Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL SÍNCOPE BLANCO
(El desierto y otros cuentos, 1924)
Yo
estaba dispuesto a cualquier cosa; pero no a que me dieran cloroformo.
Soy de
una familia en la que las enfermedades del corazón se han sucedido de padres a
hijos con lúgubre persistencia. Algunos han escapado —cuentan en mi familia— y
según el cirujano que debía operarme, yo gozaba de ese privilegio. Lo cierto es
que él y sus colegas me examinaron a conciencia, siendo su opinión unánime que
mi corazón podía darse por bueno a carta cabal, tan bueno como mi hígado y mis
riñones. No quedaba en consecuencia sino dejarme aplicar la careta, y confiar
mis sagradas entrañas al bisturí.
Me di,
pues, por vencido, y una tarde de otoño me hallé acostado con la nariz y los
labios llenos de vaselina, aspirando ansiosamente cloroformo, como si el aire me
faltara. Y es que realmente no había aire, y sí cloroformo que entraba a chorros
de insoportable dulzura: chorros de dulce por la nariz, por la boca, por los
oídos. La saliva, los pulmones, las extremidades de los dedos, todo era náuseas y
dulce a chorros.
Comencé
a perder la noción de las cosas, y lo último que vi fue, sobre un fondo
negrísimo, fulgurantes cristales de nieve.
* * *
Estaba
en el cielo. Si no lo era, se parecía a él muchísimo. Mi primera impresión al
volver en mí, fue de que yo había muerto.
«¡Esto
es! —me dije—. Allá abajo, quién sabe ahora dónde y a qué distancia, he muerto
de resultas de la operación. En una infinita y perdida sala de la Tierra, que es
apenas una remota lucecilla en el espacio, está mi cuerpo sin vida, mi cuerpo
que ayer había escapado triunfante del examen de los médicos. Ahora ese cuerpo se
queda allá; no tengo ya nada más que ver con él. Estoy en el cielo, vivo, pues
soy un alma viva».
Pero yo
me veía sin embargo en figura humana, sobre un blanco y bruñido piso. ¿Dónde
estaba, pues? Observé entonces el lugar con atención. La vista no pasaba más
allá de cien metros, pues una densa bruma cerraba el horizonte. En el ámbito que
abarcaban los ojos, la misma niebla, pero vaguísima, velaba las cosas. La luz
cenital que había allí parecía de focos eléctricos, muy tamizada. Delante de mí,
a 30 o 40 metros, se alzaba un edificio blanco con aspecto de templo griego. A
mi izquierda, pero en la misma línea del anterior, y esfumado en la niebla, se
alzaba otro templo semejante.
¿Dónde
estaba yo, en definitiva? A mi lado, y surgiendo de atrás, pasaban seres,
personas humanas como yo, que se encaminaban al edificio de enfrente, donde
entraban. Y otras personas salían, emprendiendo el mismo camino de regreso. Más
lejos, a la izquierda, idéntico fenómeno se repetía, desde la bruma insondable
hasta el templo esfumado. ¿Qué era eso? ¿Quiénes eran esas personas que no se
conocían unas a otras, ni se miraban siquiera, y que llevaban todas el mismo
rumbo de sonámbulos?
Cuando
comenzaba a hallar todo aquello un poco fuera de lo común, aun para el cielo, oí
una voz que me decía:
—¿Qué
hace usted aquí?
Me volví
y vi a un hombre en uniforme de portero o guardián, con gorra y un corto palo en
la mano. Lo veía perfectamente en su figura humana, pero no estoy seguro de que
fuera del todo opaco.
—No sé
—le respondí, perplejo yo mismo—. Me encuentro aquí, sin saber cómo...
—Pues
bien, ese es su camino —dijo el guardián, señalándome un edificio de enfrente—.
Es allí donde debe usted ir. ¿Usted no ha sido operado?
Instantáneamente, en una lejanía inmemorial de tiempo y espacio, me vi tendido
en una mesa —en un remotísimo pasado...
—En
efecto —murmuré nebuloso—. He sido —fui operado... Y he muerto.
El
guardián sacudió la cabeza.
—Todos
dicen lo mismo... Nos dan ustedes más trabajo del que se imaginan... ¿No ha
tenido aún tiempo de leer la inscripción?
—¿Qué
inscripción?
—En ese
edificio —señaló el guardián con su palo corto.
Miré
sorprendido hacia el templo griego, y con mayor sorpresa aún leí en el
frontispicio, en grandes caracteres de luz tamizada:
SÍNCOPE
AZUL
—Este es
su domicilio, por ahora —agregó el guardián—. Todos los que durante una operación
de cloroformo caen en síncope, esperan allí. Vamos andando, porque usted hace
rato que debía tener su número de orden.
Turbado,
me encaminé al edificio en cuestión. Y el guardián iba conmigo.
—Muy
bien —le dije por fin al llegar—. Aquí debo entrar yo, que he caído en
síncope... ¿Pero aquel otro edificio?
—¿Aquel?
Es la misma cosa, casi... Lea el letrero... Nunca he
visto uno de ustedes, los cloroformizados, que lea los letreros. ¿Qué dice ese?
Puede leerlo bien, sin embargo.
Y leí:
SÍNCOPE
BLANCO
—Así es
—confirmó el hombre—. Síncope blanco. Los que entran allí no salen más, porque
han caído en síncope blanco. ¿Comprende por fin?
Yo no
comprendía del todo, por lo que el guardián perdió otro minuto en explicármelo,
mientras señalaba uno y otro edificio con su corto palo.
Según
él, los cloroformizados están expuestos a dos peligros, independiente del de un
vaso cortado u otro detalle de la operación. En uno de los casos, y al inspirar
la primera bocanada de cloroformo, el paciente pierde súbitamente el sentido;
una palidez mortal invade el semblante; y el enfermo, con sus labios de cera y
su corazón paralizado, queda listo para el entierro.
Es el
síncope blanco.
El otro
peligro se manifiesta en el curso de la operación. El rostro del cloroformizado
se congestiona de pronto; los labios, las encías y la lengua se amoratan, y si
el organismo del individuo no es lo bastante fuerte para reaccionar contra la
intoxicación, la muerte sobreviene.
Es el
síncope azul.
Como se
ve, la persona que cae en este último síncope tiene su vida pendiente de un hilo
sumamente fino. En verdad vive aún; pero anda tanteando ya con el pie el abismo
de la Muerte.
—Usted
está en este estado —concluyó el guardián—. Y allí debe ir usted. Si tiene
suerte, y los cirujanos logran revivirlo, volverá a salir por la misma puerta
que entró. Por el momento, espere allí. Los que entran allá, en cambio —señaló
al otro edificio—, no salen más; pasan de largo la sala. Pero son raros los que
caen en síncope blanco.
—Sin
embargo —objeté— cada dos o tres minutos veo entrar a uno.
—Porque
son todos los cloroformizados en el mundo. ¿Cuántas personas operadas cree usted
que hay en un momento dado? Usted no lo sabe, ni yo tampoco. Pero vea en cambio
los que entran aquí.
En
efecto, en el sendero nuestro era un ir y venir sin tregua, una incesante
columna de hombre, mujeres y niños, entrando y saliendo en orden y sin prisa. La
particularidad de aquella avenida de seres—fantasmas era la ignorancia total en
que parecían estar unos de otros, y del lugar en que actuaban. No se conocían,
ni se miraban, ni se veían tal vez. Pasaban con su expresión habitual, acaso
distraídos o pensando en algo, pero con preocupaciones de la vida normal
—negocios o detalles domésticos—, la expresión de las gentes que se encaminan o
salen de una estación.
Antes de
entrar en mi casa eché una ojeada a los visitantes del Síncope Blanco. Tampoco
ellos parecían darse cuenta de lo que significaba el templo griego esfumado en
la bruma. Iban a la muerte vestidos de saco o en femeniles blusas de paseo, con
triviales inquietudes de la vida que acababan de abandonar.
Y este
mundanal de aspecto de estación ferroviaria se hizo más sensible al entrar en el
Síncope Azul. Mi guardián me abandonó en la puerta, donde un nuevo guardián, más
galoneado que el anterior, me dio y cantó en voz alta mí número: ¡834! —mientras
me ponía la palma en el hombro para que entrara de una vez.
El
interior era un solo hall, un largo salón con bancos en el centro y en los
costados. La luz cenital, muy tamizada, y aun la ligera bruma del ambiente,
reforzaban la impresión de sala de espera a altas horas de la noche. Los bancos
estaban ocupados por las personas que entraban y se sentaban a esperar,
resignadas a un trámite ineludible, como si se tratara de un simple contratiempo
inevitable al que se está acostumbrado. La mayoría ni siquiera se echaba contra
el respaldo del banco; esperaban pacientes, rumiando aún alguna preocupación
trivial. Otros se recostaban y cerraban los ojos para matar el tiempo. Algunos
se acodaban sobre las rodillas y ponían la cara entre las manos.
Nadie —y
no salía yo de mi asombro— parecía estar enterado de lo que significaba aquella
espera. Nadie hablaba. En el hall no se oía sino el claro paso de los
visitantes, y la voz de los guardianes cantando los números de orden. Al oírlos,
los dueños de los números se levantaban y salían por la puerta de entrada. Pero
no todos, porque en el otro extremo del salón había otra puerta también
grandemente abierta, con un guardián que cantaba otros números.
Los
dueños de estos números se levantaban con igual indiferencia que los otros, y se
encaminaban a dicha puerta posterior.
Algunos,
sobre todo las personas que esperaban con los ojos cerrados o estaban con la
cara en las manos, se equivocaban en el primer momento de puerta, y se
encaminaban a otra. Pero ante un nuevo canto del número notaban su error y se
dirigían con alguna prisa a su puerta, como quien ha sufrido un ligero error de
oído. No siempre tampoco se cantaba el número; si la persona estaba cerca o
miraba distraída en aquella dirección, el guardián la chistaba y le indicaba su
destino con el dedo.
¿La
puerta del fondo era entonces...? Para mayor certidumbre me encaminé hasta dicha
puerta y abordé al guardián.
—Perdón
—le dije—. ¿Puede decirme qué significado concreto tiene esta puerta?
El
guardián, al parecer bastante fastidiado de sus propias funciones para tomar
sobre sí las del público, me miró, como miraría un boletero de estación al
sujeto que le preguntara si el lugar donde se hallaba era la misma estación.
—Perdón
—le dije de nuevo—. Yo tengo derecho a que los empleados me informen
correctamente.
—Muy
bien —repuso el hombre, tocándose la gorra y cuadrándose—. ¿Qué desea saber?
—Lo que
significa esta puerta.
—En
seguida; por aquí salen los que han muerto.
—¿Los
que mueren...?
—No; los
que han muerto en el Síncope.
—¿En el
Síncope Azul?
—Así
parece.
No
pregunté más, y me asomé a la puerta; más allá no se veía nada; todo era
tiniebla. Y se sentía una impresión muy desagradable de frescura.
Volví
sobre mis pasos y me senté a mi vez. A mi lado, una joven de traje oscuro
esperaba con los ojos cerrados y la cabeza recostada en el respaldo del banco.
La miré un largo rato, y me acodé con la cara entre las manos.
¡Perfectamente! Yo sabía que de un momento a otro los guardianes debían cantar
mi número; pero por encima de esto yo acababa de mirar a la jovencita de falda
corta y pies cruzados, que en una remota sala de operaciones acababa de caer en
síncope como yo. Y nunca, en los breves días de mi vida anterior, había visto
una belleza mayor que la de aquel pálido y distraído encanto en el dintel de la
muerte.
Levanté
la cabeza y fijé otra vez la mirada en ella. Ella había abierto los ojos y
miraba a uno y otro guardián, como extrañada de que no la llamaran de una vez.
Cuando iba a cerrarlos de nuevo:
—¿Impaciente? —le dije.
Ella
volvió a mí los ojos, me miró un breve momento y sonrió:
—Un
poco.
Quiso
adormecerse otra vez, pero yo le dije algo más. ¿Qué le dije? ¿Qué sed de
belleza y adoración había en mi alma, cuando en aquellas circunstancias hallaba
modo de henchirla de aquel amor terrenal?
No lo
sé; pero sé que durante tres cuartos de hora —si es posible contar con el tiempo
mundano el éxtasis de nuestros propios fantasmas— su voz y la mía, sus ojos y
los míos hablaron sin cesar.
Y sin
poder cambiar una sola promesa, porque ni ella ni yo conocíamos nuestros mutuos
nombres, ni sabíamos si reviviríamos, ni en qué lugar de la tierra habíamos
caminado un día con firmes pies.
¿La
volvería a ver? ¿Era nuestro viejo mundo bastante grande, para ocultar a mis
ojos aquella bien amada criatura, que me entregaba su corazón paralizado en el
limbo del Síncope Azul? No. Yo volvería a verla —porque no tenía la menor duda
de que ella regresaba a la vida. Por esto, cuando el guardián de entrada cantó
su número, y ella se encaminó a la puerta despidiéndose con una sonrisa, la seguí
con los ojos como a una prometida...
¿Pero
qué pasa? ¿Por qué la detienen? Aparecen nuevos empleados en cabeza —jefes,
seguramente— que observan el número de orden de la joven. Al fin le dejan el paso
libre, con un ademán que no alcanzo a comprender. Y oigo algo así como:
—Otro
error... Habrá que vigilar a los guardianes de abajo...
¿Qué
error? ¿Y quienes son los guardianes de abajo? Vuelvo a sentarme, indiferente al
nocturno vaivén, cuando el guardián de la puerta del fondo grita: ¡124!
Mi
vecino, un hombre de rostro energético y al parecer de negocios, se levanta
indiferente como si fuera a su despacho como todos los días. Y en ese instante,
al oír el 4 final recién cantado, siento por primera vez la posibilidad de que
yo pueda ser llamado desde la otra puerta.
¿Es
posible? Pero ella acaba de levantarse, y la veo aún sonriéndome, con su vestido
corto y sus medias traslúcidas. Y antes de un segundo, menos quizá, puedo quedar
separado de ella para siempre jamás en el más infinito jamás que establece una
puerta abierta, detrás de la cual no hay más tinieblas, y una sensación de
fresco muy desagradable. ¿Desde dónde se va a cantar mi número? ¿A qué puerta
debo volver los ojos? ¿Qué guardián aburrido de su oficio va a indicarme con la
cabeza el rastro aún tibio del vestido oscuro, o la Gran Sombra Tiritante?
* * *
—¡De
buena hemos escapado!
—Ya
vuelve el mozo... ¡Diablo de corazón incomprensible que tienen estos neurópatas!
Yo no
volvía en mí, todo zumbante aún de cloroformo. Abrí los ojos y vi los fantasmas
blancos que acababan de operarme.
Uno de
ellos me palmeó el hombro diciendo:
—Otra
vez trate de tener menos apuro en pasarse de largo, amigo. En fin, dese por muy
contento.
Pero yo
no lo oía porque había vuelto a caer en sopor. Cuando torné a despertar, me
hallaba ya en la cama.
¿En la
cama...? ¿En un sanatorio...? ¿En el mundo, no es esto...? Mas la luz, el olor a
formol, los ruidos metálicos —la vida tal cual— me dañaban los ojos y el alma.
Lejos, quién sabe a qué remota eternidad de tiempo y espacio, estaba el salón de
espera y la jovencita a mi lado que miraba a uno y otro guardián. Esa solo había
sido, era y sería mi vida en adelante. ¿Dónde hallarla, a ella? ¿Cómo buscarla
entre el millar de sanatorios del mundo, entre los operados que en todo instante
están incubando tras la careta asfixiante el síncope del cloroformo?
¡La
hora! ¡Sí! Solo ese dato preciso tenía y podía bastarme. Debía comenzar a
buscarla en seguida, en el sanatorio mismo. ¿Quién sabe...?
Hice
llamar a un médico, a mi médico de confianza que había asistido a la operación.
—Óigame,
Fitzsimmons —murmuré—. Tengo un interés muy grande en saber si, al mismo tiempo
que a mí, se ha operado a otras personas en este sanatorio.
—¿Aquí?
¿Le interesa mucho saber esto?
—Muchísimo. A la misma hora... O un momento antes, si acaso.
—Pero
sí, me parece que sí... ¿Quiere saberlo con seguridad?
—Hágame
el favor...
Al
quedar solo cerré de nuevo los ojos, porque lo que yo quería ver era muy
distinto de los crudos reflejos de la cama laqué, y de la mesa giratoria,
también laqué.
—Puedo
satisfacerlo —me dijo Fitzsimmons, volviendo a entrar—. Se ha operado al mismo
tiempo que a usted a tres personas: dos hombres y una mujer. Los hombres...
—No,
Fitzsimmons; la mujer solo me interesa. ¿Usted la ha visto?
—Perfectamente. Pero —se detuvo mirándome a los ojos— ¿qué diablo de pesadilla
sigue usted rumiando con el cloroformo?
—No es
pesadilla... ¡Después le explicaré! Óigame: ¿la ha visto bien cuando estaba
vestida? ¿Puede describírmela con detalles?
Fitzsimmons la había visto bien, y no tuve la menor duda. Era ella. ¡Ella! ¡A
despecho de la vida y la muerte y la inmensidad de los mundos, la jovencita
estaba a mi lado! Viva, tangible, como lo estaba en un pasado remoto,
infinitamente anterior, en la luz tamizada de una sala de espera
ultraterrestre...
El
médico vio mi cambio de expresión y se mordió los labios.
—¿Usted
la conocía?
—¡Sí! Es
decir... ¿Sigue bien?
Titubeó
un instante. Luego:
—No sé
si esa joven es la que usted cree. Pero la enferma que han operado... ha muerto.
—¡Muerta!
—Sí...
Hoy hemos tenido poca suerte en el sanatorio. Usted, que casi se nos va; y esa
chica, con un síncope...
—Azul...
—murmuré.
—No,
blanco.
—¿Blanco? —me volví aterrado—. ¡No, azul! ¡Estoy seguro...!
Pero mi
médico exclamó:
—No sé
de donde saca usted ahora sus diagnósticos... Síncope blanco, le digo, de lo más
fulminante que se pueda pedir. Y sosiéguese ahora... Deje sus sueños de
cloroformo que a nada lo conducirán.
Quedé
otra vez solo. ¡Síncope blanco! Súbitamente se hizo la luz: Volví a ver a los
jefes de la sala de espera, revisando el número de la joven; y aprecié ahora en
su total alcance las palabras que en aquel momento no había comprendido: Ha
habido un error...
El error
consistía en que la jovencita había muerto en la mesa de operaciones, del
síncope blanco; que había entrado muerta en la sala de espera, por el error de
algún guardián; y que yo había estado haciendo el amor, cuarenta minutos, a una
joven ya muerta, que por error me sonreía y cruzaba aún los pies.
En el
curso de mi vida yo he recorrido sin duda las mismas calles que ella, tal vez con
segundos de diferencia; hemos vivido posiblemente en la misma cuadra, y quizá en
distintos pisos de la misma casa. ¡Y nunca, nunca nos hemos encontrado! Y lo que
nos negó la vida, tan fácil, nos lo concede al fin una estación ultraterrestre,
donde por un error he volcado todo el amor de mi vida oscilante, sobre el
espectro en medias traslúcidas —de un cadáver.
Es o no
cierto lo que me dice el médico; pero al cerrar los ojos la veo siempre,
despidiéndose con su sonrisa, dispuesta a esperarme. Al salir de la sala ha tomado
a la derecha, para entrar en el Síncope Blanco. Jamás volverá a salir. Pero no
importa; allí me espera, estoy seguro.
Bien.
Mas yo mismo; este cuarto de sanatorio, estos duros ángulos y esta cama laqué,
¿son cosa real? ¿He vuelto en realidad a la vida, o mi despertar y la
conversación con mi médico blanco no son sino nuevas formas de sueño sincopal?
¿No es posible un nuevo error a mi respecto, consecutivo al que ha desviado
hacia la derecha a mi Novia—Muerta? ¿No estoy muerto yo mismo desde hace un buen
rato, esperando en el Síncope Azul el control que de nuevo efectúan los jefes
con mi número?
Ella
salió y entró serena, calmada ya su impaciencia, en el edificio blanco, ante el
cual toda ilusión humana debe retroceder. Nunca más será ella vista por nadie en
la Tierra.
¿Pero
yo? ¿Es real esta cama laqué, o sueño con ella definitivamente instalado en la
Gran Sombra, donde por fin los jefes me abren paso irritados ante el nuevo
error, señalándome el Síncope Blanco, donde yo debía estar desde hace largo
rato?...
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