Roberto Fernández Retamar
(La Habana, 1930-2019)

Calibán
Apuntes sobre la cultura de nuestra América



PARA LA HISTORIA DE CALIBÁN

      Calibán es un anagrama forjado por Shakespeare a partir de “caníbal” —expresión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras como La tercera, parte del rey Enrique VI y Otelo—, y este término, a su vez, proviene de “caribe”. Los caribes, antes de la llegada de los europeos, a quienes hicieron una resistencia heroica, eran los más valientes, los más batalladores habitantes de las mismas tierras que ahora ocupamos nosotros. Su nombre es perpetuado por el Mar Caribe (al que algunos llaman simpáticamente el Mediterráneo americano; algo así como si nosotros llamáramos al Mediterráneo el Caribe europeo). Pero ese nombre, en sí mismo —caribe—, y en su deformación caníbal, ha quedado perpetuado, a los ojos de los europeos, sobre todo de manera infamante. Es este término, este sentido el que recoge y elabora Shakespeare en su complejo símbolo. Por la importancia excepcional que tiene para nosotros, vale la pena trazar sumariamente su historia.
      En el Diario de navegación de Cristóbal Colón aparecen las prime­ras menciones europeas de los hombres que darían material para aquel símbolo. El domingo 4 de noviembre de 1492, a menos de un mes de haber llegado Colón al continente que sería llamado América, aparece esta anotación: “Entendió también que lejos de allí había hombres de un ojo, y otros con hocicos de perros, que comían a los hombres”;[3] el 23 de noviembre esta otra: “La cual decían que era muy grande (la isla de Haití), y que había en ella gente que tenía un ojo en la frente, y otros que se llamaban caníbales, a quienes mostraban tener gran miedo...” El 11 de diciembre se explica “que caníbal no es otra cosa sino la gente del gran Can”, lo que da razón de la deformación que sufre el nombre caribe —también usado por Colón: en la propia carta “fechada en la carabela, sobre la Isla de Canaria”, el 15 de febrero de 1493, en que Colón anuncia al mundo su “descubrimiento”, escribe: “Así que monstruos no he hallado, ni noticia, salvo de una isla (de Quarives), la segunda a la entrada de las Indias, que es poblada de una gente que tienen en todas las islas por muy feroces, las cuales comen gente humana”.[4]
      Esta imagen del caribe/caníbal contrasta con la otra imagen de hombre americano que Colón ofrece en sus páginas: la del arauaco de las grandes Antillas —nuestro taíno en primer lugar—, a quien presenta como pacífico, manso, incluso temeroso y cobarde. Ambas visiones de aborígenes americanos van a difundirse vertiginosamente por Europa, y a conocer singulares desarrollos: el taíno se transformará en el habitante paradisíaco de un mundo utópico: ya en 1516, Tomás Moro publica su Utopía, cuyas impresionantes similitudes con la isla de Cuba ha destacado, casi hasta el delirio, Ezequiel Martínez Estrada.[5] El caribe, por su parte, dará el caníbal, el antropófago, el hombre bestial situado irremediablemente al margen de la civilización, y a quien es menester combatir a sangre y fuego. Ambas visiones están menos alejadas de lo que pudiera parecer a primera vista, constituyendo simplemente opciones del arsenal ideológico de la enérgica burguesía naciente. Francisco de Que­vedo traducía “Utopía” como “No hay tal lugar”.
      No hay tal hombre, puede añadirse, a propósito de ambas visiones. La de la criatura edénica es, para decirlo en un lenguaje más moderno, una hipótesis de trabajo de la izquierda de la burguesía, que de ese mo­do ofrece el modelo ideal de una sociedad perfecta que no conoce las trabas del mundo feudal contra el cual combate en la realidad esa bur­guesía. En general, la visión utópica echa sobre estas tierras los pro­yectos de reformas políticas no realizados en los países de origen, y en este sentido no podría decirse que es una línea extinguida: por el con­tra-rio, encuentra peculiares continuadores —aparte de los continuadores radicales que serán los revolucionarios consecuentes— en los numerosos consejeros que proponen incansablemente a los países que emergen del colonialismo mágicas fórmulas metropolitanas para resolver los graves problemas que el colonialismo nos ha dejado, y que, por supuesto, ellos no han resuelto en sus propios países. De más está decir la irritación que produce en estos sostenedores de “no hay tal lugar” la insolencia de que el lugar exista, y, como es natural, con las virtudes y defectos no de un proyecto, sino de una genuina realidad.
      En cuanto a la visión del caníbal, ella se corresponde —también en un lenguaje más de nuestros días— con la derecha de aquella misma burgue­sía. Pertenece al arsenal ideológico de los políticos de acción, los que realizan el trabajo sucio del que van a disfrutar igualmente, por supues­to, los encantadores soñadores de utopías. Que los caribes hayan sido tal como los pintó Colón (y tras él, una inacabable caterva de secuaces), es tan probable como que hubieran existido los hombres de un ojo y otros con hocico de perro, o los hombres con cola, o las amazonas, que también menciona en sus páginas, donde la mitología grecolatina, el bestiario medieval y la novela de caballerías hacen lo suyo. Se trata de la característica versión degradada que ofrece el colonizador del hombre al que coloniza. Que nosotros mismos hayamos creído durante un tiempo en esa versión sólo prueba hasta qué punto estamos inficionados con la ideología del enemigo. Es característico que el término caníbal lo ha­yamos aplicado, por antonomasia, no al extinguido aborigen de nuestras islas, sino al negro de África que aparecía en aquellas avergonzantes películas de Tarzán. Y es que el colonizador es quien nos unifica, quien hace ver nuestras similitudes profundas más allá de accesorias diferen­cias.
      La versión del colonizador nos explica que al caribe, debido a su bestialidad sin remedio, no quedó otra alternativa que exterminarlo. Lo que no nos explica es por qué, entonces, antes incluso que el caribe, fue igualmente exterminado el pacífico y dulce arauaco. Simplemente, en un caso como en otro, se cometió contra ellos uno de los mayores etnoci­dios que recuerda la historia. (Innecesario decir que esta línea está aún más viva que la anterior.) En relación con esto, será siempre necesario destacar el caso de aquellos hombres que, al margen tanto del utopismo —que nada tenía que ver con la América concreta— como de la des­vergonzada ideología del pillaje, impugnaron desde su seno la conducta de los colonialistas, y defendieron apasionada, lúcida, valientemente, a los aborígenes de carne y hueso: a la cabeza de esos hombres, por su­puesto, la figura magnífica del padre Bartolomé de las Casas, a quien Bolívar llamó “el apóstol de la América”, y Martí elogió sin reservas. Esos hombres, por desgracia, no fueron sino excepciones.
      Uno de los más difundidos trabajos europeos en la línea utópica es el ensayo de Montaigne “De los caníbales”, aparecido en 1580. Allí está la presentación de aquellas criaturas que “guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles”.[6]
      En 1603 aparece publicada la traducción al inglés de los Ensayos, realizada por Giovanni Floro. No sólo Floro era amigo personal de Shakespeare, sino que se conserva el ejemplar de esta traducción que Shakespeare poseyó y anotó. Este dato no tendría mayor importancia si no fuera porque prueba sin lugar a dudas que el libro fue una de las fuentes directas de la última gran obra de Shakespeare, La tempestad (1612). Incluso uno de los personajes de la comedia, Gonzalo, que encarna al humanista renacentista, glosa de cerca, en un momento, líneas enteras del Montaigne de Floro, provenientes precisamente del ensayo “De los caníbales”. Y es este hecho lo que hace más singular aún la forma como Shakespeare presenta a su personaje Calibán-canibal. Porque si en Montaigne —indudable fuente literaria, en este caso, de Shakespeare— “nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones (...) lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus cos­tumbres”,[7] en Shakespeare, en cambio, Calibán-canibal es un esclavo salvaje y deforme para quien son pocas las injurias. Sucede, sencilla­mente, que Shakespeare, implacable realista, asume aquí al diseñar a Calibán la otra opción del naciente mundo burgués. En cuanto a la visión utópica, ella existe en la obra, sí, pero desvinculada de Calibán: como se dijo antes, es expresada por el armonioso humanista Gonzalo. Shakespeare verifica, pues, que ambas maneras de considerar lo ameri­cano, lejos de ser opuestas, eran perfectamente conciliables. Al hombre concreto, presentarlo como un animal, robarle la tierra, esclavizarlo para vivir de su trabajo y, llegado el caso, exterminarlo: esto último, por supuesto, siempre que se contara con quien realizara en su lugar las duras faenas. En un pasaje revelador, Próspero advierte a su hija Miran­da que no podrían pasarse sin Calibán: “ Nos hace el fuego, / Sale a buscarnos leña, y nos presta / Servicios útiles”. (We cannot miss him: he does make our fire / Fetch in our wood, and serves in offices / that profit us. Acto 1, escena 2). En cuanto a la visión utópica, ella puede —y debe— prescindir de los hombres de carne y hueso. Después de todo, no hay tal lugar.
      Que La tempestad alude a América, que su isla es la mistificación de una de nuestras islas, no ofrece a esta altura duda alguna. Astrana Marín, quien menciona el “ambiente claramente indiano (americano) de la isla”, recuerda algunos de los viajes reales, por este continente, que inspiraron a Shakespeare, e incluso le proporcionaron, con ligeras va­riantes, los nombres de no pocos de sus personajes: Miranda, Fernando, Sebastián, Alonso, Gonzalo, Setebos.[8] Más importante que ello es saber que Calibán es nuestro caribe.
      No nos interesa seguir todas las lecturas posibles que desde su aparición se hayan hecho de esta obra notable.[9] Nos bastará con señalar algunas interpretaciones. La primera de ellas proviene de Ernesto Renán, quien en 1878 publica su drama Caliban, continuación de La tempestad.[ 10] En esta obra, Calibán es la encarnación del pueblo, presentado a la peor luz, sólo que esta vez su conspiración contra Próspero tiene éxito, y llega al poder, donde seguramente la ineptitud y la corrupción no le permitirán permanecer. Próspero espera en la sombra su revancha. Ariel desaparece. Esta lectura debe menos a Shakespeare que a la Comuna de París, la cual ha tenido lugar sólo siete años antes. Naturalmente, Renán estuvo entre los escritores de la burguesía francesa que tomaron partido feroz contra el prodigioso “asalto al cielo”.[11] A partir de esa hazaña, su antidemocratismo se encrespa aún más:
      “En sus Diálogos filosóficos”, nos dice Lidsky, “piensa que la solu­ción estaría en la constitución de una élite de seres inteligentes, que go­biernen y posean solos los secretos de la ciencia”.[12] Característicamente, el elitismo aristocratizante y prefascista de Renán, su odio al pueblo de su país, está unido a un odio mayor aún a los habitantes de las colonias. Es aleccionador oírlo expresarse en este sentido:

      Aspiramos (dice), no a la igualdad, sino a la dominación. El país de raza extranjera deberá ser de nuevo un país de siervos, de jornaleros agrícolas o de trabajadores industriales. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y hacer de ellas una ley. [13]

      Y en otra ocasión:

       La regeneración de las razas inferiores o bastardas por las razas superiores está en el orden providencial de la humanidad. El hombre de pueblo es casi siempre, entre nosotros, un noble desclasado, su pesada mano está mucho mejor hecha para manejar la espada que el útil servil. Antes que trabajar, escoge batirse, es decir, que regresa a su estado primero. Regere imperio populos, he aquí nuestra vocación. Arrójese esta devorante actividad sobre países que, como China, solicitan la conquista extranjera. (...) La naturaleza ha hecho una raza de obreros, es la raza china, de una destreza de mano maravillosa, sin casi ningún sentimiento de honor; gobiérnesela con justicia, extrayendo de ella, por el beneficio de un gobierno así, abundantes bienes, y ella estará satisfecha; una raza de trabajadores de la tierra es el negro (...); una raza de amos y de soldados, es la raza europea (...) Que cada uno haga aquello para lo que está preparado, y todo irá bien.[14]

      Innecesario glosar estas líneas, que, como dice con razón Césaire, no pertenecen a Hitler, sino al humanista francés Ernesto Renán.
      Es sorprendente el primer destino del mito de Calibán en nuestras propias tierras americanas. Veinte años después de haber publicado Renán su Calibán, es decir, en 1898, los Estados Unidos intervienen en la guerra de Cuba contra España por su independencia, y someten a Cuba a su tutelaje, convirtiéndola, a partir de 1902 (y hasta 1959), en su primera neocolonia, mientras Puerto Rico y las Filipinas pasaban a ser colonias suyas de tipo tradicional. El hecho —que había sido previsto por Martí muchos años antes— conmueve a la intelligentsia hispanoamericana. En otra parte he recordado que “el noventiocho” no es sólo una fecha española, que da nombre a un complejo equipo de escritores y pensadores de aquel país, sino también, y acaso sobre todo, una fecha hispanoamericana, la cual debía servir para designar a un conjunto no menos complejo de escritores y pensadores de este lado del Atlántico, a quienes se suele llamar con el vago nombre de “modernistas”.[15] Es “el noventiocho” —la visible presencia del imperialismo norteamericano en la América Latina— lo que, habiendo sido anunciado por Martí, da razón de la obra ulterior de un Darío o un Rodó.
      Un temprano ejemplo de cómo recibirían el hecho los escritores lati­noamericanos del momento, lo tenemos en un discurso pronunciado por Paul Groussac en Buenos Aires, el 2 de mayo de 1898:

       Desde la Secesión y la brutal invasión del Oeste (dice), se ha desprendido libremente el espíritu yankee del cuerpo informe y “calibanesco”; y el viejo mundo ha contemplado con inquietud y terror a la novísima civilización que pretende suplantar a la nuestra declarada caduca. [16]

      El escritor francoargentino Groussac siente que “nuestra civilización (entendiendo por tal, visiblemente, a la del “Viejo Mundo”, de la que nosotros los latinoamericanos vendríamos curiosamente a formar parte) está amenazada por el yanqui “calibanesco”. Es bastante poco probable que por esa época escritores argelinos y vietnamitas, pateados por el colonialismo francés, estuvieran dispuestos a suscribir la primera parte de tal criterio. Es también francamente extraño ver que el símbolo de Calibán —donde Renán supo descubrir con acierto al pueblo, si bien para injuriarlo— sea aplicado a los Estados Unidos. Y, sin embargo, a pesar de esos desenfoques, característicos por otra parte de la peculiar situación de la América latina, la reacción de Groussac implicaba un claro rechazo del peligro yanqui por los escritores latinoamericanos. No era, por otra parte, la primera vez que en nuestro continente se expresaba tal rechazo. Aparte de casos hispanoamericanos como el de Bolívar y el de Martí, entre otros, la literatura brasileña conocía el ejemplo de Joa­quín de Sousa Andrade, o Sousándrade, en cuyo extraño poema O Guesa Errante el canto X está consagrado a “O inferno de Wall Street”, una Walpurgisnacht de bolsistas, politicastros y negociantes corruptos”;[l7] y de José Veríssimo, quien en un tratado sobre educación nacional, de 1890, al impugnar a los Estados Unidos, escribió: “Los admi­ro, pero no los estimo”.
      Ignoramos si el uruguayo José Enrique Rodó —cuya famosa frase so­bre los Estados Unidos: “los admiro, pero no los amo”, coincide literalmente con la observación de Veríssimo— conocía la obra del pensador brasileño; pero es seguro que sí conociera el discurso de Groussac, reproducido en su parte esencial en La Razón, de Montevideo, el 6 de mayo de 1898. Desarrollando la idea allí esbozada, y enriqueciéndola con otras, Rodó publica en 1900, a sus veintinueve años, una de las obras más famosas de la literatura hispanoamericana: Ariel. Implícitamente, la civilización norteamericana es presentada allí como Calibán (apenas nombrado en la obra), mientras que Ariel vendría a encarnar —o debería encamar— lo mejor de lo que Rodó no vacila en llamar más de una vez “nuestra civilización” (ps. 223 y 226), la cual, en sus palabras como en las de Groussac, no se identifica sólo con “nuestra América latina” (p. 239), sino con la vieja Romania, cuando no con el Viejo Mundo todo. La identificación Calibán-Estados Unidos que propuso Groussac y divulgó Rodó estuvo seguramente desacertada. Abordando el desacierto por un costado, comentó José Vasconcelos: “Si los yan­quis fueran no más Calibán, no representarían mayor peligro”.[18] Pero esto, desde luego, tiene escasa importancia al lado del hecho relevante de haber señalado claramente dicho peligro. Como observó con acierto Benedetti, “quizá Rodó se haya equivocado cuando tuvo que decir el nombre del peligro, pero no se equivocó en su reconocimiento de dónde estaba el mismo”.[19]
       Algún tiempo después —y desconociendo seguramente la obra del colonial Rodó, quien por supuesto sabía de memoria la de Renán—, la tesis del Calibán de éste es retomada por el escritor Jean Guéhenno, quien publica en 1928, en París, su Calibán habla. Esta vez, sin embar­go, la identificación renaniana Calibán/pueblo está acompañada de una apreciación positiva de Calibán. Hay que agradecer a este libro de Guéhenno —y es casi lo único que hay que agradecerle— el haber ofrecido por primera vez una versión simpática del personaje.[20] Pero el tema hubiera requerido la mano o la rabia de un Paul Nizan para lograrse efectivamente.[21]
       Mucho más agudas son las observaciones del argentino Aníbal Ponce en su obra de 1935 Humanismo burgués y humanismo proletario. El libro —que un estudioso del pensamiento del Che conjetura que debió haber ejercido influencia sobre él[22] consagra su tercer capítulo a “Ariel o la agonía de una obstinada ilusión”. Al comentar La tempestad, dice Ponce: “En aquellos cuatro seres ya está toda la época: Próspero es el tirano ilustrado que el Renacimiento ama; Miranda, su linaje; Calibán, las masas sufridas (Ponce citará luego a Renán, pero no a Guéhenno); Ariel, el genio del aire, sin ataduras con la vida”.[23] Ponce hace ver el carácter equívoco con que es presentado Calibán, carácter que revela “alguna enorme injusticia de parte de un dueño”, y en Ariel ve al inte­lectual, atado de modo “menos pesado y rudo que el de Calibán, pero al servicio también” de Próspero. El análisis que realiza de la concepción del intelectual (“mezcla de esclavo y mercenario”) acuñada por el huma­nismo renacentista, concepción que “enseñó como nadie a desinteresar­se de la acción y a aceptar el orden constituido”, y es por ello hasta hoy, en los países burgueses, “el ideal educativo de las clases gobernantes”, constituye uno de los mas agudos ensayos que en nuestra América se hayan escrito sobre el tema.
      Pero ese examen, aunque hecho por un latinoamericano, se realiza todavía tomando en consideración exclusivamente al mundo europeo. Para una nueva lectura de La tempestad —para una nueva considera­ción del problema—, sería menester esperar a la emergencia de los países coloniales que tiene lugar a partir de la Segunda Guerra Mundial, esa brusca presencia que lleva a los atareados técnicos de las Naciones Unidas a forjar, entre 1944 y 1945, el término zona económicamente subdesarrollada para vestir con un ropaje verbal simpático (y profun­damente confuso) lo que hasta entonces se había llamado zonas colo­niales o zonas atrasadas.[ 24]
      En acuerdo con esa emergencia aparece en París, en 1950, el libro de O. Mannoni Psicología de la colonización. Significativamente, la edición en inglés de este libro (Nueva York, 1956) se llamará Próspero y Calibán: la Psicología de la colonización. Para abordar su asunto, Mannoni no ha encontrado nada mejor que forjar el que llama “complejo de Próspero”, “definido como el conjunto de disposiciones neuróticas inconscientes que diseñan a la vez ‘la figura del paternalismo colonial’ y ‘el retrato del racista cuya hija ha sido objeto de una tentativa de viola­ción ( imaginaria) por parte de un ser inferior’.”[25] En este libro, probablemente por primera vez, Calibán queda identificado con el colonial, pero la peregrina teoría de que éste siente el “complejo de Próspero”, el cual lo lleva neuróticamente a requerir, incluso a presentir, y por su­puesto a acatar la presencia de Próspero/colonizador, es rotundamente rechazada por Frantz Fanon en el cuarto capítulo (“Sobre el pretendido complejo de dependencia del colonizado”) de su libro de 1952 Piel negra, máscaras blancas.
      Aunque sea (al parecer) el primer escritor de nuestro mundo en asumir nuestra identificación con Calibán, el escritor de Barbados, George Lamming, no logra romper el círculo que trazara Mannoni.

      Próspero (dice Lamming) ha dado a Calibán el lenguaje; y con él una historia no manifiesta de consecuencias, una historia de futuras intenciones. Este don del lenguaje no quería decir el inglés en parti­cular, sino habla y concepto como un medio, un método, una nece­saria avenida hacia áreas de sí mismo que no podían ser alcanzadas de otra manera. Es este medio, hazaña entera de Próspero, lo que hace a Calibán consciente de posibilidades. Por tanto, todo el futuro de Calibán -pues futuro es el nombre mismo de las posibilidades­debe derivar del experimento de Próspero, lo que es también su ries­go. Dado que no hay punto de partida extraordinario que explote todas las premisas de Próspero, Calibán y su futuro pertenecen ahora a Próspero (...) Próspero vive con la absoluta certeza de que el Len­guaje, que es su don a Calibán, es la prisión misma en la cual los logros de Calibán serán realizados y restringidos.[26]

      En la década del sesenta, la nueva lectura de La tempestad acabará por imponerse. En El mundo vivo de Shakespeare (1964), el inglés John Wain nos dirá que Calibán

produce el patetismo de todos los pueblos explotados, lo cual queda expresado punzantemente al comienzo de una época de colonización europea que duraría trescientos años. Hasta el más ínfimo salvaje desea que lo dejen en paz antes de ser “educado” y obligado a tra­bajar para otro, y hay una innegable justicia en esta queja de Calibán: “¿Por qué yo soy el único súbdito que tenéis, que fui rey propio?” Próspero responde con la inevitable contestación del colono: Calibán ha adquirido conocimientos e instrucción (aunque recordamos que él ya sabía construir represas para coger pescado y también extraer chufas del suelo como si se tratara del campo inglés). Antes de ser utilizado por Próspero, Calibán no sabía hablar: “Cuando tú, hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbucías como un bruto, doté tu pensamiento de palabras que lo dieran a conocer”. Sin embargo, esta bondad es recibida con ingratitud: Calibán, a quien se permite vivir en la gruta de Próspero, ha intentado violar a Miranda; cuando se le recuerda esto con mucha severidad, dice impenitente­mente, con una especie de babosa risotada: “¡Oh, jo!... ¡Lástima no haberlo realizado! Tú me lo impediste; de lo contrario, poblara la isla de Calibanes”. Nuestra época (concluye Wain), que es muy dada a usar la horrible palabra miscegenation (mezcla de razas), no tendrá dificultad en comprender este pasaje.[27]

      Y al ir a concluir esa década de los sesenta, en 1969, y de manera harto significativa, Calibán será asumido con orgullo como nuestro símbolo por tres escritores antillanos, cada uno de los cuales se expresa en una de las grandes lenguas coloniales del Caribe. Con independencia uno de otro, ese año publica el martiniqueño Aimé Césaire su obra de teatro, en francés. Una tempestad. Adaptación de “La tempestad” de Shakespeare para un teatro negro, el barbadiense Edward Brathwaite, su libro de poemas en inglés Islas, entre los cuales hay uno dedicado a “Calibán”; y el autor de estas líneas, su ensayo en español “Cuba hasta Fidel”, en que se habla de nuestra identificación con Calibán.[28] En la obra de Césaire, los personajes son los mismos que los de Shakespeare, pero Ariel es un esclavo mulato; mientras Calibán es un esclavo negro, además interviene Eshú, “dios-diablo negro”. No deja de ser curiosa la observación de Próspero cuando Ariel regresa lleno de escrúpulos, des­pués de haber desencadenado, siguiendo las órdenes de aquél, pero contra su propia conciencia, la tempestad con que se inicia la obra: “¡Vamos!”, le dice Próspero. “¡Tu crisis! ¡Siempre es lo mismo con los intelectuales!” El poema de Brathwaite llamado “Calibán” está dedicado, significativamente, a Cuba: “En La Habana, esa mañana (...)/” escribe Brathwaite, “Era el dos de diciembre de mil novecientos cincuentiséis./ Era el primero de agosto de mil ochocientos treintiocho./ Era el doce de octubre de mil cuatrocientos noventidós.//¿Cuántos estampidos, cuántas revoluciones?”[29]

Notas

[3] Cit., como las otras menciones del Diario que siguen, por Julio C. Salas: Etnografia americana. Los indios carihes. Estudio cobre el origen del mito de la antropofagia, Madrid, 1920. En este libro se plantea “lo irracional de (la) inculpación de que algunas tribus americanas se alimentaban de carne humana, como en lo antiguo lo sostuvieron los que estaban interesados en esclavizar (a) los indios y lo repitieron los cronistas e historiadores, de los cuales muchos fueron esclavistas...” (p. 211).

[4] La carta de Colón anunciando el descubrimiento del nuevo mundo. 15 de Febrero-14 de marzo 1493, Madrid, 1956, p. 20.

[5] Ezequiel Maninez Estrada: “El Nuevo Mundo, la isla de Utopía y la isla de Cuba”, en Casa de las Américas, n° 33, noviembre-diciembre de 1965. (Este número es un Homenaje a Ezequiel Martínez Estrada).

[6] Miguel de Montaigne: Ensayos, trad. de C. Román y Salamero, tomo I. Buenos Aires, 1948, p. 248.

[7] Loc. cit.

[8] William Shakespeare: Obras completas, traducción, estudio preliminar y notas de Astrada Marín, Madrid, 1961. p. 107-8.

9 Así, por ejemplo, Jan Kott nos advierte que hasta el siglo XIX “hubo varios sabios shakespearólogos que inventaron leer La tempestad como una biografía en el sentido literal, o como un alegórico drama político.” (Jan Kott: Apuntes sobre Shakespeare, trad. de J. Maurizio, Barcelona, 1969, p. 353.)

[10] Ernesi Renan: Caliban, suite de La tempête, Drame philosophique, París, 1878.

[11] V. Arthur Adamov: La Commune de Paris (8 mars-28 mars 1871), anthologie, París, 1959; y especialmente Paul Lidsky: Les écrivains contre la Commune, París, 1970.

[12] Paul Lidskv, op cit., p. 82.

[13] Cit. por Aimé Césaire en: Discours sur le colonialisme, 3a ed., París, 1955, p. 13. Es notable esta requisitoria, muchos de cuyos postulados hago míos. (Trad. parcialmente en Casa de las Américas, n° 36-37, mayo-agosto de 1966 [Este número está dedicado a Africa et América.]).

[14] Cit. en op. cit, p. 14-5.

[15] v. R. F. R.: “Modernismo, noventiocho, subdesarrollo”, trabajo leido en el III° Congreso de la Asociación internacional de hispanistas, México, agosto de 1968 y recogido en Ensayo de otro Mundo (2a. ed), Santiago de Chile, 1969.

[16] Cit. en José Enrique Rodó: Obras completas, edición con introducción, prólogo y notas por Emir Rodríguez Monegal, Madrid, 1957, p. 193.

[17] v. Jean Franco: The modern culture of Latin America: society and the artist, Londres, 1967, p. 49.

[18] José Vasconcelos: Indologia, 2a ed., Barcelona, s. f., p. xxiii.

[19] Mario Benedetti: Genio y figura de José Enrique Rodó, Buenos Aires, 1966, p. 95.

[20] La visión aguda pero negativa de Jan Kott lo hace irritarse por este hecho: “Para Renán”, dice, “Calibán personifica al Demos. En su continuación (...) su Calibán lleva a cabo con éxito un atentado contra Próspero. Guéhenno escribió una apología de Calibán-Pueblo. Ambas interpretaciones son tri­viales. El Calibán shakespeariano tiene más grandeza.” (op. cit., p. 398.)

[21] La endeblez de Guéhenno para abordar a fondo este tema se pone de manifiesto en los prefacios en que en las sucesivas ediciones, va desdiciéndose (2a ed., 1945: 3a ed.. 1962), hasta llegar a su libro de ensayos Calibán y Próspero (París, 1969), donde, al decir de un crítico, convertido Guéhenno en “personaje de la sociedad burguesa y un beneficiario de su cultura”, juzga a Próspero “más equitativa­mente que en tiempos de Calibán habla.” (Pierre Henri Simon en Le Monde, 5 dejulio de 1969.)

[22] Michael Lowy: La pensée de Che Guevara, París, 1970, p. 19.

[23] Aníbal Ponce: Humanismo burgués y humanismo proletario, La Habana, 1962, p. 83.

[24] J. L. Zimmerman: Paises pobres, países ricos. La brecha que se ensancha, trad. de G. González Aramburo, México, D. F., 1966, p. 1. (Hay ed. cubana).

[25] O. Mannoni: Psychologie de la colonisation. París, 1950, p. 71, cit. por Frantz Fanon en: Peau noire, mosquee blancs (2a ed.), París (c. 1965), p. 106. (Hay ed. cubana).

[26] George Lamming: The pleasures of exile, Londres, 1960, p. 109. Al comentar estas opiniones de Lamming, el alemán Janheinz Jahn observa sus limitaciones y propone una identificación Cali­ban/negritud. (Neoafrican literature, trad. de O. Coburn y U. Lehrburger, Nueva York, 1968. p. 239-42).

[27] John Wain: El mundo vivo de Shakespeare, trad. de J. Silés. Madrid, 1967, p. 258-9.

[28] Aimé Césaire: Une Tempéte. Adaptation de “La tempéte” de Shakespeare pour un theatre négre. Paris, 1969; Edward Brathwaite: Islands, Londres, 1969. R. F. R.: “Cuba hasta Fidel” (en Bohemia, 19 de septiembre de 1969).

[29] La nueva lectura de La tempestad ha pasado a ser ya la habitual en el mundo colonial de nuestros días. No intento, por tanto, sino mencionar algunos ejemplos. Ya concluidas estas notas, encuentro uno nuevo en el ensayo de ]ames Nggui (de Kenia) “Africa y la descolonización cultural”, en El Correo, enero de 1971.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar