Horacio
Quiroga
(1879-1937)
LA MIEL SILVESTRE
(Cuentos de amor, de
locura y de muerte, (1917)
Tengo en el Salto Oriental dos
primos, hoy hombres ya, que a sus doce años, y a consecuencia de
profundas lecturas de Julio Verne, dieron en la rica empresa de abandonar
su casa para ir a vivir al monte. Este queda a dos leguas de la ciudad.
Allí vivirían primitivamente de la caza y la pesca. Cierto es que los
dos muchachos no se habían acordado particularmente de llevar escopetas
ni anzuelos; pero, de todos modos, el bosque estaba allí, con su libertad
como fuente de dicha y sus peligros como encanto.
Desgraciadamente, al
segundo día fueron hallados por quienes los buscaban. Estaban bastante
atónitos todavía, no poco débiles, y con gran asombro de sus hermanos
menores —iniciados también en Julio Verne— sabían andar aún en dos
pies y recordaban el habla.
La aventura de los
dos robinsones, sin embargo, fuera acaso más formal a haber tenido como
teatro otro bosque menos dominguero. Las escapatorias llevan aquí en
Misiones a límites imprevistos, y a ello arrastró a Gabriel Benincasa el
orgullo de sus stromboot.
Benincasa, habiendo
concluido sus estudios de contaduría pública, sintió fulminante deseo
de conocer la vida de la selva. No fue arrastrado por su temperamento,
pues antes bien Benincasa era un muchacho pacífico, gordinflón y de cara
rosada, en razón de su excelente salud. En consecuencia, lo suficiente
cuerdo para preferir un té con leche y pastelitos a quién sabe qué
fortuita e infernal comida del bosque. Pero así como el soltero que fue
siempre juicioso cree de su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de
la vida libre con una noche de orgía en componía de sus amigos, de igual
modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de
vida intensa. Y por este motivo remontaba el Paraná hasta un obraje, con
sus famosos stromboot.
Apenas salido de
Corrientes había calzado sus recias botas, pues los yacarés de la orilla
calentaban ya el paisaje. Mas a pesar de ello el contador público cuidaba
mucho de su calzado, evitándole arañazos y sucios contactos.
De este modo llegó
al obraje de su padrino, y a la hora tuvo éste que contener el desenfado
de su ahijado.
—¿Adónde vas
ahora? —le había preguntado sorprendido.
—Al monte; quiero
recorrerlo un poco —repuso Benincasa, que acababa de colgarse el
winchester al hombro.
—¡Pero infeliz!
No vas a poder dar un paso. Sigue la picada, si quieres... O mejor deja
esa arma y mañana te haré acompañar por un peón.
Benincasa renunció
a su paseo. No obstante, fue hasta la vera del bosque y se detuvo.
Intentó vagamente un paso adentro, y quedó quieto. Metióse las manos en
los bolsillos y miró detenidamente aquella inextricable maraña, silbando
débilmente aires truncos. Después de observar de nuevo el bosque a uno y
otro lado, retornó bastante desilusionado.
Al día siguiente,
sin embargo, recorrió la picada central por espacio de una legua, y
aunque su fusil volvió profundamente dormido, Benincasa no deploró el
paseo. Las fieras llegarían poco a poco.
Llegaron éstas a la
segunda noche —aunque de un carácter un poco singular.
Benincasa dormía
profundamente, cuando fue despertado por su padrino.
—¡Eh, dormilón!
Levántate que te van a comer vivo.
Benincasa se sentó
bruscamente en la cama, alucinado por la luz de los tres faroles de viento
que se movían de un lado a otro en la pieza. Su padrino y dos peones
regaban el piso.
—¿Qué hay, qué
hay?—preguntó echándose al suelo.
—Nada... Cuidado
con los pies... La corrección.
Benincasa había
sido ya enterado de las curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son
pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos
anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que
encuentran a su paso: arañas, grillos, alacranes, sapos, víboras y a
cuanto ser no puede resistirles. No hay animal, por grande y fuerte que
sea, que no haya de ellas. Su entrada en una casa supone la exterminación
absoluta de todo ser viviente, pues no hay rincón ni agujero profundo
donde no se precipite el río devorador. Los perros aúllan, los bueyes
mugen y es forzoso abandonarles la casa, a trueque de ser roídos en diez
horas hasta el esqueleto.
Permanecen en un
lugar uno, dos, hasta cinco días, según su riqueza en insectos, carne o
grasa. Una vez devorado todo, se van.
No resisten, sin
embargo, a la creolina o droga similar; y como en el obraje abunda
aquélla, antes de una hora el chalet quedó libre de la corrección.
Benincasa se
observaba muy de cerca, en los pies, la placa lívida de una mordedura.
—¡Pican muy
fuerte, realmente! —dijo sorprendido, levantando la cabeza hacia su
padrino.
Este, para quien la
observación no tenía ya ningún valor, no respondió, felicitándose, en
cambio, de haber contenido a tiempo la invasión. Benincasa reanudó el
sueño, aunque sobresaltado toda la noche por pesadillas tropicales.
Al día siguiente se
fue al monte, esta vez con un machete, pues había concluido por
comprender que tal utensilio le sería en el monte mucho más útil que el
fusil. Cierto es que su pulso no era maravilloso, y su acierto, mucho
menos. Pero de todos modos lograba trozar las ramas, azotarse la cara y
cortarse las botas; todo en uno.
El monte crepuscular
y silencioso lo cansó pronto. Dábale la impresión —exacta por lo
demás— de un escenario visto de día. De la bullente vida tropical no
hay a esa hora más que el teatro helado; ni un animal, ni un pájaro, ni
un ruido casi. Benincasa volvía cuando un sordo zumbido le llamó la
atención. A diez metros de él, en un tronco hueco, diminutas abejas
aureolaban la entrada del agujero. Se acercó con cautela y vio en el
fondo de la abertura diez o doce bolas oscuras, del tamaño de un huevo.
—Esto es miel —se
dijo el contador público con íntima gula—. Deben de ser bolsitas de
cera, llenas de miel...
Pero entre él —Benincasa—
y las bolsitas estaban las abejas. Después de un momento de descanso,
pensó en el fuego; levantaría una buena humareda. La suerte quiso que
mientras el ladrón acercaba cautelosamente la hojarasca húmeda, cuatro o
cinco abejas se posaran en su mano, sin picarlo.
Benincasa cogió una
en seguida, y oprimiéndole el abdomen, constató que no tenía aguijón.
Su saliva, ya liviana, se clarifico en melífica abundancia.
¡Maravillosos y buenos animalitos!
En un instante el
contador desprendió las bolsitas de cera, y alejándose un buen trecho
para escapar al pegajoso contacto de las abejas, se sentó en un raigón.
De las doce bolas, siete contenían polen.
Pero las restantes
estaban llenas de miel, una miel oscura, de sombría transparencia, que
Benincasa paladeó golosamente. Sabía distintamente a algo. ¿A qué? El
contador no pudo precisarlo. Acaso a resina de frutales o de eucaliptus. Y
por igual motivo, tenía la densa miel un vago dejo áspero. ¡Mas qué
perfume, en cambio!
Benincasa, una vez
bien seguro de que cinco bolsitas le serían útiles, comenzó. Su idea
era sencilla: tener suspendido el panal goteante sobre su boca. Pero como
la miel era espesa, tuvo que agrandar el agujero, después de haber
permanecido medio minuto con la boca inútilmente abierta. Entonces la
miel asomó, adelgazándose en pesado hilo hasta la lengua del contador.
Uno tras otro, los
cinco panales se vaciaron así dentro de la boca de Benincasa. Fue inútil
que éste prolongara la suspensión, y mucho más que repasara los globos
exhaustos; tuvo que resignarse.
Entre tanto, la
sostenida posición de la cabeza en alto lo había mareado un poco. Pesado
de miel, quieto y los ojos bien abiertos, Benincasa consideró de nuevo el
monte crepuscular. Los árboles y el suelo tomaban posturas por demás
oblicuas, y su cabeza acompañaba el vaivén del paisaje.
—Qué curioso
mareo... —pensó el contador. Y lo peor es...
Al levantarse e
intentar dar un paso, se había visto obligado a caer de nuevo sobre el
tronco. Sentía su cuerpo de plomo, sobre todo las piernas, como si
estuvieran inmensamente hinchadas. Y los pies y las manes le hormigueaban.
—¡Es muy raro,
muy raro, muy raro! —se repitió estúpidamente Benincasa, sin
escudriñar, sin embargo, el motivo de esa rareza. Como si tuviera
hormigas... La corrección —concluyó.
Y de pronto la
respiración se le cortó en seco, de espanto.
—¡Debe ser la
miel!... ¡Es venenosa!... ¡Estoy envenenado!
Y a un segundo
esfuerzo para incorporarse, se le erizó el cabello de terror; no había
podido ni aun moverse. Ahora la sensación de plomo y el hormigueo subían
hasta la cintura. Durante un rato el horror de morir allí, miserablemente
solo, lejos de su madre y sus amigos, le cohibió todo medio de defensa.
—¡Voy a morir
ahora!... ¡De aquí a un rato voy a morir!... no puedo mover la mano!...
En su pánico
constató, sin embargo, que no tenía fiebre ni ardor de garganta, y el
corazón y pulmones conservaban su ritmo normal. Su angustia cambió de
forma.
—¡Estoy
paralítico, es la parálisis! ¡Y no me van a encontrar!...
Pero una visible
somnolencia comenzaba a apoderarse de él, dejándole íntegras sus
facultades, a lo por que el mareo se aceleraba. Creyó así notar que el
suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente. Otra vez
subió a su memoria el recuerdo de la corrección, y en su pensamiento se
fijó como una suprema angustia la posibilidad de que eso negro que
invadía el suelo...
Tuvo aún fuerzas
para arrancarse a ese último espanto, y de pronto lanzó un grito, un
verdadero alarido, en que la voz del hombre recobra la tonalidad del niño
aterrado: por sus piernas trepaba un precipitado río de hormigas negras.
Alrededor de él la corrección devoradora oscurecía el suelo, y el
contador sintió, por bajo del calzoncillo, el río de hormigas
carnívoras que subían.
Su padrino halló
por fin, dos días después, y sin la menor partícula de carne, el
esqueleto cubierto de ropa de Benincasa. La corrección que merodeaba aún
por allí, y las bolsitas de cera, lo iluminaron suficientemente.
No es común que la
miel silvestre tenga esas propiedades narcóticas o paralizantes, pero se
la halla.
Las flores con igual
carácter abundan en el trópico, y ya el sabor de la miel denuncia en la
mayoría de los casos su condición; tal el dejo a resina de eucaliptus
que creyó sentir Benincasa.
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