, no podía apartar de mi memoria
aquella adorable belleza del palco, sollozando sobre el sofá...
—Me creerá —reanudó
Padilla— si le digo que en mis insomnios de soltero descontento de sí
mismo la he tenido así ante mí... Salí enseguida de Buenos Aires sin
ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna... Volví a los ocho
años, y supe— entonces que se había casado, a los seis meses de
haberme ido y Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien
tranquilizado ya, y en paz.
No había vuelto a
verla. Era para mí como un primer amor, con todo el encanto dignificante
que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después amó cien
veces... Si usted es querido alguna vez como yo lo fui, y ultraja como yo
lo hice, comprenderá, toda la pureza que hay en mi recuerdo.
Hasta que una noche
tropecé con ella. Sí, esa misma noche en el teatro... Comprendí, al ver
al opulento almacenero de su marido, que se había precipitado en el
matrimonio, como yo al Ucayali... Pero al verla otra vez, a veinte metros
de mí, mirándome, sentí que en mi alma, dormida en paz, surgía
sangrando la desolación de haberla perdido, como si no hubiera pasado un
solo día de esos diez años. ¡Inés! Su hermosura, su mirada —única
entre todas las mujeres—, habían sido 'mías, bien mías, porque me
habían sido entregadas con adoración. También apreciará usted esto
algún día.
Hice lo humanamente
posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de concentrar todo mi
pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese
grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería
olvidar. En el segundo o tercer acto no pude más y volví la cabeza. Ella
también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. ¡Inés, mi vida!
Durante medio minuto su boca, sus manos, estuvieron bajo mi boca y
mis,ojos, y durante ese—tiempo ella concentró en su palidez la
sensación de esa dicjla muerta hacía diez años. ¡Y Tristán siempre,
sus alaridos de pasión sobrehumana, sobre nuestra felicidad yerta!
Me levanté
entonces, atravesé las butacas como u sonámbulo, y avancé por el
pasillo aproximándome ella sin verla, sin que me viera, como si durante
diez años no hubiera yo sido, un miserable...
Y como diez años
atrás, sufrí la alucinación de que llevaba mi sombrero en la mano e iba
a pasar delante de ella.
Pasé, la puerta del
palco estaba abierta, y me detuve enloquecido. Como diez años antes sobre
el sofá ella, Inés, tendida ahora en el diván del antepalco, sollozaba
la pasión de Wagner y su felicidad deshecha.
¡Inés!.... Sentí
que el destino me colocaba en un momento decisivo. ¡Diez años!... ¿Pero
habían pasado? ¡No, no, Inés mía!
Y como entonces, al
ver su cuerpo todo amor, sacudido por los sollozos, la llamé:
—¡Inés!
Y como diez años
antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus
brazos:
—No, no... ¡Es
demasiado tarde!...
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