Horacio
Quiroga
(1879-1937)
EL PASO DEL YABEBIRÍ
(Cuentos de la selva,
1918)
En el río Yabebirí, que está en
Misiones, hay muchas rayas, porque «Yabebirí» quiere decir precisamente
«Río-de-las-rayas». Hay tantas, que a veces es peligroso meter un solo
pie en el agua. Yo conocí un hombre a quien lo picó una raya en el
talón y que tuvo que caminar rengueando media legua para llegar a su
casa: el hombre iba llorando y cayéndose de dolor. Es uno de los dolores
más fuertes que se puede sentir.
Como en el Yabebirí
hay también muchos otros peces, algunos hombres van a cazarlos con bombas
de dinamita. Tiran una bomba al río, matando millones de peces. Todos los
peces que están cerca mueren, aunque sean grandes como una casa. Y mueren
también todos los chiquitos, que no sirven para nada.
Ahora bien: una vez
un hombre fue a vivir allá, y no quiso que tiraran bombas de dinamita,
porque tenía lastima de los pececitos. Él no se oponía a que pescaran
en el río para comer; pero no quería que mataran inútilmente a millones
de pececitos. Los hombres que tiraban bombas se enojaron al principio,
pero como el hombre tenía un carácter serio, aunque era muy bueno, los
otros se fueron a cazar a otra parte, y todos los peces quedaron muy
contentos. Tan contentos y agradecidos estaban a su amigo que había
salvado a los pececitos, que lo conocían apenas se acercaba a la orilla Y
cuando él andaba por la costa fumando, las rayas lo seguían
arrastrándose por el barro, muy contentas de acompañar a su amigo. Él
no sabía nada, y vivía feliz en aquel lugar.
Y sucedió que una
vez, una tarde, un zorro llegó corriendo hasta el Yabebirí, y metió las
patas en el agua, gritando:
—¡Eh, rayas!
¡Ligero! Ahí viene el amigo de ustedes, herido.
Las rayas, que lo
oyeron, corrieron ansiosas a la orilla. Y le preguntaron al zorro:
—¿Qué pasa?
¿Dónde está el hombre?
—¡Ahí viene! —gritó
el zorro de nuevo—. ¡Ha peleado con un tigre! ¡El tigre viene
corriendo! ¡Seguramente va a cruzar a la isla! ¡Denle paso, porque es un
hombre bueno!
—¡Ya lo creo!
¡Ya lo creo que le vamos a dar paso! Contestaron las rayas—. ¡Pero lo
que es el tigre, ése no va a pasar!
—¡Cuidado con
él! —gritó aún el zorro— ¡No se olviden de que es el tigre!.
Y pegando un brinco,
el zorro entró de nuevo en el monte.
Apenas acababa de
hacer esto, cuando el hombre apartó las ramas y apareció todo
ensangrentado y la camisa rota. La sangre le caía por la cara y el pecho
hasta el pantalón, y desde las arrugas del pantalón, la sangre caía a
la arena. Avanzó tambaleando hacia la orilla, porque estaba muy herido, y
entró en el río. Pero apenas puso un pie en el agua, las rayas que
estaban amontonadas se apartaron de su paso, y el hombre llegó con el
agua al pecho hasta la isla, sin que una raya lo picara. Y conforme
llegó, cayó desmayado en la misma arena, por la gran cantidad de sangre
que había perdido.
Las rayas no habían
aún tenido tiempo de compadecer del todo a su amigo moribundo, cuando un
terrible rugido les hizo dar un brinco en el agua.
—¡El tigre! ¡El
tigre! —gritaron todas, lanzándose como una flecha a la orilla.
En efecto, el tigre
que había peleado con el hombre y que lo venía persiguiendo había
llegado a la costa del Yabebirí. El animal estaba también muy herido, y
la sangre le corría por todo el cuerpo. Vio al hombre caído como muerto
en la isla, y lanzando un rugido de rabia, se echó al agua, para acabar
de matarlo.
Pero apenas hubo
metido una pata en el agua, sintió como si lo hubieran clavado ocho o
diez terribles clavos en las patas, y dio un salto atrás: eran las rayas,
que defendían el paso del río, y le habían clavado con toda su fuerza
el aguijón de la cola.
El tigre quedó
roncando de dolor, con la pata en el aire; y al ver toda el agua de la
orilla turbia como si removieran el barro del fondo, comprendió que eran
las rayas que no lo querían dejar pasar. Y entonces gritó enfurecido:
—¡Ah, ya sé lo
que es! ¡Son ustedes, malditas rayas! ¡Salgan del camino!
—¡No salimos! —respondieron
las rayas.
—¡Salgan!
—¡No salimos!
¡Él es un hombre bueno! ¡No hay derecho para matarlo!
—¡Él me ha
herido a mí!
—¡Los dos se han
herido! ¡Esos son asuntos de ustedes en el monte! ¡Aquí está bajo
nuestra protección!... ¡No se pasa!
—¡Paso! —rugió
por última vez el tigre.
—¡NI NUNCA! —respondieron
las rayas.
(Ellas dijeron
"ni nunca" porque así dicen los que hablan guaraní como en
Misiones.)
—¡Vamos a ver!
—rugió aún el tigre. Y retrocedió para tomar impulso y dar un enorme
salto.
El tigre sabía que
las rayas están casi siempre en la orilla; y pensaba que si lograba dar
un salto muy grande acaso no hallara más rayas en el medio del río, y
podría así comer al hombre moribundo.
Pero las rayas lo
habían adivinado y corrieron todas al medio del río, pasándose la voz:
—¡Fuera de la
orilla! —gritaban bajo el agua—. ¡Adentro! ¡A la canal! ¡A la
canal!
Y en un segundo el
ejército de rayas se precipitó río adentro, a defender el paso, a
tiempo que el tigre daba su enorme salto y caía en medio del agua. Cayó
loco de alegría, porque en el primer momento no sintió ninguna picadura,
y creyó que las rayas habían quedado todas en la orilla, engañadas...
Pero apenas dio un
paso, una verdadera lluvia de aguijonazos, como puñaladas de dolor, lo
detuvieron en seco: eran otra vez las rayas, que le acribillaban las patas
a picaduras.
El tigre quiso
continuar, sin embargo; pero el dolor era tan atroz, que lanzó un alarido
y retrocedió corriendo como loco a la orilla. Y se echó en la arena de
costado, porque no podía más de sufrimiento; y la barriga subía y
bajaba como si estuviera cansadísimo.
Lo que pasaba es que
el tigre estaba envenenado con el veneno de las rayas.
Pero aunque habían
vencido al tigre, las rayas no estaban tranquilas porque tenían miedo de
que viniera la tigra y otros tigres, y otros muchos más... Y ellas no
podrían defender más el paso.
En efecto, el monte
bramó de nuevo, y apareció la tigra, que se puso loca de furor al ver al
tigre tirado de costado en la arena. Ella vio también el agua turbia por
el movimiento de las rayas, y se acercó al río. Y tocando casi el agua
con la boca, gritó:
—¡Rayas! ¡Quiero
paso!
—¡No hay paso!
—respondieron las rayas.
—¡No va a quedar
una sola raya con cola, si no dan paso! rugió la tigra.
—¡Aunque quedemos
sin cola, no se pasa! —respondieron ellas.
—¡Por última
vez, paso!
—¡NI NUNCA! —gritaron
las rayas.
La tigra,
enfurecida, había metido sin querer una pata en el agua, y una raya,
acercándose despacio, acababa de clavarle todo el aguijón entre los
dedos. Al rugido de dolor del animal, las rayas respondieron,
sonriéndose:
—¡Parece que
todavía tenemos cola! Pero la tigra había tenido una idea, y con esa
idea entre las cejas, se alejaba de allí, costeando el río aguas arriba,
y sin decir una palabra.
Mas las rayas
comprendieron también esta vez cuál era el plan de su enemigo. El plan
de su enemigo era éste: pasar el río por otra parte, donde las rayas no
sabían que había que defender el paso. Y una inmensa ansiedad se
apoderó entonces de las rayas.
—¡Va a pasar el
río aguas más arriba! —gritaron—. ¡No queremos que mate al hombre!
¡Tenemos que defender a nuestro amigo!
Y se revolvían
desesperadas entre el barro, hasta enturbiar el río.
—¡Pero qué
hacemos! —decían—. Nosotras no sabemos nadar ligero... ¡La tigra va
a pasar antes que las rayas de allá sepan que hay que defender el paso a
toda costa!
Y no sabían qué
hacer. Hasta que una rayita muy inteligente dijo de pronto:
—¡Ya está!
¡Qué vaya los dorados! ¡Los dorados son amigos nuestros! ¡Ellos nadan
más ligero que nadie!
—¡Eso es! —gritaron
todas—. ¡Que vayan los dorados!
Y en un instante la
voz pasó y en otro instante se vieron ocho o diez filas de dorados, un
verdadero ejército de dorados que nadaban a toda velocidad aguas arriba,
y que iban dejando surcos en el agua, como los torpedos.
A pesar de todo,
apenas tuvieron tiempo de dar la orden de cerrar el paso a los tigres; la
tigra ya había nadado, y estaba ya por llegar a la isla.
Pero las rayas
habían corrido ya a la orilla, y en cuanto la tigra hizo pie, las rayas
se abalanzaron contra sus patas, deshaciéndoselas a aguijonazos. El
animal, enfurecido y loco de dolor, rugía, saltaba en el agua, hacia
volar nubes de agua a manotones. Pero las rayas continuaban
precipitándose contra sus patas, cerrándole el paso de tal modo, que la
tigra dio vuelta, nadó de nuevo y fue a echarse a su vez a la orilla, con
las cuatro patas monstruosamente hinchadas; por allí tampoco sé podía
ir a comer al hombre.
Mas las rayas
estaban también muy cansadas. Y lo que es peor, el tigre y la tigra
habían acabado por levantarse y entraban en el monte.
¿Qué iban a hacer?
Esto tenía muy inquietas a las rayas, y tuvieron una larga conferencia.
Al fin dijeron:
—¡Ya sabemos lo
que es! Van a ir a buscar a los otros tigres y van a venir todos. ¡Van a
venir todos los tigres y van a pasar!
—¡NI NUNCA! —gritaron
las rayas más jóvenes y que no tenían tanta experiencia.
—¡Sí, pasarán,
compañeritas! —respondieron tristemente las más viejas—. Si son
muchos acabarán por pasar... Vamos a consultar a nuestro amigo.
Y fueron todas a ver
al hombre, pues no habían tenido tiempo aún de hacerlo, por defender el
paso del río.
El hombre estaba
siempre tendido, porque había perdido mucha sangre, pero podía hablar y
moverse un poquito. En un instante las rayas le contaron lo que había
pasado, y cómo habían defendido el paso a los tigres que lo querían
comer. El hombre herido se enterneció mucho con la amistad de las rayas
que le habían salvado la vida y dio la mano con verdadero cariño a las
rayas que estaban más cerca de él. Y dijo entonces:
—¡No hay remedio!
Si los tigres son muchos, y quieren pasar, pasarán...
—¡No pasarán!
—dijeron las rayas chicas—. ¡Usted es nuestro amigo y no van a pasar!
—¡Sí, pasarán,
compañeritas! —dijo el hombre. Y añadió, hablando en voz baja—: El
único modo sería mandar a alguien a casa a buscar el winchester con
muchas balas... pero yo no tengo ningún amigo en el río, fuera de los
peces... y ninguno de ustedes sabe andar por la tierra.
—¿Qué hacemos
entonces? —dijeron las rayas ansiosas.
—A ver, a ver...
—dijo entonces el hombre, pasándose la mano por la frente, como si
recordara algo—. Yo tuve un amigo... un carpinchito que se crió en casa
y que jugaba con mis hijos... Un día volvió otra vez al monte y creo que
vivía aquí, en el Yabebirí... pero no sé dónde estará...
Las rayas dieron
entonces un grito de alegría: —¡Ya sabemos! ¡Nosotras lo conocemos!
¡Tiene su guarida en la punta de la isla! ¡Él nos habló una vez de
usted! ¡Lo vamos a mandar buscar en seguida! Y dicho y hecho: un dorado
muy grande voló río abajo a buscar al carpinchito; mientras el hombre
disolvía una gota de sangre seca en la palma de la mano, para hacer
tinta, y con una espina de pescado, que era la pluma, escribió en una
hoja seca, que era el papel. Y escribió esta carta: Mándenme con el
carpinchito el winchester y una caja entera de veinticinco balas.
Apenas acabó el
hombre de escribir, el monte entero tembló con un sordo rugido; eran
todos los tigres que se acercaban a entablar la lucha. Las rayas llevaban
la carta con la cabeza afuera del agua para que no se mojara, y se la
dieron al carpinchito, el cual salió corriendo por entre el pajonal a
llevarla a la casa del hombre.
Y ya era tiempo,
porque los rugidos, aunque lejanos aún, se acercaban velozmente. Las
rayas reunieron entonces a los dorados que estaban esperando órdenes, y
les gritaron:
—¡Ligero,
compañeros! ¡Recorran todo el río y den la voz de alarma! ¡Que todas
las rayas estén prontas en todo el río! ¡Que se encuentren todas
alrededor de la isla! ¡Veremos si van a pasar!
Y el ejército de
dorados voló en seguida, río arriba y río abajo, haciendo rayas en el
agua con la velocidad que llevaban.
No quedó raya en
todo el Yabebirí que no recibiera orden de concentrarse en las orillas
del río, alrededor de la isla. De todas partes, de entre las piedras, de
entre el barro, de la boca de los arroyitos, de todo el Yabebirí entero,
las rayas acudían a defender el paso contra los tigres. Y por delante de
la isla, los dorados cruzaban y recruzaban a toda velocidad.
Ya era tiempo, otra
vez; un inmenso rugido hizo temblar el agua misma de la orilla, y los
tigres desembocaron en la costa.
Eran muchos;
parecía que todos los tigres de Misiones estuvieran allí. Pero el
Yabebirí entero hervía también de rayas, que se lanzaron a la orilla,
dispuestas a defender a todo trance el paso.
—¡Paso a los
tigres!
—¡No hay paso!
—respondieron las rayas.
—¡Paso, de nuevo!
—¡No se pasa!
—¡No va a quedar
raya, ni hijo de raya, ni nieto de raya. si no dan paso!
—¡Es posible! —respondieron
las rayas—. ¡Pero ni los tigres, ni los hijos de tigres, ni los nietos
de tigres, ni todos los tigres del mundo van a pasar por aquí!
Así respondieron
las rayas. Entonces los tigres rugieron por última vez:
—¡Paso pedimos!
—¡NI NUNCA!
Y la batalla
comenzó entonces. Con un enorme salto los tigres se lanzaron al agua. Y
cayeron todos sobre un verdadero piso de rayas. Las rayas les acribillaron
las patas a aguijonazos, y a cada herida los tigres lanzaban un rugido de
dolor. Pero ellos se defendían a zarpazos manoteando como locos en el
agua. Y las rayas volaban por el aire con el vientre abierto por las uñas
de los tigres.
El Yabebirí
parecía un río de sangre. Las rayas morían a centenares... pero los
tigres recibían también terribles heridas, y se retiraban a tenderse y
rugir en la playa, horriblemente hinchados. Las rayas, pisoteadas,
deshechas por las patas de los tigres, no desistían; acudían sin cesar a
defender el paso. Algunas volaban por el aire, volvían a caer al río, y
se precipitaban de nuevo contra los tigres.
Media hora duró
esta lucha terrible. AI cabo de esa media hora, todos los tigres estaban
otra vez en la playa, sentados de fatiga y rugiendo de dolor; ni uno solo
había pasado.
Pero las rayas
estaban también deshechas de cansancio. Muchas, muchísimas habían
muerto. Y las que quedaban vivas dijeron:
—No podremos
resistir dos ataques como éste. ¡Que los dorados vayan a buscar
refuerzos! ¡Que vengan en seguida todas las rayas que haya en el
Yabebirí!
Y los dorados
volaron otra vez río arriba y río abajo, e iban tan ligeros que dejaban
surcos en el agua, como los torpedos.
Las rayas fueron
entonces a ver al hombre.
—¡No podremos
resistir más! —le dijeron tristemente las rayas.
Y aun algunas rayas
lloraban, porque veían que no podrían salvar a su amigo.
—¡Váyanse,
rayas! —respondió el hombre herido—. ¡Déjenme solo! ¡Ustedes han
hecho ya demasiado por mí! ¡Dejen que los tigres pasen!
—¡NI NUNCA! —gritaron
las rayas en un solo clamor—. ¡Mientras haya una sola raya viva en el
Yabebirí, que es nuestro río, defenderemos al hombre bueno que nos
defendió antes a nosotras!
El hombre herido
exclamó entonces, contento:
—¡Rayas! ¡Yo
estoy casi por morir, y apenas puedo hablar; pero yo les aseguro que en
cuanto llegue el winchester, vamos a tener farra para largo rato; esto yo
se lo aseguro a ustedes!
—¡Sí, ya lo
sabemos! —contestaron las rayas entusiasmadas. Pero no pudieron concluir
de hablar, porque la batalla recomenzaba. En efecto: los tigres, que ya
habían descansado se pusieron bruscamente en pie, y agachándose como
quien va saltar, rugieron:
—¡Por última
vez, y de una vez por todas: paso!
—¡Ni NUNCA! —respondieron
las rayas lanzándose a la orilla. Pero los tigres habían saltado a su
vez al agua y recomenzó la terrible lucha. Todo el Yabebirí, ahora de
orilla a orilla, estaba rojo de sangre, y la sangre hacía espuma en la
arena de la playa. Las rayas volaban deshechas por el aire y los tigres
rugían de dolor; pero nadie retrocedía un paso.
Y los tigres no
sólo no retrocedían, sino que avanzaban. En balde el ejército de
dorados pasaba a toda velocidad río arriba y río abajo, llamando a las
rayas: las rayas se habían concluido; todas estaban luchando frente a la
isla y la mitad había muerto ya. Y las que quedaban estaban todas heridas
y sin fuerzas.
Comprendieron
entonces que no podrían sostenerse un minuto más, y que los tigres
pasarán; y las pobres rayas, que preferían morir antes que entregar a su
amigo, se lanzaron por última vez contra los tigres. Pero ya todo era
inútil. Cinco tigres nadaban ya hacia la costa de la isla. Las rayas,
desesperadas, gritaron:
—¡A la isla!
¡Vamos todas a la otra orilla!
Pero también esto
era tarde: dos tigres más se habían echado a nado, y en un instante
todos los tigres estuvieron en medio del río, y no se veía más que sus
cabezas.
Pero también en ese
momento un animalito, un pobre animalito colorado y peludo cruzaba nadando
a toda fuerza el Yabebirí: era el carpinchito, que llegaba a la isla
llevando el winchester y las balas en la cabeza para que no se mojaran.
El hombre dio un
gran grito de alegría, porque le quedaba tiempo para entrar en defensa de
las rayas. Le pidió al carpinchito que lo empujara con la cabeza para
colocarse de costado, porque él solo no podía; y ya en esta posición
cargó el winchester con la rapidez del rayo.
Y en el preciso
momento en que las rayas, desgarradas, aplastadas, ensangrentadas, veían
con desesperación que habían perdido la batalla y que los tigres iban a
devorar a su pobre amigo herido, en ese momento oyeron un estampido, y
vieron que el tigre que iba delante y pisaba ya la arena, daba un gran
salto y caía muerto, con la frente agujereada de un tiro.
—¡Bravo, bravo!
—clamaron las rayas, locas de contento. ¡El hombre tiene el winchester!
¡Ya estamos salvadas!
Y enturbiaban toda
el agua verdaderamente locas de alegría. Pero el hombre proseguía
tranquilo tirando, y cada tiro era un nuevo tigre muerto. Y a cada tigre
que caía muerto lanzando un rugido, las rayas respondían con grandes
sacudidas de la cola.
Uno tras otro, como
si el rayo cayera entre sus cabezas, los tigres fueron muriendo a tiros.
Aquello duró solamente dos minutos. Uno tras otro se fueron al fondo del
río, y allí las palometas los comieron. Algunos boyaron después, y
entonces los dorados los acompañaron hasta el Paraná, comiéndolos, y
haciendo saltar el agua de contento.
En poco tiempo las
rayas, que tienen muchos hijos, volvieron a ser tan numerosas como antes.
El hombre se curó, y quedó tan agradecido a las rayas que le habían
salvado la vida, que se fue a vivir a la isla. Y allí, en las noches de
verano le gustaba tender se en la playa y fumar a la luz de la luna,
mientras las rayas, hablando despacito, se lo mostraban a los peces, que
no le conocían, contándoles la gran batalla que, aliadas a ese hombre,
habían tenido una vez contra los tigres.
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