Antonio
Benítez Rojo
(La Habana, 1931-
Massachusetts, 2005)
La isla
que se repite
INTRODUCCIÓN
En las últimas décadas hemos
visto detallarse de manera cada vez más clara un número de naciones
americanas con experiencias coloniales distintas, que hablan lenguas
distintas, pero que son agrupadas bajo una misma denominación. Me refiero
a los países que solemos llamar “caribeños” o “de la cuenca del
Caribe”. Esta denominación obedece tanto a razones exógenas —digamos,
el deseo de las grandes potencias de recodificar continuamente el mundo
con objeto de conocerlo mejor, de territorializarlo mejor— como a
razones locales, de índole autorreferencial, encaminadas a encuadrar en
lo posible la furtiva imagen de su Ser colectivo. En todo caso, para uno u
otro fin, la urgencia por intentar la sistematización de las dinámicas
políticas, económicas, sociales y culturales de la región es cosa muy
reciente. Se puede asegurar que la cuenca del Caribe, a
pesar de comprender las primeras tierras de América en ser conquistadas y
colonizadas por Europa, es todavía, sobre todo en términos culturales,
una de las regiones menos conocidas del Continente. Los principales
obstáculos que ha de vencer cualquier estudio global de las sociedades
insulares y continentales que integran el Caribe son, precisamente,
aquéllos que por lo general enumeran los científicos para definir el
área: su fragmentación, su inestabilidad, su recíproco aislamiento, su
desarraigo, su complejidad cultural, su dispersa historiografía, su
contingencia y su provisionalidad. Esta inesperada conjunción de
obstáculos y propiedades no es, por supuesto, casual. Ocurre que el mundo
contemporáneo navega el Caribe con juicios y propósitos semejantes a los
de Cristóbal Colón: esto es, desembarca ideólogos, tecnólogos, espe-
cialistas e inversores (los nuevos descubridores) que vienen con la
intención de aplicar “acá” los métodos y dogmas de “allá” ,
sin tomarse la molestia de sondear la profundidad sociocultural del área.
Así, se acostumbra definir el Caribe en términos de su resistencia a las
distintas metodologías imaginadas para su investigación. Esto no quiere
decir que las definiciones que leemos aquí y allá de la sociedad
pancaribeña sean falsas y, por tanto, desechables. Yo diría, al
contrario, que son tan necesarias y tan potencialmente productivas como lo
es la primera lectura de un texto, en la cual, inevitablemente, como
decía Barthes, el lector se lee a sí mismo. Con este libro, no obstante,
pretendo abrir un espacio que permita una relectura del Caribe; esto es,
alcanzar la situación en que todo texto deja de ser un espejo del lector
para empezar a revelar su propia textualidad.
Esta relectura, que en modo alguno se
propone como la única válida, no ha de ser fácil. El mundo caribeño
está saturado de mensajes —“language games”, diría Lyotard—
emitidos en cinco idiomas europeos (español, inglés, francés,
holandés, portugués), sin contar los aborígenes que, junto con los
diferentes dialectos locales (surinamtongo, papiamento, créole, etc.)
dificultan enormemente la comunicación de un extremo al otro del ámbito.
Además, el espectro de los códigos caribeños resulta de tal
abigarramiento y densidad que informa la región como una espesa sopa de
signos, fuera del alcance de cualquier disciplina en particular y de
cualquier investigador individual. Se ha dicho muchas veces que el Caribe
es la unión de lo diverso, y tal vez sea cierto. En todo caso, mis
propias relecturas me han ido llevando por otros rumbos, y ya no me es
posible alcanzar reducciones de tan recta abstracción. En la relectura
que ofrezco a debate en este libro propongo partir de una premisa más
concreta, de algo fácilmente comprobable: un hecho geográfico.
Específicamente, el hecho de que las Antillas constituyen un puente de
islas que conecta de “cierta manera”, es decir, de una manera
asimétrica, Sudamérica con Norteamérica. Este curioso accidente
geográfico le confiere a todo el área, incluso a sus focos
continentales, un carácter de archipiélago, es decir, un conjunto
discontinuo (¿de qué?): condensaciones inestables, turbulencias,
remolinos, racimos de burbujas, algas deshilachadas, galeones hundidos,
ruidos de rompientes, peces voladores, graznidos de gaviotas, aguaceros,
fosforescencias nocturnas, mareas y resacas, inciertos viajes de la
significación; en resumen, un campo de observación muy a tono con los
objetivos de Caos. He usado mayúscula para indicar que no me refiero al
caos según la definición convencional, sino a la nueva perspectiva
científica, así llamada, que ya empieza a revolucionar el mundo de la
investigación: esto es, caos en el sentido de que dentro del desorden que
bulle junto a lo que ya sabemos de la naturaleza es posible observar
estados o regularidades dinámicas que se repiten globalmente. Pienso que
este nuevo interés de las disciplinas científicas, debido en mucho a la
especulación matemática ya la holografía, conlleva una actitud
filosófica (un nuevo modo de leerlos conceptos de azar y necesidad, de
particularidad y universalidad) que poco a poco habrá de permear otros
campos del conocimiento.
Muy recientemente, por ejemplo, la
economía y ciertas ramas de las humanidades han comenzado a ser
examinadas bajo este flamante aradigma, quizá el paso más inquisitivo y
abarcador que ha dado hasta ahora el pensamiento de la posmodernidad. En
realidad, teóricamente, el campo de la observación de Caos es
vastísimo, puesto que incluye todos los fenómenos que dependen del curso
del tiempo; Caos mira hacia todo lo que se repite, reproduce, crece,
decae, despliega, fluye, gira, vibra, bulle: se interesa tanto en la
evolución del sistema solar como en las caídas de la bolsa, tanto en la
arritmia cardíaca como en las relaciones entre el mito y la novela. Así,
Caos provee un espacio donde las ciencias puras se conectan con las
ciencias sociales, y ambas con el arte y la tradición cultural. Por
supuesto, tales diagramas suponen por fuerza lenguajes muy diferentes y la
comunicación entre ellos no suele ser directa, pero, para el lector tipo
Caos, siempre se abrirán pasadizos inesperados que permitirán el
tránsito entre un punto y otro del laberinto. Aquí, en este libro, he
intentado analizar ciertos aspectos del Caribe imbuido de esta nueva
actitud, cuya finalidad no es hallar resultados sino procesos, dinámicas
y ritmos que se manifiestan dentro de lo marginal, lo residual, la
incoherente, lo heterogéneo o, si se quiere, lo impredecible que coexiste
con nosotros en el mundo de cada día. La experiencia de esta exploración
ha sido para mí aleccionadora a la vez que sorprendente, pues dentro de
la fluidez sociocultural que presenta el archipiélago Caribe, dentro de
su turbulencia historiográfica y su mido etnológico y lingüístico,
dentro de su generalizada inestabilidad de vértigo y huracán, pueden
percibirse los contornos de una isla que se “repite” a sí misma,
desplegándose y bifurcándose hasta alcanzar todos los mares y tierras
del globo, a la vez que dibuja mapas multidisciplinares de insospechados
diseños. He destacado la palabra “repite” porque deseo darle el
sentido un tanto paradójico con que suele aparecer en el discurso de
Caos, donde toda repetición es una práctica que entraña necesariamente
una diferencia y un paso hacia la nada (según el principio de entropía
propuesto por la termodinámica en el siglo pasado), pero, en medio del
cambio irreversible, la naturaleza puede producir una figura tan compleja
e intensa como la que capta el ojo humano al mirar un estremecido colibrí
bebiendo de una flor.
¿Cuál sería entonces la isla que
se repite: Jamaica, Amba, Puerto Rico, Guadalupe, Miami, Haití, Recife?
Ciertamente, ninguna de las que conocemos. Ese origen, esa isla-centro, es
tan imposible de fi jar como aquella hipotética Antilia que reaparecía
una y otra vez, siempre de manera furtiva, en los portulanos de los
cosmógrafos. Esto es así porque el Caribe no es un archipiélago común,
sino un meta-archipiélago (jerarquía que tuvo la Hélade y también el
gran archipiélago malayo), y como tal tiene la virtud de carecer de
límites y de centro. Así, el Caribe desborda con creces su propio mar, y
su última Tule puede hallarse a la vez en Cádiz o en Sevilla, en un
suburbio de Bombay, en las bajas y rumorosas riberas del Gambia, en una
fonda cantonesa hacia 1850, en un templo de Bali, en un ennegrecido muelle
de Bristol, en un molino de viento junto al Zuyder Zee, en un almacén de
Burdeos en los tiempos de Colbert, en una discoteca de Manhattan y en la
saudade existencial de una vieja canción portuguesa. Entonces, ¿qué es
lo que se repite? Tropismos, series de tropismos, de movimientos en una
dirección aproximada, digamos la imprevista relación entre un gesto
danzario y la voluta barroca de una verja colonial. Pero de este tema se
hablará más adelante, aunque en realidad el Caribe es eso y mucho más;
es el último de los grandes meta- archipiélagos. Si alguien exigiera una
explicación visual, una gráfica de lo que es el Caribe, lo remitiría al
caos espiral de la Vía Láctea, el impredecible flujo de plasma
transformativo que gira con parsimonia en la bóveda de nuestro globo, que
dibuja sobre éste un contorno “otro” que se modifica a sí mismo cada
instante, objetos que nacen a la luz mientras otros desaparecen en el seno
de las sombras; cambio, tránsito, retorno, flujos de materia estelar.
No hay nada maravilloso en esto, ni
siquiera envidiable; ya se verá. Hace un par de párrafos, cuando
proponía una relectura del Caribe, sugerí partir del hecho de que las
Antillas forman un puente de islas que conecta, de “cierta manera”,
Sudat:nérica con Norteamérica; es decir, una máquina de espuma que
conecta las crónicas de la búsqueda de El Dorado con el relato del
hallazgo de El Dorado; o también, si se quiere, el discurso del mito con
el discurso de la historia, o bien, el discurso de la resistencia con el
discurso del poder. Destaqué las palabras “cierta manera” porque, si
tomásemos como conexión de ambos subcontinentes el enchufe
centroamericano, los resultados serían mucho menos productivos además de
ajenos a este libro. En realidad, tal enchufe sólo adquiere importancia
objetiva en los mapas de las geografías, de la geopolítica, de las
estrategias militares y financieras del momento. Son mapas de orden
terrestre y pragmático que todos conocemos, que todos llevamos dentro, y
que por lo tanto podemos referir a una primera lectura del mundo. Las
palabras “cierta manera” son las huellas de mi intención de
significar este texto como producto de “otra” lectura. En ésta, el
enchufe que cuenta es el que hace la máquina Caribe, cuyo flujo, cuyo
ruido, cuya complejidad atraviesan la cronología de las grandes
contingencias de la historia universal, de los cambios magistrales del
discurso económico, de los mayores choques de razas y culturas que ha
visto la humanidad.
DE LA MÁQUINA DE COLÓN A LA MÁQUINA AZUCARERA
Seamos realistas: el Atlántico es hoy
el Atlántico (con todas sus ciudades portuarias) porque alguna vez fue
producto de la cópula de Europa —ese insaciable toro solarcon las
costas del Caribe; el Atlántico es hoy el Atlántico —el ombligo del
capitalismo— porque Europa, en su laboratorio mercantilista, concibió
el proyecto de inseminar la matriz caribeña con la sangre de Africa; el
Atlántico es hoy el Atlántico —NATO, World Bank, New York Stock
Exchange, Mercado Común Europeo, etc.— porque fue el parto doloroso del
Caribe, su vagina distendida entre ganchos continentales, entre la
encomienda de los indios y la plantación esclavista, entre la servidumbre
del coolie y la discriminación del criollo, entre el monopolio comercial
y la piratería, entre el palenque y el palacio del gobernador; toda
Europa tirando de los ganchos para ayudar al parto del Atlántico: Colón,
Cabral, Cortés, de Soto, Hawkins, Drake, Hein, Surcouf... Después del
flujo de sangre y de agua salada, enseguida coser los colgajos y aplicar
la tintura antiséptica de la historia, la gasa y el esparadrapo de las
ideologías positivistas; entonces la espera febril por la cicatriz;
supuración, siempre la supuración. Sin proponérmelo he derivado hacia
la retórica inculpadora y vertical de mis primeras lecturas del Caribe.
No se repetirá. En todo caso, para terminar el asunto, hay que convenir
en que a.C. (antes del Caribe) el Atlántico ni siquiera tenía nombre.
No obstante, el hecho de haber parido
un océano de tanto prestigio universal no es la única razón por la cual
el Caribe es un mar importante. Hay otras razones de semejante peso. Por
ejemplo, es posible defender con éxito la hipótesis de que sin las
entregas de la matriz caribeña la Iacumulación de capital en Occidente
no hubiera bastado para, en poco más de un par de siglos, pasar de la
llamada Revolución Mercantil a la Revolución Industrial. En realidad, la
historia del Caribe es uno de los hilos principales de la historia del
capitalismo mundial, y viceversa. Se dirá que esta conclusión es
polémica, y quizá lo sea. Claro, éste no es el lugar para debatirla a
fondo, pero siempre hay espacio para algunos comentarios.
La máquina que Cristóbal Colón
armó a martillazos en La Española era una suerte de bricolage, algo así
como un vacuum cleaner medieval. El plácido flujo de la naturaleza
isleña fue interrumpido por la succión de su boca de fierro para ser
redistribuido por la tubería trasatlántica y depositado en España.
Cuando hablo de naturaleza isleña lo hago en términos integrales: indios
con sus artesanías, pepitas de oro y muestras de otros minerales,
especímenes autóctonos de la flora y la fauna, y también algunas
palabras como tabaco, canoa y hamaca. Todo esto llegó fmuy deslucido y
escaso a la corte española (sobre todo las palabras), de modo que nadie,
salvo Colón, se hacía ilusiones con respecto al Nuevo Mundo. El mismo
modelo de máquina (piénsese en una herrería llena de ruidos, chispas y
hombres fornidos llevando delantales de cuero), con algún crisol de más
por aquí y algún fuelle nuevo por allá, fue instalada en puerto Rico,
en Jamaica, en Cuba y en algunos miserables establecimientos de Tierra
Firme. Al llegar los años de las grandes conquistas -la caída
irrecuperable de los altiplanos aztecas, incas y chibchas- la máquina de
Colón fue remodelada con premura y, trasladada a lomos de indio por
cordilleras y torrentes, fue puesta a funcionar enseguida en media docenas
de lugares. Es posible determinar la fecha de inauguración de esta
máquina. Ocurrió en la primavera del año 1523, cuando Hernán Cortés,
al control de las palancas y pedales, fundió parte del tesoo de
Tenochtitlán y seleccionó un conjunto de objetoS suntuarios para ser
enviado todo por la tubería trasatlántica. Pero este prototipo era tan
defectuoSo que la máquina auxiliar de transporte sufrió una irreparable
ruptura a unas diez leguas del Cabo San Vicente, en Portugal. Los
corsarios franceses capturaron dos de las tres inadecuadas carabelas que
conducían el tezoro a España, y el emperador Carlos perdió toda su
parte (20% ) del negocio mexicano de aquel año. Aquello no podía volver
a ocurrir. Era preciso perfeccionar la máquina.
A estas alturas pienso que debo
aclarar que cuando hablo de máquin- na parto del concepto de Deleuze y
Guattari; es decir, hablo de una máquina que debe verse como una cadena
de máquinas acopladas -la máquina la máquina la máquina-, donde cada
una de ellas interrumpe el el flujo que provee la anterior. Se dirá, con
razón, que una misma máquina puede verse tanto en términos de flujo
como de interrupción, y en efecto así es. Tal noción, como se verá, es
indispensable para esta relectura del Caribe, pues nos permitirá pasar a
otra de impottancia aún mayor.
En todo caso, en los años que
siguieron al desastre de Cabo San Vicente, los españoles introdujeron
cambios tecnológicos y ampliaciones sorprendentes en su máquina
americana. Tanto es así que en la década de 1560 la pequeña y
rudimentaria máquina de Colón había devenido en La Máquina Más Grande
Del Mundo. Esto es absolutamente cierto. Lo prueban las estadísticas: en
el primer siglo de la colonización española esta máquina produjo más
de la tercera parte del oro producido en todo el mundo en esos años. La
máquina no sólo producía oro; también producía enormes cantidades de
barras de plata, esmeraldas, brillantes, topacios, perlas y cosas así. La
cantidad de plata derretida que goteaba con de la descomunal armazón era
tal, que en la estación alimentadora del Potosí las familias vanidosas,
después de cenar, tiraban por la ventana el servicio de plata junto con
las sobras de comida. Estas fabulosas entregas de metales preciosos fueron
resultado, como dije, de varias innovaciones, por ejemplo: garantizar la
mano de obra barata necesaria en las minas a través del sistema llamado
mita, utilizar la energía del viento y de las corrientes marinas para
acelerar el flujo de transporte oceánico, implantar sistemas de
salvaguardia y medidas de control desde el estuario del Plata hasta el
Guadalquivir, etc. Pero, sobre todo, la adopción del sistema llamado
flotas. Sin el sistema de flotas los españoles no hubieran podido
depositar en los muelles de Sevilla más oro y más plata que el que
cabía en sus bolsillos.
Se sabe quién puso a funcionar esta
extraordinaria máquina: Pedro Menéndez de Avilés, un asturiano genial y
cruel. Si este hombre, u otro, no hubiera diseñado la máquina flota, el
Caribe seguiría estando ahí pero tal vez no sería un
meta-archipiélago.
La máquina de Menéndez de Avilés
era en extremo compleja y fuera de las posibilidades de cualquier otra
nación que no fuera España. Era una máquina integrada por una máquina
naval, una máquina militar, una máquina burocrática, una máquina
comercial, una máquina extractiva, una máquina política, una máquina
legal, una máquina religiosa; en fin, todo un descomunal parque de
máquinas que no vale la pena continuar identificando. Lo único que
importa aquí es que era uQa máquina caribeña; una máquina instalada en
el mar Caribe y acoplada al Atlántico y al Pacífico. El modelo
perfeccionado de esta máquina fue puesto a funcionar en 1565, aunque fue
probado en un simulacro de operaciones un poco antes. En 1562 Pedro
Menéndez de Avilés, al mando de 49 velas, zarpó de España con el
sueño de taponear los salideros de oro y plata por concepto de naufragios
y ataques de corsarios y piratas. Su plan era el siguiente: el tráfico
entre las Indias y Sevilla se haría en convoyes compuestos por
transportes, barcos de guetra y embarcaciones ligeras de reconocimiento y
aviso; los embarques de oro y plata sólo se tomarían en fechas fijas del
año y en un reducido número de puertos del Caribe (Cartagena, Nombre de
Dios, San Juan de Ulúa y otros secundarios); se construirían fortalezas
y se destacarían guarniciones militares no sólo en estos puertos, sino
también en aquéllos que pudieran defender los pasos al Caribe (San Juan
de Puerto Rico, Santo Domingo, Santiago de Cuba y, en primer término, La
Habana); todos estos puertos servirían de base a escuadrones de patrulla,
cuya misión sería barrer de piratas, corsarios y contrabandistas las
aguas y los cayos costeros, al tiempo que prestarían servicios de
salvamento a las naves de los convoyes que sufrieran percances. (El plan
fue aprobado; sus lineamientos eran tan sólidos que 375 años más tarde,
en la Segunda Guerra Mundial, los Aliados lo adoptaron en el Atlántico
Norte para defenderse de los ataques de submarinos, cruceros y aviones
alemanes.)
En general se da el nombre de flotas
a los convoyes que dos veces al año entraban en el Caribe para
transportar a Sevilla las grandes riquezas de América. Pero esto no es
del todo exacto. El sistema de flotas era, además de los convoyes, una
máquina de puertos, fondeaderos, muelles, atalayas, arsenales,
astilleros, fortalezas, murallas, guarniciones, milicias, armas,
almacenes, depósitos, oficinas, talleres, hospitales, hospedajes, fondas,
plazas, iglesias, palacios, calles y caminos, que se conectaban a los
puertos mineros del Pacífico mediante un enchufe de trenes de mulas
tendido a través del Istmo de Panamá. Era una poderosa máquina
articulada sabiamente a la geografía del Caribe y sus mecanismos estaban
dispuestos de tal modo que pudieran usar a su favor la energía de las
Corrientes del Golfo y del régimen de vientos alisios propios de la
región. La máquina flota generó toda las ciudades del Caribe hispánico
y las hizo ser, para bien o para mal, lo que son hoy, en particular La
Habana. Era allí donde ambas flotas (la de Cartagena y la de Veracruz) se
reunían anualmente para hacer un imponente convoy de más de cien barcos
y emprender el camino de regreso. En 1565 Menéndez de Avilés, tras
degollar con helada serenidad a cerca de medio millar de hugonotes
establecidos en La Florida, completó la red de ciudades fortificadas con
la fundación de San Agustín, hoy la ciudad más antigua de Estados
Unidos.
Cuando se habla con asombro de la
inagotable riqueza de las minas de México y el Perú, éstas deben verse
sólo como máquinas acopladas a otras máquinas; esto es, en términos de
producción (flujo e interrupción). Tales máquinas mineras, por sí
solas, no hubieran servido de mucho a la acumulación de capital mercantil
en Europa. Sin la gran máquina Caribe (desde el prototipo de Colón hasta
el modelo de Ménendez de Avilés), los europeos se hubieran visto en la
ridícula situación del jugador de máquinas de monedas que logra obtener
el jackpot pero carece de sombrero.
Puede hablarse, sin embargo, de una
máquina caribeña de tanta o más importancia que la máquina flota. Esa
máquina, esa extraordinaria máquina, existe todavía; esto es, “se
repite” sin cesar. Se llama: la plantación.
Sus prototipos nacieron en el
Levante, después de la época de las Cruzadas, y se extendieron hacia el
Occidente. En el siglo XV los portugueses instalaron su propio modelo en
las islas de Cabo Verde y las Maderas, con un éxito asombroso. Hubo
ciertos hombres de empresa -como el judío Cristóbal de Ponte y el Jarife
de Berbería- que intentaron construir modelos de esta familia de
máquinas en las Canarias y en el litoral marroquí, pero el negocio era
demasiado grande para un solo hombre. En realidad hacía falta todo un
reino, una monarquía mercantilista, para impulsar los engranajes, molinos
y ruedas de esta pesada y compleja máquina. Quiero llegar al hecho de
que, a fin de cuentas, fueron las potencias europeas las que controlaron
la fabricación, el mantenimiento, la tecnología y la reproducción de
las máquinas plantaciones, sobre todo en lo que toca al modelo de
producir azúcar de caña. (Esta familia de máquinas también produce
café, tabaco, cacao, algodón, índigo, té, piña, fibras textiles,
bananas y otras mercancías cuya producción es poco rentable o imposible
en las zonas de clima templado: además, suele producir Plantación, con
mayúscula para indicar no sólo la existencia de plantaciones sino
también del tipo de sociedad que resulta del uso y abuso de ellas.)
Pero de todo esto se ha escrito tanto
que no vale la pena bosquejar siquiera la increíble y triste historia de
esta máquina. No obstante, habrá que decir algo, un mínimo de cosas.
Por ejemplo, lo singular de esta máquina es que produjo, también, no
menos de diez millones de esclavos africanos y centenares de miles de
coolies provenientes de la India, de la China, de la Malasia. Esto, sin
embargo, no es todo. Las máquinas plantaciones ayudaron a producir
capitalismo mercantil e industrial (ver Eric Williams, CaPitalism and
Slavery), subdesarrollo africano (ver Walter Rodney, How Europe
Underdeveloped Africa), población caribeña (ver Ramiro Guerra y
Sánchez, Azúcar y población en las Antillas); produjeron guerras
imperialistas, bloques coloniales, rebeliones, represiones, sugar islands,
palenques de cimarrones, banana republics, intervenciones, bases aero- ,
navales, dictaduras, ocupaciones militares, revoluciones de toda suerte e,
incluso, un “estado libre asociado” junto a un estado socialista no
libre.
Se dirá que este catálogo es
innecesario, que todo este asunto es archiconocido. (Además, el tema de
la plantación será visto en algunos de los capítulos que siguen.) Pero
¿cómo dejar en claro que el Caribe no es un simple mar multiétnico o un
archipiélago dividido por las categorías de Antillas Mayores y Menores y
de Islas de Barlovento y Sotavento? En fin, ¿cómo dejar establecido que
el Caribe es un mar histórico-económico principal y, además, un
meta-archipiélago cultural sin centro y sin límites, un caos dentro del
cual hay una isla que se repite incesantemente -cada copia distinta-,
fundiendo y refundiendo materiales etnológicos como lo hace una nube con
el vapor del agua? Si esto ha quedado claro no hay por qué seguir
dependiendo de las páginas de la historia, esa astuta cocinera que
siempre nos da gato por liebre. Hablemos entonces del Caribe que se puede
ver, tocar, oler, oír, gustar; el Caribe de los sentidos, de los
sentimientos y los presentimientos.
DEL APOCALIPSIS AL CAOS
Puedo aislar con pasmosa exactitud -al
igual que el héroe novelesco de Sartre- el momento en que arribé a la
edad de la razón. Fue una hermosísima tarde de octubre, hace años,
cuando parecía inminente la atomización del meta-archipiélago bajo los
desolados paraguas de la catástrofe nuclear. Los niños de La Habana, al
menos los de mi barrio, habían sido evacuados, y un grave silencio cayó
sobre las calles y el mar. Mientras la burocracia estatal buscaba noticias
de onda corta y el ejército se atrincheraba inflamado por los discursos
patrióticos y los comunicados oficiales, dos negras viejas pasaron de “cierta
manera” bajo mi balcón. Me es imposible describir esta “cierta manera”.
Sólo diré que había un polvillo dorado y antiguo entre sus piernas
nudosas, un olor de albahaca y hierbabuena en sus vestidos, una sabiduría
simbólica, ritual, en sus gestos y en su chachareo. Entonces supe de
golpe que no ocurriría el apocalipsis. Esto es: las espadas y los
arcángeles y las trompetas y las bestias y las estrellas caídas y la
ruptura del último sello no iban a ocurrir. Nada de eso iba a ocurrir por
la sencilla razón de que el Caribe no es un mundo apocalíptico. La
noción de apocalipsis no ocupa un espacio importante en su cultura. Las
opciones de crimen y castigo, todo o nada, de patria o muerte, de a favor
o en contra, de querer es poder, de honor o sangre, tienen poco que ver
con la cultura del Caribe; se trata de proposiciones ideológicas
articuladas en Europa que el Caribe sólo comparte en términos
declamatorios, mejor, en términos de primera lectura. En Chicago un alma
desgarrada dice “I can't take it anymore”, y se da a las drogas o a la
violencia más desesperada. En La Habana se diría: “lo que hay que
hacer es no morirse”, o bien, “aquí estoy, jodido pero contento”.
La llamada Crisis de Octubre o Crisis de los Misiles no la ganó JFK ni NK
ni mucho menos FC (los hombres de Estado suelen resultar abre- viados por
las grandes circunstancias que ellos mismo crearon); la ganó la cultura
del Caribe junto con la pérdida que implica toda ganancia. De haber
sucedido en Berlín, los niños del mundo quizá estarían ahora
aprendiendo el arte de hacer fuego con palitos.
La plantación de proyectiles
atómicos sembrada en Cuba era una máquina rusa, una máquina esteparia,
históricamente terrestre. Se trataba de una máquina que portaba la
cultura del caballo y del yoghourt, del cosaco y del mujik, del abedul y
el centeno, de las antiguas caravanas y del ferrocarril siberiano; una
cultura donde la tierra es todo y el mar es un recuerdo olvidado. Pero la
cultura del Caribe, al menos el aspecro de ella que más la diferencia, no
es terrestre sino acuática; una cultura sinuosa donde el tiempo se
despliega irregularmente y se resiste a ser capturado por el ciclo del
reloj o el del calendario. El Caribe es el reino natural e impredecible de
las corrientes marinas, de las ondas, de los pliegues y repliegues, de la
fluidez y las sinuosidades. Es, a fin de cuentas, una cultura de
meta-archipiélago: un caos que retorna, un detour sin propósito, un
continuo fluir de paradojas; es una máquinafeed-back de procesos
asimétricos, como es el mar, el viento y las nubes, la Vía Láctea, la
novela uncanny, la cadena biológica, la música malaya, el teorema de
Godel y la matemática fractal. Se dirá entonces que la Hélade no cumple
el canon de meta-archipiélago. Pero sí, claro que lo cumple. Lo que
ocurre es que el pensamiento occidental se ha venido pensando a sí mismo
como la repetición histórica de una antigua polémica. Me refiero a la
máquina represiva y falaz formada a partir del match Platón/
Aristóteles. El pensamiento griego ha sido escamoteado a tal extremo que,
al aceptar como margen de la tolerancia la versión platónica de
Sócrates, se desconoció o se censuró o se tergiversó la rutilante
constelación de ideas que constituyó el cielo verdadero de la Hélade, a
título de haber pertenecido éstas a los presocráticos, a los sofistas,
a los gnósticos. Así, este firmamento magnífico fue reducido de la
misma manera que si borráramos todas las estrellas sobre nuestras cabezas
con excepción de Cástor y Pólux. Sin duda, el pensamiento griego fue
muchísimo más que este match filosófico entre Platón y Aristóteles.
Sólo que ciertas ideas no del todo simétricas escandalizaron a la fe
medieval, al racionalismo moderno y al positivismo funcionalista de
nuestro tiempo, y no es preciso seguir con este asunto porque es del
Caribe de lo que aquí interesa hablar. Despidámonos de la Hélade
aplaudiendo la idea de un sabio olvidado, Tales de Mileto: el agua es el
principio de todas las Cosas.
Entonces, ¿cómo describir la
cultura caribeña de otro modo que una máquinafeed-back de agua, nubes o
materia estelar? Si hubiera que responder con una sola palabra, diría:
actuación. Pero actuación no sólo en términos de representación
escénica, sino también de ejecución de un ritual, es decir, esa “cierta
manera” con que caminaban las dos negras viejas que conjuraron el
apocalipsis. En esa “cierta manera” se expresa el légamo mítico,
mágico si se quiere, de las civilizaciones que contribuyeron a la
formación de la cultura caribeña. Claro, de esto también se ha escrito
algo, aunque pienso que aún queda mucha tela por donde cortar. Por
ejemplo, cuando se habla de génesis de la cultura del Caribe se nos da a
escoger entre dos alternativas: o se nos dice que el complejo sincretismo
de las expresiones culturales caribeñas -que llamaré supersincretismo
para distinguirlo de formas más simples- surgió del choque de
componentes europeos, africanos y asiáticos dentro de la Plantación, o
bien que éste fluye de máquinas etnológicas más distantes en el
espacio y más remotas en el tiempo, es decir, máquinas “de cierta
manera” que habría que buscar en los subsuelos de todos los
continentes. Pero, pregunto, ¿por qué no tomar ambas alternativas como
válidas, y no sólo ésas sino otras más? ¿Por qué perseguir a
ultranza una coherencia euclidiana que el mundo -y sobre todo el
Caribedista de tener? Es evidente que para una relectura del Caribe hay
que visitar las fuentes elusivas de donde manaron los variadísimos
elementos que contribuyeron a la formación de su cultura. Este viaje
imprevisto nos tienta porque, en cuanto logramos identificar por separado
los distintos elementos de alguna manifestación supersincrética que
estamos estudiando, se produce al momento el desplazamiento errático de
sus significantes hacia otros puntos espacio-temporales, ya estén éstos
en Europa, Africa, Asia o América, o en todos los continentes a la vez.
Alcanzados sin embargo estos puntos de procedencia, en el acto ocurrirá
una nueva fuga caótica de significantes, y así ad infinitum. Tomemos
como ejemplo una expresión sincrética ya investigada, digamos el culto a
la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Si analizáramos este
culto -habría que pretender que no se ha hecho antes- llegaríamos
necesariamente a una fecha ( 1605) ya un lugar (El Cobre, cerca de
Santiago de Cuba); esto es, al marco espacio-temporal donde el culto
empieza a articularse sobre la base de tres significantes: uno de ellos de
procedencia aborigen (la deidad taína Atabey o Atabex), otro oriundo de
Europa (la Virgen de Illescas) y, finalmente, otro que viene de Africa
(Ochún, una orisha yoruba). Para muchos antropólogos la historia de este
culto empezaría y terminaría aquí, y por supuesto darían razones de
peso para explicar esta violenta reducción de la cadena de significantes.
Dirían, quizá, que los pueblos que habitan hoy las Antillas son “nuevos”,
y por lo tanto su situación anterior, su tradición de ser “de cierta
manera”, no debe contar; dirían que, al desaparecer el aborigen
antillano durante el primer siglo de la colonización, estas islas
quedaron desconectadas de las máquinas indoamericanas, proveyendo así un
espacio “nuevo” para que mujeres y hombres “nuevos”, procedentes
de Europa, Africa y Asia, crearan una sociedad “nueva” y, con ella,
una cultura “nueva” que ya no puede tomarse como prolongación de
aquéllas que portaban los migradores al llegar. Se trata, evidentemente,
de un enfoque estructuralista, sistémico si se quiere, puesto que lo que
ha creado la población “nueva” en las Antillas es, ni más ni menos,
toda una familia de “nuevos” sistemas, la cultura uno de ellos. Así,
la Virgen de la Caridad del Cobre resultaría ser exclusivamente cubana, y
en tanto patrona de Cuba aparecería en una suerte de panoplia junto con
la bandera, el escudo, las estatuas de los próceres, el mapa de la isla,
las palmas reales y el himno nacional; sería, en resumen, un atributo de
la religión civil de la patria cubana y de nada más. Bien, comparto este
enfoque sistémico, aunque sólo dentro de la perspectiva que ofrece una
primera lectura, en la cual -ya se sabe- el lector se lee a sí mismo.
Pero sucede que, después de varias lecturas a fondo de la Virgen y de su
culto, es posible que un lector cubano resulte seducido por los materiales
que ha estado leyendo y disminuya la dosis de nacionalismo que proyectaba
sobre la Virgen. Esto sucederá sólo en el caso de que su ego abandone
por un instante el deseo de sentirse únicamente cubano, sentimiento que
le ofrece el espejismo de un lugar seguro a la sombra de la nacionalidad y
que lo conecta a la tierra ya los padres de la patria. Si esta momentánea
oscilación llegara a ocurrir, el lector dejaría de inscribirse en el
espacio de lo cubano y se aventuraría por los caminos del caos sin
límites que propicia toda relectura avanzada. Así las cosas, tendría
que saltar fuera de la Cuba estadista y estadís. tica en pos de los
errabundos significantes que informan el culto de la Virgen de la Caridad
del Cobre. Por un momento, sólo por un momento, la Virgen y el lector
dejarán de ser cubanos.
La primera sorpresa o perplejidad que
nos depara el tríptico supersincrético que forman Atabey, Nuestra
Señora y Ochún es que no es original sino originario. En efecto, Atabey,
la deidad taína, es un objeto sincrético en sí mismo, uno de cuyos
significantes nos remite a otro significante bastante imprevisto: Orehu,
Madre de las Aguas entre los arahuacos de la Guayana. Este viaje de la
significación resulta apasionante por más de una razón. En primer lugar
implica la grandiosa epopeya arahuaca: la partida de la cuenca amazónica,
la ascensión del Orinoco, la llegada a la Costa caribeña, el
poblarniento minucioso del arco antillano hasta llegar a Cuba, el
encuentro aún oscuro con los mayas de Yucatán, el juego ritual de la
pelota de resina, la conexión “otra” entre ambas masas
subcontinentales (tal fue la olvidada hazaña de este pueblo). En segundo
lugar implica, también, la no menos grandiosa epopeya de los caribes: las
islas arahuacas como objeto de deseo caribe, la construcción de las
largas canoas, los aprestos bélicos, las incursiones a las islas más
próximas a la Costa -Trinidad, Tobago, Margarita-, el rapto de las
hembras y los festines de victoria; luego la etapa de las invasiones
territorializadoras -Granada, St. Vincent, St. Lucía, Martinica,
Dominica, Guadalupe-, las matanzas de arahuacos, el glorioso canibalismo
ritual de hombres y palabras, caribana, caribe, carib, calib, canib,
caníbal, Calibán; y finalmente el Mar de los Caribes, desde la Guayana a
las Islas Vírgenes, el mar que aisló a los arahuacos (taínos) que
habitaban las Grandes Antillas, que cortó su conexión física con la
Costa sudamericana pero no la continuidad del flujo de la cultura, el
flujo de significantes que atravesó la barrera espacio-temporal caribe
para seguir uniendo a Cuba con las cuencas del Orinoco y el Amazonas;
Atabey/ Orehu, progenitora del Ser Supremo de los taínos, madre de los
lagos y ríos taínos, protectora de los flujos femeninos, de los grandes
misterios de la sangre que experimenta la mujer, y allá, al otro lado del
arco antillano, la Gran Madre de las Aguas, la inmediatez del matriarcado,
los inicios de la agricultura de la yuca, la orgía ritual, el incesto, el
sacrificio del doncel, la sangre y la tierra.
Hay algo enormemente viejo y poderoso
en todo esto, ya lo sé; vértigo contradictorio que no hay por qué
interrumpir, y así llegamos al punto en que la imagen de Nuestra Señora
que se venera en el Cobre es, también, un objeto sincrético, generado
por dos estampas distintas de la Virgen María que fueron a parar a las
manos de los caciques de Cueiba y de Macaca para ser adoradas a la vez
como Atabey y Nuestra Señora. Imagínese por un instante la perplejidad
de ambos caciques cuando vieron, por primera vez, lo que ningún taíno
había visto antes: la imagen a color de la Madre del Ser Supremo, la sola
progenitora de Yúcahu Bagua Maórocoti, que ahora resultaba, además, la
madre del dios de aquellos hombres barbudos y color de yuca, a quienes
protegía de muertes, enfermedades y heridas. Ave María, aprenderían a
decir estos indios cuando adoraban a su Atabey, que una vez había sido
Orehu y, más atrás aún, la Gran Madre Arahuaca. Ave María, diría
seguro Francisco Sánchez de Moya, un capitán español del siglo XVI,
cuando recibió del rey el nombramiento y la orden de trasladarse a Cuba
para hacer fundiciones de cobre. Ave María, diría de nuevo cuando
envolvía entre sus camisas la imagen de Nuestra Señora de I11escas, de
la cual era devoto, para que lo guardara de tempestades y naufragios en la
azarosa Carrera de Indias. Ave María, repetiría el día en que la
colocó en el altar de la solitaria ermita de Santiago del Prado, apenas
un caserío de indios y negros que trabajaban las minas de cobre. Pero esa
imagen, la de la Virgen de Illescas llevada a Cuba por el buen capitán,
tenía tras de sí una larga historia y era también un objeto
sincrético. La cadena de significantes nos hace viajar ahora desde el
Renacimiento hasta el Medioevo. Nos conduce Bizancio, la única, la
magnífica, donde entre herejías y paganismos de toda suerte se
constituyó el culto a la Virgen María (culto no previsto por los
Doctores de la Iglesia Romana). Allí, en Bizancio, entre el esplendor de
sus iconos y mosaicos, la representación de la Virgen y el Niño sería
raptada por algún caballero cruzado y voraz, o adquirida por algún
mercader de reliquias, o copiada por la pupila de un piadoso peregrino. En
todo caso, el sospechoso culto a la Virgen María se infiltr6
subrepticiamente en Europa. Cierto que por sí solo no hubiera llegado muy
lejos, pero esto ocurrió en el siglo XII, la época legendaria de los
trovadores y delfin amour, donde la mujer dejaba de ser la sucia y maldita
Eva, seductora de Adán, y cómplice de la Serpiente, para lavarse, per-
fumarse y vestirse suntuosamente según el rango de su nuevo aspecto, el
de Señora. Entonces el culto de Nuestra Señora corrió como el fuego
por: la pólvora, y un buen día llegó a I11escas, a unas millas de
Toledo. Ave María, decían en alta voz los negros esclavos de las minas
de cobre de Santiago del Prado, ya continuación, en un susurro, sin que
ningún blanco los escuchara, dirían: “Ochún Yeyé.” Porque aquella
imagen milagrosa del altar era para ellos uno de los orishas más
populares del panteón yoruba: Ochún Yeyé Moró, la prostituta
perfumada; Ochún Kayode, la alegre bailadora; Ochún Aña, la que ama los
tambores; Ochún Akuara, la que prepara filtros de amor; Ochún Edé, la
dama elegante; Ochún Fumiké, la que concede hijos a mujeres secas;
Ochún Funké, la que lo sabe todo; Ochún Kolé-Kolé, la temible
hechicera. Ochún, en tanto objeto sincrético, es tan vertiginososo como
su baile voluptuoso de pañuelos dorados. Tradicionalmente es la Señora
de los Ríos, pero algunos de sus avatares la relacionan con las bahías y
las orillas del mar. Sus posesiones más preciadas son el ámbar, el coral
y los metales amarillos; sus alimentos predilectos son la miel, la
calabaza y los dulces que llevan huevos. A veces se muestra gentil y
auxiliadora, sobre todo en asuntos de amor y de mujeres; otras veces se
manifiesta como una entidad insensible, caprichosa, voluble, e incluso
puede llegar a ser malvada y traicionera; en estos oscuros avatares
también la vemos como una vieja hechicera que se alimenta de carroña y
como la orisha de la muerte.
Este múltiple aspecto de Ochún nos
hace pensar en las contradicciones de Afrodita. Tanto una diosa como la
otra son, a la vez, luminosas y Oscuras; reinan en un espacio donde
coinciden el placer y la muerte, el amor yel odio, la voluptuosidad y la
traición. Ambas diosas son de origen acuático y moran en las espumas de
los flujos marinos, fluviales y vaginales; ambas seducen a dioses ya
hombres, y ambas patrocinan los afeites y la prostitución.
Las correspondencias entre el
panteón griego y el panteón yoruba han sido señaladas, pero no han sido
explicadas. ¿Cómo explicar -para poner otro ejemplo- el insólito
paralelismo entre Hermes y Elegua? Ambos son deidades viajeras, los “mensajeros
de los dioses”, los “guardianes de las puertas”, los “señores de
los umbrales”; ambos son adorados en forma de piedras fálicas, y
protegen los caminos, las encrucijadas y el comercio. Ambos auspician los
inicios de cualquier gestión, viabilizan los trámites y son los únicos
que pueden atravesar los espacios terribles que median entre el Ser
Supremo y los dioses, entre los dioses y los muertos, entre los muertos y
los vivos. Ambos, finalmente, se manifiestan como niños traviesos y
mentirosos, como ancianos lujuriosos y tramposos, y como hombres que
portan un cayado y descansan el peso del cuerpo en un solo pie; ambos son
los “dadores del discurso” y rigen sobre la palabra, los misterios,
las transmutaciones, los procesos y los cambios, ambos son alfa y omega de
las cosas. Por eso, ciertas ceremonias yorubas se abren y cierran con el
baile de Elegua.
Entre Africa y Afrodita hay más que
la raíz griega que une ambos nombres; hay un flujo de espuma marina que
conecta “de cierta manera”, entre la turbulencia del caos, dos
civilizaciones doblemente apartads por la geografía y la historia.
El culto de la Virgen de la Caridad
del Cobre puede ser leído como un culto cubano, pero también puede ser
releído -una lectura no niega la otra- como un texto del
meta-archipiélago, una cita o confluencia de los flujos marinos que
conecta el Níger con el Mississippi, el Mar de la China con el Orinoco,
el Partenón con un despacho de frituras de una callejuela de Paramaribo.
Los pueblos de mar, mejor dicho, los
Pueblos del Mar, se repiten incesantemente diferenciándose entre sí,
viajando juntos hacia el infinito. Ciertas dinámicas de su cultura
también se repiten y navegan por los mares del tiempo sin llegar a parte
alguna. Si hubiera que enumerarlas en dos palabras, éstas serían:
actuación y ritmo.
Y, sin embargo, habría que agregar
algo más: la noción que hemos llamado “de cierta manera”, algo
remoto que se reproduce y que porta el deseo de conjurar apocalipsis y
violencia; algo oscuro que viene de la performance y que uno hace suyo de
una manera muy especial; concretamente, al salvar uno el espacio que
separa al observador cntemplativo del participante.
DEL RITMO AL POLIRRITMO
La naturaleza es el flujo de una
máquina feed-back incognoscible que la sociedad interrumpe constantemente
con los más variados y ruidosos ritmos. Cada uno de estos ritmos es, a su
vez, un flujo que es cortado por otros ritmos, y así Podemos seguir de
flujos a ritmos hasta detenernos donde queramos. Bien, la cultura de los
Pueblos del Mar es un flujo cortado por ritmos que intentan silenciar los
ruidos con que su propia forma social interrumpe el discurso de la
naturaleza. Si esta definición resultara abstrusa, podríamos
simplificarla diciendo que el discurso cultural de los Pueblos del Mar
intenta, a través de un sacrificio real o simbólico, neutralizar
violencia y remitir al grupo social a los códigos trans-históricos de la
naturaleza. Claro, como los códigos de la naturaleza no son limitados ni
fijos, ni siquiera inteligibles, la cultura de los Pueblos del Mar expresa
el deseo de conjurar la violencia social remitiéndose a un espacio que
sólo Puede ser intuido a través de lo poético, puesto que siempre
presenta una zona de caos. En este espacio paradójico, en el cual Se
tiene la ilusión de experimentar una totalidad, no parece haber
represiones ni contradicciones; no hay otro deseo que el de mantenerse
dentro de su zona límite el mayor tiempo posible, en free orbit, más
allá de la prisión y la libertad.
Toda máquina tiene su código
maestro, yel eje de la máquina cultural de los Pueblos del Mar está
constituido por una red de subcódigos que se conectan a las Cosmogonías,
a los beStiarios míticos, a las farmacopeas olvidadas, a los oráculos, a
los rituales profundos, a las hagiografías milagrosas del medioevo, a los
misterios y alquimias de la antigüedad. Uno de estos subcódigos nos
Puede conducir a la Torre de Babel, Otro a la versión arahuaca del
Diluvio, otro a los secretos de Eleusis, Otro al jardín del unicornio,
otros a los libros sagrados de la India y la China y a los cauris
adivinatorios del África Occidental. Las claves de este vasto laberinto
hermético nos remiten a una sabiduría “otra” que yace olvidada en
los cimientos del mundo posindustrial, puesto que alguna vez fue allá la
única forma del conocimiento. Claro, a estas alturas ya no me importa
decir que todos los pueblos son o fueron alguna vez Pueblos del Mar. Lo
que sí me importa establecer es que los Pueblos del Caribe aún lo son
parcialmente, y todo parece indicar que lo seguirán siendo durante un
tiempo, incluso dentro del interplay de dinámicas que portan modelos de
conocimiento propios de la modernidad y la Posmodernidad. En el Caribe la
transparencia epistemológica no ha desplazado a las borras y posos de los
arcanos cosmogónicos, a las aspersiones de sangre propias del sacrificio
-como se verá en el capítulo sobre la obra de Fernando Ortiz-, sino que,
a diferencia de lo que ocurre en Occidente, el conocimiento científico y
el conocimiento tradicional coexisten en estado de diferencias. Entonces,
¿qué tipo de performance se observa más allá o más acá del caos de
la cultura caribeña? ¿El ritual de las creencias supersincréticas? ¿El
baile? ¿La música? Así, por sí solos, ninguno en Particular. Las
regulari- dades que muestra la cultura del Caribe parten de su intención
de releer (reescribir) la marcha de la naturaleza en términos de ritmos
“de cierta manera”. Daré un ejemplo. Supongamos que hacemos vibrar la
membrana de un tambor con un solo golpe. Imaginemos que este sonido se
alarga y se alarga hasta constituir algo así como un salami. Bien, aquí
es donde interviene la acción interruptora de la máquina caribeña, pues
ésta empieza a cortar tajadas de sonido de un modo imprevisto, impro-
bable y, finalmente, imposible.
Para aquellos que se interesen en el
funcionamiento de las máquinas, debo aclarar que la máquina caribeña no
es un modelo Deleuze & Guattari, como el que vimos páginas atrás (la
máquina la máquina la máquina). Las especificaciones de tal máquina
son precisas y terminantes: hay una máquina de flujo a la cual se acopla
una máquina de interrupción; a ésta se enchufa otra máquina de
interrupción, y en esa particular situación la máquina anterior puede
verse como una máquina de flujo. Se trata, pues, de un sistema de
máquinas relativas, ya que, según se mire, la misma máquina puede ser
de flujo o de interrupción. La máquina caribeña, sin embargo, es algo
más: es una máquina de flujo y de interrupción a la vez; es una
máquina tecnológico-poética, o, si se quiere, una meta-máquina de
diferencias cuyo mecanismo poético no puede ser diagramado en las
dimensiones convencionales, y cuyas instrucciones se encuentran dispersas
en estado de plasma dentro del caos de su propia red de códigos y
subcódigos. En resumen, es una máquina muy distinta a aquéllas de las
que se ha venido hablando hasta ahora. En todo caso, volviendo al salami
de sonido, la noción de polirritmo (ritmos que cortan otros ritmos), si
se lleva a un punto en que el ritmo iniciales desplazado por otros ritmos
de modo que éste ya no fije un ritmo dominante y trascienda a una forma
de flujo, expresa bastante bien la performance propia de una máquina
cultural caribeña. Se alcanzará un momento en que no quedará claro si
el salami de sonido es cortado por los ritmos o si es cortado por sus
tajadas o si éstas son cortadas por tajadas de ritmo. Esto para decir que
el ritmo, en los códigos del Caribe, precede a la música, incluso a la
misma percusión. Es algo que ya estaba ahí, en medio del ruido, algo
antiquísimo y oscuro a lo cual se conecta en un momento dado la mano del
tamborero y el cuero del tambor; una suerte de chivo expiatorio, ofrecido
en sacrificio, que se puede entrever en el aire cuando uno se deja llevar
por un conjunto de tambores batá (tambores secretos a cuyo repiques
bailan los orishas, los vivos y lo muertos).
Pero sería un error pensar que el
ritmo caribeño sólo se conecta con la percusión. En realidad se trata
de un meta-ritmo al cual se puede llegar por cualquier sistema de signos,
llámese éste música, lenguaje, arte, texto, danza, etc. Digamos que uno
empieza a caminar y de repente se da cuenta de que está caminando “bien”,
es decir, no sólo con los pies, sino con otras partes del cuerpo; cada
músculo se mueve sin esfuerzo, a un ritmo dado y que, sin embargo, se
ajusta admirablemente al ritmo de sus pasos. Es muy posible que el
caminante experimente en esta circunstancia una tibia y risueña
sensación de bienestar, y sin embargo no hay nada específicamente
caribeño en esto, sólo se está caminando dentro de la noción
convencional de polirritmo, la cual supone un ritmo central (en nuestro
ejemplo, el que dan los pasos). No obstante, es posible que uno quiera
caminar no sólo con los pies, y para ello imprima a los músculos del
cuello, de la espalda, del abdomen, de los brazos, en fin, a todos los
músculos, su ritmo propio, distinto al ritmo de los pasos, el cual ya no
dominaría. Si esto llegara a ocurrir —lo cual, performance al fin y al
cabo, sería siempre una experiencia transitoria—, se estaría caminando
como las ancianas anti-apocalípticas. Lo que ha sucedido es que el centro
del conjunto rítmico que forman los pasos ha sido des-centrado, y ahora
corre de músculo a músculo, posándose aquí y allá e iluminando en
sucesión intermitente, como una luciérnaga, cada foco rítmico del
cuerpo.
Claro, este proceso que he descrito
no pasa de ser un ejemplo didáctico, y por lo tanto mediocre. Ni siquiera
he hablado de una de las dinámicas más importantes que contribuyen a
des-centrar el conjunto polirrítmico. Me refiero al complejísimo
fenómeno que se suele llamar improvisación, y que en el Caribe viene de
muy atrás: del trance danzario; del alarido o del salto imprevisto que
rompe la rigidez de la coreografía ritual para luego ser copiado por
ésta. Pues bien, sin una dosis de improvisación no se podría dar con el
ritmo de cada músculo; es preciso concederles a éstos la autonomía
suficiente para que, por su cuenta y riesgo, lo descubran. Así, antes de
conseguir caminar “de cierta manera”, todo el cuerpo ha de pasar por
una etapa de improvisación.
El tema dista mucho de estar agotado,
pero es preciso seguir adelante. Sé que hay dudas al respecto, y alguna
habrá que aclarar. Alguien podría preguntar, por ejemplo, que para qué
sirve caminar “de cierta manera” .En realidad no sirve de mucho. Ni
siquiera bailar “de cierta manera” sirve de mucho si la tabla de
valores que usamos se corresponde únicamente con una máquina
tecnológica acoplada a una máquina industrial acoplada a una máquina
comercial... El caso es que aquí estamos hablando de cultura tradicional
y de su impacto en el Ser caribeño, no de conocimiento tecnológico ni de
prácticas capitalistas de consumo, y en términos culturales hacer algo
“de cierta manera” es siempre un asunto de importancia, puesto que
intenta conjurar violencia. Más aún, al parecer seguirá siendo de
importancia independientemente de las relaciones de poder de orden
político, económico e incluso cultural que existen entre el Caribe y
Occidente. A despecho de las opiniones basadas en la visión pesimista de
Adorno, no hay razones firmes para pensar que la cultura de los Pueblos
del Mar esté afectada negativamente por el “consumismo” cultural de
las sociedades industriales. Cuando la cultura de un pueblo conserva
antiguas dinámicas que juegan “de cierta manera”, éstas se resisten
a ser desplazadas por formas territorializadoras externas y se proponen
coexistir con ellas a través de procesos sincréticos. Pero ¿no son
acaso tales procesos un fenómeno desnaturalizador? Falso. Son
enriquecedores pues contribuyen a aumentar el juego de las diferencias.
Para empezar no hay ninguna forma cultural pura, ni siquiera las
religiosas. La cultura es un discurso, un lenguaje, y como tal no tiene
principio ni fin y siempre está en transformación, ya que busca
constantemente la manera de significar lo que no alcanza a significar. Es
verdad que, al ser comparado con otros discursos de importancia —el
político, el económico, el social—, el discurso cultural es el que
más se resiste al cambio. Su deseo intrínseco, puede decirse, es de
conservación, puesto que está ligado al deseo ancestral de los grupos
humanos de diferenciarse lo más posible unos de otros. De ahí que
podamos hablar de formas culturales más o menos regionales, nacionales,
subcontinentales y aun continentales. Pero esto en modo alguno niega la
heterogeneidad de tales formas. Un artefacto sincrético no es una
síntesis, sino un significante hecho de diferencias. Lo que sucede es
que, en el melting-pot de sociedades que provee el mundo, los procesos
sincréticos se realizan a través de una economía en cuya modalidad de
intercambio el significante de allá —el del Otro— es consumido (“leído”)
conforme a códigos locales, ya preexistentes; esto es, códigos de acá.
Por eso podemos convenir en la conocida frase de que China no se hizo
budista sino que el budismo se hizo chino. En el caso del Caribe, es
fácil ver que lo que llamamos cultura tradicional se refiere a un
interplay de significantes supersincréticos cuyos “centros”
principales se localizan en la Europa preindustrial, en el subsuelo
aborigen, en las regiones subsaharianas de Africa y en ciertas zonas
insulares ycosteras del Asia meridional. ¿Qué ocurre al llegar o al
imponerse comercialmente un significante “extranjero”, digamos la
música big-band de los años 40 o el rock de las últimas décadas? Pues,
entre otras cosas, aparece el mambo, el chachachá, la bossa nova, el
bolero defeeling, la salsa y el reggae; es decir, la música del Caribe no
se hizo anglosajona sino que ésta se hizo caribeña dentro de un juego de
diferencias. Sin duda hubo cambios (otros instrumentos musicales, otros
timbres, otros arreglos), pero el ritmo y el modo de expresarse de “cierta
manera” siguieron siendo caribeños. En realidad podría decirse que, en
el Caribe, lo “extranjero” interactúa con lo “tradicional” como
un rayo de luz con un prisma; esto es, se producen fenómenos de
reflexión, refracción y descomposición pero la luz sigue siendo luz;
además, la cámara del ojo sale ganando, puesto que se desencadenan
performances ópticas espectaculares que casi siempre inducen placer,
cuanto menos curiosidad.
Así, para lo único que sirve
caminar, bailar, tocar un instrumento, cantar o escribir “de cierta
manera” es para desplazar a los participantes hacia un territorio
poético marcado por una estética de placer, o mejor, por una estética
de no violencia. Este viaje “de cierta manera”, del cual siempre se
regresará -como en los sueños- con la incertidumbre de no haber vivido
el pasado sino un presente inmemorial, puede ser emprendido por cualquiera
clase de performer; basta que éste se conecte al ritmo tradicional que
flota dentro y fuera de sí, dentro y fuera de los presentes. El vehículo
más fácil de tomar es la improvisación, ese hacer algo de repente, sin
pensarlo, sin darle oportunidad a la razón de que se resista a ser
raptada por formas más autorreflexivas de la experiencia estética,
digamos la ironía. Sí, ya sé, se dirá que el viaje poético está al
alcance de cualquier súbdito del mundo. Pero claro que sí, alcanzar lo
poético no es privativo de ningún grupo humano; lo que sí es
característico de los caribeños es que, en lo fundamental, su
experiencia estética ocurre en el marco de rituales y representaciones de
carácter colectivo, ahistórico e improvisatorio. Más adelante, en el
capítulo dedicado a Alejo Carpentier y Wilson Harris, veremos las
diferencias que puede haber en estos viajes en pos del locus furtivo de la
“caribeñidad”.
En todo caso, resumiendo, podemos
decir que la performance caribeña, incluso el acto cotidiano de caminar,
no se vuelve sólo hacia el performer sino que también se dirige hacia un
público en busca de una catarsis carnavalesca que se propone canalizar
excesos de violencia y que en última instancia ya estaba ahí. Quizá por
eso las formas más naturales de la expresión cultural caribeña sean el
baile y la música populares; quizá por eso los caribeños se destaquen
más en los deportes espectaculares (el boxeo, el base-ball, el
basketball, el cricket, la gimnasia, el campo y pista, etc.) que en
deportes más recogidos, más austeros, donde el espacio para el performer
es menos visible (la natación) o se encuentra constreñido por la
naturaleza o las reglas del deporte mismo, o bien por el silencio que
exige el público presente (el tiro, la esgrima, la equitación, el salto
de trampolín, el tenis, etc.). Aunque se trata de un deporte aborrecido
por muchos, piénsese un momento en la capacidad de simbolizar actuación
ritual que ofrece el boxeo: los contendientes bailando sobre la lona,
rebotando contra las cuerdas, la elegancia del jab y del side-step, el
sentido decorativo del bolo-punch y del upper-cut, el ritmo implícito en
todo waving, los gestos improvisados y teatrales de los boxeadores (las
muecas, los ademanes de desafío, las sonrisas desdeñosas), la opción de
hacer el papel de villano en un round y de caballero en el siguiente, la
actuación de los personajes secundarios (el referee zafando un clinch,
los seconds con las esponjas y toallas, el médico que escudriña las
heridas, el anunciador en su smoking de fantasía, la mirada atenta de los
jueces, el hombre de la campana), y todo eso en un escenario elevado y
perfectamente iluminado, lleno de sedas y colores, la sangre salpicando,
el flash de las cámaras, los gritos y silbidos, el dramatismo del
knock-down (¿se levantará o no se levantará?), el público de pie, los
aplausos, el brazo en alto del vencedor. No es de extrañar que los
caribeños sean buenos boxeadores y, también, por supuesto, buenos
músicos, buenos cantantes, buenos bailadores y buenos escritores.
DE LA LITERATURA AL CARNAVAL
Se podría pensar que la literatura
es un arte solitario tan privado y silencioso como una plegaria. Erróneo.
La literatura es una de las expresiones más exhibicionistas del mundo.
Esto es así porque es un flujo de textos, y pocas cosas hay que sean tan
exhibicionistas como un texto. Habría que recordar que lo que escribe un
performer —la palabra “autor” ha caído justamente en desuso— no
es un texto, sino algo previo y cualitativamente distinto: un pre-texto.
Para que un pretexto se convierta en texto deben mediar ciertas etapas,
ciertos requisitos, cuya enumeración obviaré por razones temáticas y de
espacio. Me basta decir que un texto nace cuando es leído por el Otro: el
lector. A partir de ese momento el texto y el lector se conectan como una
máquina de seducciones recíprocas. En cada lectura el lector seduce al
texto, lo transforma, lo hace casi suyo; en cada lectura el texto seduce
al lector, lo transforma, lo hace casi suyo. Si esta doble seducción
alcanza a ser “de cierta manera”, tanto el texto como el lector
trascenderán sus límites estadísticos y flotarán hacia el centro
des-centrados de lo paradójico. Esta posibilidad de lo imposible, como se
sabe, ha sido estudiada minuciosamente por el discurso posestructuralista.
Pero el discurso posestructuralista se corresponde con el discurso
posindustrial: ambos son discursos propios de la llamada posmodernidad. El
discurso caribeño, en cambio, tiene mucho de premoderno; además, para
colmo, se trata de un discurso contrapuntístico que visto a la caribeña
parecería una rumba, y visto a la europea el flujo perpetuo de una fuga
del Barroco, donde las voces se encuentran sin encontrarse jamás. Quiero
decir con esto que el espacio “de cierta manera” es explicado por el
pensamiento posestructuralista en tanto episteme —por ejemplo, la
noción de Derrida de diflérence— mientras que el discurso caribeño,
además de ser capaz de ocuparlo en términos teóricos, lo inunda sobre
todo de un flujo poético y vital navegado por Eros y Dionisio, por Ochún
y Elegua, por la Gran Madre Arahuaca y la Virgen de la Caridad del Cobre,
todos ellos canalizando violencia, violencia esencial y ciega con que
chocan las dinámicas sociales caribeñas.
Así, el texto caribeño es excesivo,
denso, uncanny, asimétrico, entrópico, hermético, pues, a la manera de
un zoológico o bestiario, abre sus puertas a dos grandes órdenes de
lectura: una de orden secundario, epistemológica, profana, diurna y
referida a Occidente —al mundo de afuera—, donde el texto se
desenrosca y se agita como un animal fabuloso para ser objeto de
conocimiento y de deseo; otra de orden principal, teleológica, ritual,
nocturna y revertida al propio Caribe, donde el texto despliega su
monstruosidad bisexual de esfinge hacia el vacío de su imposible origen,
y sueña que lo incorpora y que es incorporado por éste. Una pregunta
pertinente sería: ¿Cómo se puede empezar a hablar de literatura
caribeña cuando su misma existencia es cuestionable? La pre- gunta, por
supuesto, aludiría más que nada al polilingüismo que parece dividir
irreparablemente las letras del Caribe. Pero a esta pregunta yo
respondería con otra: ¿Es más prudente acaso considerar Cien años de
soledad como una muestra representativa de la novela española, o la obra
de Césaire como un logro de la poesía francesa, o bien a Machado de
Assis como un escritor portugués ya Wilson Harris como un escritor
inglés que ha dejado su patria para vivir exiliado en Inglaterra?
Ciertamente, no. Claro, también se podría argumentar que lo que he dicho
no prueba la existencia de una literatura caribeña; que lo que existe en
realidad son literaturas locales, escritas desde los distintos bloques
lingüísticos del Caribe. Estoy de acuerdo con esa proposición, aunque
sólo en términos de una primera lectura. Por debajo de la turbulencia
árbol/arbre/tree, etc., hay una isla que se repite hasta transformarse en
meta-archipiélago y alcanzar las fronteras transhistóricas más
apartadas del globo. No hay centro ni bordes, pero hay dinámicas comunes
que se expresan de modo más o menos regular dentro del caos y luego,
gradualmente, van asimilándose a contextos africanos, europeos,
indoamericanos y asiáticos, hasta el punto en que se esfuman. ¿Cuál
sería un buen ejemplo de este viaje a la semilla? El campo literario
siempre es conflictivo (nacionalismos estrechos, resentimientos,
rivalidades); el ejemplo no se referirá a un performer literario sino a
un performer político: Martin Luther King. Este hombre llegó a ser
caribeño sin dejar de ser norteamericano, y viceversa. Su ancestro
africano, los matices de su humanismo, la antigua sabiduría que encierran
sus pronunciamientos y sus estrategias, su vocación de improvisador, su
capacidad de seducir y ser seducido y, sobre todo, su vehemente condición
de soñador (I have a dream...) y de auténtico performer , constituyen el
costado caribeño de su incuestionable idiosincrasia norteamericana.
Martin Luther King ocupa y llena el espacio donde lo caribeño se conecta
a lo norteamericano, espacio que también puede ser significado por el
jazz.
Perservar en el intento de remitir la
cultura del Caribe a la geografía -como no sea la del meta-archipiélago-
es un proyecto extenuante y apenas productivo. Hay performers que nacieron
en el Caribe, y no son caribeños por su performance; hay otros que
nacieron más acá o más allá, y sin embargo lo son. Esto no excluye,
como dije, que haya tropismos comunes, y éstos se dejan ver con mayor
frecuencia dentro del flujo marino que va de la desembocadura del Amazonas
hasta el delta del Mississippi, el cual baña la Costa norte de
Sudamérica y Centroamérica, el viejo puente de islas arahuaco-caribe, y
partes no del todo integradas a la médula tecnológica de Estados Unidos,
como son la Florida y la Louisiana; además, habría quizá que contar a
Nueva York, ciudad donde la densidad de la población caribeña es cosa
notable. Pero, como dije, estas especulaciones geográficas dejan bastante
que desear. Los antillanos, por ejemplo, suelen deambular por todo el
mundo en busca de cen- tros de “caribeñidad”, constituyendo uno de
loS flujos migratorios más notables de nuestro siglo. La insularidad de
los antillanos no los impele al aislamiento, sino al contrario, al viaje,
a la exploración, a la búsqueda de rutas fluviales y marinas. No hay que
olvidar que fueron hombres de las Antillas quienes construyeron el Canal
de Panamá.
Bien, es preciso mencionar al menos
algunas de las regularidades comunes que, en estado de fuga, presenta la
literatura multilingüística del Caribe. A este respecto pienso que el
movimiento más perceptible que ejecuta el texto caribeño es,
paradójicamente, el que más tiende a proyectarlo fuera de su ámbito
genérico: un desplazamiento metonímico hacia las formas escénicas,
rituales y mitológicas; esto es, hacia máquinas especializadas en
producir bifurcaciones y paradojas. Este intento de evadir las redes de la
intertextualidad estrictamente literaria siempre resulta, naturalmente, en
un rotundo fracaso. A fin de cuentas un texto es y será un texto ad
infinitum, por mucho que se proponga disfrazarse de otra cosa. No
obstante, este proyecto fallido deja su marca en la superficie del texto,
y la deja no en tanto trazo de un acto frustrado sino de voluntad de
perseverar en la huida. Se puede decir que los textos caribeños son
fugitivos por naturaleza, constituyendo un catálogo marginal que
involucra el deseo de no violencia. Así tenemos que el Bildungs'.oman
caribeño no suele concluir con la despedida de la etapa de aprendizaje en
términos de borrón y cuenta nueva; tampoco la estructura dramática del
texto caribeño acostumbra a concluir con el orgasmo fálico del clímax,
sino con una suerte de coda que, por ejemplo, en el teatro popular cubano
era interpretada por un fina/e de rumba con toda la compañía. Si tomamos
las novelas más representativas del Caribe vemos que en ellas el discurso
de la narración es interferido constantemente, ya veces casi anulado, por
formas heteróclitas, fractales, barrocas o arbóreas, que se proponen
como vehículos para conducir al lector y al texto al territorio marginal
e iniciático de la ausencia de la violencia.
Todo esto se refiere, sin embargo, a
una primera lectura del texto caribeño. Una relectura supondría
detenernos en los ritmos propios de la literatura del Caribe. Aquí pronto
se constatará la presencia de varias fuentes rítmicas; Indoamérica,
Africa, Asia y Europa. Ahora bien, como se sabe, el juego polirrítmico
que constituyen los ritmos cobrizos, negros, amarillo y blancos (una
manera convencional de diferenciarlos) que provienen de estas fuentes, ha
sido descrito y analizado de los modos más diversos ya través de las
más variadas disciplinas. Claro, nada de eso se hará aquí. En este
libro sólo se hablará de algunas regularidades que se desgajan del
interplay de estos ritmos. Por ejemplo, los ritmos blancos, en lo básico,
se articulan binariamente; es el ritmo de los pasos en la marcha o en la
carrera, de la territorialización; es la narrativa de la conquista y la
colonización, de la producción en serie, del conocimiento tecnológico,
de las computadoras y de las ideologías positivistas; por lo general son
ritmos indiferentes a su impacto social; ritmos narcisistas, obsesionados
por su propia legitimación, que portan culpa, alienación y signos de
muerte, lo cual ocultan proponiéndose como los mejores ritmos habidos y
por haber. Los ritmos cobrizos, negros y amarillos, si bien diferentes
entre sí, tienen algo en común; pertenecen a Pueblos del Mar. Estos
ritmos, al ser comparados con los anteriores, aparecen como turbulentos y
erráticos, o, si se quiere, como erupciones de gases y de lava que vienen
de un estrato elemental, todavía en formación; por lo tanto son ritmos
sin pasado, o mejor, ritmos cuyo pasado está en el presente y que se
legitiman por ellos mismos. (El tema volverá a tocarse en el capítulo
4). Podría pensarse que hay una contradicción irremediable entre ambas
clases de ritmos, y en efecto así es, pero sólo dentro de los márgenes
de una primera lectura. La dialéctica de tal contradicción nos llevaría
al momento de la síntesis; el ritmo mestizo, el ritmo mulato. Pero una
relectura pondría en evidencia que el mestizaje no es una síntesis, sino
más bien lo contrario. No puede serIo porque nada que sea ostensiblemente
sincrético constituye un punto estable. El elogio del mestizaje, la
solución del mestizaje, no es originaria de Africa ni de Indoamérica ni
de ningún Pueblo del Mar. Se trata de un argumento positivista y
logocéntrico, un argumento que ve en el blanqueamiento biológico,
económico y cultural de la sociedad caribeña una serie de pasos
sucesivos hacia el “progreso”, y por lo tanto se refiere a la
conquista, la esclavitud, la neocolonización y la dependencia. Dentro de
las realidades de la relectura, el mestizaje no es más que una
concentración de diferencias, un ovillo de dinámicas obtenido por vía
de una mayor densidad del objeto caribeño, como se vio en el caso de la
Virgen del Cobre, que dicho sea de paso es conocida como “la Virgen
Mulata“. Entonces, en un ins- tante dado de la relectura, las
oposiciones binarias Europa/Indoamérica, Europa/África y Europa/Asia no
se resuelven en la síntesis del mestizaje, sino que se disuelven en
ecuaciones diferenciales sin solución, las cuales repiten sus incógnitas
a lo largo de las edades del meta-archipiélago. La literatura del Caribe
puede leerse como un texto mestizo, pero también como un flujo de textos
en fuga en intensa diferenciación consigo mismos y dentro de cuya
compleja coexistencia hay vagas regularidades, por lo general
paradójicas. El poema y la novela del Caribe no son sólo proyectos para
ironizar un conjunto de valores tenidos por universales; son, también,
proyectos que comunican su propia turbulencia, su propio choque y vacío,
el arremolinado black hole de violencia social producido por la
encomienda, la plantación, la servidumbre del coolie y del hindú; esto
es, su propia Otredad, su asimetría periférica con respecto a Occidente.
Así, la literatura caribeña no puede desprenderse del todo de la
sociedad multiétnica sobre la cual flota, y nos habla de su
fragmentación e inestabilidad: la del negro que estudió en Londres o en
París, la del blanco que cree en el vudú, la del negro que quiere
encontrar su identidad en África, la del mulato que quiere ser blanco, la
del blanco que ama a una negra y viceversa, la del negro rico y el blanco
pobre, la de la mulata que pasa por blanca y tiene un hijo negro, la del
mulato que dice que las razas no existen... Añádanse a estas diferencias
las que resultaron -y aún resultan en ciertas regiones- del choque del
indoamericano con el europeo y de éste con el asiático. Finalmente,
agréguese el inesta- ble régimen de relaciones que, entre alianzas y
combates sin cuartel, acercan y separan la etnología del aborigen y del
africano, del asiático y del aborigen, del afr¿cano y del asiático. En
fin, para qué seguir. ¿Qué modelo de las ciencias del hombre puede
predecir lo que va a suceder en el Caribe el año próximo, el mes
próximo, la semana próxima? Se trata, como se ve, de una sociedad
imprevisible originada en las corrientes y resacas más violentas de la
historia moderna, donde las diferencias de sexo y de clase son
sobrenadadas por las de índole etnológica. (El tema continúa en el
capítulo 6.) y sin embargo, reducir el Caribe a la sola cifra de su
inestabilidad sería también un error; el Caribe es eso y mucho más,
incluso mucho más de lo que se hablará en este libro. En todo caso, la
imposibilidad de poder asumir una identidad estable, ni siquiera el color
que se lleva en la piel, sólo puede ser reconstruida por la posibilidad
de ser ”de cierta manera“ en medio del ruido y la furia del caos. Para
esto la ruta más viable a tomar, claro está, es la del
meta-archipiélago mismo; sobre todo los ramales que conducen a la
hagiografía semipagana del medioevo ya las creencias africanas. Es en
este espacio donde se articula la mayoría de los cultos del Caribe,
cultos que por su naturaleza desencadenan múltiples expresiones
populares: mito, música, danza, can- to, teatro. De ahí que el texto
caribeño, para trascender su propio claustro, tenga que acudir a estos
modelos en busca de rutas que conduzcan, al menos simbólicamente, a un
punto extratextual de ausencia de violencia sociológica y de
reconstitución síquica del Ser. Estas rutas, irisadas y transitorias
como un arco iris, atraviesan aquí y allá la red de dinámicas binarias
tendida por Occidente. El resultado es un texto que habla de una
coexistencia crítica de ritmos, un conjunto polirrítmico cuyo ritmo
binario central es des-centrado cuando el performer (escritor/lector) y el
texto intentan escapar ”de cierta manera“.
Se dirá que esta coexistencia es
falsa, que al fin y al cabo se viene a parar en un sistema formado por la
oposición Pueblo del Mar/Europa y sus derivadas históricas. Una
relectura de este punto, sin embargo, tendría consecuencias más
imaginativas. Las relaciones entre los Pueblos del Mar y Occidente, como
toda relación de poder, no es sólo antagónica. Por ejemplo, en el
fondo, todo Pueblo del Mar quiere ocupar el sitio que ocupa en la
geografía, pero también quisiera ocupar el sitio de Occidente, y
viceversa. Dicho de otro modo: todo Pueblo del Mar, sin dejar de serIo,
quisiera en el fondo tener una máquina industrial, de flujo e
interrupción; quisiera estar en el mundo de la teoría, de la ciencia y
la tecnología. Paralelamente, el mundo que hizo la Revolución
Industrial, sin dejar de serIo, quisiera a veces estar en el lugar de los
Pueblos del Mar, donde estuvo alguna vez; quisiera vivir inmerso en la
naturaleza y en lo poético, es decir, quisiera volver a poseer una
máquina de flujo y de interrupción a la vez. Las señales de la
existencia de esta doble paradoja del deseo están por dondequiera -el New
Age Movement y el régimen de vida natural en Estados Unidos y Europa; los
planes de industrialización y el gusto por lo artificial del Tercer
Mundo-, ya este contradictorio tema volveré en el último capítulo. Así
las cosas, las oposiciones máquina teorética/máquina poética, máquina
epistemológica/máquina teológica, máquina de poder/máquina de
resistencia, y otras semejantes, distarían mucho de ser polos coherentes
y fijos que siempre se enfrentan como enemigos. En realidad la supuesta
unidad de estos polos estaría minada por la presencia de toda una gama de
relaciones no necesariamente antagónicas, lo cual abre una compleja e
inestable forma de estar que apunta al vacío, a la falta de algo, a la
insuficiencia repetitiva y rítmica que es a fin de cuentas el
determinismo más visible que se dibuja en el Caribe. Por último,
quisiera dejar claro que el hecho de emprender una relectura del Caribe no
da licencia para caer en idealizaciones. En primer lugar, como viera
Freud, la tradición popular es también, en última instancia, una
máquina no exenta de represión. Cierto que no es una má- quina
tecnológico-positivista indiferente a la conservación de ciertos
vínculos sociales, pero en su ahistoricidad perpetúa mitos y fábulas
que pretenden legitimar la ley patriarcal y ocultan la violencia inherente
a todo origen sociológico. Más aún -siguiendo el razonamiento de René
Girard-, podemos convenir en que el sacrificio ritual de las sociedades
simbólicas implicaba un deseo de conjurar violencia pública, pero tal
deseo era emitido desde la esfera de poder y perseguía objetivos de
control social.
En segundo término, la coexistencia
crítica de que se ha hablado suele desencadenar las formas culturales
más impredecibles y diversas. Una isla puede, en un momento dado, acercar
o alejar componentes culturales de diversa procedencia con el peor de los
resultados posibles —lo cual, por suerte, no es la regla— mientras en
la isla contigua el bullente y constante interplay de espumas
transcontinentales genera un producto afortunado. Esta circunstancia
azarosa hace, por ejemplo, que el grado de africanización de cada cultura
local varíe de isla a isla, y que el impacto aculturador de la
Plantación se manifieste asimétricamente.
Por lo demás, el texto caribeño
muestra los rasgos de la cultura supersincrética de donde emerge. Es, sin
duda, un consumado performer que acude a las más aventuradas
improvisaciones para no dejarse atrapar por su propia textualidad. (Remito
al lector al capítulo 7.) En su más espontánea expresión puede
referirse al carnaval, la gran fiesta del Caribe que se dispersa a través
de los más variados sistemas de signos: música, canto, baile, mito,
lenguaje, comida, vestimenta, expresión corporal. Hay algo poderosamente
femenino en esta extraordinaria fiesta: su condición de flujo, su difusa
sensualidad, su fuerza generativa, su capacidad de nutrir y de conservar
(jugos, primavera, polen, lluvia, simiente, espiga, sacrificio ritual, son
palabras que vienen a instalarse). Piénsese en el despliegue de los
bailadores, los ritmos de la conga o de la samba, las máscaras, los
encapuchados, los hombres vestidos y pintados como mujeres, las botellas
de ron, los dulces, el confeti y las serpentinas de colores, el barullo,
la bachata, los pitos, los tambores, la corneta y el trombón, el piropo,
los celos, la trompetilla y la mueca, el escupitajo, la navaja que corta
la sangre, la muerte, la vida, la realidad al derecho y al revés, el
caudal de gente que inunda las calles, que ilumina la noche como un vasto
sueño, una escolopendra que se hace y se deshace, que se enrosca y se
estira bajo el ritmo del ritual, que huye del ritmo sin poder escapar de
éste, aplazando su derrota, hurtando el cuerpo y escondiéndose,
incrustándose al fin en el ritmo, siempre en el ritmo, latido del caos
insular.
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