Roberto
Fernández Retamar
(La Habana, 1930-2019)
FERNÁNDEZ RETAMAR: POESÍA
DESDE EL CRÁTER
Mario Benedetti
Letras del continente
mestizo
(Arca, 1972, pp. 202-213)
Si aun en los mercados mejor
organizados y más aptos para el consumo del producto literario, la
poesía es un género de escasos lectores, en América Latina suele ser,
además, un género de circulación poco menos que clandestina. Salvadas
las excepciones de un Pablo Neruda, un Nicolás Guillén o un Octavio Paz
(para nombrar tres poetas vivos), es improbable que un libro de poemas se
reedite. Hoy en día, ya es bastante, difícil encontrar en Santiago un
ejemplar de Cancionero sin nombre, de Nicanor Parra; o en México,
uno de Horal, de Jaime Sabines; o en Buenos Aires, uno de Violín
y otras cuestiones, de Juan Gelman. Pero juntarse con cualquiera de
esos títulos en otro país que no sea el del poeta respectivo, es algo
sencillamente imposible. Ello impide, no sólo al lector, sino también al
crítico, llegar a calibrar por sí mismos la obra total de un determinado
autor. Si bien ello se remedia a veces con las antologías, lo cierto es
que la estatura humana de un poeta no sólo se forma con sus momentos
cumbres, sino también con sus desfallecimientos, sus vacilaciones, sus
corazonadas, sus fracasos. Como lector, siempre me ha apasionado buscar el
verdadero rostro del escritor, y éste sólo es reconocible en las obras
completas, no en las antologías, que por lo general son una serie de
instantáneas selectas, y en consecuencia proporcionan un enfoque algo
rígido o artificial de aquel rostro verdadero. (¿Qué antología podría
dar la calidad humana que trasmiten las Poesías completas de
Antonio Machado?).
Por eso me parece
que la reciente aparición de Poesía reunida (que incluye ocho
libros, escritos entre 1948 y 1965), del cubano Roberto Fernández
Retamar, tiene sobre todo el valor de proporcionarnos la imagen integra
del poeta. Por supuesto que las trescientas y tantas páginas del volumen
incluyen poemas menores, temas desperdiciados, callejones sin salida, pero
ellos también se inscriben en la trayectoria total, y, en el peor de los
casos, cumplen una función de contraste o de relieve. En unas palabras
liminares, el autor habla de “la verdad de experiencia, el latido
humano, que son lo único que desde el principio quise dar”. Pues
bien, esa verdad de experiencia, ese latido humano, están presentes en
el libro de la primera a la última página.
Roberto Fernández
Retamar nació en La Habana, en 1930, y hoy integra (con Pablo Armando
Fernández, Fayad Jamis y Heberto Padilla) el cuarteto de poetas más
creadores de su generación. Profesor, traductor, poeta, crítico,
ensayista, Fernández Retamar es una de las personalidades más dinámicas
e irradiantes de la Cuba revolucionaria, y bajo su dirección la revista Casa
de las Américas se ha convertido en la mejor publicación periódica
que producen las letras de habla hispana. A diferencia de tantos
escritores latinoamericanos, militantes de izquierda, que se imponen un.
mensaje político (seguramente compartible) y avanzan con él sin
importarles que su ruta no pase por el arte, Fernández Retamar, que
muchas veces se introduce en el coto político, es consciente de que, para
asumir tan arduo compromiso, debe partir de una previa validez poética.
En la segunda mitad del volumen, que es donde mejor se reconoce esa
actitud, figuran poemas como El otro, Con las mismas manos, y sobre
todo ese notable Usted tenía razón, Tallet: somos hombres de
transición, tres demostraciones de que la lección de Vallejo y de
Neruda (ambos han escrito poemas políticos que valen como poesía y como
política) no ha sido desperdiciada.
Fernández Retamar
es uno de esos hombres de transición que se levantan “entre
una clase a la que no pertenecimos, porque no podíamos ir a sus colegios
ni llegamos a creer en sus dioses” ”y otra clase en la cual pedimos un
lugar, pero no tenemos del todo sus memorias ni tenemos del todo las
mismas humillaciones”; “entre creer un montón de cosas, de la tierra,
del cielo y del infierno, / y no creer absolutamente nada, ni siquiera que
el incrédulo exista de veras”. Aunque sólo en el penúltimo poema
del libro, Fernández Retamar encuentra el más certero modo poético de
ex. presar su actitud, es indudable que mucho del atractivo de esta Poesía
reunida viene de la franqueza, a la vez humilde y orgullosa, a la vez
convicta y desconcertada, con que el poeta asume, en nombre de una
insegura promoción, de una clase alarmada, su inconfortable función
transitiva, su condición de inestable, casi improvisado puente entre
dos épocas pugnantes, hostiles.
Aunque en la obra de
Fernández Retamar hay sólo dos poemas que llevan el título Arte
poética, en rea. lidad son varias las artes poéticas
distribuidas a lo largo y a lo ancho de su itinerario creador. En algunas
de esas aproximaciones a la razón de su trabajo, Fernández Retamar
ironiza a expensas de sí mismo. Por ejemplo, en Explicación:
Siempre
quise escribir un poema
Tan breve
Como aquel de Machado:
“Hoy es siempre todavía”;
O incluso
Como aquel de Ungaretti:
M’illumino
d’immenso”;
Pero ya ven:
Me pierdo en explicaciones.
Hay
otro poema de la misma época, En el fondo de ese ponto de tinta,
donde el arte poética se transforma en tierna y burlona clase práctica,
al enumerar todas las posibilidades literarias (“hay el final de un
ensayo / sobre crítica y revolución”), nostálgicas (“Y la
ternura que quise decir y no encontré, una tarde, hace casi veinte años,
en Santa Fe”) o meramente rutinarias (“Hay muchas veces el
absurdo garabato de mi firma”) que aguardan en el fondo del pomo de
tinta, pero el final es un pedido de disculpas al lector, un, guiño
cómplice: “Y hay también, estoy seguro de eso / una manera de mejor
terminar este poema”. Pero es precisamente en el poema titulado Arte
poética donde Fernández Retamar maneja mejor el lado humorístico de
los estados de ánimo, la inoportunidad de estar en vena.
Sin embargo, el
lector tiene la impresión de que no es en esos chispazos donde el poeta
realmente se confiesa. El humor es allí una socapa, una tregua de la
permanente indagación. La verdadera cuenta hay que sacarla en los
enfoques serios, decididos, como el que consta en Por otro rey:
Largos,
infinitos poemas vienen: yo los rechazo;
Vuelven como en oleadas insistentes, en paños,
En aguas vastas y golpeantes: yo los empujo
Contra su propio fragor, yo los hundo
Unos en otros; regresan otra vez, van a los ojos,
Van al rostro, buscan la boca, el cuerpo:
Yo los resisto, los alejo, vuelven, siempre vuelven.
Multitud espesa de letras
Está ya en marcha, y es inútil el rechazo.
Esto
es poco menos que una mecánica de los procederes poéticos. Ese empujar
los poemas contra su pro. pio fragor, ese hundirlos unos en otros, explica
en cierto modo la recurrencia de temas, la iteración de algunos tópicos
que vuelven con rasgos adicionales, con defor. maciones, o complementos, o
apéndices, o culminaciones, que les dan un rostro y un sentido diversos,
pero que no tienen por qué estorbar al anterior. Más bien lo enriquecen,
le otorgan una dimensión nueva. La tesis es que todos los poemas son uno
solo, o, tal como se expresa en El poema de hoy,
El
solo poema que una mano
Traza sin cansarse y alegre
Sobre un papel que vuela vasto,
Y en donde pone cielos,
Astros, ígneas llamadas
Que a la tarde regresarán
A conversar con nosotros.
Sin
embargo, donde el poeta aprehende mejor el secreto de su propia creación,
es en dos tentativas (Uno escribe un poema; La poesía, la piadosa)
por cierto muy dispares, tanto en su contexto como en sus propósitos. Una
refiere la conmoción relevadora de un instante, el mero enfrentamiento
con “un árbol solo con flor rosada”; el poeta se limita a
registrar como imposibles, la solitaria perfección del árbol y su
propia, aislada alegría. Entonces, / uno escribe un poema”. O
sea que el poema asciende directamente, sin intermediarios, de una
experiencia vital; es un lazo insospechado, una hipóstasis provisional.
La segunda tentativa supone a la poesía como apegada torpemente á las
cosas “para que se le queden a su lado”:
Hijos
que van creciendo y que una noche
Salen cantando, aullando salen, salen
Hacia las imperiosas servidumbres.
Y tras ellos va, fiel, la poesía,
La piadosa, la lenta, recreando
Sus rasgos, su manera de ser ciertos
En aquella mañana de aquel día.
Esa lenta, piadosa, relevadora poesía, asume distintas y sucesivas
maneras en los dieciocho años de producción que abarca este volumen
recopilador. Desde el comienzo hay ironía y efectistas contrastes
verbales. El primer poema incluido (Le digo a mi corazón) empieza
así:
¿Acaso
crees, corazón,
Que la rosa es el abogado de la espina,
Y que un plantel de excusas se acumula en sus pétalos,
Y una lluvia parada de voces es su tallo?
Pero
también hay un excesivo dejarse ir hasta salirse del sentido, hasta
estirar (en algunos casos, con desmesura) la metáfora. El entusiasmó
retórico (reconocible sobre todo en Dulce y compacta tierra, isla),
206 el alarde meramente experimental (por ejemplo, el cul tivo de la
décima en encasílabos), no se prolongan más allá del desorden juvenil;
ineluso podría decirse que el poeta los usa como ocasiones de replegarse
y tomar impulso. No obstante, desde los inicios, y sin que ello sea en ese
entonces un rasgo determinante, la imagen da repetidas veces en el blanco:
“Todos los dedos de que me descuelgo, / todos los ayes tristes de que
salgo, / todas las claras letras donde vivo”. Luego, a medida que se
interne en su tiempo, el poeta irá perfeccionando su siempre bien
orquestada imaginería. No sólo los estados de ánimo se vuelven
imágenes (“pero se cae una risa, un miedo, / una sorpresa, caen, se
agigantan / como vasos de plata en la noche”), sino que las cosas,
al ser convertidas en imágenes, al ser prestigiadas y sensibilizadas por
la mirada del hombre, también esplenden en estados de ánimo y hasta
adquieren un dinamismo potencial que es muy característico de este
poeta
Las
fornidas ceibas siempre me ha parecido
Que soportaban con magnífica mansedumbre nuestro cielo:
Son poderosas cariátides de severo y puro rostro
Que adelantan una pierna y se detienen y confían.
La
humanización de las cosas y de la naturaleza, es, en esta poesía, una
forma casi militante de asumir la realidad, ese “vivo río de todo”,
que preocupa, con mueve, mortifica y complace a Fernández Retamar. Aun en
los casos de más recóndita indagación, la realidad está presente como
el diapasón que da el tono para el acorde subjetivo, interior. El autor
adquiere su rígurosa vigencia cuando se vuelca en los demás; esta
poesía de brazos abiertos se corresponde fielmente con el cálido ser
humano que es Fernández Retamar, y está bien que así sea. Los amigos lo
llaman como temas; son, en verdad, temas. La presente recopilación rebosa
de lo que el autor, en una nota explicativa, llama poesía de
circunstancias, y que incorpora a su mundo el detalle, la anécdota, lá
alegoría de la amistad. Sin embargo, no es poesía “de ocasión”,
en el mal sentido de la palabra. El poeta se dirige a sus amigos como si
hablara con una parte de sí mismo: sin énfasis, con recuerdos, con
confianza. Algunos de los mejores momentos de esta lectura completa,
están, curiosamente, en esos poemas con nombre y apellido. El mejor me
parece el dedicado a Ezequiel Martínez Estrada, con motivo de su muerte.
Entremezclada con el afecto y el respeto que le inspira el singular
escritor argentino (que vivió en Cuba en la etapa posterior al triunfo de
la Revolución), hay una severa interrogación del poeta a sus propios
temores, a sus propias esperanzas, a sus propios fantasmas:
Si
el Universo fuera limitado en sus combinaciones,
Cabría alguna esperanza. Pero no hay ninguna.
Por eso le digo esta especie de adiós,
Asegurándole que en el río de mis azares,
Y en los de muchos como yo,
Hay uno que fue usted,
Y que esa es la única inmortalidad posible:
Que ya yo no pueda ser como era
Antes de haberlo conocido y querido mucho.
Todo no es más que un soplo:
Usted, yo, el universo, pero
Puesto que ha habido gente como usted,
Es probable, bastante probable,
Que todo esto tenga algún sentido.
Por lo pronto, ya sé: no bajar la cabeza.
Gracias, y adiós.
En los libros anteriores a la Revolución, la poesía de Fernández
Retamar trasmite una desalentada necesidad de fe; hasta ese advenimiento
removedor, el amor es el único sucedáneo. El poeta se lanza al amor con
todas sus nociones del mundo, con toda su expectativa vital, con todo su
equipaje de palabras. El resultado son algunos poemas tan tersos y tan
tiernos como Esta tarde y su lluvia, Palacio cotidiano o Que ya
no son palabras. A esa primera instancia del tema, Fernández Retamar
concurre con una clara armonía verbal, con una emoción fresca y
decidida, con cierta inocente tenacidad destinada a eclipsar de algún
modo el sinsentido del contorno con el generoso sentido del amor.
Entonces llega la
Revolución, y el acontecimiento sacude, entre' otras cosas, la vida
familiar y hasta la vida interior de cada cubano. Son palabras (ahora en
prosa) del propio Fernández Retamar: “Una revolución no es un paseo
por un jardín: es un cataclismo, con desgarramientos hasta el fondo. Pero
es sobre todo la deslumbrante posibilidad de “cambiar de vida””[1].
El poeta siente, como todos, la tremenda conmoción y la registra en su
poesía, denominándola significativamente Vuelta de la antigua
esperanza, y fechando en 1° de enero de 1959 un breve poema, El
otro, que es uno de los frutos literarios más nobles, más
auténticos, de ese repentino acceso a un destino nacional. En rigor, es
la dolorosa conciencia de convertirse en imprevisto beneficiario de la
tortura ajena, de la agonía ajena, de la muerte ajena. Fernández Retamar
transcribe ese sentimiento con ejemplar honestidad, con un lenguaje
despojado que reduce la enorme interrogante a sus términos escuetos,
perentorios. Creo que vale la pena transcribirlo en su integridad.
Nosotros,
los sobrevivientes,
¿A quiénes debemos la sobrevida?
¿Quién se murió por mí en la ergástula,
Quién recibió la bala mía,
La para mí, en su corazón?
¿Sobre qué muerto estoy yo vivo,
Sus huesos quedando en los míos,
Los ojos que le arrancaron, viendo
Por la mirada de mi cara,
Y la mano que no es su mano,
Que no es ya tampoco la mía,
Escribiendo palabras rotas
Donde él no está, en la sobrevida?
Un
elemento que antes había aparecido esporádicamente en la obra de
Fernández Retamar, se convierte desde 1959 en un rasgo definidor. Me
refiero a la posibilidad francamente comunicativa que en sus más
recientes tramos adquiere esta poesía. No se trata de populismo. César
López ha señalado que “la poesía de Retamar en cuanto comunicativa
quiere provocar la duda como vehículo o motor del pensamiento”[2]. Yo
podría suscribir esa opinión si me dejaran quitar la palabra quiere;
creo que esta poesía provoca la duda como vehículo o motor del
pensamiento, pero ello me parece más un movimiento natural que una
intención deliberada. Quiero decir que la inserción vital del poeta en
los contenidos —mejor todavía queen las formas— de la Revolución,
hace que su poesía provenga, no de un hombre monolítico sino de un ser
complejo; no de un ente empobrecido de fracasos, sino de alguien en.
riquecido por una nueva y asequible aptitud para problematizar la
realidad. El hecho de que en Cuba se haya comprendido (mucho antes que en
la mayor parte de los países socialistas europeos) que las dos
vanguardias, la política y la estética, no sólo pueden sino que deben “fertilizarse
mutuamente” [3], ha contribuido sin duda a ennoblecer la coyuntura
artística en ese ámbito revolucionario, y también a depurar el quehacer
poético de Fernández Retamar.
Vanguardia no es
dificultad gratuita, sino sobre todo subversión frente a actitudes y
modelos caducos, perimidos. “Lo coloquial —ha escrito el poeta
salvadoreño Roque Dalton—, como modo de expresión perfectamente
dominado, esto es, trascendentalmente eficaz en la medida en que la
sencillez expresa un contenido rico en complejidades, es otra de las
conquistas más de todo el proceso de Poesía reunida”[4]. Ese
uso de la sencillez es precisamente, en el mejor sentido de la palabra,
subversivo. Para hallar un antecedente de esta actitud, habría quizá que
retroceder hasta Antonio Machado, cuya sencillez era (cualquiera de sus
fidelísimos lectores puede atestiguarlo) un modo peculiar y eficacísimo
de meterse en honduras, y de traernos, desde ellas, sus convicciones más
lúcidas y conmovedoras. La comunicación, palabra clave de la más
reciente poesía de Fernández Retamar, no atañe aquí a llanezas
sentimentales, a blandos lugares comunes, a rutinarios comunicados sobre
las condiciones climáticas de la propia y zarandeada soledad. La
comunicación aquí es abanico de problemas, dignificación del prójimo
como interlocutor válido, confrontación revolucionaria de las
distintas interpretaciones o formas o actitudes, del ser y el estar
revolucionarios.
En el libro Sí
a la Revolución, que reúne buena parte de los poemas escritos por
Fernández Retamar como corolario de esa acción catalizadora, figura ade
más la serie Un miliciano habla a su miliciana”. Con su nueva
fe, con su responsabilidad humana por fin recuperada, el poeta vuelve a
tomar el tema del amor, y, como si con ello llevara a cabo una operación
largamente codiciada, lo inserta en el contexto revolucionario. Son
cinco poemas. La antigua armonía, la antigua inocencia, el antiguo
irrealismo, han cedido paso a una profunda asunción de la realidad, a
una) arraigada (aunque recién adquirida) convicción de que el sentido
generoso del amor puede en cualquier momento ser barrido por el sinsentido
del contorno, si el ser social no toma sus medidas rigurosas, urgentes,
implacables. Creo que donde mejor se conjuga el doble sentido de
esta poesía tan singular, es en el poema Con las mismas manos,
que, al atender a sus dos funciones, convierte a ambas espontáneamente en
actos de amor. El poeta lanza una mirada, retrospectiva y madura, a su
antigua versión: “¡Qué lejos estábamos de las cosas verdaderas, /
amor, qué lejos —como uno de otro!” Las manos actuales se
inscriben en una inédita actitud, y a la vez sirven para comunicar la
recién adquirida dimensión, el recién adquirido fervor: “No hay
momento / en que no piense en ti. / Hoy quizás más, / y mientras ayude a
construir esta escuela / con las mismas manos de acariciarte”.
El poeta parece
haber necesitado la espléndida sacudida para llevar a cabo otra
operación de amor: ver por primera vez La Habana, “única ciudad que
me es de veras”, con ojos limpios, esperanzados; verla como el
alegre, reconquistado hogar que antes no era, no podía ser. (Me refiero,
como es obvio, al poema Adiós a La Habana). Tengo la impresión de
que en la obra de Fernández Retamar (como en la de otros poetas cubanos,
incluso entre los más jóvenes), la Revolución aceleró una madurez que
acaso sólo hubiera llegado con muchos años más de esa incolora
frustración que tan bien conocemos en el resto de América Latina. Lo
mejor de la producción de Fernández Retamar, no sólo desde un punto de
vista comunicativo, sino sobre todo desde un punto de vista
artístico, es posterior a 1959. El último centenar de páginas incluye
poemas excelentes, de todo tipo: militantes, líricos, humorísticos,
nostálgicos. Cualquier antología de la poesía latinoamericana se
enorgullecería de albergar poemas como Felices los normales, Oyendo un
disco de Benny Moré, Sonata para pasar esos días y piano, Para el amor,
Le preguntaron por los persas, y por supuesto, los ya citados, In
memorian Ezequiel Martínez Estrada y Usted tenía razón, Tallet:
somos hombres de transición. La Revo. lución no siempre está
presente con todas sus letras; sí está presente en la cosmovisión del
poeta; en la preocupación moral con que éste asume ahora su realidad; en
la conciencia del doble privilegio que le toca vivir: ser efectivamente un
hombre de transición y verlo con los ojos bien abiertos.
Alguna vez he
escrito sobre el estilo joven de la Revolución Cubana[5]. Creo que un
claro síntoma de esa incanjeable juventud es su alerta sensibilidad
humanística, aun en medio del constante riesgo de agresión, aun con la
vida nacional (y la de cada individuo) pendientes de un hilo. El enemigo
no deja de recor. darnos que Cuba es el volcán revolucionario de América
Latina. A la vista está, sin embargo, que ese volcán, al menos, no es
sólo fuego y lava; la Poesía reunida de Fernández Retamar es una
muestra genuina de la poesía que asciende de su cráter.
(1967).
Notas
[1] Hacia
una intelectualidad revolucionaria en Cuba, en revista Casa de las
Américas, N° 40, La Habana, enero-febrero 1987.
[2] Atisbos en la poesía de Cuba, en Unión, revista de la
Unión de Escritores y Artistas de Cuba, año IV, N° 3, julio-setiembre
1965, La Habana.
[3] Roberto Fernández Retamar, art. cit. en nota 1.
[4] Sobre Poesía Reunida, en revista Casa de las Américas,
N° 41, La Habana, marzo-abril 1967.
[5] El estilo joven de una revolución, en Cuadernos 212 de
Marcha, N° 3, Montevideo, julio 1967.
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