(Cuentos de amor, de
locura y de muerte, 1917)
El motivo fue cierto juego de comedor que míster Hall no
tenía aún, y su fonógrafo fue quien le sirvió de anzuelo.
Candiyú lo vio en la oficina provisoria de la “Yerba
Company”, donde míster Hall maniobraba su fonógrafo a puerta abierta.
Candiyú, como buen indígena, no manifestó sorpresa
alguna, contentándose con detener su caballo un poco al través delante del
chorro de luz, y mirar a otra parte. Pero como un inglés, a la caída de la
noche, en mangas de camisa por el calor, y con una botella de whisky al lado, es
cien veces más circunspecto que cualquier mestizo, míster Hall no levantó la
vista del disco. Con lo que vencido y conquistado, Candiyú concluyó por arrimar
su caballo a la puerta, en cuyo umbral apoyó el codo.
—Buenas noches, patrón ¡Linda música!
—Sí, linda—repuso míster Hall.
—¡Linda! —repitió el otro—.
¡Cuánto ruido!
—Sí, mucho ruido —asintió
míster Hall, que hallaba no desprovistas de profundidad las observaciones de su
visitante.
Candiyú admiraba los nuevos discos:
—¿Te costó mucho a usted, patrón?
—Costó... ¿qué?
—Ese hablero... los mozos que cantan.
La mirada turbia, inexpresiva e insistente de míster
Hall, se aclaró. El contador comercial surgía.
—¡Oh, cuesta mucho!... ¿Usted quiere comprar?
—Si usted querés venderme... —contestó llanamente
Candiyú, convencido de la imposibilidad de tal compra. Pero míster Hall
proseguía mirándolo con pesada fijeza, mientras la membrana saltaba del disco a
fuerza de marchas metálicas.
—Vendo barato a usted... ¡cincuenta pesos!
Candiyú sacudió la cabeza, sonriendo al aparato y a su
maquinista, alternativamente:
—¡Mucha plata! No tengo.
—¿Usted qué tiene, entonces?
El hombre se sonrió de nuevo, sin responder.
—¿Dónde usted vive?
—prosiguió míster Hall, evidentemente decidido a desprenderse de su gramófono.
—En el puerto.
—¡Ah! yo conozco usted... ¿Usted llama Candiyú?
—Así es.
—¿Y usted pesca vigas?
—A veces, alguna viguita sin dueño...
—¡Vendo por vigas!... Tres vigas aserradas. Yo mando
carreta. ¿Conviene?
Candiyú se reía.
—No tengo ahora. Y esa... maquinaria, ¿tiene mucha
delicadeza?
—No; botón acá, y botón acá... yo enseño. ¿Cuándo tiene
madera?
—Alguna creciente... Ahora debe venir una. ¿Y qué palo
querés usted?
—Palo rosa. ¿Conviene?
—¡Hum!... No baja ese palo casi nunca... Mediante una
creciente grande, solamente. ¡Lindo palo! Te gusta
palo bueno, a usted.
—Y usted lleva buen gramófono. ¿Conviene?
El mercado prosiguió a son de cantos británicos, el
indígena esquivando la vía recta, y el contador acorralándolo en el pequeño
círculo de la precisión. En el fondo, y descontados el calor y el whisky, el
ciudadano inglés no hacía un mal negocio, cambiando un perro gramófono por
varias docenas de bellas tablas, mientras el pescador de vigas, a su vez,
entregaba algunos días de habitual trabajo a cuenta de una maquinita
prodigiosamente ruidera.
Por lo cual el mercado se realizó, a tanto tiempo de
plazo.
Candiyú vive en la costa del Paraná, desde hace treinta
años; y si su hígado es aún capaz de combinar cualquier cosa después del último
ataque de fiebre, en diciembre pasado, debe vivir todavía unos meses más. Pasa
ahora los días sentado en su catre de varas, con el sombrero puesto. Sólo sus
manos, lívidas zarpas veteadas de verde que penden inmensas de las muñecas, como
proyectadas en primer término en una fotografía, se mueven monótonamente sin
cesar, con temblor de loro implume.
Pero en aquel tiempo Candiyú era otra cosa. Tenía
entonces por oficio honorable el cuidado de un bananal ajeno, y
—poco menos lícito— el de pescar vigas.
Normalmente, y sobre todo en época de creciente, derivan vigas escapadas de los
obrajes, bien que se desprendan de una jangada en formación, bien que un peón
bromista corte de un machetazo la soga que las retiene. Candiyú era poseedor de
un anteojo telescopado, y pasaba las mañanas apuntando al agua, hasta que la
línea blanquecina de una viga, destacándose en el horizonte montuoso, lo lanzaba
en su chalana al encuentro de la presa. Vista la viga a tiempo, la empresa no es
extraordinaria, porque la pala de un hombre de coraje, recostado o halando de
una pieza de 10 x 40, vale cualquier remolcador.
* * *
Allá en el obraje de Castelhum, más arriba de Puerto
Felicidad, las lluvias habían comenzado después de setenta y cinco días de seca
absoluta que no dejó llanta en las alzaprimas. El haber realizable del obraje
consistía en ese momento en siete mil vigas —bastante
más que una fortuna. Pero como las dos toneladas de una viga, mientras no están
en el puerto, no pesan dos escrúpulos en caja, Castelhum y Compañía. distaban
muchísimas leguas de estar contentos.
De Buenos Aires llegaron órdenes de movilización
inmediata; el encargado del obraje pidió mulas y alzaprimas; le respondieron que
con el dinero de la primera jangada a recibir le remitirían las mulas, y el
gerente contestó que con esas mulas anticipadas, les mandaría la primer jangada.
No había modo de entenderse. Castelhum subió hasta el
obraje y vio el stock de madera en el campamento, sobre la barranca del
Ñacanguazú al norte.
—¿Cuánto? —preguntó Castelhum
a su encargado.
—Treinta y cinco mil pesos
—repuso éste.
Era lo necesario para trasladar las vigas al Paraná. Y
sin contar la estación impropia. Bajo la lluvia que unía en un solo hilo de agua
su capa de goma y su caballo, Castelhum consideró largo rato el arroyo
arremolinado. Señalando luego el torrente con un movimiento del capuchón:
—¿Las aguas llegarán a cubrir el salto?
—preguntó a su compañero.
—Si llueve mucho, sí.
—¿Tiene todos los hombres en el obraje?
—Hasta este momento; esperaba órdenes suyas.
—Bien —dijo Castelhum.
—Creo que vamos a salir bien. Míster Fernández: Esta
misma tarde refuerce la maroma en la barra, y comience a arrimar todas las vigas
aquí a la barranca. El arroyo está limpio, según me dijo. Mañana de mañana bajo
a Posadas, y desde entonces, con el primer temporal que venga, eche los palos al
arroyo. ¿Entiende?
Una buena lluvia. El encargado lo miró abriendo cuanto
pudo los ojos.
—La maroma va a ceder antes que lleguen cien vigas.
—Ya sé, no importa. Y nos costará muchísimos miles.
Volvamos y hablaremos más largo.
Fernández se encogió de hombros y silbó a los
capataces.
En el resto del día, sin lluvia pero empapado en calma
de agua, los peones tendieron de una orilla a otra en la barra del arroyo, la
cadena de vigas, y el tumbaje de palos comenzó en el campamento. Castelhum bajó
a Posadas sobre una agua de inundación que iba corriendo nueve millas, y que al
salir del Guayrá se había alzado siete metros la noche anterior.
Tras gran sequía, grandes lluvias. A mediodía comenzó
el diluvio, y durante cincuenta y dos horas consecutivas el monte tronó de agua.
El arroyo, venido a torrente, pasó a rugiente avalancha de agua roja. Los
peones, calados hasta los huesos, con su flacura en relieve por la ropa pegada
al cuerpo, despeñaban las vigas por la barranca. Cada esfuerzo arrancaba un
unísono grito de ánimo, y cuando la monstruosa viga rodaba dando tumbos y se
hundía con un cañonazo en el agua, todos los peones lanzaban su ¡a... hijú! de
triunfo. Y luego, los esfuerzos malgastados en el barro líquido, la zafadura de
las palancas, las costaladas bajo la lluvia torrencial. Y la fiebre.
Bruscamente, por fin, el diluvio cesó. En el súbito
silencio circunstante, se oyó el tronar de la lluvia todavía sobre el bosque
inmediato. Más sordo y más hondo, el retumbo del Ñacanguazú. Algunas gotas,
distanciadas y livianas, caían aún del cielo exhausto. Pero el tiempo proseguía
cargado, sin el más ligero soplo. Se respiraba agua, y apenas los peones
hubieron descansado un par de horas, la lluvia recomenzó
—la lluvia a plomo, maciza y blanca de las crecidas. El trabajo urgía
—los sueldos habían subido valientemente—, y mientras el temporal siguió,
los peones continuaron gritando, cayéndose y tumbando bajo el agua helada.
En la barra del Ñacanguazú, la barrera flotante contuvo
a los primeros palos que llegaron, y resistió arqueada y gimiendo a muchas más;
hasta que al empuje incontrastable de las vigas que llegaban como catapultas
contra la maroma, el cable cedió.
* * *
Candiyú observaba el río con su anteojo, considerando
que la creciente actual, que allí en San Ignacio había subido dos metros más el
día anterior —llevándose por lo demás su chalana—
sería más allá de Posadas, formidable inundación. Las maderas habían
comenzado a descender, pero todas ellas, a juzgar por su alta flotación, eran
cedros o poco menos, y el pescador reservaba prudentemente sus fuerzas.
Esa noche el agua subió un metro aún, y a la tarde
siguiente Candiyú tuvo la sorpresa de ver en el extremo de su anteojo una barra,
una verdadera jangada de vigas sueltas que doblaban la punta de Itacurubí.
Madera de lomo blanquecino, y perfectamente seca.
Allí estaba su lugar. Saltó en su guabiroba, y paleó al
encuentro de la caza.
Ahora bien, en una creciente del Alto Paraná se
encuentran muchas cosas antes de llegar a la viga elegida. Árboles enteros,
desde luego, arrancados de cuajo y con las raíces negras al aire, como pulpos.
Vacas y mulas muertas, en compañía de buen lote de animales salvajes ahogados,
fusilados o con una flecha plantada aún en el vientre. Altos conos de hormigas
amontonadas sobre un raigón. Algún tigre, tal vez; camalotes y espuma a
discreción, —sin contar, claro está, las víboras.
Candiyú esquivó, derivó, tropezó y volcó muchas veces
más de las necesarias para llegar a la presa. Al fin la tuvo; un machetazo puso
al vivo la veta sanguínea del palo rosa, y recostándose a la viga pudo derivar
con ella oblicuamente algún trecho. Pero las ramas, los árboles, pasaban sin
cesar arrastrándolo. Cambió de táctica; enlazó su presa, y comenzó entonces la
lucha muda y sin tregua, echando silenciosamente el alma a cada palada.
Una viga, derivando con una gran creciente, lleva un
impulso suficientemente grande para que tres hombres titubeen antes de atreverse
con ella. Pero Candiyú unía a su gran aliento, treinta años de piraterías en río
bajo o alto, deseando —además—
ser dueño de un gramófono.
La noche que caía le deparó incidentes a su plena
satisfacción. El río, a flor de ojo casi, corría velozmente con untuosidad de
aceite. A ambos lados pasaban y pasaban sin cesar sombras densas. Un hombre
ahogado tropezó con la guabiroba; Candiyú se inclinó y vio que tenía la garganta
abierta. Luego visitantes incómodos, víboras al asalto, las mismas que en las
crecidas trepan por las ruedas de los vapores hasta los camarotes.
El hercúleo trabajo proseguía, la pala temblaba bajo el
agua, pero era arrastrado a pesar de todo. Al fin se rindió; cerró más el ángulo
de abordaje, y sumó sus últimas fuerzas para alcanzar el borde de la canal, que
rasaba los peñascos del Teyucuaré. Durante diez minutos el pescador de vigas,
los tendones del cuello duros y los pectorales como piedra, hizo lo que jamás
volverá a hacer nadie para salir de la canal en una creciente, con una viga a
remolque. La guabiroba se estrelló por fin contra las piedras, se tumbó,
justamente cuando a Candiyú quedaba la fuerza suficiente
—y nada más—, para sujetar la soga y
desplomarse de boca.
Solamente un mes más tarde tuvo míster Hall sus tres
docenas de tablas, y veinte segundos después —ni más ni menos—,
entregó a Candiyú el gramófono, incluso veinte discos.
La firma Castelhum y Compañía., no obstante la flotilla
de lanchas a vapor que lanzó contra las vigas —y esto
por bastante más de treinta días— perdió muchas. Y si
alguna vez Castelhum llega a San Ignacio y visita a míster Hall, admirará
sinceramente los muebles del citado contador, hechos de palo rosa.
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