Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL HOMBRE MUERTO
El hombre y su machete acababan de
limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero
como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que
tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia,
una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para
tenderse un rato en la gramilla.
Mas al bajar el
alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un
trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le
escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión
sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como
él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión,
acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las
rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el
antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el
puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
El hombre intentó
mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del
machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la
extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió
fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al
término de su existencia.
La muerte. En el
transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años,
meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral
de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos
dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo
entre todos, en que lanzamos el último suspiro.
Pero entre el
instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos,
esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún
esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario
humano!
Es éste el
consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan
lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!
¿Aún...? No han
pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las
sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse
para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.
Muerto. Puede
considerarse muerto en su cómoda postura.
Pero el hombre abre
los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido
en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible
acontecimiento?
Va a morir. Fría,
fatal e ineludiblemente, va a morir.
El hombre resiste
—¡es tan imprevisto ese horror! y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es!
¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene
todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve
perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol.
Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se
mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.
Por entre los
bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de
su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No
alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino
al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en
el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente
como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos
inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá
que cambiar...
¡Muerto! ¿Pero es
posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al
amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con
el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su
caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?
¡Pero sí! Alguien
silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente
resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa
todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre
silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta
el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros
largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el
alambrado, midió la distancia.
¿Qué pasa,
entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones,
en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla
corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...
Nada, nada ha
cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su
personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó
él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal,
obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado
bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete
en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
El hombre muy
fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste
siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto
normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media...
El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
¡Pero no es posible
que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por
otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano
izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy
bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del
trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.
¿La prueba..?
¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó
él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es
su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del
alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina
del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue
muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del
anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de
los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas
cosas.
...Muy fatigado,
pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las
doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se
desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para
almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que
quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá!
¿No es eso... ?
¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...
¡Qué pesadilla...!
¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz
excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne,
que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
...Muy cansado,
mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha
cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y
antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también,
con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.
Puede aún alejarse
con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y
ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el
pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el
alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y
más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un
poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas
recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como
un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está
muy cansado.
Pero el caballo
rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve
también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como
desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve
un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al
fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha
descansado.
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